jueves, 29 de octubre de 2020

Promesa: Capítulo 20

 Si se negaba, seguramente Paula se daría cuenta de que estaba sin respiración, pensó. ¿Y si hubiera ido Marcos en lugar de él?, se preguntó entonces. Seguro que Marcos no habría tenido el menor problema para meterse en la bañera. Y pedirle a un hombre que se meta en una bañera contigo es algo que la mente masculina interpretará siempre como una invitación, sean cuales sean las circunstancias. Paula estaba tumbada con su decente traje gris, pero se le había subido la falda y ella no parecía darse ni cuenta. Y Pedro no tenía pensamientos muy cristianos en aquel momento. Se fijó en los dedos de sus pies, con las uñas pintadas de rosa… seguramente para que hicieran juego con el pijama. Pero al final decidió entrar en la bañera. ¿Qué otra cosa podía hacer?


–Ven, ponte a mi lado. ¿No crees que dos personas que compran una bañera como ésta quieren tumbarse uno al lado del otro?


–No tengo ni idea –contestó él, asombrado de que le saliera la voz. Quería meterse en la bañera sin rozarla, pero resbaló y cayó de golpe a su lado.


–¡Ay!


–Vaya, lo siento.


Pedro intentó moverse, pero estaba encajado entre la bañera y el cuerpo de Paula.


–Como yo había pensado. Demasiado pequeña. Aunque estamos vestidos y, normalmente, la gente se baña… –Paula no terminó la frase. Ni siquiera se atrevió a mirar a Pedro–. Bueno, a ver, ponte del otro lado, frente a mí.


Que Dios tuviera piedad de él.


–No puedo, estoy encajado.


–¡No lo estás! –Paula movió un brazo para empujarlo. 


Pero eso pareció encajarlo aún más. Pedro llevaba calcetines y no podía apoyarse en la superficie pulida de la bañera sin resbalar.


–Vamos a intentar ponernos de lado. Así podré salir de aquí –dijo, suspirando–. Venga, una, dos y…


Se pusieron de lado, pero quedaron uno frente al otro. Pedro se encontró con los pechos de Paula pegados a su torso, su rostro a unos centímetros. Si era posible, estaba más atrapado que antes. Sus ojos se encontraron y la alegría que había en los de ella desapareció… para convertirse en otra cosa. Ella se pasó la lengua por los labios nerviosamente, pero el resultado fue tan sensual como una caricia. Pedro recordaba demasiado bien el sabor de esos labios. Y ahora, apretados como estaban el uno contra el otro, todo lo demás desapareció: las luces, la tienda, los sonidos, los empleados. Todo salvo ella. Paula levantó una mano y él contuvo el aliento, pensando que iba a tocar su cara… o sus labios. No, lo que tocó fue su pelo, el rebelde mechón que siempre quedaba de punta, algo que lo había atormentado, a él y a su madre, desde que era un niño. Pedro empezó a respirar de nuevo. Sólo entonces Paula pareció darse cuenta de que estaban juntos en una bañera, tumbados, su pecho aplastado contra el torso masculino.


–Oh, vaya… será mejor que salgamos de aquí.


–Bueno, bueno, que no cunda el pánico.


–¡No estoy asustada! –replicó ella. 


Pero Pedro podía sentir los fuertes latidos de su corazón.


–¿Puedo ayudarles? –preguntó entonces un empleado, con cara deperplejidad.


–Sí, por favor. Un abrelatas nos vendría estupendamente.


–Esta no es una bañera para dos personas –protestó Paula–. Se anuncia como una bañera para dos personas, pero no lo es. Mire en qué situación nos encontramos.


–A lo mejor la fabrican en un país donde la gente es más pequeña –sugirió el empleado–. O donde la gente se baña sin ropa. 


Pedro lo fulminó con la mirada mientras Paula, con toda la dignidad de una estrella de cine saliendo de una limusina, conseguía sacar una mano de la bañera. El empleado tiró de ella… pero no pasó nada. Tiró un poco más y, con un sonido como el del corcho de una botella de champán, Paula consiguió ponerse en pie. Aunque Pedro estaba en una posición desde la que podía haber mirado por debajo de su falda, se portó como un caballero. Cerró los ojos y luego tomó la mano que le ofrecía el empleado para salir de aquella trampa.


Promesa: Capítulo 19

 Pedro Alfonso no solía encontrarse incómodo en ninguna situación. Pero así era exactamente como se sentía cuando empujó la puerta del almacén. ¿De verdad había sentido celos de Marcos? ¡No, claro que no! Sencillamente, sentía cierto deseo de proteger a Paula. Había cosas que ella no sabía, cosas que no podía saber después de haber estado fuera de circulación tanto tiempo. Era un mundo completamente diferente. ¿Sabía que los chicos tomaban pastillas de éxtasis en las discotecas, que las relaciones sexuales habían dejado de tener algo que ver con el amor? ¿Sabía algo sobre los peligros de conocer a alguien a través de Internet? Aunque tampoco él sabía nada de eso hasta que vió un documental en televisión. Pero no le apetecía explicarle las realidades del mundo a ella. Ese no era parte de su acuerdo con Valentina. Había conseguido que volviera a trabajar, pero no había pensado lo que conllevaría eso. Y si no tenía cuidado, acabaría siendo tan controlador como lo había sido su ex mujer. Querer a alguien no significaba poseerlo o controlarlo, sino protegerlo y pensar en su interés. Pero ¿dónde se trazaba la línea de separación? Mirar bañeras juntos no parecía la mejor manera de empezar. Serenidad era una tienda estupenda. A Pedro le gustaba la calidad de sus productos y el cuidado que ponían en el diseño, pero aquel día sólo podía pensar que todo parecía diseñado para despertar los sentidos. Desde las luces a los aromas, aquélla no era una tienda para gente que pensaba que darse un baño sólo era una cuestión de limpieza.


–Dios mío –murmuró Paula–. Esto es muy romántico. Es exactamente el ambiente que queríamos para el baño principal, ¿Verdad?


«Queríamos. Romántico. Ambiente». Pedro empezó a sentir cómo una gota de sudor caía por su cuello.


–Mira qué bañera tan bonita –dijo ella entonces. No era la bañera con patas de león que había imaginado, pero tenía más o menos la misma línea. En lugar de garras de león, estaba subida en un pedestal de madera oscura. Los grifos eran antiguos, con un botón de porcelana en medio.


–Va muy bien con el carácter de la casa, ¿Verdad?


–Sí, la verdad es que sí –asintió él, tragando saliva.


–Aquí dice que es una bañera para dos personas –murmuró Paula.


A Pedro se le quedó la boca seca. ¡Por favor! Él no quería pensar en dos personas dentro de esa bañera. Ni en ambiente, ni en romances, ni en velas.


–¿Hay aire acondicionado aquí? –preguntó, pasándose un dedo por el cuello de la camisa.


–No creo que dos personas quepan aquí –siguió Paula, sin percatarse de lo incómodo que se sentía. 


