jueves, 12 de agosto de 2021

Conectados: Capítulo 21

 –Buen intento, pero no voy a dejarte escapar tan fácilmente. Además, ¿He oído bien?, ¿has dicho «Propuesta de negocio»? Porque, si es así, yo puedo ayudarte con eso y tú me haces de guía. ¿Qué te parece?


Ella miró a un lado y a otro, y se inclinó hacia delante para decirle:


–No pretendo ofenderte, pero soy ilustradora, y quiero convencer al museo para que vendan en su tienda unas tarjetas de Navidad que hago a mano. En fin, tú te dedicas a vender ropa deportiva, y eso no tiene nada que ver con lo mío –le explicó–. Es una oportunidad de oro para mí, y estoy bastante nerviosa, así que gracias, pero no.


Pedro se rió y la tomó de la mano.


–Dame una oportunidad, mujer; soy muy bueno haciendo propuestas de negocio. No te arrepentirás –le dijo.


Y a pesar de las protestas de Paula, la arrastró dentro del edificio.


–¿Y de verdad crees que podría pedir tanto por cada tarjeta? –le preguntó Paula a Pedro, mientras recorrían una sala con piezas de jade y porcelana de Oriente.


Se habían sentado en el vestíbulo, donde ella le había enseñado las tarjetas de muestra, y habían repasado juntos su presentación y el esbozo de propuesta de negocio que había redactado, y después, como habían acordado, ella le estaba enseñando el museo.


–Desde luego –contestó él–. No has tenido en cuenta tu tarifa por hora. Las tarjetas que has hecho son muy bonitas y llevan muchísimo trabajo. Ofrécele al museo el porcentaje de la venta que te he sugerido y tanto ellos como tú obtendrán beneficios. Sería un error infravalorar tu trabajo. La gente quiere productos de calidad. Por no mencionar que son tarjetas hechas a mano y con diseños personalizados para el museo.


–No lo había visto de ese modo. Y es verdad que para hacerlas me inspiré en piezas del museo. Cada motivo central está basado en una letra capital de los manuscritos iluminados de la Edad Media. Son tan maravillosos que no hay palabras para describirlos. De hecho… Ven, te los enseñaré –le dijo Paula con una sonrisa, señalándole otra sala y echando a andar.


Pedro la siguió, y cuando la alcanzó, Paula estaba inclinada, escudriñando unos antiguos y enormes libros abiertos expuestos en una larga vitrina de cristal. Cuando alzó la vista hacia él, el modo en que se había iluminado su rostro lo dejó maravillado. Era la viva imagen de alguien entusiasmado por lo que le apasionaba. Él, que era un fanático del surf, conocía muy bien esa sensación. Una mano gélida le estrujó el corazón. ¿Volvería a experimentar alguna vez esa pasión? Paula estaba hablándole de las familias reales que habían encargado que se hiciesen aquellos libros en un mundo en el que aún no se había inventado la imprenta y, mientras la escuchaba, Pedro se encontró pensando que no era bonita; era preciosa. Apenas podía despegar sus ojos de ella para mirar las ilustraciones que le estaba describiendo. Ella apoyó los codos en el marco de la vitrina y suspiró extasiada.


–¿Verdad que son increíbles? –murmuró, y le miró, sonriendo, con ojos brillantes.


Su sonrisa era tan contagiosa que Pedro no pudo evitar sonreír también, y se acercó un poco más para ver mejor un detalle curioso sobre los colores que empezó a explicarle. La pierna estaba empezando a molestarle, y estaba por pedirle prestada su silla al guarda de seguridad, pero justo en ese momento se oyó un alboroto, como el ruido que haría una manada entera de crías de elefante. Paula y él se volvieron, y vieron entrar en la sala a un nutrido grupo de escolares charlando y correteando excitados de un lado a otro, seguidos de dos profesores con cara de resignación que iban pidiéndoles que les atendieran y no hicieran tanto ruido. Paula se apartó de la vitrina con un suspiro, miró a Pedro, y se encogió de hombros.


–Tengo una idea –le dijo.


Iba a decirle que podían ir a la cafetería a sentarse un rato y tomar algo, pero algunos de los niños, como un enjambre, ya estaban bloqueando la entrada, como si de repente a todos les hubiera entrado sed a la vez. Bueno, tendría que recurrir al plan B.


–¿Y si te dijera que conozco una salida secreta a la cúpula del edificio, por donde escapar de esta horda de pequeños salvajes?


Pedro le rodeó la cintura con el brazo, lo que la pilló desprevenida, y le susurró:


–Te seguiré al fin del mundo.

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