jueves, 30 de septiembre de 2021

Deja Que Te Ame: Capítulo 28

Pedro, al verla sonrojarse, supo al instante en qué estaba pensando. Esa noche él mismo se había visto asediado por sueños en los que no se había apartado de ella después de besarla, sino que había hecho mucho más que eso. Pero no era el momento de pensar en eso. No cuando estaba sentado en su cama con ella a solo un metro y tapada únicamente con una sábana, a juzgar por sus hombros desnudos, con el cabello desparramado sensualmente sobre ellos. Se levantó y retrocedió un par de pasos. Mejor así, bien lejos de ella.


–He pedido que nos suban un brunch –le dijo–. Date una ducha; te espero en el salón.


Ella asintió, y esperó a que se hubiera ido antes de levantarse. ¡Qué extraño era todo!, pensó cuando se vió desnuda en el espejo del baño: recordar las palabras de Pedro, cómo la había mirado la noche anterior mientras bailaban, su brazo rodeándole la cintura… Una sensación de felicidad la invadió. Independientemente de sus preocupaciones y sus penas, siempre la acompañarían esos recuerdos. Y probablemente Pedro solo estuviese haciendo todo aquello para convencerla de que le vendiera Haughton, pero para ella significaba muchísimo que le hubiese devuelto la confianza en sí misma que Jimena le había arrebatado. Con una sonrisa soñadora y agradecida en los labios se recogió el pelo y se metió en la ducha. Ese brunch la llamaba… Igual que las ganas de volver a estar con él. Aunque solo fuera durante lo que quedaba de mañana, pensó con un suspiro mientras abría el grifo y levantaba la cabeza hacia el chorro de agua para acabar de despertarse por completo. De pronto la idea de volver a casa no le apetecía nada por primera vez en su vida. Pedro ya estaba sentado a la mesa cuando Paula salió de su habitación. El que los dos estuvieran envueltos en un albornoz resultaba extrañamente… íntimo, como si la situación fuera distinta de la que era. De pronto acudió a su mente el recuerdo de la noche anterior, cuando la había besado. Había estado un tanto achispada, pero no tanto como para no saber que no había soñado aquel ardiente momento. «¡Venga ya!, ¡fue solo un beso!», se reprendió irritada. «¡No te montes una película! ¡Fue solo un beso! No significaba nada… Fue solo su manera de darte las buenas noches». Y, sin embargo, aunque estaba intentando convencerse de eso, le ardían las mejillas. Se apresuró a agachar la cabeza y sentarse con la esperanza de que Pedro no se diera cuenta y de que, si había advertido su azoramiento, no supiese a qué se debía. Para él desde luego aquel beso sí que no habría significado nada. ¡Con la de mujeres que habría besado en su vida…! Lo cual no era de extrañar con lo guapo que era… Y más cuando una de esas mujeres, la última con la que había estado, era una estrella de cine. Pero para ella aquel beso había significado muchísimo. Para ella había significado la ruptura definitiva del maleficio de Jimena sobre ella. Nada más ver el suculento brunch que tenía ante sí se le abrió de inmediato el apetito.


–Ummm… huevos Benedict… Me encantan –murmuró antes de servirse y empezar a comer.


–¿No tienes resaca? –le preguntó Pedro, sirviéndose también.


Paula sacudió la cabeza, haciendo que su larga melena rizada se balanceara sobre sus hombros. Una sensación de satisfacción invadió a Pedro mientras la observaba. Esas estilistas habían hecho un trabajo de primera. Aun con la cara lavada, sin maquillaje, el cambio radical de ella era más que evidente. Sobre todo porque le habían depilado el entrecejo y ya no parecía que estuviese ceñuda todo el tiempo.


–No –respondió Paula–. Supongo que ese vaso de agua fría que me hiciste beber funcionó. ¡Un buen truco!


–Ya te dije que me darías las gracias por la mañana –contestó él con una sonrisa.


Paula dejó los cubiertos en el plato y le miró.


–Sí que te estoy agradecida –le dijo con solemnidad–. Te doy las gracias por… bueno, ¡Por todo!


Pedro volvió a sonreír y levantó su vaso de zumo de naranja para hacer unbrindis.


–Por la nueva Paula –dijo, y tomó un trago antes de volver a poner el vaso en la mesa–. Y ahora… –añadió en un tono distinto, como si fuesen a hablar de negocios– lo que tenemos que hacer es renovar tu vestuario. Aunque estabas increíble anoche con ese vestido eduardiano, no es algo para llevar a diario –le dijo con una sonrisa–. Así que, en cuanto terminemos de desayunar, nos vamos de compras.


El rostro de Paula se ensombreció.


–Gracias, pero… Tengo que volver a casa –murmuró.


Pedro enarcó las cejas.


–¿Por qué? Si ya han acabado las clases…


–Ya, pero… Bueno… Tengo que irme, en serio, no puedo…


Él la interrumpió agitando la mano en el aire. ¡No iba a permitir que volviese a enclaustrarse en Haughton! Además, aunque la noche anterior había tenido que reprimir la atracción que sentía hacia ella –lo contrario habría sido una falta de caballerosidad por su parte–, durante las largas horas casi sin pegar ojo que siguieron, había llegado a la conclusión de que no tenía por qué reprimirse, de que un poco de romanticismo en su vida era justo lo que Paula necesitaba. Así le demostraría las cosas maravillosas que estaba perdiéndose y que podría disfrutar si se decidía a abandonar para siempre su caparazón. Quería que, ahora que había descubierto lo hermosa que era, saboreara todo lo que la vida podía ofrecerle. Ahora que sabía que la envidia que le tenía a suhermanastra no tenía razón de ser, al fin podría desembarazarse de la carga del amargo resentimiento que había acarreado todos esos años. Y entonces ya no sentiría la necesidad de seguir boicoteando a su madrastra y a su hermanastra negándose a vender su parte de Haughton, ni de seguir castigando a Graciela por haberse casado con su padre, y a Jimena por haberse sentido inferior a ella todos esos años.


Deja Que Te Ame: Capítulo 27

Pedro tragó saliva e inspiró, preparándose para lo que sin duda iba a ser un calvario que pondría a prueba su capacidad de autocontrol. Asió por los hombros a Paula para hacerla girarse, y fue un error, porque el tacto de su piel desnuda hizo que un cosquilleo eléctrico lo recorriese. Apartó las manos como si se hubiese quemado, y las bajó al cierre del vestido, que no podía ser más complicado. Mientras desabrochaba corchetes y aflojaba las cintas del corsé, intentó no pensar en lo hermosa que era la espalda que iba asomando. Ella había agachado la cabeza, dejando al descubierto su blanca nuca, acariciada por mechones que habían escapado de su recogido. Sería tan fácil inclinarse sobre ella y rozar con sus labios esa piel delicada… Resultaba tan tentador… No, no iba a hacer nada de eso… Tragó saliva y dejó caer las manos.


–¡Listo!


Paula se volvió, ajena al difícil ejercicio de autocontrol que estaba haciendo, sujetándose el vestido al pecho con las manos, y un suspiro de alivio escapó de sus labios.


–Gracias, este condenado corsé era un suplicio –le dijo riéndose. Y luego, con los labios entreabiertos y los ojos brillantes, alzó el rostro hacia él–. Esta ha sido la noche más maravillosa de toda mi vida –añadió suavemente.


No parecía consciente de la tentación que suponía para él verla ahí, frente a él, a medio desvestir, tan tentadora… Y ya no pudo más. La asió por los brazos para atraerla hacia sí, y tomó sus labios, incapaz de resistir ni un segundo más. El beso empezó siendo algo vacilante. Acarició los labios aterciopelados de Paula con los suyos, antes de deslizar la lengua entre ellos, y saboreó su boca como quien paladea un vino afrutado, con cuerpo, delicioso. Ella respondió con igual fruición. Pedro sentía sus voluptuosos pechos apretados contra la camisa, y al notar que se le endurecían los pezones a él empezó a ponérsele tirante la entrepierna del pantalón. El deseo estaba apoderándose de él y supo que, si no le ponía freno a aquello en ese mismo instante, ya no podría pararlo. Con un gruñido de frustración despegó sus labios de los de ella, dejó caer las manos y se apartó. Paula se quedó mirándolo, aturdida, con las pupilas dilatadas aún por el deseo. Pedro sacudió la cabeza y dió otro paso atrás.


–Buenas noches –le dijo.


Su voz había sonado agitada, y se sentía ardiendo por dentro, pero tenía que reprimir el deseo que lo consumía, subyugarlo. Ella siguió mirándolo confundida un instante, pero luego, como el sol saliendo de detrás de una nube, su rostro se iluminó con una sonrisa.


–Sí, buenas noches –murmuró.


Cuando llegó a la puerta y se volvió para cerrarla, ella se quitó una mano del vestido, que estaba sujetándose, y con otra sonrisa encantadora le lanzó un beso.


–¡Gracias! –le susurró.


Y Pedro tuvo que apresurarse a salir y cerrar la puerta antes de que se quebrara su fuerza de voluntad, volviera dentro y la tomara de nuevo entre sus brazos.




Paula, que estaba dormida, notó que una mano la zarandeaba suavemente por el hombro. La apartó con un movimiento y se acurrucó contra la almohada, pero la mano volvió a posarse en su hombro y a zarandearla. Oyó una voz susurrándole algo incomprensible. Sonaba a alguna lengua extranjera. ¿Griego? ¡Griego! Se incorporó como impulsada por un resorte tapándose con la sábana y miró con unos ojos como platos a Pedro, que estaba sentado al borde de la cama. A juzgar por su pelo húmedo y el albornoz que llevaba, y que acentuaba el bronceado de su piel, acababa de ducharse.


–¿Cómo te encuentras, no te duele la cabeza? –le preguntó en un tono entre amable y divertido.


Con sus ojos oscuros escrutándola y esa sonrisilla en los labios, Paual no pudo sino sonrojarse, azorada, al pensar en el aspecto que debía de tener, con el cabello revuelto y la cara de acabar de despertarse.


–Eh… no, estoy bien, gracias –balbució.


Los recuerdos de la noche anterior acudieron en tropel a su mente, como una serie de instantáneas: La increíble fiesta, la agradable cena, charlando con las personas con que los habían sentado, todas las veces que había bailado con Pedro, el beso que le había dado antes de… Enrojeció como una amapola al rememorar ese recuerdo tan vívido.

Deja Que Te Ame: Capítulo 26

Y se echó un poco hacia atrás para deleitarse con su estrecha cintura, las curvas de sus caderas, el modo en que el escote realzaba sus pechos… «¡No!», se reprendió a sí mismo con dureza, apartando la vista. No debía mirarla así; se suponía que la intención de esa velada era liberar a Paula de las cadenas que la lastraban, que la hacían querer recluirse en su caparazón en vez de salir al mundo… Solo así conseguiría hacer suyo Haughton. «Pero a ella también podrías hacerla tuya…», le susurró su vocecita interior seductora, insinuante. Resultaba muy difícil ignorarla cuando tenía el brazo en torno a la cintura de Paula y ella estaba tan cerca de él, sonriéndole con esos labios de rubí, tan tentadora… Se sintió aliviado cuando el vals terminó. La condujo de regreso a su mesa, e inmediatamente el director de la fundación se levantó para pedirle el siguiente baile. Paula aceptó, y Pedro la observó mientras se alejaban. ¿Era cosa suya, o había parecido reacia a aceptar la invitación del director? No lo sabía. Lo único que sabía era que de repente era como si algo le estuviese royendo las entrañas, algo que le hizo alcanzar la botella de coñac y servirse una copa. Las otras personas que seguían sentadas a la mesa estaban charlando y una de ellas le pidió su opinión sobre el tema que estaban discutiendo. Se unió a la conversación por cortesía, pero no podía evitar buscar con la mirada de cuando en cuando a Paula mientras hablaban. «Sabes que la deseas…», insistió su vocecita interior. Apretó la mandíbula. No había nada de malo en que la deseara, pero satisfacer ese deseo podría acarrearle complicaciones. La cuestión era… ¿Acaso importaba? Porque en ese momento, viendo bailar con otro hombre a la mujer a la que había liberado, cuya belleza natural había sacado a la luz, y sintiendo que ese fiero deseo se apoderaba de él, se dió cuenta de que no le importaban en absoluto qué consecuencias pudieran tener sus actos…



Paula se sentía como si estuviera flotando, y se encontró balanceándose y tarareando un vals, como si aún estuviese bailando. La fiesta había terminado, era más de medianoche, y estaban de nuevo en la suite de Pedro. Había sido una velada maravillosa. Lo miró, que estaba sacando un botellín de agua del mueble bar, con mariposas en el estómago. Estaba tan guapo con su traje eduardiano… ¡Cómo le gustaría pasarse la noche entera entre sus brazos, bailando!


