–Sí y no.
–¿Sí y no? O sea, que algo rojo sí que llevas puesto. ¿Y no vas a decirme qué? Porque estoy teniendo una visión de tí con un conjunto de ropa interior de color rojo y es algo… espectacular.
–¿Ah, sí? Pues sigue soñando, porque solo llevo unas braguitas rojas. Quiero decir… Llevo más ropa, pero no es de color rojo y… – resopló, irritada consigo misma–. Y tienes la irritante costumbre de hacer que me ponga colorada y empiece a balbucir como una tonta. No sé cómo lo haces.
–Unas braguitas rojas… –murmuró él con esa voz de terciopelo que la hacía derretirse por dentro–. Solo por eso voy a vestirme ahora mismo y estaré ahí dentro de veinte minutos, así que ve preparando esa bata.
–Pedro, ¿Quieres parar? Esta noche mi misión es ser una acompañante modélica porque tú me has ayudado y yo quiero ayudarte también, y este evento es muy importante para tí. Así que déjate de bobadas y céntrate en lo importante.
–Eso estaba haciendo. Dejémoslo en treinta minutos. Estoy impaciente por verte. Hasta ahora.
–Hasta ahora.
Paula cerró el móvil, pero en vez de dejarlo de nuevo en la mesilla lo apretó contra su pecho y se quedó allí tendida, con una sonrisa tonta en los labios, hasta que se acordó de lo último que Pedro había dicho. ¡Treinta minutos! Solo tenía treinta minutos para acabar de prepararse para la fiesta. Estaba segura de que iba a ser una noche memorable, y estaba dispuesta a disfrutar cada segundo de ella.
-¿Lista para pasarlo bien? –fue el saludo de Pedro cuando Paula le abrió la puerta.
Ella sonrió, haciéndose a un lado para dejarlo pasar, y cerró.
–Umm… Así que era verdad lo de que ibas a ir de rojo… – observó él mirándola de arriba abajo–. Estás guapísima. Y esto es para tí –dijo tendiéndole un ramillete de rosas rojas y fresias.
Paula lo tomó y cerró los ojos mientras inspiraba su dulce e intenso perfume.
–Gracias. Son preciosas.
Pedro estaba aún más guapo de lo que había esperado con ese traje hecho a medida, que resaltaba sus anchos hombros y su físico atlético. Tenía un aspecto tan tentador que, si fuese un bizcocho, se lo comería entero y no dejaría ni las migas.
–Madre mía… –murmuró, y lo recorrió con la mirada, desde el pelo, cuidadosamente despeinado, hasta los relucientes zapatos. Sonrió encantada al verlo sonrojarse, y le preguntó–: ¿Puedo añadir un último toque?
Cuando él asintió, como intrigado, sacó un capullo de rosa del ramillete y se lo puso en el ojal de la chaqueta.
–Así. Mucho mejor –Paula sonrió y le dió un par de palmaditas en el pecho.
Hizo ademán de dar un paso atrás, pero Pedro le rodeó la cintura con los brazos, se inclinó para deslizar su mejilla contra la de ella, y le susurró al oído, haciéndola estremecer:
–Estoy de acuerdo; mucho mejor.
Luego la besó en los labios con delicadeza.
–¿No tenemos prisa, no? –añadió, lanzando una mirada por encima de su hombro, hacia las escaleras.
Esa mirada era más que evidente, y Paula sintió que una ola de calor le subía hasta el pecho. Tragó saliva y, haciéndose la inocente, comentó con una sonrisa:
–Ya te dije que este traje era la elección perfecta.
–Sí que lo es. Excepto por la camisa –contestó Pedro, tirándose del cuello–. O el cuello de la camisa ha encogido, o mi cuello se ha vuelto más grueso. O puede que las dos cosas.
Paula, dejándose llevar por un impulso travieso, se puso de puntillas y le susurró al oído:
–Sube arriba y quítate la camisa.
Un brillo relumbró en los ojos de Pedro que murmuró con una sonrisa:
–No es que no me tiente lo que estás pensando, pero quizá no sea el mejor momento. Federico me matará si llegamos tarde. Paula… ¿Qué estás haciendo? –inquirió deteniéndose aturdido, cuando lo tomó de la mano e intentó llevarlo hacia las escaleras.
–Como cualquier chica precavida y organizada que se precie, tengo un costurero en mi dormitorio. Puedo descoserte el botón del cuello de la camisa y cambiarlo de sitio para que no te apriete. No tardaré ni diez minutos. ¿Vienes?
–Te sigo, preciosa.
Paula intentó ignorar el tono insinuante de Pedro, y al entrar en el dormitorio le señaló un silloncito que había en el rincón.
–Siéntate –le dijo, yendo a por el costurero.
Luego fue junto a él, y Pedro la observó en silencio mientras le desabrochaba la pajarita, que era de clip, y los dos primeros botones de la camisa.
–Y ahora no te muevas, no vaya a clavarte la tijera –le advirtió, cortando las puntadas que sostenían el primer botón.
Sus dedos parecían tener voluntad propia, porque aprovechaban cada pequeña oportunidad para rozar el vello de su torso mientras trabajaba, y los segundos que tardó en soltar el botón le parecieron minutos. Pero por fin terminó, y acercó una silla para sentarse. En el silencio reinante se escuchaba la respiración de Pedro, que parecía un poco agitada, como la de ella, y sus ojos no se despegaban de su rostro, lo que hizo que le costara tres intentos enhebrar la aguja.
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