Pedro le susurró algo a la rubia, que soltó una risita, y se levantó y se dirigió al mostrador. ¿Podría ser que la hubiese visto y la hubiese reconocido? Se sentía tan humillada que debería haberse marchado nada más verlo, pero en vez de eso sus pies parecían haberse quedado pegados al suelo, y permaneció allí plantada, como una idiota, observándolo, hasta que se detuvo a no más de un metro de ella. No le dijo ni una palabra. Nada. Ni siquiera un mísero «Hola». En los pocos segundos que le llevó pedir otros dos capuchinos, lo miró de arriba abajo, pero él continuó ignorándola. ¿Se podía ser más grosero?
–Esto es nuevo, ¿No? –le dijo acercándose, en un tono calmado–. Creía que te iba más lo de pedir desde la mesa. ¿O es que has decidido unirte al común de los mortales para variar?
Pedro se volvió con el ceño ligeramente fruncido, y esbozó una sonrisa paternalista.
–Lo siento, pero creo que se equivoca de persona. Tengo una cara muy común –le dijo encogiéndose de hombros.
Y se volvió hacia el mostrador, donde una de las dependientas estaba colocando una bandeja para poner en ella los cafés que había pedido. Paula apretó los dientes. ¿Que se equivocaba de persona? ¿Que tenía una cara muy común? Pedro se volvió y sonrió a la rubia, y entonces lo comprendió todo. Por supuesto no querría que supiese que tenía por costumbre citarse con chicas en cafeterías, y por eso estaba haciendo como que no la conocía de nada. ¡Pues no iba a irse de rositas! Dió un paso adelante, poniéndose tan cerca de él que sus hombros se rozaban, lo que pareció sobresaltarlo un poco.
–Siento mucho que el otro día tuviera que marcharme tan pronto –murmuró–, pero fue un detalle por tu parte que luego quisieras invitarme a cenar otro día.
Federico la miró boquiabierto y parpadeó.
–Perdone, pero no sé de qué me habla. ¿Nos conocemos de algo? ¿A qué invitación se refiere?
La dependienta, que estaba poniéndole el segundo capuchino en la bandeja y debía de haber oído lo que había dicho Pedro, se tapó la boca para disimular una sonrisa maliciosa. Estupendo. Primero fingía no conocerla, y ahora hasta la dependienta se burlaba de ella. Le lanzó una mirada gélida, y volviéndose hacia él, le dijo:
–¿Te dice algo una cita por Internet?, ¿El lunes por la tarde?
Él frunció el ceño y se quedó mirándola un buen rato.
–Una cita por Internet… –murmuró. De pronto enarcó las cejas y esbozó una sonrisa educada–. ¡Ah, claro, Pau! Tú debes de ser Pau. Pues me alegro de conocerte, pero… ¿Cómo nos has encontrado?
Paula entornó los ojos.
–No soy una obsesa, ni estoy acosándote –le espetó furiosa–. No tenía ni idea de que estarías aquí –añadió alzando la barbilla y plantando las manos en las caderas–. No puedo creer que haya estado sintiéndome mal por cómo me marché el otro día. Pues, ¿Sabes qué?, olvídalo todo. Olvida que me besaste y que me invitaste a cenar. Es más, olvida que nos conocimos. ¡Y aquí tienes la bebida que te debía, ya que tanto te gusta el agua, surfista de pacotilla!
Y dejándose llevar por la ira, agarró una jarra de agua con hielos que había sobre el mostrador, y le arrojó el contenido a la cara de Federico, que se quedó boqueando y mirándola de hito en hito.
–Adiós, Pedro; no nos volveremos a ver –se despidió.
Y dicho eso, apretó los dientes, se giró sobre los talones… Y se chocó con el pecho de un hombre que parecía un muro de piedra.
–Pues es una lástima, porque hacía mucho que no me divertía tanto.
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