–Bébete esto. Y bébetelo entero –le dijo Pedro, tendiéndole un vaso de agua–. Mañana por la mañana me lo agradecerás, te lo aseguro.


–Estoy bien –le traquilizó ella–. En serio, estoy perfectamente.


Aun así se bebió el agua, sin apartar los ojos de él, y cuando hubo apurado el vaso se le escapó un bostezo, un bostezo enorme. No podía negar que estaba exhausta.


–Y ahora a la cama –añadió Pedro.


Aunque no, por desgracia, con él, se dijo este. No sería caballeroso dejarse llevar por lo que le pedía el cuerpo con las copas de champán, vino y licor que Paula había tomado durante la cena y a lo largo de la fiesta. No estaba borracha, pero sí algo achispada. Por mucho que la desease, iba a llevarla a la habitación de invitados, y luego él se iría a la suya y se daría una ducha bien fría.


–Antes vas a tener que ayudarme con el vestido –le dijo Paula–. No creo que pueda quitármelo yo sola.

Deja Que Te Ame: Capítulo 25

Al final de la cena se pronunciaron varios discursos, y tras la subasta benéfica la orquesta empezó a tocar un vals, muy acorde con los disfraces eduardianos que llevaban todos los invitados. Paula, a quien le encantaba la música clásica, reconoció de inmediato la melodía.


–¡Me encanta esta pieza! –exclamó.


–¿No es de la opereta La viuda alegre? –preguntó otra de las mujeres sentadas en su mesa.


–Sí, del compositor Franz Lehár –respondió Paula, y se puso a tararear para sí la melodía al compás de la música.


Algunas personas de otras mesas estaban ya levantándose y dirigiéndose en parejas a la pista de baile. El director de la fundación se giró hacia Paula con una sonrisa.


–¿Me haría el honor de…?


Pero Pedro, levantándose se le adelantó antes de que pudiera acabar la pregunta.


–Perdóneme, pero la señorita Chaves me había prometido el primer baile –dijo.


Paula se sonrojó. El director, que no sabía que no era verdad, claudicó gentilmente con un asentimiento de cabeza, y Pedro la condujo hacia la pista. A Paula el corazón le latía como un loco y su respiración se había tornado agitada.


–Pero es que no sé bailar esto… –protestó mientras se alejaban–. Bueno, sé bailar el vals, pero no sé si el vienés es distinto del inglés. Y además no…


–Tú déjate llevar –la interrumpió Pedro.


Le rodeó la cintura con el brazo, tomó su mano en la suya y la arrastró consigo hacia el remolino de parejas que bailaban. Mientras giraba con Pedro al compás de la música, la larga y pesada falda de seda de su vestido se volvió ligera como una pluma. Se sentía como si flotara.


–¿Ves qué fácil es? –le dijo él sonriente–. No ha sido tan horrible como pensabas que sería, ¿A que no?


Paula supo de inmediato que no se refería solo al baile, sino también a su transformación de esa noche, a ir a aquella fiesta con él. Tenía razón; había resultado tan fácil… Una sensación de dicha la inundó. Se sentía maravillosamente libre, como si Pedro hubiese derrumbado los muros que la constreñían. La orquesta remató la melodía con una floritura, y aunque se sentía algo mareada cuando dejaron de dar vueltas, se unió a los demás invitados en sus aplausos. El director de la orquesta se volvió, hizo una reverencia para dar las gracias y comenzaron a tocar la siguiente pieza, una polca. A ella, que nunca había bailado una polca, le entró el pánico, pero Pedro la cortó antesde que pudiera decir nada.


–Tú haz lo mismo que yo –le indicó.


Paula le hizo caso, y cuando se despreocupó se encontró divirtiéndose con aquella rápida y vigorosa danza. Cuando la pieza terminó no pocas parejas estaban sin aliento.


–¡Ha sido muy intenso! –bromeó ella riéndose.


–Pues sí, estos bailes de salón son como una sesión de entrenamiento – asintió Pedro, tirándose un poco del cuello de la camisa, y abanicándose con la mano–. No sabes cómo te envidió por llevar los hombros y los brazos al aire. ¿Crees que se montaría un escándalo si me quito la chaqueta? No te imaginas el calor que da…


–¡Como hagas eso te pondrán al instante en su lista negra! –le advirtió ella riéndose.


–Bueno, como soy un extranjero y un advenedizo tampoco me importaría – contestó él, y volvió a rodearle la cintura con el brazo cuando comenzó la siguiente pieza.


¡Qué alivio que fuera un vals tranquilo!, pensó, aunque ya no se lo pareció tanto cuando sintió la mano de Pedro apretarle un poco más la cintura, y cuando sus ojos se encontraron notó que se le subían los colores a la cara.


–¿Te alegras de haber venido? –le preguntó Pedro.


Una amplia sonrisa acudió a los labios de Paula.


–¡Ya lo creo! Esto es… ¡Maravilloso! Todo, cada momento y cada detalle.


–¿Hasta el corsé que llevas bajo el vestido? –preguntó él con un brillo travieso en los ojos.


–Bueno, eso no –concedió ella.


–Me lo imaginaba. Aunque debo decir que te hace una figura estupenda… –observó Pedro.

martes, 28 de septiembre de 2021

Deja Que Te Ame: Capítulo 24

 –Perfecto –le dijo Pedro satisfecho al joyero–. Póngale el resto del conjunto para que veamos cómo le queda.


Aquella extraña expresión volvió a dibujarse en las facciones de Paula, pero extendió el brazo obedientemente para que el joyero le abrochara la pulsera. Luego el hombre le tendió los pendientes, para que ella misma se los pusiera, pero cuando ya solo faltaba el anillo le miró las manos y vaciló, como si se temiera que fuera a quedarle pequeño.


–Me quedará bien, no se preocupe –le dijo ella.


Parecía muy segura. Tomó el anillo y lo deslizó con cuidado en su dedo. Y le quedaba bien, tal y como había predicho. Se quedó mirándolo un momento, como si estuviera en trance, y luego de repente se irguió y a Pedro le pareció que un sutil cambio se había producido en ella. Parecía más resuelta, y hasta daba la impresión de que tuviera más confianza en sí misma.


–Estupendo –dijo Pedro–. Ha llegado el momento –añadió con un brillo travieso en la mirada, ofreciéndole su brazo–: vamos a esa fiesta.


Al entrar en el salón de baile del hotel, Paula apretó el brazo de Pedro, se irguió y avanzó junto a él con la barbilla bien alta. Debería estar nerviosa, pero no lo estaba. Probablemente ayudaba la copa de champán que se había tomado, y aunque no sabía qué era, estaba segura de que el alcohol no era lo que hacía que se sintiese tan resuelta. Se dió cuenta de que la gente la miraba; por primera vez en su vida la miraban, y sintió un cosquilleo de emoción. Claro que no la miraban solo a ella, sino también a Pedro, que estaba guapísimo. «Es que hacemos tan buena pareja…». Aquel pensamiento había acudido a su mente de improviso, y aunque en un primer momento se reprendió por haber pensado algo así… era la verdad: Hacían buena pareja; al mirarse en el espejo había visto lo bien que les quedaban a los dos sus disfraces. Pero no eran pareja, solo era su acompañante; eso era lo que tenía que recordarse. Eso, y otra cosa más importante: Que Pedro Alfonso solo estaba haciendo aquello para ablandarla, para persuadirla de vender Haughton. Y, sin embargo, aunque lo sabía, no le importaba. ¿Cómo iba a importarle cuando la había liberado del maleficio que Jimena había lanzado sobre ella años atrás? Solo ahora se daba cuenta de hasta qué punto las pullas de su hermanastra habían nublado su mente, de cómo habían distorsionado la imagen que tenía de sí misma, de lo maltrecha que habían dejado su autoestima. Se le hacía extraño pensar en lo desafiante que se había mostrado siempre con Graciela y su hija, y cómo, en cambio, habían mantenido subyugado su subconsciente todo ese tiempo. Pero eso se había acabado. Una sensación de poder, de confianza en sí misma, la inundó, y se llevó la mano al collar y acarició los rubíes con emoción contenida. Alzó la vista hacia Pedro y le sonrió. Él sonrió también, como si comprendiera los sentimientos que la embargaban, y le dijo:


–Disfrute este momento.


¡Vaya si iba a disfrutarlo! Era su momento.


Como Pedro le había dicho, tenía sentado a su izquierda, en la mesa que les correspondía, al director de la fundación benéfica, que la escuchó atentamente mientras le hablaba de los campamentos que organizaba, y le dijo que estarían encantados de ayudarla a financiarlos. Cuando terminaron de hablar y el director se puso a charlar con la persona sentada a su izquierda, Paula se volvió hacia Pedro.


–¡Gracias! –le siseó emocionada.


Y no le estaba dando solo las gracias por haberla ayudado con su proyecto, ni por el cheque que le había dado, sino también por haberla librado del maleficio de Jimena. Él la miró de un modo extraño, como si estuviese pensando en algo pero no se atreviese a decirlo.


–¿Podemos tutearnos? –le preguntó.


–Claro.


Pedro levantó su copa de vino.


–Pues brindo por que tengas un futuro mejor –dijo esbozando una sonrisa.


Paula no entendía muy bien qué quería decir, pero le devolvió la sonrisa y levantó también su copa.


–Gracias –le dijo, y brindaron.


Mientras bebían, Pedro mantuvo sus ojos fijos en los suyos. Era una mirada tan intensa que se le subieron los colores a la cara y el corazón le palpitó con fuerza.


Deja Que Te Ame: Capítulo 23

 –¡No! ¡No piense así de usted! –la increpó con vehemencia, y casi con fiereza–. Paula, no sé exactamente de qué ha llegado a convencerse, pero tiene un concepto completamente equivocado de sí misma –hizo una pausa e inspiró–. ¿No se da cuenta de que no tiene que competir con Jimena? Si le va lo de estar delgada como un palillo porque está de moda, ¡Pues que lo disfrute! Pero usted… –su tono se suavizó de repente–. Usted tiene una belleza muy distinta –señaló su reflejo con un ademán–. ¿Cómo puede negarlo?


Paula se miró de nuevo en el espejo, aún anonadada. Su mente seguía intentando negar lo que Pedro le decía, lo que su reflejo le decía: que aquella mujer que veía era una mujer deslumbrante, y que esa mujer era… ella… ¡Pero es que era imposible! Era Jimena quien era preciosa, quien se ajustaba a los cánones de belleza establecidos. Era la lógica que le había impuesto ella misma con cada pulla, con cada mirada de desprecio… durante años. Y lo peor era que todo aquello había empezado en la etapa más vulnerable, en la adolescencia, cuando Jimena había llegado a su vida y había envenenado su mente, destruyendo su autoestima. Pero… ¿Quién podría decir que la mujer que se reflejaba en el espejo no era guapa? Una profunda emoción la embargó.


–No puede negarlo, ¿Verdad? –insistió Pedro–. No puede negar su propia belleza, Paula, aunque sea tan distinta de la belleza de Jimena como lo son el sol y la luna. ¿Sabe qué?, vamos a hacer un brindis –le dijo, y la llevó a la mesita donde había dejado las copas y la botella de champán–. Un brindis por la diosa que llevaba dentro aunque no lo sabía.


Descorchó la botella, les sirvió a ambos y le tendió una de las copas. Paula la tomó, aturdida, mirándolo con los ojos muy abiertos, como si estuviera en un sueño. Pedro levantó su copa y dijo:


–¡Por la hermosa Paula!


Los dos bebieron, y ella sintió el cosquilleo del champán en la lengua, y una sensación de calor que nada tenía que ver con la bebida. Los labios de Pedro se curvaron en una sonrisa sensual.


–No habrá un solo hombre en la fiesta que no me envidie al verla de mi brazo –le dijo–. Será la sensación de la noche.


Sus palabras recordaron algo a Paula, cuyo rostro se ensombreció.


–Esas chicas… las estilistas… dijeron que el año pasado llevó a Tamara Brentley, y que ella sí que causó sensación.


Al advertir el pánico en su voz, Pedro comprendió que de nuevo la falta de autoestima estaba haciendo mella en Paula.


–Bueno, era de esperar –respondió con estudiada indiferencia, encogiendo un hombro–. Es muy famosa, y le encanta que la miren; su insaciable ego se alimenta de momentos como ese.


Paula no parecía muy convencida, y Pedro, que quería borrar por completo sus dudas, se llevó la copa a los labios y la recorrió lentamente con la mirada.


–No voy a negar que Tamara tiene buen tipo, pero le aseguro que no tiene nada que no tenga usted. Su hermanastra es como un chihuahua –le dijo riéndose–, y Tamara es… No sé, como una gacela, pero usted… –fijó sus ojos en los de ella–. Usted, Paula… ¡Es una leona! –le sonrió y levantó su copa a modo de tributo.


