jueves, 26 de agosto de 2021

Conectados: Capítulo 38

El pecho de Pedro subía y bajaba, y el olor de su colonia flotaba en el aire, embriagándola mientras con los dedos de una mano sujetaba el botón a la tela, deseando que esta fuese su piel, y con la otra manejaba la aguja. Cada pequeña puntada era un triunfo sobre el deseo, casi irresistible, de lanzar a un lado la aguja y abalanzarse sobre él para pedirle que le hiciera el amor. Fue un alivio cuando cortó el hilo y se echó hacia atrás, poniendo un poco de espacio entre ellos.


–Listo –dijo con una sonrisa, y guardó la aguja y las tijeras en la cesta de la costura–. Espero que ahora no te apriete tanto.


Le lanzó una mirada a Pedro, que no se había movido, y estaba observándola con una expresión que no le había visto antes, con una media sonrisa que parecía encerrar sorpresa, admiración… y Algo más, que hizo que el corazón le diera un brinco en el pecho. ¿Deseo?


–Gracias –murmuró, con esa voz profunda y deliciosamente aterciopelada.


Paula tragó saliva.


–No hay de qué.


Pedro sonrió. Ella sonrió. Y entonces, él le pasó un brazo por la cintura, le levantó la barbilla con la otra mano, y la besó en los labios. Fue un beso tan dulce, tan tierno, que la dejó sin aliento y se le humedecieron los ojos. El corazón le latía tan deprisa como si estuviese cabalgando sobre la cresta de una inmensa ola.


–¡Eh!, ¿Por qué has hecho eso? –le preguntó, sonriendo con timidez.


Pedro puso las yemas de los dedos índice y corazón contra los cálidos labios de Paula.


–Porque el otro día, en el museo, me abriste los ojos a un mundo del que no sabía nada –comenzó a decir él, y la besó justo debajo de la oreja–. Y por confiar en mí y compartir conmigo tus sueños –añadió, besándola un centímetro más abajo.


Paula echó la cabeza hacia atrás para que sus labios pudieran seguir bajando.


–Y por venir aquel día a la cafetería, para que no me quedara allí solo –murmuró Pedro, besándola en el cuello–. Y porque eres preciosa, y tienes muchísimo talento, y mereces que te mimen todos los días.


–¿Tú crees? –inquirió ella en un hilo de voz.


Pedro, que iba a volver a besarla, levantó la cabeza y, al ver la sorpresa en su rostro, se le partió el corazón. ¿Por qué se tenía en tan poca estima? ¿Y por qué estaba mirándolo como si lo que había dicho de ella fuera como si le hubiese dado el Sol, la Luna y las estrellas? La cándida y cálida mirada de Paula lo derritió por dentro. No debería dejar que sus emociones lo controlaran de esa manera, pero ella era como un fuerte viento que derribaba todas sus defensas, y temía quedar expuesto por completo, vulnerable, como le había ocurrido con Lorena. Debería marcharse y dejarla allí, a salvo, en su pequeño mundo, lejos del loco caos que era el suyo. Lo contrario sería injusto con ella. No tenía nada que ofrecerle. Las relaciones serias eran para hombres que sabían quiénes eran y hacia dónde querían ir. No para hombres como él. Se levantó del sillón, se metió las manos en los bolsillos del pantalón y apretó los puños.


–Deberíamos irnos ya –dijo, pero su voz no sonó muy decidida.


Sin embargo, ella dió un paso, le puso las manos en la camisa y murmuró:


–No hace falta que digas nada más; lo entiendo.


Cada músculo del cuerpo de Pedro se tensó cuando apretó suavemente contra él. Una mano permaneció en su pecho, mientras que la otra le rodeó la espalda. Intentó moverse, pero ella se movió con él, y apoyó la mejilla en la solapa de la chaqueta, como si no quisiera dejarlo ir. No pudo resistir la tentación. Tomó la mano izquierda de Paula, que estaba sobre su pecho, la sostuvo a un lado, en el aire, y puso su otra mano en su cadera.


–¿Te había dicho que habrá una pequeña orquesta en la fiesta, después de la ceremonia? Esperaba que me ayudaras a practicar algunos pasos, aunque con la rodilla como la tengo no esperes que me mueva como Fred Astaire. ¿Me concede este baile, señorita Chaves? –le preguntó.

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