Y luego se quitó los zapatos y se metió en la bañera tranquilamente. Primero se sentó y luego, agarrándose a los bordes, se tumbó para ver si cabía. Al hacerlo, la falda se levantó un poco, dejando al descubierto sus muslos… y haciendo que Pedro estuviera a punto de arder por combustión espontánea.


–Ven, métete –le dijo.


–¿Perdona?


–Creo que es suficientemente larga para alguien de tu estatura. Pero no sé si de ancho… tú eres un tipo más o menos normal. Métete, a ver si cabemos los dos.


–Pero… tú estás en la bañera.


–¿No me digas? Estoy intentando comprobar si caben dos personas.


Pedro miró alrededor furtivamente. No pensaba meterse en una bañera con Paula Chaves.


–Vamos, métete de una vez. 

Promesa: Capítulo 18

 –Holaaaaaaaa.


Pedro cerró los ojos.


–Mariel, el fantasma de la casa –dijo, suspirando–. Paula, creo que tú y yo deberíamos ir a ver un almacén de accesorios para el baño. Se llama Serenidad y tienen cosas estupendas.


Paula no sabía que iba a tener que elegir los accesorios con él. Y menos la bañera. No, la bañera no. Diana los esperaba al final de la escalera, con una sonrisa en los labios.


–Lo siento, señora Housewell, pero ya nos íbamos –dijo Pedro, muy antipático.


Paula lo regañó con la mirada.


–Pero yo volveré dentro de…


–Una semana –la interrumpió Pedro.


–¿Por qué no me da su número de teléfono, señora Housewell? –insistió Paula.


–Ah, me parece muy bien.


–Ahora tenemos que irnos. Marcos, estoy deseando trabajar contigo. ¿Cuándo crees que podríamos empezar?


–¿Qué tal mañana por la mañana?


–Estupendo.


Pedro abrió la puerta del Cadillac para ella. Parecía tenso, preocupado.


–¿Por qué esa mujer te irrita tanto?


–¿Quién? Ah, Diana.


¿No era Diana quien lo ponía tenso?


–Me recuerda a mi ex mujer –dijo Pedro entonces.


–¿A Carla? Carla era preciosa. ¡Diana es una anciana!


–Sí, bueno, da igual. No suelo hablar de mi ex mujer. 


–Pues a lo mejor deberías.


–¿Para qué?


–Puede que así te sientas mejor.


–¡No me sentía mal… hasta ahora!


–Si alguien como Diana te recuerda a tu ex mujer, debes de tener un serio problema.


–¡Yo no tengo ningún problema!


–Bueno, lo que tú digas.


Los dos se quedaron en silencio. Pedro, muy serio, salió a la carretera sin poner el intermitente.


–No soporto que mi matrimonio fracasara –dijo por fin–. Cuando me casé, pensé que sería para siempre. Fue el peor fracaso de mi vida.


–Lo sé.


–¿Lo sabes?


–Siempre supe que eso era lo que sentías, como si todo hubiera sido culpa tuya.


–Y lo fue. Debería haber conseguido que nos entendiéramos.


–Carla era preciosa –suspiró Paula–. Pero también era una persona egoísta, exigente y poco razonable.


Pedro suspiró como un hombre que hubiera guardado un secreto durante demasiado tiempo.


–Siempre estaba controlándome. Y por mucho que hiciera por ella, nunca era suficiente.


–Como Diana Housewell.


–Sí, supongo que sí –asintió él–. ¿Ése es tu don, Paula? ¿Haces hablar a la gente de cosas sobre las que les cuesta hablar para solucionar sus problemas?


–No seas tonto, yo no tengo ningún don.


–¿No? ¿No puedes volver loco a un hombre con un par de galletas? ¿O decir la palabra adecuada en el momento adecuado?


–¡No!


–¿Y qué tal una sonrisa? ¿Puedes encandilar a un hombre con una sonrisa?


–Eso es ridículo.


–¿De verdad? ¿Por que no le preguntamos a Marcos si es ridículo?


–¿Marcos?


–Él parecía encantado contigo.


Paula soltó una carcajada. 


–Además, nos viene muy bien que hayas vuelto a trabajar. Marcos ha dicho que empezaría mañana. Conmigo habría tardado un mes.


–Yo no he estado coqueteando con él, que quede claro.


Pedro sacudió la cabeza.


–Sólo quiero decir una cosa: has estado casada veinte años y no conoces las reglas del ligoteo. No sabes cómo son estos chicos jóvenes.


Ella soltó una risita.


–¿Estás intentando protegerme de las realidades del mundo, Pedro?


–Pues sí, eso es.


–No tienes por qué hacerlo. Ya soy mayorcita.


–Marcos estaba tonteando contigo. ¡Y tú lo animabas! «¿Qué crees que te espera en el futuro, Marcos?» –dijo Pedro entonces, imitando su voz.


–¿Quieres saber la verdad?


–Por supuesto.


–Me ha parecido un chico muy guapo.


–Lo sabía –murmuró él.


–Y quería saber si sería aceptable… para Valentina. No sé por qué. Seguro que mi hija se subirá por las paredes si se lo presento. Pero si hubieras conocido a su último novio me entenderías. Pedro, tocaba los bongos…


–¿Te gusta Marcos para Valentina?


–Pues claro. ¿No pensarías que me gustaba para mí? ¿Tú estás loco?


Él negó con la cabeza.


–Quizá lo estoy –suspiró, mirándola con una sonrisa de disculpa–. Bueno, ya hemos llegado –dijo entonces, deteniendo el coche frente a un almacén de estilo colonial con un cartel que decía: "Serenidad. Accesorios para baño".


Paula respiró profundamente. ¿Por qué le parecía que viendo bañeras con Pedro Alfonso lo último que iba a sentir era serenidad? ¿Y cómo podía temer la experiencia y estar deseándolo al mismo tiempo? 

Promesa: Capítulo 17

 –Se me había olvidado darte estos papeles.


La razón por la que lo había olvidado estaba en sus ojos. De verdad, debería ser ilegal que un hombre tuviera los ojos de un verde tan precioso… tan calmado y tan tentador como las aguas de un lago en un día de verano. Cuando tomó los papeles que le ofrecía, sus manos se rozaron. ¿Cómo podía ponerla eso tan nerviosa? Era Pedro. Pedro, que lo había cambiado todo cuando la besó la noche anterior.


–Gracias –dijo, después de carraspear–. Me gusta mucho esta habitación. Tiene potencial.


–A mí también me gusta, pero es muy pequeña.


–Por eso había pensado tirar ese muro –sugirió Paula, mirando sus notas.


–Sí, creo que tienes razón. Mira, sólo había pasado por aquí porque anoche me llevé toda la información sobre los contratistas.


Claro. Eso era todo. El negocio. El beso no lo había afectado como a ella. Sin embargo, seguía mirando sus labios…


–Bonita vista –dijo Pedro entonces, mirando por el balcón.


–Sí, desde luego. Da al jardín… algo extraordinario estando casi en el centro de una ciudad. Yo había pensado que esta habitación sería un baño estupendo. Una ventana grande, una bañera antigua… puertas francesas para entrar en el dormitorio principal.