De pronto se dió cuenta de lo importante que era para él que Paula creyese lo que le estaba diciendo y que creyese en su recién descubierta belleza. Y lo más curioso de todo era que no tenía nada que ver con su plan para hacerse con Haughton. En ese momento llamaron a la puerta de la suite. Pedro se apartó de Paula, que seguía aturdida frente al espejo, y fue a abrir.


–¡Ah, adelante! –lo oyó exclamar.


Paula se volvió, y vió entrar a un hombre vestido con traje que llevaba un maletín. ¿Qué demonios…?


–Bueno, ¿Qué nos trae, Francisco? –le dijo Pedro.


El hombre, que había apoyado el maletín en la mesa, lo abrió, y Paula se quedó boquiabierta. Contenía joyas –de diamantes, esmeraldas, zafiros, rubíes…– cuidadosamente dispuestas sobre un revestimiento de terciopelo negro.


Cuando sus ojos se posaron en un conjunto de collar, pulsera, pendientes y anillo de rubíes, se le hizo un nudo en la garganta. Alargó una mano trémula hacia el collar.


–Ah, sí, rubíes… –dijo Pedro–. Irán muy bien con su vestido.


El joyero empezó a sacar cada pieza del conjunto.


–Ha hecho una excelente elección –dijo–. ¿Me permite? –inquirió levantando el collar.


Aturdida, Paula se puso de espaldas a él y dejó que se lo pusiera. Cuando se lo hubo abrochado, el joyero le tendió un espejo de mano para que pudiera vérselo puesto. Pedro la observó mientras se miraba. Una extraña expresión cruzó por su rostro mientras se llevaba una mano al pecho para tocar el collar, casi con miedo, como si fuese un espejismo que solo con rozarlo fuera a desvanecerse.

Deja Que Te Ame: Capítulo 22

Era una suerte que el atuendo masculino de gala de la época eduardiana no distara demasiado del actual, pensó Pedro mientras acababa de hacerse el lazo de la corbata. El de las mujeres, en cambio, era muy distinto. Un brillo travieso asomó a sus ojos. Estaba impaciente por ver a Paula. Aquello iba a costarle quince mil libras, pero sería un dinero bien gastado, eso seguro, y no solo porque fuera a destinarse a una buena causa. Se ajustó los gemelos y fue al mueble bar para sacar una botella fría de champagne y dos copas. Al oír abrirse la puerta detrás de él, se giró. No eran las estilistas, que acababan de marcharse, charlando animadamente entre ellas, sino Paula. «¡Sí!», exclamó para sus adentros al verla. Hasta tuvo que reprimir el impulso de levantar el puño en señal de triunfo. «¡Sí, sí, sí!». Paula se detuvo y sus facciones se contrajeron.


–Bueno, ¿Y ese cheque que me prometió?


No quería parecer grosera, pero se sentía horriblemente incómoda con Pedro mirándola con ojos de halcón. Aunque aún no se había mirado en el espejo – ¡No lo soportaría!–, sabía exactamente qué vería: una mujer grandota y torpe embutida en un disfraz ridículo. Estaba segura de que ni el maquillaje había servido de nada, porque con una cara como la suya no se podía hacer nada. Pues le daba igual, exactamente igual. Lo único que ella quería era que le diera el cheque que le había prometido para poder quitarse aquel absurdo disfraz y volver a casa. Pedro esbozó una sonrisa y se metió una mano en el bolsillo interior de la chaqueta.


–Aquí lo tiene –dijo tendiéndoselo.


Azorada, Paula se acercó para tomarlo. Cuando leyó el cheque, frunció el ceño y alzó la vista hacia él.


–Pero aquí pone «Treinta mil libras»… –objetó.


–Pues claro –respondió él afablemente–. Porque va a venir a la fiesta conmigo. Ya que estamos los dos engalanados, mirémonos en el espejo para ver qué tal estamos.


La tomó por el brazo y la giró hacia un enorme espejo que colgaba de la pared diciéndole:


–Mírese, Paula.


Cuando lo hizo, se quedó sin habla. No podía hacer otra cosa más que eso, mirar anonadada su reflejo. El vestido, de seda en color rojo rubí, le hacía cintura de avispa, caía en cascada hasta sus pies con una breve cola, y tenía un generoso escote realzado por el corsé. El cabello se lo habían recogido en un moño pompadour con algunos bucles sueltos enmarcándole el rostro. Además, con el maquillaje sus ojos parecían más grandes, sus pestañas más largas y espesas, sus pómulos más definidos y sus labios más carnosos.


–¿Qué le había dicho? –le susurró él–. Es usted una diosa.


Por la expresión de su rostro era evidente que Paula estaba teniendo una profunda revelación. Estaba viendo en el espejo, por primera vez en su vida, a alguien a quien no había visto antes; estaba viéndose a sí misma: Una mujer increíblemente hermosa.


–Es como Artemisa –murmuró Pedro–, la diosa griega de la caza: Esbelta, fuerte y tan, tan hermosa…


Dejó que sus ojos recorrieran lentamente su reflejo, admirando su rostro y su figura ahora que por fin le habían sido revelados en todo su esplendor. Frunció el ceño. ¿Qué había sido de aquellas gafas tan poco favorecedoras?


–¿Se ha puesto lentes de contacto? –le preguntó.


Ella sacudió ligeramente la cabeza.


–En realidad, solo necesito gafas para conducir, pero normalmente las llevo porque… –se quedó callada y tragó saliva.


Pedro no dijo nada, pero sabía por qué. Ahora comprendía por qué las llevaba. Paula apartó la vista y con voz entrecortada, continuó:


–Las llevo para decirle al mundo que sé perfectamente lo poco agraciada que soy, que lo he aceptado, y que no voy a ponerme en ridículo tratando de parecer lo que no soy, que no pretendo intentar…


Se le quebró la voz, y Pedro concluyó aquellas dolorosas palabras con las que parecía estar condenándose a sí misma.


–Que no pretende intentar competir con su hermanastra –dijo en un tono quedo.


Paula asintió.


–Es patético, lo sé, pero…


Pedro la asió por el brazo y la hizo girarse hacia él.

Deja Que Te Ame: Capítulo 21

«Aunque la mona se vista de seda, mona se queda…». Y, sin embargo, en su mente resonaban sus palabras: «El cuerpo de una diosa»…


–¿Y bien? –la instó él.


Le había tendido la mano por encima de la mesa. Paula se quedó mirándola vacilante, lo miró a él, y despacio, muy despacio, se encontró alargando también la suya.


–Estupendo –dijo Pedro, estrechándosela con visible satisfacción–. Trato hecho.



Las estilistas le estaban haciendo de todo. No sabía muy bien qué, pero no le importaba. Ni siquiera que estuviesen usando pinzas, maquinillas y cera caliente. Paula había cerrado los ojos y se estaba dejando hacer, mientras se centraba en lo bien que le irían a su proyecto esas quince mil libras que Pedro Alfonso le había prometido. Eran tres mujeres las que andaban revoloteando y parloteando a su alrededor mientras hacían su trabajo. Todas estaban tan flacas como Jimena, todas vestían a la moda, llevaban tacones de diez centímetros, peinados a la última y montones de maquillaje. Su conversación giraba en torno a clubs nocturnos, cantantes, estrellas de cine y modistas, y parecía que estaban muy al tanto sobre todas esas cosas. Por su aspecto les echaba veintipocos años, pero a ella la hacían sentirse como si tuviera treinta. Y teniendo en cuenta que lo que estaban intentando era tarea imposible –ponerla presentable para esa fiesta a la que no pensaba ir–, confiaba en que al menos Pedro Alfonso les hubiera pagado generosamente, para que eso les diera algún consuelo. ¡Dios!, Jimena se reiría como una hiena si pudiese verla en ese momento. De hecho, si estuviera allí estaría grabándola con el móvil y subiendo los vídeos a las redes sociales para burlarse con sus amigas, tan maliciosas como ella, y estarían todas divirtiéndose de lo lindo. ¡Pauelefanta intentando parecer sofisticada! ¡Menuda risa! ¡Qué horriblemente patético! En cuanto tuviera en su mano ese cheque entraría en el baño de la suite, se lavaría la cara, se pondría otra vez su traje gris y volvería a Haughton, que sería solo suyo durante las próximas semanas, mientras Graciela y Jimena estuvieran fuera, suyo para disfrutarlo… mientras pudiera. Pedro Alfonso estaba empeñado en arrebatárselo, y le daba la impresión de que era uno de esos hombres que tenían que ganar a cualquier precio. ¿No era eso lo que estaba intentando hacer con ella?, ¿tratando de someterla con sus halagos? ¡Decirle que tenía el cuerpo de una diosa! De pronto se dió cuenta de que la estilista que le estaba haciendo la manicura le estaba hablando.


–¡Qué suerte tiene de que Pedro Alfonso vaya a llevarla a esa fiesta! – estaba diciéndole con envidia–. ¡Está como un tren!


–No es una cita –replicó ella azorada, pero intentando mostrarse calmada–. Es un evento benéfico para recaudar fondos.


Y además no iba a ir con él, añadió para sus adentros.


–El año pasado llevó a Tamara Brentley –intervino la chica que estaba arreglándole el pelo–. Causó sensación.


–Su vestido era alucinante –dijo la tercera, que estaba poniéndole rímel.


–Era de Verensiana, y los zapatos de Senda Sorn –les informó la primera–. Y también llevó un Verensiana al Festival de Cine de este año; por lo visto es su diseñador favorito. Fue acompañada de Ryan Rendell, por supuesto. ¡Es tan, pero tan evidente que están juntos! –exhaló un suspiro y le dijo a Paula con una sonrisa–: Ahora que ya no está con Pedro Alfonso no tienes que preocuparte por rivalizar con ella.


Paula dejó que siguieran cotorreando, y no se molestó en refutar sus descabelladas suposiciones respecto a Pedro y ella. Terminada la manicura, la chica le secó las uñas con un secador y, junto con las otras dos, que también habían acabado, dio un paso atrás para mirarla.


–Estupendo –anunció–. ¡Vamos con el vestido!


Resignada, Paula se levantó, como le pidieron, y se quitó la bata de algodón en que la habían enfundado, quedándose en ropa interior: Un sujetador con aros y escote abalconado, braguitas de encaje y medias negras; nada que ver con la sencilla ropa interior de algodón que ella usaba. En cuanto al vestido que habían elegido para ella, tampoco le importaba cómo fuera porque no lo tendría puesto mucho tiempo; lo justo para decirle a Pedro que le diese el cheque que le había prometido. Sin embargo, cuando una de las estilistas se acercó con él, se le cortó el aliento.


–¿Verdad que es fabuloso? –dijo otra.


–Sí, pero es… es…


–Un vestido eduardiano –le informó la tercera–. ¿No sabía que es una fiesta de disfraces? Todos los invitados tienen que ir vestidos de la época eduardiana.


No, Pedro no se lo había dicho, aunque suponía que tampoco importaba, ya que no iba a ir. El trío le colocó un corsé, tiraron de las cintas para que se le quedara bien ajustado, y la ayudaron a meterse en la amplia y larga falda drapeada de color rojo oscuro. Y ella, entretanto, no podía pensar más que en que iba a ser una pesadilla quitarse aquel vestido. ¡Debía de tener como un millar de botones!

jueves, 23 de septiembre de 2021

Deja Que Te Ame: Capítulo 20

 Pedro la miró a los ojos. No iba a dejar que volviese a encerrarse en sí misma.


–¿Por qué?


Paula se aferró con ambas manos al borde de la mesa y se obligó a hablar.


–Por algo que usted mismo me dijo en Haughton, cuando yo había salido a correr y se encontró conmigo –le explicó–. Dijo que no me parecía en nada a Jimena; no podría haberlo dejado más claro. Y tiene toda la razón: no estoy a su altura y jamás lo estaré. Ya hace tiempo que lo acepté; no soy de esas personas que se engañan a sí mismas, se lo aseguro. Sé muy bien que no soy guapa, ni tengo buen tipo, y precisamente por eso me sentiría incómoda yendo a una fiesta como esa. La sola idea de ponerme un vestido caro e intentar… e intentar parecerme a Jimena…


No pudo continuar porque se le quebró la voz. Sentía náuseas, como si la propia Jimena estuviese allí, muerta de la risa ante la mera idea de que alguien como ella pudiese ir a una fiesta… ¡Y con Pedro Alfonso, nada menos! Cerró los ojos con fuerza un momento antes de volver a abrirlos.


–Sé lo que soy, lo que siempre he sido –le espetó a Pedro Alfonso–. Mido casi un metro ochenta, calzo un cuarenta y en el gimnasio soy capaz de levantar cincuenta kilos de peso. Comparada con Jimena soy como un elefante –añadió con el rostro contraído.


Sí, odiaba su cuerpo, y ese sentimiento estaba consumiéndola por dentro. Pedro estaba observándola, como pensativo.


–Dígame: ¿Le parece que Jimena es guapa? –le preguntó abruptamente.


