Cerró los ojos y se recreó en las agradables sensaciones que estaba experimentando, y durante unos instantes ninguno de los dos pronunció palabra, pero finalmente se obligó a apartarse de él y retroceder un par de pasos. Había sido una mala idea ir allí, una muy mala idea. Porque en ese momento, con Pedro frente a sí, todo mojado y vestido solo con un bañador, se estaba muriendo de ganas por rendirse a la atracción que sentía por él, y hacer una locura, como lanzarse a sus brazos y besarlo hasta dejarlo sin aliento. No tuvo el valor de mirarlo a los ojos cuando al fin acertó a hablar.
–¡Qué vergüenza!, un poco más y lo mismo me habría caído a la piscina y habrías tenido que tirarte para que no me ahogara.
–¿Estás bien? –le preguntó él en un tono suave, de preocupación sincera.
Paula tragó saliva y asintió.
–Estoy bien, gracias.
Apenas había dicho eso cuando Pedro, al dar un paso hacia ella, contrajo el rostro de dolor, y tuvo que sentarse en el banco para masajearse la rodilla y los músculos de la pantorrilla.
–¿Un calambre? –le preguntó Paula acercándose y sentándose junto a él.
–No exactamente –contestó él con una sonrisa sarcástica, pero luego le puso la mano en el hombro y añadió–: Perdona; a veces me olvido de que el resto del mundo no siente demasiado interés por mi carrera de surfista.
–Bueno, yo no suelo leer la sección de deportes del periódico, pero me imagino que los deportistas profesionales sufrís un montón de lesiones –dijo Paula, bajando la vista a su pierna–. ¿Te duele mucho?
–Bastante, pero los analgésicos me dejan atontado, así que prefiero aguantar el dolor –le explicó Pedro–. Y es verdad que cuando practicas un deporte de competición te lesionas con frecuencia porque te fuerzas más allá de tus límites, pero no es una lesión. Si lo fuera, lo llevaría mejor. No, tuve un accidente con el coche; me arrolló un camión.
A Paula se le escapó un gemido ahogado y se llevó una mano al pecho.
–Perdona, ahora recuerdo que mencionaste algo de un accidente en el museo. ¿Cómo ocurrió?
–Yo iba conduciendo un pequeño deportivo. Estaba lloviendo, y el conductor del camión iba borracho como una cuba. Yo había salido de casa de mi novia, en Tenerife, completamente despreocupado, y veinticuatro horas después me desperté en un hospital más muerto que vivo –dijo Pedro–. Estaba demasiado atontado por los analgésicos y los sedantes, pero recuerdo el rostro preocupado de mi padre hablando con los médicos, y oírles decir cosas como «Fracturas», «Perforación en el pulmón», «Operación de cadera», «Clavos»… Luego me anestesiaron y ya no recuerdo más.
–Dios mío… –murmuró ella–. ¿Y el conductor del camión…?
–Solo unos cortes y algunos moratones. Tuvo suerte; al contrario que yo –respondió Pedro–. Y no fui un enfermo muy paciente. Suerte que mis padres sí lo fueron conmigo y no tuvieron en cuenta mis gritos y mi mal humor.
–Bueno, seguro que se sentían tan aliviados de que hubieras sobrevivido que no les importaba nada más –apuntó ella.
–Sobreviví, sí, pero hecho pedazos, y tuvieron que hacerme varias operaciones; todavía se ven los remiendos –dijo Pedro, señalando su pierna.
Paula no pudo evitar quedarse mirando la cicatrices, que iban desde la rodilla hasta la parte superior del muslo, pero no le parecieron desagradables, ni sintió repugnancia alguna.
–Bonitas cicatrices –comentó, por decir algo.
Pedro parpadeó, se miró la rodilla, y volvió a mirarla a ella.
–¿Bonitas cicatrices? –dijo, fingiéndose indignado–. A todas las mujeres les encantan. Creía que te impresionarían y te echarías a mis brazos. Soy un héroe herido.
–¿Un héroe? ¿Por unas cicatrices en la pierna? ¡Por favor! –lo picó ella con una sonrisa divertida–. Aunque para tu familia debió de ser un buen susto.
–Ya lo creo que lo fue.
–¿Y te limita de algún modo? –le preguntó ella.
A Pedor no le gustaba hablar del accidente y las secuelas que le había dejado, y odiaba que la gente lo mirara con lástima, pero los ojos de Paula solo reflejaban una preocupación sincera.
–No para clases como esta –contestó, señalando con la cabezaal grupo de señoras.
Se habían metido en el agua, pero seguían parloteando entre ellas. Paula sonrió.
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