Pedro estaba en la puerta, mirándola. Paula se quedó sin respiración. Estaba guapísimo con aquel uniforme de gala. El blanco le sentaba de maravilla. Hacía que su piel y sus ojos parecieran más oscuros que nunca. La chaqueta realzaba su espalda, pero nada comparado con lo bien que le sentaban los pantalones. No era justo, él estaba impresionante y ella hecha un desastre. Sintió que le flaqueaban las rodillas.
-¿Ya? -preguntó tocándose la frente.
-Permíteme.
Pedro se sacó un pañuelo impecable del bolsillo, lo mojó y se lo pasó por la frente. El agua helada debería haber hecho que Paula sintiera frío, pero el gesto la hizo arder.
-¿Mejor? -preguntó en un hilo de voz.
-Mucho mejor.
Lo tenía tan cerca que su olor la invadía.
-Gracias.
-De nada -dijo acercándose más-. Verte aquí fue como verte en tu hogar. Tuve que parpadear porque no sabía si eras tú de verdad.
No se había dado cuenta de que Carla nunca habría mostrado interés por un invernadero.
-¿Cuánto tiempo llevabas observándome?
«El suficiente como para desear que te preocuparas tanto por mí como por las flores», pensó Pedro. Tenía celos de las flores, sintió deseos de tirarlas. Sentía celos de todo lo que pudiera distraer la atención de aquella mujer de él.
-Un rato. Parecías tan feliz que no quería molestarte.
-Necesitaba hacer algo.
-Bueno, si es por eso... -dijo besándola.
El invernadero comenzó a darle vueltas y ella le puso las manos en el pecho para no perder el equilibrio. En lugar de eso, el mundo entero comenzó a girar. Pedro volvió a besarla, aquella vez con fruición. Ella no opuso resistencia. Abrió la boca y le dejó hacer. Sus lenguas danzaron haciendo que él sintiera un tremendo deseo en lo más profundo de sí.. Sabía que ella se sentía igual porque le había agarrado de la nuca y le había acercado a ella besándole con la misma pasión que él lo estaba haciendo. ¿Dónde estaba el príncipe ligón? Pedro nunca había dejado que ninguna mujer lo controlara. Sintió que sus defensas se tambaleaban. No podía dejar que ella las derrumbara. Debía parar. No podía dejar que ella descubriera al niño que llevaba dentro, a su verdadero yo. No debía seguir, pero no podía parar. Siguió besándola como si su vida dependiera de ello y sintió que, en cierta manera, así era. Experimentó la misma sensación que aquella vez que había bajado a demasiados metros buceando y le había dado una narcosis de nitrógeno. Abrazándola sentía la misma euforia peligrosa. Dolor y placer. La deseaba. La necesitaba. Lo que no necesitaba era la vulnerabilidad que ella representaba. Con mucho esfuerzo, dejó de besarla. La retuvo abrazada contra sí y le besó en la frente. Ella suspiró. Sabía que la deseaba con urgencia. Si seguían, la tomaría allí mismo y aquello podría ser la perdición para ambos.
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