jueves, 12 de agosto de 2021

Conectados: Capítulo 22

 –Ahora sí que estoy intrigado –dijo Pedro–. ¿Cómo sabías lo de esa escalera secreta que subía aquí? –le preguntó.


Estaban apoyados en una barandilla, observando a través de un cristal curvado las bulliciosas calles de Londres. Sobre sus cabezas se alzaba la cúpula del museo, que era una obra maestra en sí misma, construida con metal y piedra, entre los que se intercalaban paneles decorados con pinturas de estrellas y criaturas mitológicas. La plataforma en la que se encontraban daba la vuelta al interior de la cúpula y ofrecía una vista de trescientos sesenta grados de la ciudad a través de gruesos ventanales. Paula alzó la vista hacia él y sus labios se curvaron en una sonrisa divertida.


–La casa donde crecí no está muy lejos de aquí, y llevo viniendo a este museo desde niña –le señaló la bóveda–. Tenía una copia de ese zodíaco en el techo de mi dormitorio. Por las noches, cuando me metía en la cama me encantaba observarlo y preguntarme qué significaban todas esas figuras, y las estrellas. ¡Era algo mágico!


–¿En serio? Vaya, a tus padres debía de encantarles traerte aquí –observó él.


–¿A mis padres? No exactamente –contestó ella encogiéndose de hombros–. Los dos trabajaban y no tenían mucho tiempo libre; ni siquiera los fines de semana. Tuve una sucesión de niñeras, que pronto descubrieron que podían dejar que me paseara por el museo mientras se tomaban algo tranquilamente en la cafetería. Yo me ponía a explorar por mi cuenta, y como los guardas de seguridad me conocían y sabían que no daba problemas, nunca me decían nada. Y los guías me contaban curiosidades sobre los objetos expuestos, y respondían a mis preguntas interminables –le explicó–. Me encantaba venir aquí, pero al cabo de un tiempo mis padres se dieron cuenta de que estaba pasando demasiado tiempo aprendiendo acerca de cosas «Inútiles», como la historia de la antigua Persia, y decidieron enviarme a un internado. Yo tenía once años. Claro que para entonces el daño ya estaba hecho –añadió con humor–: me había convertido en una fanática de la historia, y estaba tan orgullosa de ello que me juraba y perjuraba a mí misma que no iba a cambiar mis sueños por más que mis padres me dijeran que debía estudiar Económicas y dedicarme a cosas tan fascinantes como los fondos de cobertura.


Pedro se rió.


–¿Te imaginas? –dijo ella. Sí, tengo recuerdos maravillosos de los días que venía aquí de niña, de estar sentada aquí arriba yo sola, soñando con las investigaciones históricas que haría cuando fuera mayor, con cómo estudiaría todos esos manuscritos antiguos y les arrancaría sus secretos –su voz se fue apagando al pensar en el contraste entre lo que había sido su vida hasta entonces y todo aquello que había imaginado–. ¡Mi vida iba a ser tan mágica…! Pero bueno, ahora estoy trabajando como secretaria a media jornada, aquí en el museo atiendo en el mostrador de información los sábados y, fíjate qué tontería, aunque vengo cada semana, el haber podido venir hoy, que tenía la tarde libre, es como haberme dado un capricho – añadió, riéndose vergonzosa.


–Seguro que es porque te gusta tanto este sitio que cuando no estás aquí lo echas de menos –le contestó él con una sonrisa amable–. Debe de ser duro para tí, con esos conocimientos de arte e historia, tener que trabajar en una oficina.


¿Duro? Decir que era duro era quedarse corto. Difícilmente podría explicarle lo abatida que se había sentido al tener que renunciar a su plaza en una prestigiosa universidad, por la que se había esforzado tanto, porque sus padres, que habían perdido hasta la camisa, no podían pagarle la carrera. Habían querido que estudiara una carrera que le diera seguridad, no «Esa descabellada idea» de estudiar Historia del Arte, que se le había metido en la cabeza y que no la llevaría a ningún sitio. Le había suplicado a sus abuelos que la apoyaran, y había solicitado distintas becas, pero todo había sido en vano, y al final había tenido que afrontar la realidad. Si quería hacer del arte su vida, tendría que ser con dinero que ella misma hubiese ganado. Había ido a clases nocturnas, a talleres del museo… Cualquier cosa que pudiera ayudarla a incrementar sus conocimientos y mejorar su técnica. Y por supuesto practicaba, practicaba y practicaba. Todo ese ajetreo la mantenía tan ocupada que normalmente no pensaba en esas cosas, pero el hablarle de ello a Pedro había hecho que la inundaran los recuerdos tristes de aquellos años, recuerdos que debía apartar, devolviéndolos a donde pertenecían. Alzó la vista hacia la luna nueva, que se veía ya en el cielo, cada vez más oscuro, sobre los altos edificios. Sintió que se le saltaban las lágrimas al recordar las oportunidades que había perdido, pero hizo un esfuerzo por contenerlas.


–Perdona –le dijo a Pedro, con un nudo en la garganta–. No acostumbro a ir por ahí parloteando sobre antigüedades y sobre la aburrida historia de mi vida, pero es que he tenido una semana difícil. Gracias por escucharme –murmuró bajando la vista. 

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