Paula se quedó mirándolo.


–¿Qué clase de pregunta es esa? ¡Pues claro que lo es! Es todo lo que yo no seré nunca: delicada, increíblemente esbelta, pelo rubio, ojos azules…


–¿Y si yo la describiera… digamos… como una gallina escuálida, qué diría?


Paula no dijo nada. Solo se quedó mirándolo, sin comprender.


–No me creería, ¿Verdad? –apuntó él en un tono incisivo–. ¿No se da cuenta de que es usted la única que se ve como un elefante?


Paula apretó la mandíbula.


–Jimena también lo piensa.


De hecho, disfrutaba picándola con el sobrenombre de «Pauelefanta». Se lo llamaba constantemente y se burlaba de ella. Había estado atormentándola desde que el buitre de su madre y ella habían hecho añicos su vida, metiéndose con ella por lo grandota y torpe que era, por lo fea y repulsiva que era. La trataba como a un bufón, alguien de quien reírse y a quien mirar con desprecio. Paula la Elefanta…


Pedro gruñó, y sus ojos relampaguearon.


–¿Y nunca se le ha ocurrido que a Jimena, con lo escuchimizada que está, hasta un galgo le parecería un elefante? –inspiró y sacudió la cabeza murmurando algo en griego.


Paula no podía hacer otra cosa que mirarlo aturdida, mientras la asaltaban dolorosos recuerdos de años y años de crueles pullas de Jimena sobre su aspecto.


–Soy consciente –dijo él con énfasis– de que por alguna razón la industria de la moda, las revistas, el cine… Consideran hermosa la delgadez extrema, y Jimena desde luego se ajusta a ese tipo de canon, pero… –al ver que ella abría la boca para replicarle, levantó una mano para que le dejase acabar–. Pero eso es absolutamente irrelevante. Porque usted, Paula… –hizo una pausa, y cuando prosiguió su voz sonó ronca–. Usted tiene el cuerpo de una diosa – dijo sin apartar sus ojos de los de ella–. De una diosa.


Se hizo un completo silencio. Pedro se quedó mirándola, pero no dijo nada más; solo se quedó observándola para ver su reacción. Y, como en una secuencia a cámara lenta, sus mejillas se tiñeron de rubor, y luego de pronto se puso pálida y lo miró con los ojos muy abiertos, angustiada.


–No –le suplicó–. Por favor, no…


–No me diga que no es verdad porque lo he visto –le dijo él–. Lo ví el otro día, cuando había salido a correr.


Paula se sintió azorada al recordar que solo había llevado puestos un top deportivo y unos pantalones cortos de chándal.


–Y le aseguro que me gustó lo que ví. Me gustó, Paula –murmuró Pedro–. Mucho –se echó hacia atrás en su asiento y esbozó una sonrisa–. He visto a muchas mujeres con una figura fantástica, así que puede fiarse de mi juicio. Y también puede confiar en que, cuando hago una promesa, la cumplo –de pronto se puso serio–. Esta es la promesa que le hago: Le haré una donación de quince mil libras para su proyecto si accede a lo que voy a proponerle. Se pondrá en las manos de las estilistas que he contratado y dejará que se ocupen de usted. Cuando hayan terminado, si sigue sin querer venir a la fiesta conmigo, la dejaré marchar y le daré un cheque por esa suma. Pero, si cambia de opinión y me acompaña, haré una donación por el doble de esa cifra. ¿Hecho?


Paula se quedó mirándolo anonadada. Quince mil libras… Le daba igual que le ofreciera el triple por ir a la fiesta; de ninguna manera accedería a pasar por un calvario semejante. Por muy bien que hicieran su trabajo esas estilistas, se sentiría como un pez fuera del agua en un evento así. 


Deja Que Te Ame: Capítulo 19

 –¿El lacrosse no es algo violento? –inquirió Pedro frunciendo el ceño.


Ella sacudió la cabeza.


–No, está usted pensando en el lacrosse masculino. ¡Ese sí que puede ser muy violento! Pero aunque el juego sea más suave, el femenino es muy rápido e igual de emocionante. Me encanta; no hay un deporte mejor.


–¿Jugaba en el equipo del colegio cuando estudiaba? –le preguntó Pedro.


Se alegraba de oírla hablar sin esa nota de pánico que había notado en su voz cuando le había mencionado lo de la fiesta. Además, era una novedad agradable para él estar almorzando con una mujer y que no flirteara con él constantemente, pestañeando con coquetería o mirándolo con ojos de cachorrito perdido. Paula Chaves era cualquier cosa menos predecible; con ella no se aburría uno. Y era refrescante poder charlar con una mujer de deportes y ejercicio, dos cosas con las que él disfrutaba enormemente.


Paula asintió.


–Jugaba de alero –dijo–. Tienes que correr un montón.


–¿Y Jimena? –le preguntó él–. ¿También era deportista?


Estaba seguro de que no lo habría sido, pero quería oír qué diría Paula de la hermanastra con la que parecía tan resentida. ¿Hablaría de ella con desprecio por ser una remilgada? Paula se puso seria.


–No, los deportes no van con ella.


Pedro escogió sus siguientes palabras con cuidado.


–Debió de ser difícil para ella, volver a empezar en un colegio nuevo después de que su madre se casara con su padre. Me imagino que se apoyaría mucho en usted para que la ayudara a adaptarse.


Las facciones de Paula se endurecieron. ¿La había tocado en la fibra sensible?, se preguntó Pedro. Esperaba que sí. Lo único que pretendía era que se diese cuenta de que su resentimiento la mantenía atrapada, que estaba amargada y que debería dejar atrás el pasado y avanzar. Tenía que superar ese resentimiento hacia su madrastra y su hermanastra y dejar de utilizar su parte de la propiedad como un arma contra ellas. Y por eso estaba intentando sacarla de su caparazón, mostrarle lo amplio que era el mundo que había más allá de los estrechos confines entre los que se había encerrado, que disfrutase de la vida. ¿Y con qué podría disfrutar más que con una fiesta? Aunque le hubiese entrado el pánico cuando se lo había dicho, estaba seguro de que se lo pasaría muy bien. Solo tenía que darse a sí misma esa oportunidad. En cualquier caso, no quería presionarla. Por el momento solo quería que siguiese así, relajada, así que, en vez de esperar a que respondiera a su incisivo comentario sobre Jimena, volvió al tema del deporte.


–¿Y sigue algún programa de ejercicio? –le preguntó–. Me da la impresión de que hace pesas. ¿Me equivoco?


Para su sorpresa, Paula se sonrojó.


–Supongo que salta a la vista, ¿No? –murmuró–. Jimena dice que me hace parecer masculina, pero yo disfruto haciendo pesas.


¿Era su imaginación, o se había puesto a la defensiva? Su tono le habíasonado incluso algo desafiante.


–Alterno pesas y cardio, pero no me gusta la bicicleta; prefiero correr. Sobre todo porque tengo un sitio privilegiado por donde salir a correr y…


De pronto se quedó callada y su mirada se ensombreció, como si estuviese pensando que, si él adquiría Haughton, ya no podría salir a correr por allí por las mañanas.


–¿Y qué me dice del remo? –preguntó Pedro, interrumpiendo sus pensamientos–. Es una buena combinación unida a los ejercicios de cardio y de fuerza. La verdad es que a mí es lo que más me gusta; pero solo en una máquina de remo, no en el agua –le confesó con una sonrisa–. De los deportes acuáticos prefiero la natación, la vela o el windsurf.


Paula sonrió.


–Bueno, desde luego tienen el clima idóneo para eso en Grecia. Y debe de ser genial no tener que ponerse un traje de neopreno –comentó con envidia.


–En eso estamos de acuerdo –respondió Pedro con una sonrisa.


Se esforzó por mantener la conversación así, distendida, y le preguntó por su experiencia. Paula le explicó que únicamente había practicado windsurf en las excursiones con el colegio al estrecho de Solent… Donde por la fría temperatura del agua era imposible bañarse sin un traje de neopreno. Pedro, por su parte, le habló con entusiasmo de lo increíble que era practicar deportes acuáticos en climas más cálidos, y le recomendó varios sitios que conocía bien. Quería abrir su mente a la posibilidad de viajar y explorar el ancho mundo cuando se liberara de ese encierro que se había autoinfligido, cuando dejara de aferrarse a Haughton. Solo cuando hubieron terminado el postre, una extraordinaria tarta al limón, se dispuso a reconducir la conversación al motivo por el que la había llevado allí.


–Tenemos tiempo para un café –dijo mirando su reloj–, porque dentro de un rato llegarán las estilistas y tendré que dejarla con ellas –añadió con una sonrisa.


El tenedor de Paula cayó ruidosamente sobre el plato, y su expresión relajada se tornó al instante en una de pánico.


–Mire, señor Alfonso –comenzó a decirle con una voz tan tensa como sus facciones–, yo… Estoy segura de que su intención es buena, pero de verdad… de verdad que no quiero ir a esa fiesta. Para mí sería… –tragó saliva– horrible.

Deja Que Te Ame: Capítulo 18

Paula inspiró. O lo intentó. Era como si no quedara ni una pizca de aliento en su cuerpo, como si un cepo estuviera atenazando sus pulmones. Un sentimiento de horror la invadió, horror ante la idea de que Pedro Alfonso la paseara por esa fiesta de su brazo. La vergüenza que pasaría sería insoportable… ¡Espantosa! Tan espantosa como se vería ella rodeada de gente guapa y bien vestida. Se sintió palidecer, y se le revolvió el estómago.


–Si lo que le preocupa es que no tiene nada que ponerse, no se angustie –le estaba diciendo Pedro Alfonso–. Haré que le traigan un vestido de su talla apropiado para la ocasión. Pero primero almorzaremos, y luego la dejaré en las manos de las estilistas que he contratado. Ya está todo preparado. ¿Le apetece beber algo antes de comer? Parece un poco pálida.


Sin esperar una respuesta, fue hasta el mueble bar y le sirvió una generosa copa de jerez.


–Bébaselo –le dijo en un tono alegre.


Paula, que se notaba floja, tomó la copa pero no se la llevó a los labios, sino que hizo un esfuerzo por hablar, aunque su voz sonó como una bisagra que necesitara que la engrasaran.


–Señor Alfonso… yo… ¡No puedo hacer esto! Todo esto es muy… amable… –tragó saliva– por su parte, pero… pero… no, no puedo. Es imposible de todo punto. Impensable –zanjó desesperada, intentando imprimir firmeza en esa última palabra.


No funcionó. Él se quedó mirándola y le preguntó:


–¿Por qué? Se divertirá; se lo prometo –la animó con una sonrisa.


Paula volvió a tragar saliva.


–No soy una persona muy sociable, señor Alfonso –le dijo–. Creo que es bastante obvio.


Él no se daba por vencido.


–Le hará bien –insistió.


Llamaron a la puerta y Pedro fue a abrir. Era el servicio de habitaciones; les llevaban el almuerzo. Cuando los camareros hubieron puesto todo en la mesa, se marcharon.


–Venga, sentémonos –la llamó Pedro.


Paula vaciló, pero al bajar la vista a su copa se dió cuenta de que se había bebido la mitad; sería mejor que comiese algo. Sí, comería algo, pero no pensaba quedarse; le daría las gracias, se disculparía y volvería a casa. Aunque fuera una vía más indirecta, tal vez, si le escribiera una carta al director de la fundación, también tomaría en consideración su proyecto. Probó la comida del plato que tenía delante –una terrina de marisco con salsa de azafrán–, y tuvo que admitir para sus adentros, a pesar de que tenía la cabeza en otra parte, que estaba deliciosa.


–¿Ha salido a correr esta mañana? –le preguntó Pedro.


Paula alzó la vista.


–Lo hago todas las mañanas –contestó–. Además, doy clases de gimnasia y soy entrenadora del equipo del colegio, lo cual me mantiene bastante activa.


–¿Hockey? –inquirió él con interés.


Ella negó con la cabeza.


–Lacrosse. ¡Es un deporte muy superior! –exclamó, sin poder reprimir una nota de entusiasmo en su voz.


Nada podría diluir la pasión que sentía por el lacrosse; ni siquiera la absurda idea de que Pedro Alfonso pretendiera llevarla a una fiesta. ¡A ella!, ¡A una fiesta!, ¡Por el amor de Dios…! Pues no iba a ir a ninguna fiesta. Ni con él, ni sin él. Ni esa noche, ni ninguna otra. Así que no tenía sentido preocuparse por ello. Lo que tenía que hacer era no pensar en ello, disfrutar de aquel delicioso almuerzo y luego salir de allí y tomar un taxi a la estación. De hecho, ya que estaba en Londres, podría pasarse por el Museo de Historia Natural, en South Kensington, recopilar algunas ideas para sus clases de geografía. Sí, eso haría, se dijo, y se relajó un poco. Él no podía obligarla a ir a esa fiesta.