Porras. No debería pensar en dormitorios cuando estaba con Pedro. Ni en lo que pasaba en los dormitorios. Pero lo pensaba. Podía ver la habitación: un sitio grande, con las paredes forradas de madera, una alfombra, una cama con dosel. Una bañera con agua perfumada y velas flotando… ¡Pero no había camas con dosel en su lista de restauración! ¡Ni velas, ni burbujas!


–Los cuartos de baño son importantes en casas como ésta –asintió Pedro, quitándole la carpeta–. Hay una fotografía en uno de los presupuestos que yo creo que captura el espíritu de la casa O’Brian… Mira, ésta.


–Ah, sí, es eso exactamente –murmuró Paula.


El baño de la foto era casi como el de un hotel de cinco estrellas. La sensualidad de su dormitorio imaginario no era nada en comparación con aquello: suelos de mármol travertino, luces encastradas, grifos dorados, dos lavabos, incluso un calentador de toallas. Pero fue la exquisita bañera lo que más llamó su atención. Una bañera antigua con patas de león… evidentemente para dos personas. Paula tragó saliva. ¿Qué estaba pasando? ¿Pedro se inclinaba hacia ella? ¿Iba a besarla otra vez?


–¿Pedro? ¿Estás ahí?


Debían de estar inclinándose el uno hacia el otro porque de repente se apartaron.


–Es Marcos. Quería que lo conocieras –explicó él–. A mí me parece el mejor contratista de Calgary y… en fin, cuanto antes empecemos, mejor.


–De acuerdo.


Marcos entró en la habitación. Era un hombre alto, de pelo rubio rizado, todo músculos y juventud.


–Hola, Marcos. Te presento a Paula Chaves, la nueva directora del proyecto.


–Encantado, Paula. Oye, no me dijiste que fuera una chica tan guapa.


Marcos era un chico encantador y extrovertido, con gran sentido del humor. Y Paula se rió mucho con él mientras miraban la casa. Pero después se encontró haciendo eso que las hijas tanto odian: preguntarse si le gustaría a Valentina. Por si acaso, le hizo algunas preguntas que podían considerarse preguntas profesionales y él pareció encantado de contestar. Y cuando, como dejándolo caer, le preguntó qué idea tenía para el futuro, Marcos respondió que esperaba tener una mujer, una familia y un cachorro. Paula sonrió. Un cachorro. El contratista aparentemente seguro de sí mismo no era más que un niño. Pedro, sin embargo, la estaba fulminando con la mirada. ¿Estaría interpretando su interés por Marcos como un coqueteo? Por favor… Pedro y ella habían intercambiado un beso, no habían hecho promesas de amor eterno ante el altar. Además, debería darse cuenta de que sólo estaban bromeando. El chico debía de tener al menos doce años menos que ella. 

martes, 27 de octubre de 2020

Promesa: Capítulo 16

 Por la mañana llamó a su contratista favorito, un ambicioso y brillante joven llamado Marcos, y le pidió que se encontrase con él en la casa O’Brian.


–Esta mañana no puedo.


–Tiene que ser esta mañana –insistió Pedro.


–¿Por qué tanta prisa?


–Porque tengo este proyecto entre manos desde hace mucho tiempo y quiero que conozcas a la nueva directora.


–Muy bien, de acuerdo. ¿A qué hora nos vemos allí?


–Dentro de una hora.


Cuando Pedro llegó a la casa, allí estaba el Smart de Paula, pero no había ningún otro coche. Y la razón por la que había llamado a Marcos era, básicamente, para no estar a solas con ella. Respirando profundamente, tomó la carpeta de información que había reunido para Paula y subió los escalones del porche. Tenía la angustiosa impresión de que era un hombre dirigiéndose hacia su destino. 




Paula paseaba por la casa O’Brian, pensativa. El día anterior le había parecido preciosa y llena de promesas. Aquella mañana, con el cuaderno en la mano, le parecía un proyecto lleno de dificultades. Como su encuentro con Pedro. Se habían besado. No había sido un beso apasionado. De hecho, había sido algo casi platónico. Un roce más que un beso. Pero la ternura de sus labios había despertado en ella algo que estaba dormido. ¿Sería la esperanza? ¿La esperanza de que hubiera un hombre decente en el mundo? ¿La esperanza de poder confiar otra vez? Pero él había mentido sobre sus razones para ir a verla. ¡Y ésa no era una buena base para una relación!


–No tengo una relación con Pedro –se dijo a sí misma. Pero su voz hizo eco en la casa vacía.


Aunque Pedro no había mentido exactamente. Sólo omitió contarle que Valentina lo había llamado por teléfono. Pero no había sido idea suya ir a verla… no había querido que trabajasen juntos en la casa O’Brian. En realidad, debería estar furiosa con él.


–Debería haberle dado una bofetada. Y quizá lo haré la próxima vez que le vea.


Ella no era una mujer apasionada ni dada a arranques de temperamento. Por otro lado, seguía intentando descubrir quién era. Quizá era una de esas mujeres que podían abofetear a un hombre y volverle la cara. Desagraciadamente, esa idea la hizo reír. Tenía treinta y ocho años y estaba riéndose como una colegiala pensando que iba a darle una torta a Pedro. Era una persona diferente a la que había sido el día anterior. Antes de que ese maldito beso lo estropease todo.


–Concéntrate –se dijo a sí misma, percatándose de que estaba adquiriendo el hábito de hablar sola. Desgraciadamente, eso decía de ella mucho más que la bofetada. Era una excéntrica, una solitaria. Era lógico que se entendiera tan bien con Diana Housewell…


–¿Paula?


Ella se quedó inmóvil. ¿Estaba preparada para verlo de nuevo? Era una bobada querer esconderse en un armario, desde luego. Además, no serviría de nada. 


–¡Estoy arriba! –gritó, estirándose la falda. 


Lamentaba ahora que el traje fuera tan sencillo: una falda gris con rebeca a juego y zapatos planos. No era un atuendo adecuado ni para un beso ni para una bofetada… aunque quizá sí lo era para alguien escondido en un armario. «No mires sus labios», pensó, mientras oía sus pasos por la escalera. Pero cuando Pedro entró en la habitación, lo primero que hizo fue mirar sus labios. Eran unos labios muy sensuales y… Pero no podía pensar en eso. Podía pensar en cualquier cosa menos en eso.


–Buenos días.


–Hola, Paula.


Su voz era tan masculina, tan profunda, tan sensual. «Deja de pensar tonterías».


–Se me había olvidado…


–¿Qué te parece si…?


Los dos habían empezado a hablar a la vez y se echaron a reír, incómodos. Paula, que estaba mirando sus zapatos, levantó la cabeza y… ¡Pedro estaba mirando sus labios! Y en aquel momento lo último que se le ocurriría era abofetearlo. Incluso si volvía a besarla.


