Pedro se acercó un poco más a ella.
–Tengo la sensación de que necesitabas hablar; y nada de lo que has estado contándome me ha parecido aburrido; en absoluto –respondió.
Paula giró la cabeza para ver si estaba burlándose de ella, como había hecho Iván, pero en sus ojos había una mirada sincera y curiosa que la desarmó.
–Gracias –volvió a decir, y soltó una tosecita para ocultar su azoramiento–. ¿Y tú? –le preguntó–. ¿Dónde te criaste?
–En un lugar que no se parecía en nada a esto –contestó él riéndose–. Nací en Cornualles. Mi padre daba clases de distintos deportes, y fue él quien nos enseñó a hacer surf, así que mi hermano y yo pasábamos la mayor parte de nuestro tiempo libre en la playa, o ayudándole con los entrenamientos en los colegios de la zona en los que trabajaba. Y luego, en Navidades, íbamos a Tenerife, donde mis abuelos tenían una casa. Era estupendo: sol y surf.
–Seguro que sí, aunque a mí me encanta Londres en Navidad – replicó ella, mirando de nuevo la ciudad.
Los árboles estaban adornados ya con sus lucecitas blancas, y las tiendas parecían competir entre ellas por el escaparate más bonito, con distintos motivos navideños. Los viandantes andaban con prisa, arrebujándose en sus abrigos porque ya empezaba a hacer frío. Era una escena tan familiar para ella, y a la vez tan mágica, que Paula sintió que sus hombros se relajaban por primera vez en muchos días. Permanecieron en silencio, observando la vista, y ella se sentía tan a gusto que se preguntó si debería decirle a Pedro que era el primer hombre al que llevaba allí, a su escondite secreto. Quizá no, pensó vacilante, recordándose el daño que se había hecho al confiar en Iván. Bueno, Pedro estaba allí con ella por su propia voluntad, pensó. Y parecía contento de estar allí, compartiendo aquel momento de paz con ella. Pero lo cierto era que seguía siendo un extraño. ¿Por qué le había contado todas esas cosas tan personales a alguien a quien apenas conocía?, se reprochó. No era su amigo. Habían compartido risas, habían charlado, pero no sabía demasiado de él, ni sabía por qué había querido pasar esa tarde en un museo con ella. Al fin y al cabo no era un cualquiera; era un multimillonario, un hombre decidido a triunfar, con las ideas muy claras, un hombre que conseguía todo lo que se proponía. De pronto, aunque no habría sabido explicarlo, tuvo la sensación de que estaba mirándola, y al girarse ligeramente, lo encontró tan cerca de sí que notó su cálido aliento en las mejillas. Mientras se miraban a los ojos, el ruido de los pisos inferiores del museo pareció diluirse hasta que todos sus sentidos estaban centrados en Pedro. No podía moverse; no quería moverse.
–¿Qué estás haciendo aquí, Pedro? –le preguntó–. ¿Qué quieres de mí?
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