Paula sonrió para sí. Ese día iba a ir al museo a enseñarle a su amiga, la gerente de la tienda, sus diseños de las tarjetas navideñas. Tenían un montón de tarjetas preciosas a la venta, pero las suyas eran pintadas a mano, personalizadas, y basadas en sus diseños favoritos de los manuscritos iluminados que tenían en la sala de arte de la Edad Media. Aquella era su oportunidad. Era en lo que había estado trabajando en cada rato libre que había tenido durante el último año. Había estado experimentando con nuevas ideas respecto a los colores y los bordes hasta que había quedado satisfecha con el resultado final. Sí, estaba contenta con su trabajo; muy contenta. Además, la tarde estaba soleada, algo inusual en el mes de noviembre, y ya solo le quedaba por entregar una invitación para la fiesta de Marcela. Una más y sería libre… ¡Libre! Hacía un día tan bonito que había ido caminando por Covent Garden para luego subir hacia Holborn por pequeñas calles menos transitadas. Los árboles aún tenían algunas hojas, y sus tonos rojizos, ocres y dorados estaban impresionantes iluminados por el tenue sol de otoño, y los escaparates estaban ya engalanados para la campaña navideña. Siempre le había encantado el otoño en la ciudad. Sobre todo cuando, como entonces, estaba soleado y tenía el resto del día para sí por delante.
Se paró un momento a comprobar la dirección y a mirar el mapa, torció la esquina y se quedó admirando la arquitectura del edificio al otro lado de la calle. Allí era donde iba, a las oficinas de una empresa llamada Cory Sports. Era un edificio de piedra victoriano de cuatro plantas, y aunque la entrada, remodelada, de mármol y cristal le daba un aspecto moderno, de algún modo encajaba a la perfección con aquella calle peatonal con sus maceteros de flores, sus boutiques y sus restaurantes. Marcela le había pagado para que pintara a mano las invitaciones de la fiesta que estaba repartiendo personalmente. Se trataba de una fiesta benéfica que celebraba cada año y a la que invitaba a sus principales clientes. Y naturalmente las invitaciones tenían que estar a la altura de sus invitados. El año anterior había encargado que las grabaran en placas de vidrio, y ese año, cuando ella le había hablado de sus aspiraciones de convertirse en ilustradora profesional, le había encomendado que las pintara a mano, cada una con un diseño distinto que se ajustara al cliente. A pesar de la presión, Paula había disfrutado muchísimo haciéndolo. Treinta invitaciones, cada una personalizada, y todas escritas a mano por ella con letra de caligrafía antigua. Entró en el edificio con una sonrisa de oreja a oreja, y le dejó el sobre con la tarjeta a la agradable recepcionista, que le prometió entregársela a su jefe, el señor Federico Alfonso, en cuanto volviese.
Al salir de nuevo al sol, Paula inspiró, inhalando el delicioso aroma a café recién tostado que flotaba en el aire. El estómago le rugió. ¿Y si entrase en una cafetería a tomarse algo? Al fin y al cabo tenía tiempo, y podía darse el capricho, como un premio por todo lo que había trabajado. Era curioso, pensó mientras seguía caminando, cómo el olor a café la había transportado de inmediato a aquella tarde en la cafetería con Pedro. Desde aquel día se había acordado un montón de veces de él, y aunque la había halagado que le dijese que había accedido a aquella cita por sus mensajes, no era tan tonta como para pensar que un hombre como él querría salir con ella. Además, era un oportunista, un donjuán a la caza de una chica que lo entretuviera durante el tiempo que fuera a estar en Londres. Justo enfrente había una elegante cafetería-confitería francesa. Sonrió, y entró sin pensárselo. Pero en el instante en que se dirigió al mostrador para esperar su turno, se quedó paralizada al ver que, sentado en una mesa en un rincón, y compartiendo risas con una sofisticada rubia, estaba Pedro. Aunque se había sobresaltado porque no esperaba encontrarlo allí, él parecía completamente ajeno a todo y todos los que lo rodeaban. Estaba demasiado ocupado, acariciándole con una mano el brazo a la rubia, mientras la otra descansaba en su rodilla. El escote en uve de la blusa de la chica parecía diseñado para exhibir sus generosos encantos, y él parecía estar admirándolos bien de cerca. La rubia, que llevaba una minifalda roja cortísima que resaltaba su esbelta y perfecta figura, y unos zapatos de plataforma sin talón del mismo color, tenía unas piernas bronceadas que parecían interminables.
Con su esmerado maquillaje, y el pelo largo perfectamente liso y peinado, como si acabara de salir de la peluquería, no podía ser más distinta de ella. Y Pedro, que estaba embelesado con ella, no se daría cuenta de que estaba allí aunque hubiese entrado tocando la trompeta. ¡Qué fresco! Hacía solo unos días la había invitado a cenar, y ahora se lo encontraba allí, charlando y riendo con otra en una cafetería. ¡Y vaya cambio! Se había cortado el pelo, e iba vestido con traje de ejecutivo. ¿Qué había sido del deportista? Lo había calado desde el principio: No era más que otro ejecutivo buscando a una chica que lo adorara y le dijera lo maravilloso que era. Había estado soñando con él cada noche desde esa tarde, reviviendo el beso que habían compartido, y él, mientras, había estado a la caza y captura de su siguiente cita. La enfurecía haber caído en su juego.
Los celos de Pau!! Jajaja El hermano no va a entender nada si lo confronta!
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