Promesa: Capítulo 15

 Pedro llegó a la puerta de su casa y respiró profundamente, como si hubiera salido vivo de un campo de minas. Mientras conducía iba tan distraído que era un milagro que no le hubiese pasado nada, desde luego. Había besado a Paula. Paula, la viuda de su mejor amigo. Había sido un beso rápido, apenas un contacto… pero la había besado. Y ese beso le había mostrado algo que estaba perdido dentro de él. Lo había turbado mucho más de lo que debería.  Cuando entró en el salón de su casa, su sitio favorito, miró alrededor con cierta desesperación, deseando que sus cosas lo devolvieran a la realidad. El sofá y el sillón de cuero eran grandes, masculinos, tan sólidos como antes de ir a casa de Paula. En aquella habitación había recuerdos de todos sus viajes: esculturas africanas, un paño de seda de la India, una alfombra persa que había comprado, regateando, en un mercado turco, una taza de peltre de Londres. Sus cosas. Que siempre lo habían hecho sentir cómodo, a gusto con su casa y consigo mismo. Pero aquella noche todo era diferente. Aquella noche la había besado  y era como si, de repente, todo lo de antes hubiera sido una ilusión. Un hombre no podía llenar su alma con posesiones materiales. Esas cosas no podían tocar aquel sitio en su corazón que, había descubierto repentinamente, estaba vacío.


Haciendo un esfuerzo para olvidar lo que acababa de descubrir sobre sí mismo, que era un hombre profundamente solitario, Pedro tocó la madera de un baúl de madera que había comprado en China. No sintió nada. Su casa olía a… nada. Y él quería que oliese a galletas de chocolate. Entonces miró el reloj. No era demasiado tarde para ir al supermercado. Podría hacer galletas para él solo. Podía llenar su casa de aquel aroma. No necesitaba a Paula. Pero sería una tontería. ¿Hacer galletas a las once de la noche? Suspirando, abrió las puertas del armario que escondía la televisión y se dejó caer en el sofá. Empezó a buscar con el mando para ver si encontraba algo que distrajera su atención, pero nada le interesaba. Había besado a Paula Chaves. Cuando sus labios rozaron los de ella fue como si… como si hubiera esperado toda su vida para llegar a ese momento. Todo lo demás, sus viajes, su trabajo, su colección de recuerdos, palidecía por comparación. Todos los momentos de alegría y los momentos de tristeza de repente se convertían en algo trivial e insignificante. En la oscuridad de los ojos de ella, en la suavidad de sus labios, había encontrado el único sitio al que no había viajado nunca: su propio corazón.


–Tengo que alejarme de ella –murmuró, desesperado.


En el espacio de unos segundos, en el roce de sus labios, se había perdido a sí mismo. Y lo peor de todo era que tendría que volver a verla. 

Promesa: Capítulo 14

 Desde el divorcio, Pedro había viajado más que nunca. Había estado en Jordania, respirando el aroma de los jazmines, el de las especias en India, el de las rosas en los jardines ingleses. Pero, sentado allí, en la humilde cocina de Paula, estaba seguro de no haber respirado nunca un aroma tan exótico, tan excitante, como el olor del jabón mezclado con el de las galletas. Ella estaba allí, concentrada en los presupuestos. Y era como volver atrás veinte años. Parecía la joven que había sido: valiente, animosa, dispuesta a todo. Pero su rostro había madurado de una forma que la hacía más bella que antes. Y hablaba en serio cuando le dijo que estaba más guapa que nunca. Y con aquel jersey de angora… Entonces sonó el teléfono. Quizá por fortuna.


–Es Valentina –sonrió Paula–. ¿Cómo estás, cariño?


Salió al pasillo para hablar con su hija y cuando volvió a la cocina su expresión había cambiado por completo.


–¿Esto ha sido idea de mi hija? ¿Has pasado por aquí esta mañana porque ella te llamó por teléfono?


–Bueno… sí y no –contestó Pedro.


–¿Te importaría aclararlo?


–Sí… bueno, Valu me llamó porque estaba preocupada. Habías vendido la casa, el coche… me pidió que viniera a verte porque… pensaba que te sentías sola –se defendió él.


–Llévate tus galletas y vete de mi casa.


–Paula, por favor…


–¡No me digas nada y vete de aquí!


–Pero tienes que escucharme.


Naturalmente, Paula no estaba dispuesta a escuchar nada. De hecho, parecía dispuesta a tirarle algo. Y lo hizo. Tomó una pasta de la caja y se la tiró a la cabeza. Pedro se apartó y la pasta pasó rozándolo.


–¿Has venido aquí porque te doy pena?


–Si fuera por eso por lo que he venido… –otra pasta pasó rozándole una oreja– no es por eso por lo que sigo aquí. Paula, cuando te ví hablando con Diana me dí cuenta de que la casa O’Brian y tú eran perfectas la una para la otra.


–Vete.


–No hasta que resolvamos esto de una forma madura.


–Yo no quiero resolver nada.


Pedro dió un paso adelante.


–¿Qué haces? –exclamó Paula, amenazándolo con una nueva pasta–. No des un paso más.


–Tienes chocolate ahí –dijo él, rozando sus labios con un dedo.


Paula no se movió. No se apartó ni le dio una bofetada. Lo miraba como pidiéndole que explicase por qué estaba allí. Y no quería que dijera que le daba pena. Ni porque fuera patética. Sino porque la encontraba irresistible. Más guapa que nunca. Pedro se llevó el dedo con chocolate a los labios y ella formó una O adorable con los suyos. Y, de repente, sin pensar, se inclinó para besarla. Sólo entonces se dió cuenta de que llevaba veinte años queriendo hacer eso. Por eso su amistad con Paula siempre le había parecido algo más. El contacto de sus labios lo había despertado… y le hizo dar un paso atrás, atónito. También había sorpresa en los ojos de Paula.


–Bueno –murmuró–. Bueno…


–Supongo que debería irme.


–Sí, supongo que sí –asintió ella, aunque sin convicción.


Pedro dió un paso atrás. Se alejó de aquello que lo empujaba hacia ella.


–Te necesito –dijo entonces–. Quiero decir, la casa O’Brian te necesita.


Paula asintió con la cabeza.


–¿Entonces, lo harás?


Ella asintió de nuevo, como si estuviera en trance.


–Muy bien –Pedro empezó a guardar los papeles en su maletín, intentando recordar qué debía dejar allí y qué debía llevarse. Luego se volvió, temiendo que si la miraba a los ojos de nuevo, no podría controlarse. Tiraría el maletín y se lanzaría a sus labios como un bucanero.


¿Un bucanero en un barco pirata?, se dijo a sí mismo, irónico. «Pedro, despabílate».


–Buenas noches –se despidió, dirigiéndose a la puerta. 


–Pedro –lo llamó ella cuando tenía la mano en el picaporte.


–¿Sí?


–Gracias –dijo Paula–. Por las galletas –añadió rápidamente.


Pero los dos sabían que no era a eso a lo que se refería. Y Pedro sabía que sería tentar a los dioses decir una sola palabra. Porque estaban a un paso del peligro. 

Promesa: Capítulo 13

 –Cuidado, te estás manchando de harina –dijo él entonces, para romper la tensión.


–No pasa nada.