Deja Que Te Ame: Capítulo 17

Poco después se incorporaron a la autopista. Pedro iba pensando, complacido, en que parecía que Paula Chaves estaba dejando a un lado la permanente inseguridad que la había dominado hasta ese momento. Probablemente también ayudaba el hecho de que, como él iba conduciendo y tenía que estar pendiente de la carretera, podían hablar sin tener que mirarse. Parecía que eso la hacía sentir menos presión. Pero había algo más, lo presentía. Cuando él había mencionado a su madre, y le había preguntado por la suya, había habido una especie de sintonía entre ellos, un momento de sinceridad por parte de ambos, durante el que se habían mostrado tal como eran. Apartó de su mente esos pensamientos y, aprovechando que estaban pasando junto al castillo de Windsor, aprovechó para sacar un tema más ligero de conversación, preguntándole algo acerca de la familia real británica. Ella le respondió de inmediato, y él siguió concatenando preguntas para hacer que siguiese hablando. Empezaba a darse cuenta de que en realidad no era tímida en absoluto. Lejos de su madrastra y su hermanastra se mostraba considerablemente más locuaz. De hecho, era evidente que cuando no estaba en la compañía de Graciela y Jimena estaba mucho más relajada. Sus facciones se volvían más animadas, sus ojos más vivaces, y eso casi lo hacía olvidarse de su poblado entrecejo. Lo que no entendía era por qué descuidaba de ese modo su aspecto personal. ¿Por qué se abandonaba de esa manera, cuando era evidente que arreglándose un poco podría tener mucho mejor aspecto? Esa pregunta siguió rondando su mente mientras se adentraban en Londres y se dirigían al West End. Cuando detuvo el coche frente a su hotel, en Piccadilly, Paula se giró hacia él sorprendida.


–Creía que íbamos a las oficinas de la fundación –le dijo–… para que les presentara mi proyecto.


Pedro le sonrió misterioso.


–No exactamente –respondió, y se bajó del coche.


El portero del hotel abrió la puerta de Paula, y cuando se bajó vió a Pedro dándole las llaves al estacionamiento. De pronto, ante la fachada de aquel lujoso hotel se sintió avergonzada de su descuidado aspecto. No se sentía digna de entrar en un lugar así, y mucho menos en compañía de un hombre tan elegante como Pedro Alfonso.


–Por aquí –le dijo él, ajeno a sus tribulaciones.


Entraron por la puerta giratoria del hotel, y cruzaron el enorme vestíbulo hasta llegar a los ascensores. Se subieron en uno de ellos, y cuando las puertas se abrieron observó, con el ceño fruncido, que estaban en el ático, y que Pedro la conducía a una de las suites. Al entrar, miró a su alrededor confundida, fijándose en la lujosa decoración de la amplia antesala, con un ventanal que iba del suelo al techo y se asomaba al parque Saint James.


–Me temo que no me expliqué bien cuando le dije lo de presentarle su proyecto a la fundación –le dijo Pedro–. Verá, en realidad no va a presentárselo ahora mismo, sino esta noche –le aclaró con una sonrisa–; en la fiesta.


Paula se quedó mirándolo aturdida.


–¿En la fiesta?, ¿Qué fiesta? –inquirió sin comprender.


–Es una fiesta benéfica que organiza cada año la fundación en este hotel para recaudar fondos. Se sentará conmigo. En nuestra mesa se sienta también el director de la fundación, así que podrá charlar con él, hablarle de sus acampadas y de los fondos que necesitarían para poder ampliar el proyecto.


Paula se sintió como si el suelo desapareciese bajo sus pies.


–¡Yo no puedo ir a una fiesta! –exclamó.


Aquel hombre estaba loco, ¡completamente loco!


–Pues tengo que decirle –murmuró Pedro con una voz aterciopelada y una sonrisa tentadora– que en eso está muy, pero que muy equivocada.

martes, 21 de septiembre de 2021

Deja Que Te Ame: Capítulo 16

Boquiabierta, Paula lo siguió con la mirada. Una tremenda desazón se había apoderado de ella, y tardó un rato en recobrar la compostura. ¿De verdad creía que iba a ir con él a Londres así, de sopetón, para presentar su proyecto en una fundación? «Bueno, conseguir más fondos nos vendría muy bien. Podríamos llevar a más niños a las acampadas; compraríamos más tiendas de campaña y más sacos de dormir. Y podríamos organizar otra acampada de una semana en las vacaciones de verano…». El problema era, pensó dejándose caer en una silla, que para conseguir esos fondos tendría que ir hasta Londres con Pedro Alfonso, y la idea de hacer ese trayecto a solas con él dentro de un coche la ponía nerviosa… ¿Seguro que no intentaría aprovechar para convencerla de vender Haughton? Bueno, si empezaba otra vez con la misma cantinela, ella le repetiría las veces que hicieran falta que no iba a cambiar de opinión. Sí, eso haría. Subió a ponerse algo más apropiado, y después de dudar un poco se decidió por el conjunto gris oscuro de chaqueta y falda con la blusa blanca y los zapatos de cordones que se ponía para las reuniones con los padres y las ceremonias del colegio. Luego se hizo un recogido rápido, volvió a bajar y salió al patio. Pedro Alfonso ya la esperaba al volante de su deportivo. Se inclinó hacia la derecha para abrirle la puerta, y ella se subió al vehículo. Vergonzosa, se puso el cinturón de seguridad. Era extraño estar allí sentada, junto a él, en aquel espacio cerrado. Cuando se pusieron en marcha, tragó saliva y sus dedos apretaron el bolso en su regazo.


–Bueno, cuénteme algo más de esas acampadas que organiza –la instó Pedro mientras salían a la carretera comarcal.


Paula le explicó que era algo que habían empezado ella y otra profesora dos años atrás.


–¿Y cómo responden los niños? –le preguntó él.


–Normalmente muy bien –contestó ella–. Todos tienen que hacer una serie de tareas, pero las comparten y la mayoría descubren que tienen un valor, una fortaleza interior que desconocían, una fuerte determinación para lograr los objetivos que esperamos que les llevará a luchar por su futuro, a hacer algo útil con su vida a pesar de que provienen de familias con pocos recursos o de que han crecido en ambientes conflictivos.


Se dió cuenta de que Pedro estaba mirándola con una expresión extraña.


–Eso me recuerda a mí –le dijo–. Cuando murió mi madre tuve que abrirme camino por mí mismo, y desde luego tuve que echarle valor y determinación. Partía de cero, y conseguí lo que tengo hoy en día con mucho esfuerzo.


Paula lo miró con curiosidad.


–Entonces… ¿No nació con todo esto? –inquirió, señalando el lujoso interior del coche con un ademán.


Él soltó una risa seca.


–No. Trabajé cinco años en la construcción para comprar una granja ruinosa que me pasé dos años reformando con mis propias manos y que luego vendí. Con los beneficios que obtuve compré otra propiedad y así una y otra vez, hasta llegar a donde estoy –le explicó–. ¿Mejora eso en algo la opiniónque tiene de mí? –inquirió con una sonrisa mordaz.


Paula tragó saliva.


–Lo respeto por todo lo que ha tenido que trabajar para convertirse en el hombre rico que es ahora –respondió–. Mi única objeción hacia usted, señor Alfonso, es que quiere comprar Haughton, y yo no quiero vendérselo.


Solo entonces cayó en la cuenta de que había vuelto al asunto del que no quería hablar, de venderle su hogar, pero, paera alivio suyo, él cambió de tema.


–Dígame, ¿Qué edad tenía cuando su madre murió?


Ella se quedó mirándolo con los ojos muy abiertos. ¿A qué venía una pregunta tan personal, tan indiscreta?, se dijo contrariada. Pero entonces recordó algo que él había dicho: «Cuando murió mi madre…».


–Quince años –contestó–. Murió en un accidente de coche.


–Yo tenía nueve cuando la mía murió –dijo él. Su voz había sonado neutral, pero era evidente que aquello lo había marcado–. Murió de cáncer de pulmón –se quedó callado un instante–. No es una edad fácil para perder a uno de tus padres.


–A ninguna edad lo es –le espetó ella en un tono quedo.


Era extraño que aquel hombre que pertenecía a un mundo tan distinto hubiera pasado por una tragedia similar a la suya, que, a pesar de ser tan diferentes, tuvieran eso en común.


–Es verdad –murmuró él.


Y durante un buen rato permaneció callado, con la mirada fija en la carretera.

Deja Que Te Ame: Capítulo 15

 –Quería ver los rododendros en flor –respondió él con mucha calma–. Es verdad que se ponen preciosos –hizo una pausa y esbozó una sonrisa cortés–.¿No va a invitarme a pasar?


Paula Chaves lo miró furibunda a través de los cristales de sus gafas. Cuando fruncía el ceño así parecía cejijunta, pensó Pedro, y observó con desagrado que otra vez llevaba ese horrendo chándal que le quedaba grande y ocultaba su glorioso cuerpo. Si pudiera, encendería una hoguera y lo quemaría.


–¿Si le digo que no, se iría? –le espetó ella.


–No –respondió Pedro. Le aligeró la mitad del peso de la tambaleante torre de cuadernos que llevaba en los brazos–. Después de usted –le dijo, señalando con la cabeza hacia la casa, hacia la puerta de la cocina.


Ella lo fulminó con la mirada, negándose a darle las gracias por ayudarla, y entró como un vendaval antes de soltar los cuadernos sobre la mesa de la cocina. Él dejó el resto junto a su montón.


–Espero que no tenga que corregir todo esto para mañana –apuntó.


Pedro sacudió la cabeza.


–Para principios del trimestre siguiente –contestó brevemente.


–¿Ah, que ya han acabado las clases? –inquirió Pedro, haciéndose el sorprendido.


Sabía perfectamente que así era, porque había hecho que su secretaria averiguase el calendario escolar del colegio donde enseñaba, y por eso había elegido ese día para presentarse allí.


–Hoy –contestó ella–. Y ha hecho este viaje en vano –añadió con aspereza–. Mi madrastra y mi hermanastra no están; se fueron ayer a Marbella.


–¿Ah, sí? –respondió él con indiferencia–. Es igual; no he venido a verlas a ellas.


Paula lo miró irritada.


–Señor Alfonso, ¡Por favor, deje de insistir! ¿Es que no puede aceptar que no quiero vender Haughton?


–No he venido a hablar de eso. He venido para ayudarla con sus acampadas.


Ella se quedó tan perpleja que no dijo nada, y Pedro aprovechó para continuar.


–He pensado que podría aumentar los fondos de los que dispone, para que pueda organizar esas acampadas con más frecuencia. Una fundación benéfica con la que colaboro siempre está buscando nuevos proyectos que respaldar, y estoy seguro de que el suyo les encantaría.


Paula estaba empezando a mirarlo con una suspicacia extrema.


–¿Y por qué iba a hacer algo así? –quiso saber–. ¿Pretende comprarme con eso, cree que me hará cambiar de idea con respecto a vender Haughton?


–Por supuesto que no –se apresuró a asegurarle él apaciguadamente–. Lo único que me mueve es hacer felices a esos niños desfavorecidos; ¿A usted no? –le dijo, mirándola de un modo afable.


Pedro inspiró.


–Bueno, si puede proporcionarnos más fondos, no le diré que no –balbució aturdida.


–Estupendo –dijo Pedro–. El único problema es que tendrá que venir hoy a Londres conmigo para presentarles el proyecto personalmente. Disponemos de poco tiempo porque tienen que adjudicar los fondos antes de que acabe el mes.


No era verdad que hubiese tanta prisa, pero no quería darle una excusa para negarse.


–¿Qué? ¿Ahora? –exclamó ella, que se había puesto pálida–. ¡Imposible!


–Ah, no pasa nada, no es molestia –contestó Pedro, haciendo como que había malinterpretado la causa de su objeción. Miró su reloj–. Usted vaya a cambiarse y yo mientras daré una vuelta por los jardines… ¡Para disfrutar de esos rododendros! –le dijo con una sonrisa.


Paula abrió la boca para objetar algo más, pero él hizo como que no se había dado cuenta y añadió:


–Le doy veinte minutos.


Y, dándose media vuelta, salió fuera por la puerta de la cocina.

Deja Que Te Ame: Capítulo 14

Pedro le dió las gracias a su consejero legal y colgó el teléfono. Tenía razón en que forzar la venta daría lugar a un largo pleito, pensó tamborileando con los dedos sobre su mesa, y él quería que Haughton fuera suyo lo antes posible –antes de finales de verano–, y para eso tendría que conseguir que Paula Chaves depusiera su actitud. Resopló exasperado. No había recibido noticias de Graciela Chaves, y sospechaba que no las recibiría. Si Paula la detestaba tanto como parecía, era poco probable que su madrastra fuese a lograr hacerla cambiar de opinión con respecto a la venta. Pero él tal vez sí podría; se le estaba ocurriendo una idea… Su hermanastra había dicho que Paula apenas salía, que se pasaba la mayor parte del año encerrada en Haughton. Le brillaron los ojos. Tal vez esa fuera la clave para solucionar el problema. Dejándose llevar por aquella corazonada, llamó a su secretaria.


