-Papá dice que no podemos visitarla allí -asintió-, pero que es muy feliz.
Paula sintió como si una mano gigantesca le estrujara el corazón. De modo que la mujer de Pedro era australiana y había muerto no hacía mucho. Recordó la frialdad de él cuando identificó su nacionalidad. Con tristeza, pensó que había debido de amarla mucho para reaccionar con tanta intensidad.
-Estoy segura de que tu papá tiene razón, cariño -aseguró con voz trémula.
Algo la impulsó a volverse y lo vió en el umbral de la puerta. Llevaba un polo celeste con un monograma en el bolsillo y pantalones azul marino, cuyo corte resaltaba su figura atlética. Paula se arropó en un gesto instintivo de pudor. Al ver a su padre, el pequeño Joaquín bajó de la cama y pasó por debajo de su brazo para abandonar la estancia. Pedro le dijo algo de que la niñera lo esperaba con el desayuno.
-Sobre lo sucedido ayer, alteza -comenzó con su tratamiento formal-, lamento haber irrumpido de esa manera en su intimidad. Gracias por hacer que su médico me examinara y por permitir que me recuperara aquí, pero será mejor que regrese a Allora.
-Andrés... el doctor Pascale... ha prescrito varios días de reposo para usted - la informó el príncipe. No parecía muy complacido-. Me ha dicho que está agotada y casi anémica.
Lo expuso como si le resultara una absoluta molestia. El temperamento de Paula se encendió.
-No pretendía caerme a sus pies, alteza. Estoy convencida de que podré recuperarme igual de bien en mi hostal, si me permite vestirme y seguir mi camino -vagamente recordó que el médico la había ayudado a cambiarse, después de ordenar que le trajeran algo de ropa. Giró la cabeza y vio varias prendas bien dobladas en un galán junto a la ventana-. Me cercioraré de que reciba la ropa en perfecto estado.
-La ropa no es importante -el príncipe movió la cabeza-. El doctor Pascale quiere que permanezca aquí.
Paula se sentó y, por un momento, olvidó que el médico le había puesto un camisón que revelaba tanto como ocultaba. Con dificultad resistió la tentación de volver a taparse con el edredón. Había temas más importantes que tratar.
-¿Es que mi opinión no cuenta? -exigió.
-Si fuera de Carramer, conocería la respuesta -repuso con furia en sus ojos.
-¿Porque usted es príncipe y yo una plebeya? -podía ser el monarca de su país, pero no de Australia, y ya era hora de que se lo indicara.
-Su rango es irrelevante. Me refería a la prescripción del doctor Pascale de que debía descansar.
El hecho de que Pedro no le permitía quedarse por ningún otro motivo avivó su furia. Era evidente de que con o sin órdenes del médico, le encantaría deshacerse de ella.
-Ahora descanse -indicó él al percibir su agotamiento-. Ya se ha informado a su hostal de que permanecerá aquí y su equipaje le será traído esta mañana.
-Ha pensado en todo -comentó con tono rebelde.
-Exacto. Y para acallar cualquier rumor improcedente, también se ha informado de que se incorporará a mi personal como acompañante temporal del príncipe heredero.
-¿De verdad? -eso era interesante.
-Por supuesto que no. Joaquín parece disfrutar de su compañía, pero ya está bien cuidado.
«También es un niño solitario», pensó, aunque tuvo la impresión de que Pedro no quería oírlo.
-Entonces me temo que no puedo quedarme -apartó la sábana.
En cuanto pasó las piernas por el borde de la cama comprendió que había cometido un error. El camisón apenas le llegaba a los muslos. Pedro había visto mucho más cuando la rescató, pero Paula no se había sentido tan expuesta como en ese momento. Fue muy consciente de que se hallaba en un dormitorio y de que, por encima de todo, Pedro era un hombre entre los hombres, tal como se leía en su libro turístico. La frase le había parecido extravagante, aunque la alarmó recordarla en ese momento. La hacía sentirse como una mujer, algo que no había experimentado durante los años en que había cuidado de su madre y de su hermana. Se negó a dejar que supiera lo incómoda que se sentía y resistió junto a la cama, deseando que la habitación dejara de dar vueltas.