Pedro contrajo el rostro dolorido mientras tiraba de la rodilla, andando deprisa para dar alcance a Paula. Tenía un bastón en el departamento de Federico, pero se negaba a dejar que lo vieran en público con él; no quería parecer un tullido. La agonía mereció la pena, porque Paula tuvo que detenerse al llegar al cruce.
–¡Pau, espera! –la llamó, poniéndole una mano en el hombro.
Ella giró la cabeza y, al verlo, suspiró y sacudió la cabeza con incredulidad.
–¿Qué?, ¿Es que no me he puesto ya bastante en ridículo por un día? –levantó las dos manos, como haciendo que se rendía–. Ya admití que había escrito esos mensajes por mi jefa; ¿Puedo volver ahora a mi vida? No es que no quiera pararme a charlar contigo, pero tengo prisa –le dijo cuando el semáforo se puso en verde para los peatones–. ¡Que te vaya bien!
Se giró sobre los talones y echó a andar. Mientras la seguía, Pedro se fijó en lo que llevaba puesto: Un anorak azul marino, una falda roja de cuadros con vuelo, una boina a juego, medias negras y unos zapatos planos de cordones de color verde. Era un atuendo alegre, colorido y, a él al menos, le parecía muy sexy. Corrección: era ella la que era muy sexy. ¿Y no le había dicho a Federico que necesitaba algo de chispa y color en su vida para que su estancia en Londres se le hiciera soportable? Pues tenía al ejemplo perfecto de chispa y color justo delante de él. Bajo la forma de una chica que lo hacía reír, lo cual no era sencillo. Nunca había conocido a una chica tan abierta y expresiva como Pau. Aunque quizá fuera demasiado abierta. Y demasiado sincera. Aminoró el paso. Los mecanismos de autoprotección que había erigido cuando Lorena lo había dejado seguían ahí, en su subconsciente, y en ese momento le recordaron el error que había cometido con ella. Había confiado en Lorena, había compartido sus sueños con ella, le había dado todo. Todo. Y al final había resultado que no era más que otra cazafortunas que solo había permanecido a su lado mientras le había resultado útil. ¿Por qué entonces estaba persiguiendo por las calles de Londres a Pau, cuando la vocecilla de su conciencia estaba gritándole que aquello era demasiado bueno para ser verdad? En fin, solo había una forma de averiguar si estaba equivocándose. No iba a dejar a Pau escapar tan fácilmente. No sin que le hubiera dicho al menos su apellido y un número de teléfono. Necesitaba una acompañante para una noche; solo para una noche. No quería una relación, ni una compañera de cama. Y Pau podría ser justo la bocanada de aire fresco que había estado buscando.
Paula tuvo que detenerse al llegar a otro cruce, y allí de nuevo le dió alcance. Cuando carraspeó para llamar su atención al ponerse detrás de ella, Paula se volvió con el ceño fruncido y puso los brazos en jarras.
–¿Pero es que estás siguiéndome? Podría denunciarte, ¿Sabes? ¿O es que estás tan aburrido que no tienes nada mejor que hacer?
–Puede. O puede que solo esté dando un paseo; disfrutando del buen tiempo –contestó él, y se puso a silbar.
–Ya –murmuró ella enarcando una ceja–. Mira, Pedro, ya me disculpé contigo por lo que hice. Sé que cometí un error, que debería haberle dicho a mi jefa que escribiera ella esos mensajes a los hombres que me interesa… Que le interesaran, quiero decir –se apresuró a corregir el lapsus.
–Ajá… O sea que yo te interesaba, ¿Eh? –murmuró Pedro asintiendo con la cabeza–. Me alegra que hayamos aclarado ese punto. Y me alegra que te interesara, porque si no, no nos habríamos conocido. ¿Por qué no firmamos una tregua?
–Si digo que sí, ¿Dejarás de seguirme? Tengo una reunión de trabajo y es muy importante para mí.
–Te doy mi palabra.
Paula suspiró, le tendió la mano y Pedro se la estrechó.
–Bueno, pues ya está, ya tienes la tregua que querías –le dijo mirando su reloj–. A lo mejor hasta volvemos a encontrarnos por ahí. ¡Hasta luego!
Y echó a andar con prisa entre la gente, aprovechando que se había abierto el semáforo. Pedro iba a seguirla de nuevo, porque no había terminado de decirle lo que quería decirle, pero junto al paso de cebra se había parado un coche que hizo que el corazón le diera un vuelco, y se quedó allí plantado, con el rostro desencajado.
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