–¿Tengo algún evento social aquí en Londres en las próximas semanas? –le preguntó.


Nada más oír su respuesta tomó una decisión, y cuando su secretaria se hubo retirado se echó hacia atrás en su asiento, estiró las piernas y sonrió satisfecho. Sin saberlo, al mencionar esos campamentos que organizaba para niños sin recursos, Paula Chaves le había proporcionado la clave, cómo la convencería para que accediera a vender. Sí, estaba seguro de que funcionaría. Y mientras retomaba su trabajo, de mucho mejor humor y más centrado, se dió cuenta de que estaba deseando volver a verla y demostrarle que, al contrario de lo que parecía creer, no era una mujer fea. Él la había visto tal y como era en realidad, había visto ese cuerpo de diosa que tenía, y estaba deseando que su cara estuviese en armonía con ese físico. Una sonrisa traviesa se dibujó en sus labios y sus ojos brillaron de nuevo, preguntándose qué aspecto tendría arreglada, porque estaba convencido de que sería una auténtica belleza. Sí, estaba impaciente por descubrirlo…




Paula apagó el motor, tomó su bolso y la enorme pila de cuadernos de ejercicios que había puesto en el asiento del copiloto, y se bajó del coche. Debería llevarlo al taller, pero no podía permitírselo. Su salario se le iba en pagar lo indispensable: las facturas del gas, la electricidad, las tasas del ayuntamiento… Para pagar todo lo prescindible, como las frecuentes visitas de su madrastra y su hermanastra a la peluquería, al salón de belleza, a boutiques de ropa, su intensa vida social y sus estancias en hoteles de lujo en destinos exóticos, ya se encargaban ellas de despojar a Haughton de cualquier cosa de valor que aún quedara en la casa, ya fueran cuadros, o candelabros de plata. En ese momento oyó el ruido de otro vehículo acercándose, y cuando vió aparecer el deportivo de Pedro Alfonso se le cayó el alma a los pies. Había rogado tanto por que hubiese decidido comprar una propiedad en otro sitio y se olvidase de Haughton… Graciela y Jimena, tras fustigarla repetidamente por negarse a hacer lo que querían que hiciese, habían acabado por dejar de hablarle, y, ahora que habían empezado las vacaciones escolares y no tendría que ir a trabajar, se habían ido a un hotel de cinco estrellas de Marbella para perderla de vista. De hecho, eso había sido lo que le había dado esperanzas; creía que Pedro Alfonso, al ver que no conseguían convencerla, había retirado su oferta. Pero parecía que se había equivocado. Tragó saliva al verlo salir de su coche e ir hacia ella. El traje a medida que llevaba le sentaba como un guante, y, cuando sus ojos oscuros se clavaron en ella, se le disparó el pulso. «Es solo porque no lo quiero aquí», se dijo. «Porque no quiero que siga insistiéndome para que le venda Haughton». Sí, ese era el motivo por el que de pronto su respiración se había tornado agitada; el único motivo, se dijo con firmeza.


–Buenas tardes, señorita Chaves –la saludó.


En las comisuras de sus labios esculpidos se adivinaba una sonrisa burlona.


–¿Qué está haciendo aquí otra vez? –quiso saber.


Era más seguro mostrarse belicosa que quedarse ahí plantada ante él, mirándolo embelesada, con el corazón palpitándole con fuerza y los colores subiéndosele a la cara. Sin embargo, su pregunta hostil no pareció molestarlo.

Deja Que Te Ame: Capítulo 13

Pedro la dejó marchar, pero, cuando hubo desaparecido a lo lejos, su mente era un enjambre de confusión. ¿Por qué estaba tan empeñada Paula Chaves en crearle complicaciones? Siguió caminando y cuando llegó a la casa fue en busca de su anfitriona. Seguía en la sala de estar con su hija, y las dos lo saludaron con efusividad y empezaron a bombardearlo a preguntas sobre qué le había parecido el resto de la propiedad, pero él fue directo al grano.


–¿Por qué no se me informó de que Haughton es una copropiedad? –les preguntó.


Había una nota en su voz que cualquiera que hubiese hecho negociaciones con él habría interpretado como una advertencia de que no intentar augársela.


–Su hijastra me ha puesto al corriente –añadió, con los ojos fijos en Graciela.


Jimena Chaves, que estaba sentada a su lado, gruñó irritada, pero su madre la silenció con una mirada antes de girar de nuevo la cabeza hacia él. Exhaló un pequeño suspiro.


–¿Qué le ha dicho esa pobre muchacha, señor Alfonso? –le preguntó con cierta aprensión.


–Que no quiere vender su parte. Y que tendrán que recurrir a medidas legales para obligarla, lo cual, como supongo que sabrán, sería un proceso costoso y muy largo.


Graciela Chaves se retorció las manos.


–No sabe cómo lo siento, señor Alfonso. Siento que se vea expuesto a este… bueno, a este desafortunado contratiempo. Tenía la esperanza de que pudiéramos llegar a un acuerdo entre nosotros y…


–No es ningún secreto que quiero comprar esta propiedad –la cortó él sentándose en el otro sofá–, pero no quiero problemas, ni retrasos.


–¡Y nosotras tampoco! –se apresuró a asegurarle Jimena–. Mamá, tenemos que pararle los pies a Paula; no podemos dejar que siga arruinándolo todo –le dijo a su madre.


Pedro miró a una y a otra.


–¿Saben por qué se muestra tan reacia a vender? –les preguntó.


Graciela suspiró.


–Creo que… es muy infeliz –comenzó a decir, muy despacio–. A la pobre Paula siempre le ha resultado muy… difícil aceptarnos como parte de la familia.


–Nos odió desde el primer día –intervino su hija–. Nunca ha hecho que nos sintamos bienvenidas.


Graciela volvió a suspirar.


–Por desgracia, es la verdad; estaba en una edad muy difícil cuando Miguel, su padre, se casó conmigo. Y me temo que, como hasta entonces él solo había estado pendiente de ella, a Paula le costó aceptar que su padre buscase la felicidad junto a otra mujer tras la muerte de su madre. Hice todo lo que pude por llevarme bien con ella, igual que mi Jimena, ¿Verdad, cariño? –dijo mirando a su hija–. Se esforzó por hacerse su amiga, y le hacía tanta ilusión tener una hermana, pero… En fin, no quiero hablar mal de Paula, pero nada, absolutamente nada de lo que hiciéramos la complacía. Parecíadecidida a odiarnos. A su pobre padre lo disgustaba enormemente, y ya tarde se dió cuenta de que la había consentido demasiado, de que había hecho de ella una niña posesiva y dependiente. Él podía controlar ese temperamento que tiene Paula, aunque no demasiado, pero ahora que ya no está… –se le escapó un sollozo–. Bueno, ya ha visto usted cómo es.


–¡Jamás sale a ninguna parte! –exclamó su hija–. Se pasa todo el año aquí encerrada.


Graciela asintió.


–Es una pena, pero así es. Tiene ese modesto trabajo de maestra en su antiguo colegio, que es muy digno, no digo que no, pero impide que amplíe sus horizontes. Y no tiene vida social; siempre rechaza todos mis intentos por… bueno, por hacer que se interese por otras cosas –miró a Pedro–. Solo quiero lo mejor para ella. Si para mí es difícil seguir viviendo aquí con todos los recuerdos que alberga esta casa, estoy segura de que para ella es mucho, mucho peor. Tenía una dependencia insana de su padre.


Pedro frunció el ceño.


–¿Puede ser que no quisiera que su padre las incluyera en su testamento? – le preguntó.


¿Sería esa la raíz del problema, que habría querido que no recibieran nada de su herencia?


–Me temo que sí –confirmó Graciela–. Mi pobre Miguel consideraba a Jimena como si también fuera hija suya… de hecho, le dió su apellido… y quizá eso despertó celos en Paula.


Aquello reavivó un recuerdo amargo en Pedro. Su padrastro, siendo él como era un bastardo, un hijo sin padre, no había querido darle su apellido.


–Pero no quiero que piense, señor Alfonso –continuó diciendo Graciela Chaves–, que Miguel fue injusto con Paula en su testamento. Fue tan bueno que, para asegurarse de que Jimena y yo tuviéramos nuestras necesidades cubiertas, nos incluyó como copropietarias de esta casa, pero a Paula le dejó también todo lo demás. Mi marido era un hombre muy rico, con una buena cartera de acciones y otros bienes –hizo una pausa–. Las dos terceras partes de esta propiedad es todo lo que mi hija y yo tenemos, así que estoy segura de que comprenderá por qué necesitamos venderla, aparte de los dolorosos recuerdos que alberga para nosotras. Y, por supuesto, Paula recibiría su parte de la venta.


Pedro la había escuchado atentamente, y le pareció que todo lo que Graciela Chaves le había dicho encajaba perfectamente con el brusco comportamiento del que había hecho gala su hijastra durante el almuerzo. Se levantó de su asiento. Por el momento no había nada más que pudiera hacer.


–Bueno, me marcho –les dijo–. Vean qué pueden hacer para conseguir que Paula cambie de opinión y de actitud.


Diez minutos después se alejaba de Haughton en su coche. Haría lo que tuviera que hacer para convencer a Paula Chaves de que abandonara su empecinamiento. Con o sin su colaboración.

jueves, 16 de septiembre de 2021

Deja Que Te Ame: Capítulo 12

No podía apartar los ojos de ella, de ese cuerpo atlético, esbelto. El top deportivo resaltaba unos senos voluptuosos y perfectos, y el estómago que dejaba al descubierto era completamente liso, sin un ápice de grasa, y los pantalones cortos de chándal se ajustaban a unas caderas estilizadas y exhibían unas piernas larguísimas, torneadas y tonificadas. Tampoco llevaba puestas las gafas. No tenía sobrepeso, ¡Lo que estaba era en forma! No salía de su asombro, y mientras la recorría con la mirada sintió que lo invadía una oleada de calor. ¿Cómo podía haber ocultado ese cuerpo? Bueno, no era difícil de imaginar, con el horrendo chándal con que la había visto al llegar, y luego con esa blusa y esa falda tan poco favorecedoras…


–¡Vaya, hola! –la saludó cuando ya estaba a solo unos pasos.


Fue un saludo afable, pero ella se irguió como impulsada por un resorte y se quedó mirándolo aturdida y con unos ojos como platos, como un animal deslumbrado por los faros de un coche. A Paula se le escapó un gemido ahogado al ver, con espanto, aparecer ante ella a la última persona que quería ver en ese momento: ¡Pedro Alfonso! La tensión emocional del día la había superado de tal manera que, en cuanto lo había oído salir de la casa, había subido a cambiarse. Necesitaba salir, desahogarse y liberar esa tensión, y había pensado que salir a correr la ayudaría. Había tomado la ruta más larga, con la esperanza de que al volver él ya se habría ido en su coche, ¡no que iba a aparecer de la nada! Al ver cómo estaba mirándola, cayó en la cuenta de lo mucho que dejaba al descubierto la ropa que llevaba y se puso roja como un tomate, pero alzó la barbilla, desafiante, en un intento desesperado por disimular su azoramiento.


–Cuando las ví sentadas la una al lado de la otra, me pareció que Jimena y usted no podían ser más distintas –observó Pedro Alfonso–, pero ahora veo que, aun compartiendo el mismo apellido, nadie podría tomarlas por hermanas. ¡Ni por asomo!


No debió de percatarse de la expresión dolida de ella, porque tras sacudir la cabeza con incredulidad continuó hablando.


–Perdone, no debería estar reteniéndola con mi cháchara; se le agarrotarán los músculos. ¿Le importa que la acompañe de regreso a la casa? Si corre a un ritmo suave, iré caminando a su lado y así podremos hablar.


Se hizo a un lado y Paula, que no habría sabido cómo negarse sin parecer grosera, empezó a correr al tiempo que él echaba a andar junto a ella. El corazón le latía pesadamente, pero no por el ejercicio. Las palabras tan crueles que acababa de decirle, como si nada, resonaban dolorosamente en su interior, pero no iba a dejarle entrever que la había herido. Haciendo un esfuerzo por olvidarse de su escueto atuendo, de que estaba sudando, le preguntó:


–¿De qué quiere hablar?


–Voy a hacerle a su madrastra una oferta por Haughton –respondió él–, y será una oferta generosa…


A Paula le dió un vuelco el corazón.


–Sigo sin querer vender –le contestó, apretando los dientes.


–Y a usted le correspondería… más de un millón de libras.


–Me da igual cuánto nos ofrezca, señor Alfonso –le dijo ella con firmeza–. No quiero vender.