Charlando y riendo, prepararon la masa para las dos galletas, le dieron forma y las metieron en el horno.


–Muy bien. Ahora podemos ponernos a trabajar… Pero te has manchado el jersey de harina.


Paula bajó la mirada. La tensión que había entre ellos aumentaba por momentos. Muy bien, si él intentaba limpiar esa mancha de harina, estaban perdidos. Afortunadamente, no lo hizo. Una vez sentados, Pedro sacó unos papeles del maletín.


–Esto es lo que pagamos por la casa.


–Pues me parece una ganga –murmuró ella.


–Ése es mi trabajo, encontrar gangas. Yo busco lo que todos los demás se pierden.


–Otros vieron el trabajo y el dinero que habría que invertir. Tú viste el resultado.


–Exactamente. Y éste es mi presupuesto para la reforma.


Paula tragó saliva.


–Es muchísimo dinero, Pedro. Y yo hace años que no hago nada de esto…


–Pero puedes hacerlo.


–¿Cómo lo sabes?


–Lo veo en tu cara.


De nuevo, Paula tuvo que controlar el deseo de echarse a llorar. ¿Por qué le hacía eso? ¿Por qué veía en ella cosas como belleza y talento cuando nadie las había visto en tanto tiempo? ¿Y por qué que Pedro Alfonso creyese en ella hacía que ella creyera en sí misma?


–Yo creo que podríamos vender la casa por esta cantidad… después de las reformas.


–La carrera de mi hija está a salvo contigo, ¿No?


–Bueno, hay muchas variables entre esta estimación y la realidad. Pero tiene que estar por ahí.


Paula se dió cuenta de que ella era también una variable. Pedro la veía como una mujer preciosa y capaz de llevar a cabo ese trabajo, pero ¿Y si no lo era? De repente, sintió miedo de fracasar. Pero entonces pensó que la casa también era muy bella y que necesitaba a la persona adecuada para descubrir toda su gloria. Y esa persona era ella. Sus dudas desaparecieron mientras estudiaban los presupuestos de los contratistas. Era una tarea emocionante… Pero en ese momento sonó el timbre del horno.


–Te dejo todos estos papeles para que eches un vistazo… No, siéntate. Yo las sacaré del horno. La presentación es esencial en los negocios. 


Casas antiguas o galletas, aquel hombre sabía cómo hacer las cosas. Pedro encontró una bandeja y colocó las dos galletas. La de él, bastante deforme, la de ella, perfectamente redonda.


–Prueba la mía. A ver qué te parece.


–A ver… no está mal –sonrió Paula, después de dar un mordisco.


–Y ahora, veamos la tuya… no sé, a mí no me gusta del todo. Demasiado perfecta.


Paula probó su redonda galleta.


–Tienes razón. La galleta número uno es la ganadora.


Y luego se comieron las dos mientras hablaban del presupuesto para la casa O’Brian. 

jueves, 22 de octubre de 2020

Promesa: Capítulo 12

 Aunque al mirarse en el espejo, notó ciertas señales de edad: delicadas arruguitas alrededor de los ojos, una arruga en el entrecejo, la típica arruga de preocupación, el óvalo de la cara menos pronunciado que antes. Quizá era por eso por lo que cuando dieron las ocho y media estaba tan nerviosa como una adolescente esperando que llegase el chico que iba a llevarla al baile.


–Ridículo –se dijo a sí misma–. ¡Es Pedro!


Un hombre al que conocía desde siempre. Qué absurdo sentir ansiedad. Pero así era. De hecho, estaba de los nervios cuando abrió la puerta. Justo a las ocho y media. Puntual, pensó, como si estuviera evaluándolo para… ¿Para qué? Para el futuro. Enfadarse consigo misma por portarse de una forma tan juvenil no sirvió para terminar con la evaluación. Cuando lo miró de cerca, descubrió que también podían verse en él signos del paso del tiempo: las mismas arruguitas alrededor de los ojos que parecían llamar la atención hacia sus largas pestañas, canas entrelazadas en el pelo castaño que lo hacían parecer más… interesante. ¿Por qué la madurez hacía que algunos hombres fuesen más atractivos que nunca? Pedro iba en vaqueros y con una camisa de color verde bosque que destacaba aún más el color de sus ojos. No se había afeitado, pero sí se había pasado el peine, aunque aquel mechón seguía siendo igual de rebelde que por la mañana. Sus dedos cosquilleaban por el deseo de echárselo hacia atrás, de modo que se puso las manos a la espalda. Por si acaso.


–Hola.


–Te he traído un regalo –dijo Pedro, con el maletín en la mano y una bolsa en la otra.


–¿Un regalo? ¿Por qué?


–Para tu casa.


–Pero no tenías que hacer eso –replicó Paula. Aunque, secretamente, se alegraba.


Había apartado la mayoría de las cajas del salón, de modo que podían sentarse allí, pero Pedro miró alrededor y se dirigió a la cocina. ¡Ah, muy bien, ya se sentía como en su casa! Después de dejar el maletín en el suelo, empezó a sacar cosas de la bolsa y Paula tuvo que soltar una carcajada. Era masa para hacer bollos. O galletas.


–Ya te dije que sabía de repostería. Y, por cierto, también he traído trocitos de chocolate para ponerlos en las galletas.


–¡Qué maravilla!


–Ya sabía yo que dirías eso.


–¿Por qué?


–Imaginaba que serías una de esas chicas que adoran el chocolate.


Hacía mucho tiempo que nadie la llamaba «chica». Y le gustó.


–Además, he traído otra cosa –Pedro sacó de la bolsa una caja de pastas.


–Ah, las traes ya hechas, por si acaso –rió Paula.


–Podemos dejarlas para otro día, si quieres.


«Para otro día».


Allí era donde estaba el peligro. No en el hecho de que hubiera aceptado un trabajo, sino que hubiera aceptado a Pedro de nuevo en su vida.


–¡Y también he traído esto! –siguió él, sin percatarse de su incomodidad.


Luego, riendo, le mostró un bote de disolvente industrial. Y Paula se sintió ridículamente emocionada por el gesto.


–Gracias –dijo, apretando el bote contra su corazón–. Ahora tengo un plan estupendo para el sábado por la noche.


Una sombra apareció en los ojos verdes.


–¿Ah, sí? ¿Burbujas, velas?


–¡No, me refería a limpiar la bañera!


–Ninguna mujer está tan obsesionada con limpiar una bañera si no tiene una buena razón para ello.


–Pues… –Paula no sabía qué decir. ¿Y por qué la miraba así? ¿Estaría pensando reunirse con ella en la bañera?


Pero debía de estar equivocada porque Pedro se dió la vuelta tranquilamente.


–¿Una pastita?


–Ah, sí, claro.


–Y ahora mira y aprende –sonrió Pedro, sacando la masa pastelera de su envoltorio de plástico–. Hacer galletas es un arte.


–¿Ah, sí? No te creo.


–Muy bien, yo haré una galleta y tú harás otra. A ver cuál es la mejor.


–¿Piensas usar las manos? ¿No sabes que existen utensilios de cocina? –rió Paula.


