Fue Paula quien rompió el silencio.
–Yo he cambiado de rumbo tantas veces a lo largo de mi vida, que muchas veces tengo la sensación de estar caminando en círculos. ¿Alguna vez has querido intentar algo nuevo? ¿Distinto?
Él resopló, como si la sola idea fuese inconcebible.
–Jamás. Cory Sports me necesita; necesita que siga ganando campeonatos, que sea el rey del surf. Ese es mi trabajo.
–Bueno, pero tienes otras cualidades, como que puedes enseñar a la gente a nadar –apuntó Paula, mirándolo a los ojos–. Y a mí me ayudaste con mi propuesta de negocio –murmuró.
De repente fue como si el aire se hubiese cargado de electricidad estática. La suave música del CD que Federico había puesto en la minicadena se paró, y ya solo se oyó la respiración de ambos. Pedro se inclinó hacia delante.
–¿Lo pensarás al menos? –le preguntó con una sonrisa–. Piénsalo y llama a Pablo cuando te sientas preparada para darle una respuesta –añadió. Y antes de que ella pudiera contestar, se levantó y fue a abrir la puerta corredera de la terraza–. Ven, tomemos un poco el aire.
Cuando Paula salió a la terraza, lo que vió la dejó sin aliento. La llovizna que había estado cayendo había parado, y las nubes se habían alejado, dejando el cielo despejado y cuajado de estrellas. A sus pies se extendía una preciosa vista de Londres, y tan embelesada estaba observándola, apoyada en la balaustrada de piedra, que dió un respingo cuando oyó la voz de Pedro detrás de ella.
–Bonito, ¿Eh?
Paula se giró hacia él y asintió con una sonrisa.
–La vista desde la cúpula del museo es espectacular, pero esta también es maravillosa. Me encanta.
–Se te nota en la cara –murmuró él, yendo junto a ella–. Probablemente no seas consciente de ello, pero hay muy poca gente que sea totalmente sincera y abierta con respecto a sus sentimientos. Tú tienes un don especial, Paula: No tienes miedo de decir a los demás cómo te sientes, y te envidio por ello.
–¿Que me envidias? ¿Qué quieres decir? –inquirió ella sorprendida. Era la primera vez que oía ese tono vacilante en la voz de Pedro–. Yo no estoy tan segura; ser sincero puede hacerte vulnerable.
Pedro se quedó callado un momento.
–Este último año me ha enseñado unas cuantas cosas. Entre ellas, que en la vida no se puede tener todo bajo control. No voy a volver a hacer planes a largo plazo; eso se ha acabado. Porque nunca sabes qué puede ocurrir. Es imposible saberlo. Hay que vivir el día a día, aprovechar las oportunidades que surjan y disfrutarlas mientras puedas. Ese es mi nuevo lema.
–¿Y te está funcionado? –inquirió ella con una sonrisa.
–Pues no me va mal. Ahora mismo, podría estar en Sudamérica, cabalgando sobre las olas, pero en vez de eso estoy aquí, en Londres, disfrutando de una velada muy agradable en compañía de una dama encantadora.
Paula le agradeció el cumplido con otra sonrisa.
–Yo, en cambio, no sé si podría vivir de esa manera –comentó–. ¿Te acuerdas de lo que hablamos en la piscina sobre las lesiones de los deportistas? Yo siempre he sido muy precavida, incluso de pequeña. Al contrario que esos niños que tienen las rodillas despellejadas y con costras de tanto caerse, yo siempre iba con mucho cuidado, y no tengo «Cicatrices de guerra». Soy de las personas que creen que lo mejor es aprender sin sufrir, y puede que sea por eso por lo que me asusta el éxito que estoy teniendo de repente. Yo necesito planificar las cosas y tener la seguridad de que voy a poder ir pagando las facturas y no acabar con el agua al cuello.
–¿Que no tienes cicatrices? Yo diría que tienes unas cuantas. Lo que pasa es que no están a la vista, como las mías. Están todas aquí –dijo Pedro, apoyando suavemente las yemas de los dedos en su pecho, sobre su corazón–. Y estoy seguro de que las heridas que dejaron esas cicatrices fueron tan dolorosas como cualquiera de las mías. Y te las hiciste porque otras personas te infligieron más daño del que podías soportar, te forzaron más allá de tus limites –le explicó–. Pero ahí está el quid de la cuestión. En el deporte, cuando compites contra otros, te das cuenta muy pronto de que la única manera que tienes de ganar es forzarte más allá de los límites de lo que eres capaz de hacer. No se trata de los límites que te marcan otros, sino de los tuyos propios.
–Pero… ¿Cómo sabes cuáles son tus límites?
–No puedes saberlo; el único modo de averiguarlo es ponerte a prueba a tí misma. ¿Y sabes qué? Te sorprendería ver de lo que eres capaz –respondió Pedro–. Y aunque no triunfes, siempre puedes aprender de tus errores para volver a levantarte e intentarlo una y otra vez hasta demostrarte a tí misma que puedes hacerlo.
–¿Da igual cuántas veces te caigas, o cuántas veces te hagan daño?
–Exacto.
Paula se volvió hacia la balaustrada y se quedó mirando el horizonte. Pedro no podía imaginar cuántas veces, por ejemplo, se había obligado a sonreír cuando alguien le había fallado, o cuando la habían humillado, pensó, haciendo un esfuerzo por contener las lágrimas.
–Ya. Pero a veces, cuando te han tumbado muchas veces, resulta muy difícil volver a levantarse y seguir luchando –le dijo con voz trémula–. Muy difícil.
Cuando Pedro la hizo volverse hacia él y la rodeó con sus fuertes brazos, Paula no protestó, sino que apoyó la cabeza en su hombro.
–¿Qué ocurre, Paula? –le preguntó él–. ¿Con qué sueñas que todavía no has conseguido?
Paula se irguió para mirarlo.
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