–¿Por qué no? –inquirió él frunciendo el ceño.


–¿Que por qué no? –repitió ella con incredulidad–. Mis motivos son personales. No quiero vender y punto –se detuvo y se giró para mirarlo–. No hay más. Y aunque ellas quieran vender, yo haré todo lo que esté en mi mano para impedir que se complete la venta. ¡Lucharé hasta el final!


Su vehemencia hizo que Alfonso enarcara las cejas, aturdido, y abrió la boca, como para decir algo. El problema era que, tuviera lo que tuviera que decir, ella no quería oírlo. Lo único que quería era alejarse de él, volver a la casa, al santuario que era para ella su dormitorio. Lo único que quería era echarse en la cama y llorar, porque lo que más temía se haría realidad si aquel hombre insistía en su empeño de arrebatarle su hogar. No podía soportarlo, no podía seguir allí con él ni un segundo más… Y por eso, sin importarle lo que pudiera pensar, echó a correr hacia la casa lo más rápido que podía, dejándolo atrás.

Deja Que Te Ame: Capítulo 11

Lo vió pasear la mirada de nuevo a su alrededor, antes de asentir con aprobación.


–La cocina es muy agradable –dijo–. Me alegra ver que no ha sufrido ninguna reforma, como otras partes de la casa.


Paula parpadeó confundida. Se le hacía raro estar de acuerdo con él después de que acabara de desafiarlo.


–Sí, mi madrastra no tenía interés en cambiarla –murmuró–. No la pisa demasiado.


Los ojos de Pedro Alfonso brillaron divertidos.


–Pues es una suerte que haya escapado a su afán reformador –comentó. Había una nota de conspiración en su voz que confundió aún más a Paula.


–¿Es que no le gusta ese estilo de decoración? –le preguntó perpleja–. Mi madrastra se la encargó a un interiorista muy famoso.


Pedro Alfonso sonrió.


–El gusto es algo subjetivo, y el gusto de su madrastra difiere bastante del mío. Yo prefiero un estilo menos… Artificioso.


–¡Como que hasta llamó a una revista de decoración para que hicieran un reportaje fotográfico! –exclamó ella con desdén. No se lo pudo aguantar.


–Sí, es muy de ese estilo –asintió él con humor–. Dígame: ¿Queda algo del mobiliario original?


Los ojos de Paula se llenaron de tristeza.


–Algunos se subieron al desván –dijo.


Las antigüedades y las obras de arte que a Graciela no le gustaban se habían vendido –como ese bodegón que faltaba en el comedor– para que Jimena y ella pudiesen permitirse los caros destinos de vacaciones que tanto les gustaban.


–Me alegra oír eso –respondió él, sonriéndole de nuevo–. Bueno, la dejo, señorita Chaves. Voy a ver lo que me queda por ver –añadió.


Mientras abandonaba la cocina, Paula lo siguió con la mirada. Una sensación de angustia le atenazaba el estómago cuando lo oyó salir, al poco rato, por la puerta de atrás. «¡Por favor, que no vuelva!», rogó para sus adentros. «¡Que se vaya y no vuelva más! Que se compre una casa en cualquier otro sitio y deje tranquilo mi hogar…». Pedro estaba de pie a la sombra de un haya cerca del lago, admirando la hermosa vista. Le gustaba todo de aquella propiedad. Les había echado un vistazo a los edificios anexos y, aunque necesitaban algunas reparaciones, estaban en buen estado. Ya había decidido que utilizaría una parte de las antiguas caballerizas como garaje, pero que la otra parte la mantendría para su uso original. Él no montaba a caballo, pero quizá a sus hijos, cuando llegaran, les gustaría tener ponis. Ese pensamiento lo hizo reír. Allí estaba, imaginándose ya con hijos, antes siquiera de haber encontrado a la mujer con la que los tendría. Y aun antes de eso tenía que comprar Haughton. Debería haber sido informado desde un principio del régimen de copropiedad, no que Paula Chaves le hubiera soltado de repente aquella bomba, pensó frunciendo el ceño. En fin, ya se ocuparía luego de ese problema. Ahora lo que quería hacer era acabar de explorar los terrenos que había más allá de los jardines que rodeaban la casa. Había un sendero que discurría a través del césped sin cortar, junto al bosque, a lo largo del perímetro del lago bordeado por juncos. Lo recorrería y le echaría un vistazo a lo que parecían unas falsas ruinas decorativas en el extremo más alejado.


«A mis hijos les encantaría jugar allí, y haríamos picnics en verano. O barbacoas por las tardes. Y quizá nadaríamos en el lago, aunque también construiría una piscina, probablemente cubierta, dado el clima de Inglaterra, con un techo de cristal». Iba pensando en esas cosas mientras caminaba cuando llegó al final del bosquecillo y divisó a lo lejos las falsas ruinas. Había una mujer vestida con un top deportivo y un pantalón corto de chándal haciendo estiramientos junto a una de las columnas. Pedro frunció el ceño. Si los vecinos se habían acostumbrado a hacer jogging por allí, cuando adquiriese Haughton tendría que dejarles claro que aquello era propiedad privada. Sin embargo, a medida que iba acercándose distinguió mejor las facciones de la deportista, y se quedó patidifuso. ¡Imposible! No podía ser aquella joven fachosa y con sobrepeso… No podía ser Paula Chaves. Era imposible… Y, sin embargo, era ella… Solo que no lo parecía. Llevaba el cabello suelto y tenía un cuerpo… Un cuerpo escultural.

Deja Que Te Ame: Capítulo 10

Estaba dirigiéndose por el pasillo a la parte trasera de la casa, cuando por la puerta abierta de la cocina salió Paula Chaves y se plantó frente a él.


–Señor Alfonso, tengo que hablar con usted.


Estaba seria, muy seria. Pedro frunció el ceño, irritado. Aquello era lo último que quería. Lo que él quería era salir de la casa y acabar de recorrer la propiedad.


–¿Sobre qué? –le espetó con fría corrección.


–Se trata de algo muy importante.


Retrocedió, indicándole que entrara con ella para que pudieran hablar en privado. Impaciente, Pedro atravesó el umbral de la puerta y aprovechó para pasear la mirada por la amplia cocina. Tenía armarios de madera antiguos, una mesa larga también de madera, suelo de losetas de piedra, y una vieja cocina de gas que ocupaba toda una pared. Era muy acogedora, y daba sensación de hogar. Parecía que allí, por suerte, tampoco había tocado la mano del interiorista. Se giró hacia Paula Chaves, que tenía las manos apoyadas en el respaldo de una silla. Se la veía muy tensa. ¿De qué se trataba todo aquello?, se preguntó Pedro.


–Hay algo que debe saber –le dijo.


Lo había soltado de sopetón, y Pedro se dió cuenta de que parecía nerviosa, y muy agitada.


–¿Y qué es? –la instó para que prosiguiese.


La vió inspirar temblorosa. Se había puesto pálida, pálida como una sábana.


–Señor Alfonso, esto no es fácil para mí, y lo lamento mucho, pero ha hecho el viaje en vano. Da igual lo que mi madrastra le haya hecho creer: Haughton no está en venta. ¡Y nunca lo estará!



Pedro Alfonso se quedó mirándola.


–¿Qué tal si me explica a qué se refiere con eso? –le dijo en un tono apaciguador.


Paula tragó saliva y se obligó a hablar, a decirle lo que tenía que decir.


–Soy propietaria de una tercera parte de Haughton y no quiero vender.


El corazón le martilleaba con fuerza en el pecho; se lo había dicho. Sin embargo, por su expresión, parecía que Pedro Alfonso no se lo había tomado demasiado bien. Tenía la mandíbula apretada y el ceño fruncido. Paula se estremeció. Hasta ese momento se había estado comportando como un invitado cortés y dispuesto, pero de pronto se había transformado: El Pedro Alfonso que tenía ante ella ahora era el hombre de negocios que no aceptaba un no por respuesta, y que acababa de oír algo que no quería oír.


–¿Por qué no? –quiso saber él, con sus ojos fijos en ella.


Paula volvió a tragar saliva.


–¿Qué importancia tiene eso?


–Quizá lo que espere es que les ofrezca más dinero –apuntó él, enarcando una ceja.


Paula apretó los labios.


–No quiero vender, y no lo haré.


Él se quedó mirándola en silencio con los ojos entornados, como escrutándola.


–Me imagino que se dará cuenta –le dijo–, de que, siendo como es copropietaria, si las otras dos partes quieren vender, tienen el derecho legal a forzar la venta.


Paula palideció, y sus manos apretaron con tal fuerza el respaldo de la silla que se le pusieron blancos los nudillos.


–Eso llevaría meses –le espetó–; alargaría la disputa tanto como me fuera posible. Ningún comprador querría esa clase de costosos retrasos.


Los ojos de Pedro Alfonso seguían fijos en ella, implacables. Y entonces, de pronto, su expresión cambió.


–Bueno, sea como sea, señorita Chaves, tengo intención de ver el resto de la propiedad, ya que estoy aquí.

Deja Que Te Ame: Capítulo 9

 –¿Y bien?, ¿Qué le parece Haughton, señor Alfonso? –le preguntó Graciela Chaves.


Estaba sentada frente a él, en uno de los sofás de la sala de estar, donde habían ido a tomar el café que Paula Chaves, con tanta aspereza, les había informado que estaría esperándoles allí. Él era el único que había tomado tarta de manzana, lo cual no lo había sorprendido, pero se alegraba de haberlo hecho. Estaba deliciosa: Muy ligera, y con un suave toque de canela y nuez moscada. No había duda de que quien la hubiera hecho sabía cocinar. ¿La habría preparado la hijastra? De ser así, a pesar de ser poco agraciada, podría conquistar a un hombre por el estómago. Sacudió mentalmente la cabeza. Ya estaba otra vez, pensando en Paula Chaves, y no comprendía por qué. Se centró en la pregunta que le había hecho su anfitriona. Era evidente que estaba sondeándole para averiguar si de verdad quería comprar la propiedad o no. ¿Por qué no darle ya las buenas noticias? Al fin y al cabo, ya lo tenía claro. Tal vez hubiese sido una decisión impulsiva, pero el impulso que lo había llevado a tomarla había sido muy fuerte, el impulso más fuerte que había sentido jamás, y estaba acostumbrado a tomar decisiones en el acto. Su instinto nunca le había fallado, y estaba seguro de que en esa ocasión tampoco iba a fallarle.


–Es un lugar encantador –respondió estirando las piernas, como si la casa ya fuera suya–. Creo… –añadió esbozando una sonrisa– que podremos llegar a un acuerdo en torno al precio que piden, que me parece ajustado, aunque, obviamente antes querría pedirle a mi agente que haga una tasación estructural de la propiedad y demás.


A Graciela Chaves se le iluminaron los ojos.


–¡Excelente! –exclamó.


–¡Maravilloso! –la secundó su hija.


La voz de ambas no solo denotaba entusiasmo, sino también alivio. Pedro dejó su taza vacía en la mesa.


–Antes de irme –les dijo poniéndose de pie–, les echaré un vistazo a los jardines y los edificios anexos de la parte de atrás de la casa. No, no se levante, por favor –le pidió a Paula Chaves cuando hizo ademán de incorporarse–. El calzado que llevo es más apropiado que el suyo para recorrer los senderos de tierra –le dijo con una sonrisa cortés, bajando la vista a sus zapatos de tacón.


Además, prefería ir a su ritmo y no tener que escuchar sus interminables panegíricos sobre los encantos de una propiedad que ya había decidido que iba a ser suya. Salió de la habitación, y al cerrar la puerta tras de sí oyó a las dos mujeres iniciar una animada conversación. Parecían… Alborozadas, igual que se sentía él. Una profunda satisfacción lo invadió cuando paseó la mirada por el vestíbulo, que pronto sería su vestíbulo. Una familia había vivido allí durante generaciones, y ahora se convertiría en su hogar, pensó emocionado, en su hogar… Y el de su familia, la familia que nunca había tenido. Sintió una punzada en el pecho. Si su pobre madre aún viviera le habría encantado poder llevarla allí, lejos de la dura vida que había llevado, rodeándola de todas las comodidades que ahora podría haberle proporcionado. «Pero lo haré con tus nietos, mamá. Les daré la infancia feliz que tú hubieras querido darme y no pudiste. Encontraré a una buena mujer y la traeré aquí, y formaremos una familia». No sabía quién sería esa mujer, pero sí que estaba ahí fuera, en alguna parte. Solo tenía que encontrarla.

martes, 14 de septiembre de 2021

Deja Que Te Ame: Capítulo 8

 –En el colegio en el que doy clases –contestó ella–. Montamos las tiendas de campaña en el campo de lacrosse. Y podemos usar el pabellón de deportes para actividades a cubierto, y los niños pueden usar las duchas y la piscina.