–¿No te gusta que use las manos? Pues no he traído guantes de plástico.


¿Cómo iba a ponerle pegas a sus manos si tenían un aspecto tan… comestible? 


–No, no, me parece bien –murmuró, cortada.


–No arrugues el ceño, sólo vamos a hacer galletas.


–A mi edad, ya he aceptado que tengo arrugas. Una nueva cada mañana.


–¿Ah, sí? Pues yo no te veo ninguna. Yo diría que estás preciosa. De hecho, estás más guapa que nunca.


Los dos se quedaron parados. Por un momento, Paula tuvo la impresión de que iba a ponerse a llorar. Había pasado tanto tiempo desde la última vez que alguien le dijo que era guapa. Tanto, tanto tiempo.


Promesa: Capítulo 11

 -¿Puedo pasar por tu casa esta noche?


Pedro había parado el Cadillac delante de su casa y estaba mirando el reloj. Ese gesto, aunque quizá poco importante, recordó a Paula que ella no era una persona ocupada, con muchas cosas que hacer. Su hija había sido la razón por la que se levantaba cada mañana y ahora estaba a cuatro mil kilómetros de casa… y su vida, a veces, le parecía insoportablemente vacía, sin propósito alguno. Y, sin embargo, aquella mañana la garza real le había parecido insuficiente. Su casa le había parecido insuficiente. Qué curioso que fuera precisamente un hombre quien había despertado esa repentina insatisfacción… No quería que Pedro se fuera. Le gustaba estar con él. Ver garzas reales al amanecer no iba a ser suficiente para curarla de su soledad, pensó. Incluso antes de la muerte de su marido, Valentina lo era todo en su vida… ¿Habría usado a Valentina como excusa para no relacionarse con los demás? ¿Se habría convertido en una reclusa, sin dejar que otras personas se acercaran a ella? ¿Se habría convertido en una mujer solitaria y patética? Bueno, pues si era así, estaba decidida a no seguir siéndolo.


–¿Esta noche? Lo siento, Pedro, pero tengo planes.


Él levantó una ceja. Pero Paula no pensaba contarle nada. Que pensara que tenía una cita, por ejemplo. Aunque sus verdaderos planes no eran muy emocionantes: limpiar la bañera para intentar quitarle las manchas de óxido y abrir cajas. Pero él no tenía por qué saberlo.


–Muy bien. ¿Qué tal mañana? Traeré el presupuesto y una lista de mis contratistas favoritos. ¿Quieres un salario o ir a porcentaje?


–A porcentaje –contestó Paula, sin dudar. 


De repente, se dio cuenta de que tenía otro objetivo en la vida. No quería jugar a nada con Pedro. Eso sería como su matrimonio, un juego de ajedrez que nunca produjo nada que se pareciera a una intimidad real. La nueva y mejorada Paula Chaves no iba a jugar ni a manipular la impresión que otros tuvieran de ella.


–Bueno… ¿Por qué no te pasas por aquí esta noche? En realidad, lo que tenía planeado no es tan urgente. Iba a limpiar la bañera.


–Ah, genial. Cuanto antes empecemos con esto, mejor. ¿Te parece bien a las ocho y media?


–Sí, está bien.


Pedro desapareció, diciéndole adiós con la mano, y ella se quedó en la puerta, pensativa.


–Paula… estás jugando con fuego.


Luego dejó escapar un suspiro. Tenía muchas cosas que hacer… ¡Y ni siquiera había empezado a abrir cajas! Estaba empezando una nueva vida. Una vida en la que podría haber tiempo para observar a las garzas reales y renovar una casa preciosa… Una vida mucho más interesante que el mundo pequeño y seguro en el que había querido esconderse cuando compró aquella propiedad.


–Esto va a ser bueno para tí –se dijo a sí misma, con determinación.


Luego, aunque sabía que sacar las cosas de la cocina era una de las prioridades, fue al dormitorio y empezó a buscar en las cajas. Encontró sus perfumes y sus cosméticos, un suave jersey blanco de angora, unos pantalones negros y unos pendientes con un diamante diminuto y pulsera a juego. Luego, como si no tuviera miles de cosas urgentes que hacer, se probó el atuendo. La imagen que vio frente al espejo era perfecta: suave, seductora… pero discreta al mismo tiempo.


–¿No decías que no querías manipular la impresión que dabas a los demás?


¡Pero ella no estaba intentando manipular nada! Sólo quería estar atractiva para que Pedro olvidase la triste imagen del pijama rosa. No había nada malo en intentar mostrarse atractiva. Aunque hubiera pasado más de un año desde la última vez que hizo el menor esfuerzo. Después de elegir el conjunto, Paula pasó el resto de la tarde sacando cosas de las cajas. Incluso encontró tiempo para limpiar la bañera. Más tarde se dió una ducha, se vistió y consiguió darle a su pelo cierta semblanza de orden. Como toque final, un poquito de perfume y un poquito de maquillaje. 

Promesa: Capítulo 10

 –¿Y podría verlas?


–¿Para que? –respondió la mujer, suspicaz.


–Diana… su familia vendió esta casa cuando su madre murió.


–¡Pero yo no quería venderla! ¿Cómo pudieron hacerme eso?


–Supongo que no podían pagar todos los arreglos que eran necesarios para que siguiera siendo habitable. O quizá no estaban interesados. Va a costar mucho, pero esta casa merece ser restaurada para que recupere su belleza original. Por eso me gustaría ver las fotos. Y espero que usted me ayude.


Diana miró a Pedro como diciendo: «¿Lo ve? Alguien reconoce el valor que tengo para esta casa». Pero él se preguntó si Paula sabía dónde se estaba metiendo al pedirle ayuda. Y entonces se le ocurrió que parecía muy interesada, como si de verdad fuera a ocuparse de las reformas. Diana empezó a hablar de los bailes que organizaba su padre, de los invitados que llenaban el jardín… y Paula escuchaba con el interés y la compasión de alguien que sabe lo que es el sufrimiento, lo que es perder lo más querido. Y no sólo por culpa de Antonio. Le debía algo, pensó Pedro. Y Valentina sabía eso cuando lo llamó. No había hecho lo decente al mantener en secreto lo que sabía de Antonio durante tantos años. Pero ¿Qué haría con el secreto que aún guardaba? ¿Destrozaría a Paula del todo saber hasta dónde había llegado la infidelidad de su marido?


–No creo que podamos hacer las cosas exactamente como usted quiere que se hagan –estaba diciendo Paula en ese momento–. Pero quiero que sepa que conservaremos el espíritu de la casa y preservaremos su dignidad. Va a quedar maravillosa cuando hayamos acabado con ella.


Diana, que con Pedro se había portado como si fuera una tirana, se puso a llorar. Aquello era exactamente lo que esperaba, que la casa fuera querida y respetada, que se conservaran los recuerdos, que se honrase a su familia. Pedro sacudió la cabeza. Paula había sabido cómo tratar a Diana desde el primer momento y ahora lo miraba con una sonrisa de satisfacción en los labios. Antonio y él no habían podido poner nunca el corazón en el negocio. Ella sí.


