¿Una chica con suerte? Pedro pensó en las largas horas que había pasado entrenando, dejando a un lado el resto de su vida, incluidas las chicas con las que había salido y a las que les había importado. Lo había sacrificado todo por el surf.
–No estoy muy seguro en lo de que sea una suerte –le dijo–. Ahora mismo estoy luchando por volver al loco mundo de los deportes: serán meses de ir de un sitio a otro, presión constante… Y lo cierto es, lo cierto es que siento como si, desde que tuve el accidente, lo hubiera perdido todo.
–Eso no es verdad, Pedro.
–Sí que lo es. Mi carrera se ha terminado, aunque quiera negarlo –murmuró él, tomando su mano y besándole los nudillos–. He visitado a diez especialistas, y todos me han dicho lo mismo: Que se acabó, que tengo que retirarme. Y solo tengo treinta y un años. ¿Tienes idea de hasta qué punto me aterra esa idea? Te mereces algo mejor, Paula. Te mereces a alguien con sueños alcanzables, a alguien con futuro.
Se apartó de ella y empezó a pasearse arriba y abajo por la habitación, que de repente parecía estar encogiéndose, como si quisiese aplastarlo. Aire, necesitaba aire… Salió del dormitorio, bajó las escaleras y no paró hasta salir de la casa. Se quedó allí plantado, jadeante, con los ojos cerrados con fuerza y el corazón martilleándole en el pecho. Apenas habría pasado un minuto cuando se oyeron unos pasos suaves, y sintió el cuerpo cálido de Paula apretado contra su espalda y sus brazos rodeándolo. Tomó sus manos, y permanecieron en silencio durante un buen rato hasta que Pedro se volvió para mirarla. Le puso las manos en la cintura y la miró a los ojos, dispuesto a disculparse, a explicarse, pero ella le impuso silencio poniendo un dedo en sus labios.
–El Pedro Alfonso al que la gente verá en la entrega de premios de esta noche es un hombre digno de respeto y admiración. Te esforzaste muchísimo para llegar a donde has llegado, y lo que has conseguido… Eso no te lo puede quitar nadie –se quedó callada un momento y le acarició distraídamente la camisa antes de mirarlo de nuevo–. Pero ese no es el hombre que escribió los mensajes en Internet, el que vino al museo conmigo, el que quiere a su familia con locura y hace reír a sus amigos, el que me está ayudando a hacer realidad mis sueños –ladeó la cabeza–. Creo que, en un punto de tu carrera, por ser el mejor olvidaste lo que era divertirte, y el Pedro divertido y creativo que hay en ti puede establecer nuevas metas y entusiasmarse con cosas nuevas. Tienes muchísimas cualidades, y talento para un montón de cosas –se puso de puntillas y lo besó en los labios–. A mí me deslumbraste desde el primer momento –retrocedió un paso y le dio un par de palmadas en el pecho–. Tienes que decirle adiós a tu viejo yo y hola al nuevo. Porque tu nuevo yo es increíble. Y sorprendente, y una inspiración para cualquiera. A mí, sin ir más lejos, me has demostrado que puedo hacer realidad mis sueños a mi manera, y que no tengo que conformarme con menos. Siempre te estaré agradecida por eso; siempre.
De: Pau_Chaves@constellationofficeservices.com
Para: Sofi@saffronthechef.net
"Querida hada madrina: Te envío este correo… ¡Desde una limusina! Y tengo que decirte que no me costaría nada acostumbrarme a que me mimasen de esta manera todos los días. Tengo un ramillete de rosas precioso en la mano, un príncipe azul sentado a mi lado, y llevo las sandalias rojas de tacón que me has prestado. Con las que, por cierto, tengo que andar con tanto cuidado como si fueran los zapatos de cristal del cuento. Ahora solo tengo que esperar a que el reloj dé las doce a medianoche. Esto es un auténtico sueño. Ya te lo contaré todo mañana. Besos, «Paulicienta»"
Paula se acurrucó en el cómodo asiento de cuero de la limusina, extendió a ambos lados la falda de gasa de su vestido rojo, como si fuese un abanico, y le dio unas palmaditas.
–Así está mejor –murmuró para sí.
Pedro resopló y tosió para disimular su risa. Ella le golpeó en broma el hombro con su bolso de mano.
–¿Quieres parar? –lo increpó, pero luego soltó una risita excitada y meneó el trasero de lado a lado–. Me da igual que te rías de mí; esto es genial. Tengo que decir que, cuando agasajas a una chica, lo haces con mucho estilo. Esto sí que es una forma distinta de moverse por Londres.
–¿Te refieres a la excelente red de transporte público de la ciudad? –inquirió Pedro con un aire muy pomposo, reprimiendo a duras penas una sonrisilla.
Ella extendió la pierna derecha por completo, así de amplio era el interior del lujoso vehículo, la levantó en el aire y giró el tobillo mientras respondía muy digna:
–El ejercicio diario es esencial para los oficinistas.
Iba a bajar la pierna para evitar que la falda del vestido se le levantase más, pero Pedro fue más rápido que ella. Sus cálidos dedos le agarraron el tobillo, y se lo acarició con el pulgar.
–¿Diste clases de ballet?
–Durante cuatro años –contestó ella, acalorada–. Pero no se me daba nada bien.
–Pero mereció la pena; tiene unos tobillos muy bonitos, señorita Chaves –murmuró Pedro–. Y también unas buenas pantorrillas –deslizó la palma hasta la rodilla, donde ella atrapó a sus traicioneros dedos, y apartó su mano, devolviéndola a su regazo antes de bajar la pierna y ponerse bien la falda.
–¿Esa es tu opinión como deportista? –inquirió ella en un tono fingidamente despreocupado.
–Tal vez –murmuró él–. O tal vez no –añadió con una sonrisa, y giró la cabeza hacia su ventanilla.
Ella hizo lo mismo, y se quedó mirando pensativa las calles por las que pasaban. Pedro le había dicho que al día siguiente volvía a Tenerife para preparar las maletas para un largo viaje al extranjero y, de algún modo, la idea de que tal vez no volvieran a verse le produjo una intensa desazón. Podrían mantener el contacto por teléfono o por correo electrónico, si él quería, pero aquella era, según lo previsto, la última vez que estarían juntos. Pedro no le había prometido nada, no había hablado de una relación seria, ni de compromiso. Lo sabía, sí, pero… no había nada de malo en albergar esperanzas, ¿No? Entonces recordó lo que él le había enseñado: Que había que vivir el momento presente. No debía pensar en nada más; solo tenía que disfrutar de esa velada junto a aquel hombre maravilloso.
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