martes, 24 de agosto de 2021

Conectados: Capítulo 34

 –¿Yo? Pues… de adolescente tenía un montón de planes grandiosos, y el mundo me parecía una puerta abierta para conseguir lo que me propusiera, pero luego acabé dándome de bruces contra el muro de la realidad. En los últimos seis meses he estado con tres empleos, trabajando por la mañana, por la tarde y los fines de semana. Y ahora mismo me encuentro en la encrucijada de decidir si no debería volver a un puesto de jornada completa, encerrada en una gris oficina todo el día, y temiendo caer en las garras de otro Iván, o lanzarme e intentar ganarme la vida con mi arte –hizo una pausa y añadió a modo de explicación–: Nigel es el exnovio del que te hablé. Era otro compañero de oficina, como aquellas chicas que se nos acercaron el otro día, en la cafetería. Yo estaba colada por él, y llevaba un tiempo flirteando conmigo, así que, cuando me pidió que lo ayudara con un proyecto que estaba preparando, le dije que lo haría encantada –bajó la vista a sus manos, apoyadas en el jersey de Pedro, y acarició distraídamente la suave lana mientras hablaba–. Me convenció una y otra vez, de la forma más artera, para que le hiciera el trabajo gratis, noche tras noche, después de acabar mi jornada en la oficina. Me decía lo importante que era para él y cosas así, y me prometía que cuando se hubiese aprobado el proyecto haría pública nuestra relación en la oficina y seríamos una pareja de verdad –sus manos se detuvieron–. Me dejó el mismo día en que consiguió que le diesen el visto bueno a su proyecto –aunque las lágrimas le escocían los ojos, las contuvo y tragó saliva para continuar–. Pero ¿Sabes qué fue lo peor? Que las chicas de la oficina sabían que estaba viviendo con la hija del director, y que solo estaba utilizándome para que le hiciera el trabajo. Y no me dijeron nada. Estaban divirtiéndose demasiado a mi costa, riéndose a mis espaldas. ¿Tienes idea de lo humillante que fue? Cuando lo descubrí… yo… –tragó saliva de nuevo–. No podía seguir trabajando allí ni un minuto más. No podía. ¿Lo entiendes?


Pedro la atrajo hacia sí y la abrazó con ternura, acariciándole la espalda en silencio durante un rato antes de contestar.


–Lo entiendo. ¿Qué hiciste entonces?


Paula se echó hacia atrás y con una risa vergonzosa respondió:


–Pues un día me encontré con Marcela por la calle, y hablando me dijo que necesitaba una secretaria y… Bueno, ya conoces el resto de la historia. El puesto que me ofrecía era un empleo de media jornada, pero me venía bien porque me ayudaría hasta que mi carrera como ilustradora empezase a despegar. Solo que ahora parece que tendré que organizarme si quiero venderos mis diseños al museo y a ustedes.


Pedro le puso las manos en los hombros y le dijo mirándola a los ojos:


–Cierto, pero aun así creo que no estás siendo lo suficientemente ambiciosa. Tienes que pensar en grande. De hecho, no sé cómo no te has decidido aún a dar el salto y dedicarte de pleno a la ilustración.


–¿Es que no es evidente? –inquirió ella en un murmullo–. Me da demasiado miedo.


–¿Miedo de qué? ¿De fracasar? Mira, Federico y yo cometimos tantos errores en los dos primeros años cuando empezamos con el negocio que seguro que éramos el hazmerreír del resto del sector. Pero fuimos capaces de reírnos también de nosotros mismos y disfrutar del «Viaje».


–¿Y cómo conseguieron eso?, ¿Cómo podían reírse cuando sabían que habían tomado decisiones equivocadas que iban a costarles tiempo y dinero? Porque yo no sabría cómo hacerlo.


–¿Que cómo éramos capaces de reírnos de nuestros errores? Porque nos sentíamos como exploradores, adentrándonos en un territorio desconocido en el que cada día era un nuevo desafío – contestó Pedro con una sonrisa–. Y porque contábamos con el respaldo de nuestros padres; teníamos el apoyo de toda la familia – añadió encogiéndose de hombros.


–Pues no sabes la suerte que tuvieron –le dijo Paula muy seria–, porque mi familia lo único que hacía era ridiculizarme a mí y todo lo que me gustaba. Estoy sola, Pedro, completamente sola. ¿Lo comprendes?


Pedro se quedó callado, y sus ojos escrutaron los ojos verdes de Paula. ¿Completamente sola? El solo imaginarse sin el apoyo de sus padres, de Federico, de sus abuelos y su círculo de amigos de Tenerife hizo que se le erizara el vello de la nuca. Todos ellos habían sido su fuerza y su apoyo tanto en los buenos como en los malos momentos.


–No, no puedo imaginarlo –admitió–. Mencionaste a tus padres en el museo. ¿Es que ya no…?


Paula sacudió la cabeza.


–Ah, no, están vivos y coleando –respondió, intuyendo qué le quería preguntar–. Lo que pasa es que nunca se han preocupado por mí ni creen en mí, y no creo que eso vaya a cambiar.


–Ya veo. Entiendo que se te haga muy cuesta arriba el no poder contar con ellos. Pero se me está ocurriendo una idea: Conozco a un par de inversores privados que siempre andan a la busca de nuevas ideas de negocio en las que invertir. Solo tendría que hacer unas llamadas y… ¿Qué? ¿Por qué pones esa cara?


–No quiero endeudarme. No quiero que me hagan un préstamo, ni que me den ningún crédito ni nada de eso. Ese fue el problema que tuvieron mis padres, que se endeudaron hasta las cejas y acabaron perdiéndolo todo. Así que gracias, pero no. Sé que los comienzos van a ser difíciles, pero me he puesto unas cuantas líneas rojas que no pienso traspasar. 

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