–Vas a hacerlo, ¿Verdad? –le preguntó después, cuando se despidieron de Diana.


–¿Qué? 


–Vas a encargarte de las obras de restauración.


Pedro sabía que Paula quería negarse. Y también sabía que no sería capaz de hacerlo.


–Me encantaría, sí.


Fuera lo que fuera lo que parecía estar uniéndolos de nuevo hizo que suspirara, satisfecho. Lo que no sabía era si él podría resistirse ante tanta belleza. Y no la belleza de la casa, sino la de sus ojos. 

Promesa: Capítulo 9

 Pero estaba enredando su vida con la de Paula y eso era más de lo que le había prometido a Valentina. Aunque le gustaba ella. Siempre le había gustado. Y siempre había sabido que se había casado con un hombre que no era para ella. Un hombre que no la merecía. Pedro dejó escapar un largo suspiro. Paula lo miró y él temió por un momento que pudiera leer sus pensamientos. ¿Por qué le había preguntado antes si salía con alguien? ¿Cuántas razones podía haber para que una mujer le hiciera esa pregunta a un hombre? Se le ocurrió entonces que, aunque Paula y él se conocían desde hacía mucho tiempo, aquél era territorio nuevo para ambos. Por primera vez, ninguno de los dos estaba con nadie… ¡Y él se había ofrecido a hacerle galletas! ¡Eso, para una mujer viuda, debía de ser prácticamente una pedida de mano! Y si había algo que él no pensaba volver a hacer nunca era casarse. Cuando firmó los papeles del divorcio enterró una parte de sí mismo. La parte que podía resultar herida por otra desilusión.


Y, la verdad, le gustaba estar solo. Le gustaba la libertad de tomar su moto e ir donde le viniera en gana sin tener que dar explicaciones a nadie. Le gustaba poder reservar una habitación de hotel en Borneo o en México. Le gustaba despertar de madrugada y ponerse a jugar al ajedrez por Internet. ¡A Pedro Alfonso le gustaba ser soltero! Y ese algo que había sentido en la habitación de Paula podía poner en peligro su libertad. Pero no debía preocuparse. Por la expresión de Paula, preferiría compartir coche con Atila, el rey de los Hunos. Poco después entraron en la zona de Mount Royal, sobre una colina al sur del centro de la ciudad. Creado entre 1904 y 1914, había sido un barrio de lujo desde el principio. Los jardines eran grandes, las casas hermosas, las calles flanqueadas por árboles. A pesar de alguna construcción que no pegaba nada, seguía siendo un sitio para gente con dinero. La casa más barata se vendía por un millón y medio de dólares y por algunas se pagaba hasta tres veces esa cantidad. Pedro detuvo el coche frente a la casa O’Brian, una construcción típica de la zona. Tenía porches cubiertos en los dos pisos, grandes ventanales con los cristales emplomados originales y un enorme jardín. A pesar de la alegría que le daba ver una casa tan bonita, no pudo evitar un gemido. Porque la otra mujer en el mundo que lo veía como a Atila estaba sentada en el porche de su casa, en una mecedora, como si aún fuera siendo la propietaria.


–Ahí está Diana. Ten cuidado. Seguramente tendrá una escopeta de perdigones.


Diana, por supuesto, tenía el aspecto de una ancianita encantadora, de modo que Paula lo fulminó con la mirada y salió del Cadillac como si oliera mal.


–Paula Chaves, Diana Housewell –las presentó Pedro cuando la anciana bajó los escalones para recibirlos.


Lo que habría querido decir era: «Diana, sal ahora mismo de mi propiedad», pero no quería que Paula supiera lo malvado que podía ser.


–Antes me llamaba O’Brian –explicó la mujer, para dejar claro que aquella mansión había sido suya.


–¿Ah, sí? ¿Le importaría enseñarme la casa? –sonrió Paula, tomando el brazo de la mujer.


–Por supuesto –contestó ella, mirando a Pedro con cara de satisfacción.


Fue él, naturalmente, quien abrió la puerta y luego las dos mujeres se dedicaron a explorar, dejándolo atrás.


El abuelo de Diana había sido el primer propietario de la casa y cada una de las habitaciones tenía una historia, pero el estado del interior era terrible. Los suelos de madera necesitaban ser pulidos con urgencia, las paredes estaban desconchadas, había que cambiar las cañerías y el cableado eléctrico… La cocina había sufrido grandes daños después de la rotura de una cañería y algunas de las paredes seguían empapadas, de modo que todo olía a humedad. Pero la estructura de la casa, la escalera, los cristales emplomados, los techos altos, los detalles arquitectónicos que ya nadie podía permitirse… en resumen, que era maravillosa. Pedro conocía bien el mercado de Calgary y, aunque tuviera que invertir cien mil dólares para reformarla, merecería la pena porque después habría centuplicado su precio. Cuando miró a Paula, ella le devolvió una mirada casi sin querer. También ella amaba las casas antiguas, las que habían visto pasar generaciones y generaciones; en fin, las que tenían personalidad.


–¿Tiene fotografías antiguas de la casa, Diana? –le preguntó.


–Cientos de ellas. 

martes, 20 de octubre de 2020

Promesa: Capítulo 8

 Lo encontró fuera, esperándola, diez minutos después. Se había puesto los pantalones de color crema, la blusa azul de seda… y nada de maquillaje. Aunque no por decisión propia. Sencillamente, no había sido capaz de encontrar la bolsa de los cosméticos. Y llevaba el pelo tan despeinado como antes. Un pelo de punta que habría provocado un desmayo de Valentina. Pedro estaba inspeccionando su coche.


–Muy mono –dijo, sonriendo.


Paula se tocó el pelo. «Mono» no era lo que esperaba. Más bien «atractivo». Entonces  se dió  cuenta de que se refería al coche. Era un Smart, otro de los cambios en su vida, en lugar del Mercedes. Aunque lo fabricaba la misma casa.


–Valentina lo llama la «lata de judías». No puede creer que cambiase un Mercedes SL-500 por esto.


Pero Paula no pensaba lo mismo. Para ella era un paso adelante. O hacia atrás, hacia la joven que había sido una vez. Estaba harta de desperdiciar. El filete Wellington y el salmón tirados a la basura eran un buen ejemplo. Ahora los excesos le parecían intolerables. Ella ya había tenido el sueño: la casa frente al río, el cochazo, las joyas, los criados… y le habían chupado la energía como si se tratara de un vampiro. Ella quería simplicidad, quería volver a ser quien había sido.


–¿Te gusta? –preguntó Pedro, abriendo la puerta de su Cadillac.


–Me encanta.


–Pues me alegro por tí.


–¿Y a tí te gusta éste?


–Es una necesidad, parte del negocio. Llevo a los clientes a ver casas y quiero que el viaje sea tan cómodo y tan seguro para ellos como sea posible.


Paula asintió con la cabeza. Era tan diferente de Antonio, que sólo estaba interesado en el aspecto de las cosas, en manipular la impresión que causaba en los demás. Un coche como aquél, para Antonio, jamás habría tenido nada que ver con la comodidad de los clientes. ¿Y no era peligroso que comparase a Pedro con su difunto marido?


