Mientras Pedro alzaba el cuerpo inerte de Paula, tranquilizó a su hijo.
-Está bien, Joaquín. La señorita Chaves solo se encuentra cansada por haber tenido que luchar contra la corriente. Regresa a casa con Mario que yo llevaré a la señorita Chaves -y a su ayudante le ordenó-: Que el médico se reúna con nosotros allí.
El guardaespaldas estaba demasiado bien entrenado para cuestionar la orden del príncipe, pero sus ojos se encontraban llenos de preguntas mientras llevaba a Joaquín a la villa. Pedro sabía que era poco usual que se tomara un interés tan personal en una desconocida, aunque fuera de una belleza extraordinaria. Pero tuvo que reconocer que pocas terminaban en su playa. Paula no se movió cuando la alzó en sus brazos por segunda vez en una hora. Como eso continuara, podía convertirse en un hábito. Frunció el ceño al observar la palidez de sus facciones. Le causaba la impresión de que era una muñeca de porcelana de tamaño real. Alrededor de sus enormes ojos verdes aparecía una tonalidad violácea. Se sintió molesto consigo mismo por haberla dejado hablar y no haber insistido en que viera al médico en el acto. Tuvo que reconocer que había disfrutado.
Conocer a una mujer en términos de igualdad era una experiencia rara en su mundo, donde casi todos sabían quién era él y reaccionaban con deferencia. Lo había desconcertado comprender que Paula desconocía su rango. Y había comenzado a disfrutar de ser tratado como un hombre y no como un monarca. «Tonto», se amonestó. « ¿Es que no has aprendido nada de tu experiencia con la madre de Joaquín?». También Sandra era australiana, y tan refrescante a su manera como Paula lo era a la suya cuando se conocieron durante una visita oficial a Australia. Se había enamorado de la anterior Miss Australia y, en contra del consejo de sus ministros, había llevado a Sandra a Carramer como su prometida. La fantasía había durado el tiempo suficiente para que ella comprendiera que, a diferencia de su reinado como Miss Australia, sus deberes como miembro de la familia real no terminarían al cabo de un año. Durante una de las discusiones más agrias, le había asegurado que obtener el título de princesa había sido una de sus ambiciones, pero que, una vez conseguido, no veía motivo alguno para soportar las responsabilidades que acarreaba.
La maternidad había demostrado ser una carga aún mayor y Sandra había entregado de buen grado a su hijo a la niñera hasta que intervino Pedro, asumiendo de manera activa su papel como padre. A ella no le importaba ninguno de los dos y prefería volar a París, donde podía asistir a los desfiles de moda y gozar de la atención que recibía como princesa sin tener que aguantar las molestias de los deberes reales. Desesperado, le había reducido su asignación económica, obligándola a permanecer en casa períodos más largos de tiempo; con ello solo se ganó que lo acusara de tirano. Con el tiempo, a ella le empezó a resultar desagradable todo lo de la isla, incluido el matrimonio, haciendo que su esposo se sintiera más solo que cuando estaba soltero. Sandra también comenzó a resentirse cada vez más de la atención que Pedro dispensaba a su hijo y a criticar todo lo referente a Carramer. Él empezó a hartarse de oír que todo era mejor en Australia. Sin embargo, no podía hacer lo único que ella realmente quería de él, que la liberara de los votos del matrimonio para poder disfrutar de ser una princesa sin ninguna traba. En Carramer, el matrimonio era una unión de por vida. Solo en las circunstancias más extremas se podía considerar la separación. No existía el divorcio. Una pareja podía vivir separada, pero estaría unida hasta la muerte. Sandra le había exigido que cambiara las leyes, pero después de haber visto el efecto que tenía el divorcio en los niños de otros países, no deseaba instituirlo en Carramer, ni siquiera por su esposa. De no haber ostentado el rango de realeza, le habría permitido vivir lejos de él, pero no tenía intención de poner un ejemplo tan negativo para su pueblo. Frunció el ceño y se preguntó si, de haber cambiado la ley, Sandra seguiría con vida. Jamás lo sabría. Solo sabía que una discusión intensa la había impulsado a marcharse de la villa conduciendo a una velocidad temeraria, para terminar cayendo con el coche por un risco. Había encontrado su liberación, pero de una manera que acosaría a Pedro el resto de su vida.
La mujer que llevaba en brazos gimió en voz baja, captando su atención. Mientras charlaban, su cabello largo se había secado hasta formar una cascada de bucles castaños. Unos mechones sedosos se enroscaban en los dedos de Pedro. La sensación de aquel cuerpo esbelto le recordó que hacía un año que Sandra había muerto, demasiado tiempo para que un hombre con sus fuertes apetitos estuviera sin la compañía de una mujer.
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