jueves, 19 de agosto de 2021

Conectados: Capítulo 29

Cuando agarró una toalla que había en un banco y se sentó para secarse la cara y el pelo con ella, a Paula se le cortó el aliento y fue incapaz de apartar la vista. Lo devoró con los ojos, admirando los espectaculares hombros, el torso y los abdominales, que parecían esculpidos con martillo y cincel, el oscuro vello que descendía desde el ombligo y se perdía bajo la cinturilla del bañador, las musculosas piernas… No había esperado que estuviese en tan buena forma después de haber pasado meses hospitalizado. Ni tampoco que fuera a estar tan espectacular ligero de ropa. «¡Madre mía!». Obligó a sus piernas a que la llevaran en esa dirección, y cuando llegó junto a él, que aún estaba frotándose con vigor el cuero cabelludo, lo saludó. Pedro levantó la cabeza, y una expresión de decepción asomó a su rostro.


–¿Cómo?, ¿No has traído bañador? –le preguntó, dejando caer la toalla a su regazo.


–¡Más quisieras! –le espetó ella–. Aunque, hablando de bañadores, en el vestuario había un grupo de señoras mayores con unos bañadores tropicales muy coloridos, y estaba preguntándome si sería una de vuestras colecciones –añadió.


Él esbozó una sonrisa y asintió.


–En los dos últimos años hemos estado desarrollando un programa de acuaterapia en piscinas climatizadas. ¿Cómo es que te has venido sin bañador?


–¿Para qué sirve eso de la acuaterapia? –inquirió ella, ignorando su pregunta.


–Para muchas cosas: Las artritis, el reuma… Y otras dolencias, como lesiones deportivas; el agua está a treinta y cinco grados –le explicó Pedro–. Hoy es el primer día de ese grupo de mujeres que has visto, y a partir de mañana tendrán las clases con el instructor que hemos contratado, pero hoy tendrán una clase conmigo, a modo de introducción, y les hemos regalado unos bañadores de una línea nueva que estamos probando de bañadores femeninos para todas las edades. ¿Pero por qué estás evitando responder a mi pregunta?


Paula frunció los labios.


–Fui a un internado privado donde teníamos piscina. Pero no era climatizada; de hecho el agua estaba helada, y teníamos clases de natación hasta en invierno. La profesora de gimnasia decía que éramos unas quejicas, y que el aprender a sufrir contribuiría a formar nuestro carácter y nos haría más fuertes.


–¿Y funcionó?


–Por supuesto que no. Odiaba sus clases; todas la odiábamos. De hecho, me hice una baja médica falsa que decía que tenía problemas de espalda y no podía nadar, y así pude librarme.


Pedro se quedó mirándola unos segundos, con las cejas enarcadas, y carraspeó.


–Paula, ¿Estás diciéndome que…?


Ella asintió.


–Sí, no sé nadar. El agua me aterra.


–Pues yo trabajé durante un tiempo como profesor de natación – le dijo Pedro–; he enseñado a un montón de gente a nadar. Y lo primero que hay que desterrar es precisamente eso, el miedo al agua, porque nadar es muy divertido. Hay que dejar a un lado los temores y pasarlo bien.


Justo en ese momento se abrieron las puertas de vaivén, dando paso a una explosión de risas y color. Era el grupo de señoras del vestuario, que se dirigieron a los escalones que había en la parte poco profunda de la piscina.


–Ellas sí que se lo pasan bien –observó Paula, que se había girado para mirarlas.


Como estaba distraída no había visto que él se había movido, y cuando fue a volverse de nuevo, se chocaron. El pie izquierdo de Pedro, que estaba descalzo, resbaló, mientras que ella se tambaleó hacia atrás. Pensaba que iban a caer los dos al suelo, pero consiguió recobrar el equilibrio y agarrarla por la cintura con ambas manos, y cuando ella fue a erguirse, una se deslizó, sin que él lo pretendiera, por debajo de su holgada sudadera de algodón, bajo la cual solo llevaba el sujetador. La sensación de los dedos de él en su piel desnuda era electrizante. Además, al tiempo que él la había sujetado, ella había plantado, en un acto reflejo, una mano en su pecho, mojado y desnudo, y su frente había quedado apoyada en la barbilla de él. 

No hay comentarios:

Publicar un comentario