Mientras hablaba, Pedro vió por primera vez que se le iluminaban los ojos, y que cambiaba su expresión. Se la veía entusiasmada, y observó sorprendido que sus facciones se habían transformado por completo: Las líneas de su rostro parecían más suaves, más amables. Pero entonces, como si se hubiese dado cuenta de que estaba animándose demasiado, Paula Chaves se quedó callada y volvió a ponerse seria, destruyendo aquella milagrosa transformación. Por algún motivo aquello lo irritó, y abrió la boca para hacerle otra pregunta, para intentar sacarla de nuevo de su caparazón, pero su anfitriona se le adelantó.


–Me imagino que después del almuerzo querrá ver los jardines –le dijo Graciela Chaves–. Solo estamos a comienzos de primavera, pero dentro de una semana o dos los rododendros empezarán a florecer –añadió sonriente–. Es un auténtico estallido de color.


–Rododendros… –murmuró Pedro–. «Árbol de las rosas»… esa es la traducción literal del griego.


–¡Vaya, eso es fascinante! –exclamó Jimena Chaves–. Entonces, ¿Proceden de Grecia?


–No, proceden del Himalaya –le aclaró al punto su hermanastra–. Se introdujeron en Inglaterra en la época victoriana, y por desgracia han proliferado en algunas zonas, relegando a especies autóctonas. Son como una plaga.


Jimena Chaves la ignoró por completo.


–Y luego, un poco después, a principios de verano florecen las azaleas. En mayo están espectaculares. ¡Montones y montones de ellas! Mamá hizo que los jardineros abrieran un sendero que discurre entre ellas. Es tan agradable pasear por él en…


–No, no fue ella –la interrumpió su hermanastra, soltando bruscamente sus cubiertos en el plato–. El sendero de las azaleas lleva ahí mucho más tiempo: ¡Fue idea de mi madre! –se quedó mirándola furibunda un instante y se levantó–. Si han acabado, me llevaré los platos –dijo, y empezó a recogerlos.


Los puso en la bandeja que había dejado en la mesita auxiliar y abandonó con ella el comedor. Graciela Chaves suspiró con resignación.


–Le pido disculpas por el comportamiento de Paula –le dijo a Pedro, y miró a su hija, que tomó el relevo.


–Es que a veces Paula es demasiado… sensible –murmuró con tristeza–. Tendría que haber cuidado más mis palabras –añadió con un suspiro.


–Intentamos tener con ella toda la paciencia que podemos –intervino su madre con otro suspiro–, pero… En fin… –concluyó, dejando la frase sin terminar y sacudiendo la cabeza.


Sí que debía de ser difícil para ellas tratar con una persona tan difícil, pero sus problemas familiares no le incumbían, así que Pedro cambió de tema, preguntándoles a qué distancia estaba Haughton de la costa. Jimena Chaves estaba explicándole que no estaba muy lejos y que, si le gustaba navegar, Haughton era el campamento base perfecto para que tomara parte en la regata de Cowes Week, cuando su hermanastra volvió a entrar con la bandeja, esa vez cargada con una tarta de manzana y platos de postre. Distribuyó los platos y dejó la tarta en la mesa con los utensilios para cortarla y servirla, pero no volvió a ocupar su asiento.


–Que aproveche –les dijo–; serviré el café en la sala de estar.


Y volvió a marcharse por la puerta de servicio.

Deja Que Te Ame: Capítulo 7

 –Lo más probable es que no –le estaba contestando Graciela Chaves–.Yo creo que van muy bien con la casa, ¿No le parece? Claro que si los vendiéramos con ella habría que tasarlos individualmente –añadió enfáticamente.


Pedro paseó la mirada por las paredes. No tenía objeción en quedarse con los cuadros, ni tampoco en quedarse con los muebles originales. En aquellos que habían sido adquiridos por consejo del interiorista, sin embargo, no tenía interés alguno. Se fijó en un hueco vacío en la pared tras Jimena Chaves. Había un rectángulo oscuro en el papel, como si allí hubiese habido un cuadro.


–Vendido –dijo Paula Chaves con tirantez, como si le hubiese leído el pensamiento.


Su hermanastra soltó una risita.


–Era un bodegón espantoso con un ciervo muerto –dijo–. ¡Mamá y yo lo detestábamos!


Pedro esbozó una sonrisa educada, pero observó que Paula Chaves no parecía muy feliz con la pérdida de aquel cuadro.


–Díganos, señor Alfonso –intervino su anfitriona, reclamando su atención– : ¿Cuál será su próximo destino? Me imagino que su trabajo le llevará por todo el mundo –le dijo con una sonrisa, antes de tomar un sorbo de vino.


–El Caribe –contestó él–. Estoy construyendo un complejo turístico en una de las islas menos conocidas.


Los ojos azules de Jimena Chaves se iluminaron.


–¡Adoro el Caribe! –exclamó con entusiasmo–. Mamá y yo pasamos las Navidades pasadas en Barbados. Nos alojamos en Sunset Bay, por supuesto. No hay nada que se le pueda comparar, ¿No cree?


Pedro conocía Sunset Bay; era el complejo hotelero más lujoso de Barbados. No tenía nada que ver con el que él estaba construyendo.


–Bueno, en su clase es de lo mejor, desde luego –concedió.


–Cuéntenos más cosas de su proyecto –le pidió Jimena Chaves–. ¿Cuándo será la inauguración? A mamá y a mí nos encantaría estar entre sus primeros huéspedes.


Pedro vió endurecerse aún más las facciones de Paula Chaves, como si hubiese algo de todo aquello que la molestara. Se preguntó qué podría ser, y de pronto, sin saber por qué, acudió a su mente un recuerdo. A su padrastro siempre le había molestado cualquier cosa que él dijese, hasta el punto de que había acabado por acostumbrarse a mantener la boca cerrada en su presencia. Apartó ese recuerdo infeliz de su mente y regresó al presente.


–La verdad es que el estilo de mi complejo turístico será muy distinto del de Sunset Bay –comentó–. La idea es que sea lo más ecológico posible, un proyecto sostenible: duchas con agua de lluvia y nada de aire acondicionado.


–¡Cielos…! –exclamó Jimena, y sacudió la cabeza–. Entonces creo que no es para mí. Llevo muy mal el calor.


–Claro, no está hecho para todo el mundo –admitió Pedro. Se giró hacia Paula–. ¿Qué opina usted?, ¿Le atrae la idea? Dormir en bungalós de madera sin paredes, cocinar en una fogata al aire libre…


No sabía muy bien por qué, pero quería hacer que tomara parte en la conversación, escuchar su punto de vista. Estaba seguro de que sería muy distinto del de su hermanastra.


–Me suena a «Glamping» –balbució ella de sopetón.


Pedro frunció el ceño.


–«¿Glamping?» –repitió sin comprender.


–Camping con glamour; vamos, camping de lujo –le explicó ella–. Creo que es así como lo llaman. Como una acampada para gente con dinero a la que le atrae la idea de estar en contacto con la naturaleza, pero permitiéndose ciertas comodidades.


Pedro sonrió divertido.


–Vaya… Esa podría ser una buena descripción de mi proyecto –admitió.


Jimena Chaves soltó una risita.


–Pues a mí eso del «Camping de lujo» me suena a contradicción –apuntó–. Supongo que sería de lujo para alguien como Paula, que organiza acampadas para niños pobres de Londres, pero a mí me parece que eso de lujo no tiene nada –añadió estremeciéndose con dramatismo, como si la sola idea de dormir y comer al aire libre le diera repelús.


–Los chicos se lo pasan bien –dijo su hermanastra–. Les resulta emocionante porque muchos de ellos nunca han ido al campo.


–¡Las buenas acciones de Paula! –exclamó Graciela–. Estoy segura de que debe de ser muy gratificante.


–Claro, aunque vuelva con la ropa manchada de barro –comentó su hija con una risita, y miró a Pedro, como esperando que le riera la gracia.


Pero sus ojos estaban fijos en Paula. Nunca se hubiera imaginado que alguien de una familia pudiente organizase acampadas para niños pobres.


–¿Y dónde las hace, aquí? –le preguntó con interés.

Deja Que Te Ame: Capítulo 6

Y tal vez fuera esa clase de hombre que hacía que las mujeres se derritieran con una sola mirada suya, pero de eso ella no tenía que preocuparse, se dijo torciendo el gesto. No, un hombre como Pedro Alfonso no se molestaría siquiera en utilizar sus encantos de donjuán con una chica fea y patosa como ella.


–¿Un jerez, señor Alfonso? ¿O a lo mejor le apetece algo más fuerte? – preguntó Graciela.


–El jerez me va bien, gracias.


Estaba de vuelta en la sala de estar después del «tour» por la casa, y ya había tomado una decisión: Aquella era la casa que quería tener, la casa que convertiría en su hogar. Era una idea que aún se le hacía rara, pero estaba empezando a acostumbrarse a ella. Tomó un sorbo del jerez que le había tendido la viuda y paseó la mirada por la elegante estancia. Casi todas las demás habitaciones que le había mostrado su hija tenían también la marca del interiorista que había decorado aquella sala de estar: estéticamente agradable, pero sin la menor autenticidad. Únicamente la biblioteca le había dejado entrever lo que la casa debía de haber sido antaño, antes de que la señora Chaves se gastase una fortuna en redecorarla. Los sillones de cuero gastado, las anticuadas alfombras y las estanterías llenas de libros tenían un encanto especial del que las otras habitaciones, aunque elegantes, carecían. Era evidente que el difunto Miguel Chaves había impedido que el interiorista que había buscado su esposa pisase en sus dominios, y él no podría estar más de acuerdo con aquella decisión. Se dió cuenta de que su anfitriona le estaba diciendo algo, y se obligó a dejar por un momento de imaginarse los cambios que quería hacer en la casa para prestarle atención. Sin embargo, no tuvo que continuar mucho tiempo con aquella anodina conversación, porque a los pocos minutos se volvió a abrir la puerta de servicio y reapareció la hijastra, Paula.


–La comida está lista –anunció sin preámbulos.


Atravesó la sala de estar y abrió las puertas. A pesar de que parecía algo tímida, observó Pedro, no iba encorvada, sino que andaba erguida, con los hombros hacia atrás y la espalda bien recta. La verdad era que resultaba extraño que su madrastra y su hermanastra fuesen tan bien vestidas y en cambio ella, que al fin y al cabo era la hija del difunto dueño de la casa, fuese tan poco… Elegante, pensó frunciendo el ceño. Claro que muchas mujeres con sobrepeso se descuidaban hasta el punto de no preocuparse en absoluto por su aspecto. La escrutó con la mirada mientras la seguía al comedor, con la madrastra y la hermanastra detrás de él. «Tiene buenas piernas», se encontró pensando. O, cuando menos, unas pantorrillas torneadas; era lo único que dejaba ver la falda que llevaba. Sus ojos se posaron en su pelo fosco. Esa coleta no la favorecía nada… Aunque no hubiera favorecido ni a la mismísima Helena de Troya. Seguro que un buen corte de pelo mejoraría su aspecto. Cuando se sentó a la cabecera de la mesa, como ella le indicó, estudió su rostro. Las gafas eran demasiado pequeñas para sus facciones, pensó. Hacían que su barbilla pareciese más grande de lo que era, y que, en cambio, sus ojos pareciesen pequeños. Y era una lástima, se dijo, porque eran de un castaño cálido, casi ambarinos. Frunció el ceño de nuevo. También tenía unas pestañas bonitas, largas y espesas, pero debería depilarse el entrecejo. ¡Casi parecía Frida Kahlo! ¿Por qué no se hacía… algo? Tampoco haría falta gran cosa para mejorar su imagen. Podría empezar por una ropa que disimulase con más estilo sus kilos de más. O mejor, claro, por perder esos kilos de más. Tal vez debería hacer más ejercicio. Y comer un poco menos…, porque se fijó en que ella y él eran los únicos que estaban comiendo con ganas. Y era una pena, porque el pollo estaba delicioso, pero Graciela y su hija apenas probaban bocado mientras hablaban. Aquello lo irritó. ¿No se daban cuenta de que estar demasiado delgado era tan poco deseable como el sobrepeso? Volvió a posar sus ojos en Paula Chaves. ¿Podía decirse de verdad que tuviese sobrepeso? Tal vez la blusa le quedara un poco justa de mangas, pero no tenía papada ni… Debió de darse cuenta de que estaba mirándola, porque volvió a ponerse colorada. Pedro apartó la vista. ¿Por qué estaba pensando en cómo se podría mejorar su aspecto? ¡Ni que tuviera algún interés en ella!


–¿Qué piensan hacer con las cosas que hay en la casa? –le preguntó a su anfitriona–. ¿Se llevarán los cuadros cuando la vendan?


Paula Chaves tosió, como si se le hubiese atragantado el sorbo de agua que estaba tomando, y al mirarla de reojo Pedro vió que su expresión se había tornado beligerante.