Su padre se había marchado cuando Paula contaba dieciséis años y, desde entonces, su madre había recurrido a ella en busca de apoyo, jurando que no podía arreglárselas sola. Sus muchos males jamás se habían podido diagnosticar con precisión, pero le habían impedido trabajar a jornada completa y habían garantizado que estuviera pendiente de ella para facilitarle la vida. Incluso había abandonado la idea de asistir a la escuela de arte para ponerse a enseñar y poder ganar dinero con el fin de que su hermana fuera a la universidad. Pero unos meses atrás su madre había soltado la bomba de que pensaba casarse con un vecino que, al parecer, la había cortejado mientras Paula trabajaba. Había quedado bien claro que era hora de que viviera su vida. Después de agradecerle todo lo que había hecho, se le dijo que su sacrificio ya no era necesario.
Pedro malinterpretó el silencio de Paula como una afirmación.
-¿Ese hombre la engañaba?
-No -lo miró confusa-, no había ningún hombre. Vine por motivos propios.
-¿Me está diciendo que una mujer de sus evidentes encantos no tiene ningún hombre que la espere? -preguntó con escepticismo.
Podría haberlo aceptado como un cumplido si no hubiera sido por la dolorosa certeza de que Pedro tenía razón. Mantener a su familia y ocuparse de las exigencias emocionales de su madre no le había dejado tiempo para una vida amorosa. Había salido con un colega del trabajo que resultó más exigente incluso que su propia familia. Cuando le dijo que pensaba tomarse unos días libres, le puso reparos. Con la intención de frenarla, le sugirió que quizá no esperara su vuelta. Paula no estaba segura de quién se había mostrados más sorprendido cuando ella le contestó que quizá aquello fuera lo mejor.
-En casa ya no me espera ningún hombre -confirmó, incapaz de ocultar un tono de amargura en la voz.
-Imagino que sus propias necesidades tuvieron prioridad -el tono cortante de Pedro fue un veredicto en sí mismo.
Esa fue la gota que colmó el vaso. Ya se había hartado de supeditar su vida a las exigencias de otras personas que no vacilaban en prescindir de ella cuando les convenía. Había llegado el momento de cambiar las cosas.
-¿Qué tiene de malo pensar en una misma? -lo retó.
-Según mi experiencia -repuso tras una pausa-, por lo general eso significa pisar los sentimientos de los demás.
Era lo último que ella habría hecho, pero se sentía demasiado agotada para defenderse ante él. ¿Qué sabía aquel hombre del precio que había tenido que pagar por sus responsabilidades? Por su aspecto y sus comentarios, daba la impresión de que Pedro solo tenía que preocuparse de sí mismo.Lo miró de reojo, confundida por la reacción ambigua que despertaba en ella. Su actitud autoritaria tendría que haberla molestado, pero, en un plano inesperado, la excitaba. Lo observó tal como él la había estudiado a ella. Le sacaba por lo menos una cabeza. Su espalda recta y su andar relajado creaban una impresión fascinante de autocontrol. Sus facciones aquilinas deberían haberla alarmado, pero se encontró preguntándose lo que reflejarían en un momento de gozo, con los ojos oscuros encendidos de placer y la boca plena curvada en una sonrisa. Sintió un escalofrío. Le habría gustado pintarlo tal como estaba en ese momento. Llevaba un ceñido bañador negro de cintura baja que lo hacía parecer un aristócrata de vacaciones. Tratar de capturar aquel matiz sería un reto para un artista. Daba la impresión de que aquel hombre sabía exactamente el lugar que ocupaba en el mundo. Reprimió un sentimiento de envidia. Tenía que ser maravilloso saber dónde estabas y qué debías hacer, algo que Paula intentaba averiguar.
-¿A qué se dedica? -preguntó impulsivamente.
-¿Dedicarme? -se mostró desconcertado-. Podría afirmar que dirijo todo.
-¿Quiere decir como un director general?
-No lleva mucho tiempo en Carramer, ¿verdad?
-Una semana, pero pretendo quedarme el tiempo que me dure el dinero.
¿Por qué? ¿Debería saber quién es usted?
-No -movió la cabeza-, pero sospecho que muy pronto va a averiguarlo.
Siguió la dirección de su mirada hacia una figura oscura que avanzaba en dirección a ellos desde los árboles que había más allá de la cala. Luego vió a un hombre que perseguía a una figura mucho más pequeña que corría por la arena.
-Joaquín -dijo Pedro, la voz suavizada por el afecto. Abrió los brazos y el niño se arrojó a ellos, rodeándole el cuello como si nunca quisiera soltarlo-. ¿Qué haces aquí? Se suponía que estabas durmiendo -inquirió.
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