–Ya me conoces, Paula…


¿Lo conocía? Quizá no. Recordaba aquellos días, tras la muerte de Antonio, cuando empezó a averiguar la verdad… esa sensación de no conocer a nadie. Especialmente a sí misma. 


–Si no estuviera en este negocio seguramente seguiría llevando la moto. Sigo teniendo una y la uso durante los fines de semana.


¿Solo?, le habría gustado preguntar. Pero ya le había preguntado si tenía una relación y eso era mucho preguntar.


Durante el viaje, Pedro le habló de las personas a las que ella había dado la espalda. La vida, aparentemente, había seguido adelante para todos. Habían nacido niños, varias parejas se habían casado y divorciado, los padres de algunos amigos habían muerto… Le gustaba cómo conducía, sin mostrarse agresivo, sin mostrar impaciencia por el tráfico.


–Esa pobre chica tiene un serio problema –dijo al ver a una joven a un lado de la carretera, con el capó del coche levantado–. Voy a ver si puedo hacer algo.


Unos minutos después estaba de vuelta en el coche con las manos manchadas de grasa. Pero en lugar de protestar se las limpió con un pañuelo blanco como si no pasara nada. Evidentemente, no lamentaba su decisión de parar, aunque se hubiera ensuciado las manos.


–Ha sido un detalle que te parases a ayudarla –dijo Paula.


–No he podido hacer mucho. Sólo echar un vistazo y llamar a la grúa.


Aun así, era un detalle humano a tener en cuenta. Una antigua virtud que casi se había perdido.


–Me recordaba a Valentina –le explicó Pedro después–. Quiero pensar que alguien se pararía para ayudarla… o a tí, si hiciera falta.


Paula consideraba su peor defecto tener un corazón tierno. Guardaba esa parte de sí misma ahora sólo para una persona: su hija. Y, sin embargo, en aquel momento, se sintió invadida por una sensación de ternura. Pero Rick podía haberla ayudado. Podía haberle contado la verdad sobre su marido. Y había elegido no hacerlo. Eso era lo que debía recordar cuando se sentía perdida en el verde de sus ojos, en el aroma de su colonia, en sus manos, tan masculinas, sujetando el volante. Irritada consigo misma, se cruzó de brazos y miró por la ventanilla. Pedro no pudo dejar de notar el cambio de actitud. ¿Por qué? ¿Qué había hecho? ¿Ofrecerse a ayudarla con las cajas, ofrecerse a hacer galletas? Estaba negociando para conseguir lo que quería. Eso era lo que hacía todos los días para ganarse la vida. Eso era lo que se le daba bien. 

Promesa: Capítulo 7

 Ya estaba. Qué alivio. Paula se sentó en la cama, esperando oír el chirrido de la puerta principal, cuyos goznes necesitaban un poco de aceite. Pero lo que oyó fue un golpecito en la puerta de su cuarto. Y se quedó helada, inmóvil. Entonces la puerta empezó a abrirse y Pedro apareció en el umbral. Tan alto, tan guapo. Deseó que entrase y la tumbase en la cama para buscar su boca y… Y era por eso precisamente por lo que no pensaba ir a ningún sitio con él.


–¿Por qué no?


–¿Por qué no qué?


–¿Por qué no vas a venir conmigo?


–¿A ver la casa?


Tenía que concentrarse. Tenía que dejar de pensar en el aroma de su colonia y concentrarse.


–Eso es –dijo él, un poco sorprendido.


–No he sacado mis cosas de las cajas, tengo que ponerle aceite a los goznes de la puerta, tengo que hacer galletas… Una casa no es una casa hasta que has hecho unas galletas.


Hablaba como una idiota, sin pensar. Pero era culpa de Pedro. No tenía ningún derecho a entrar allí, ni a hacerla pensar en cosas que no debería pensar mientras sacaba… o más bien volvía a guardar sus prendas íntimas en una de las cajas.


–Vete, estoy ocupada.


–Si vienes conmigo a ver la casa, yo te ayudaré con las cajas.


Absurdo. Ella no necesitaba ayuda. La estaba confundiendo, poniendo su vida patas arriba cuando había creído que lo tenía todo solucionado.


–Pero quizá no con esa caja en particular –dijo él entonces, con una sonrisa en los labios.


Muy bien, sería muy agradable que alguien la ayudase a sacar sus cosas de las cajas, a mover los muebles más pesados… ¡Pero podía contratar a una empresa de mudanzas para eso! Y si tanto le gustaba ver hombres guapos, podía contratar a un chico de veinte años lleno de músculos. Para mirarlo, nada más. ¡Su hija se pondría enferma si supiera lo que estaba pensando! ¿Por qué, de repente, se sentía más patética que el día que descubrió que su marido la engañaba?


–No, yo…


–Y a hacer galletas. Te ayudaré a hacer galletas. 


Paula se volvió, con las manos en las caderas.


–¡Pedro Alfonso, tú no sabes hacer galletas!


–¿Y tú cómo sabes lo que sé o no sé hacer?


Ahora, sus ojos estaban clavados en los labios de Paula. Con deseo. Y algo más: anhelo. Bueno, eso no era tan sorprendente. Seguramente llevaba solo más tiempo que ella. Pero Pedro podría salir con cualquier mujer que le gustase. Estaba segura de eso.


Paula suspiró. Habría deseado echarse en sus brazos, aceptar su ayuda,aceptar su compañía, pero no podía ser débil. No podía mostrarse débil. Y se mostraría así si no iba con él a ver aquella casa.


–Si no recuerdo mal, tú eras una cocinera malísima. Seguro que le echarías disolvente a las galletas.


Estaba recordando algo que pasó mucho tiempo atrás. Sus primeros esfuerzos en la cocina, de recién casada, habían sido desastrosos. Pero Paula se había aplicado mucho y un día incluso logró hacer un pavo para una tropa de compañeras de Valentina. Aunque Pedro no sabía eso. Sólo sabía que Antonio había contratado a una cocinera en cuanto pudo permitírselo. Y el pavo se había convertido en «perdices con salsa de arándanos». Solía cenar sola. Salmón, ostras, suflé, filete Wellington… pero sola, siempre sola. Se le encogió el corazón como solía pasarle cada vez que recordaba su vida con Antonio. Se recordó a sí misma que sus comidas ahora consistían en un sándwich de manteca de cacahuete o una ensalada de tomate… Y así era como le gustaba vivir. Pero se dió cuenta también de que Pedro le estaba ofreciendo un respiro. Le estaba ofreciendo hacer algo para olvidar todos esos recuerdos y quiso agarrarse a él con todas sus fuerzas.


–Muy bien. Estaré lista en cinco minutos.


Él hizo un saludo con la mano y cerró la puerta. Paula volvió a dejarse caer sobre la cama. Ésa era la verdad: se sentía aliviada porque hubiera ocurrido algo inesperado… incluso por tener compañía. Estaba asombrada por tener sentimientos que no había esperado experimentar nunca más. Disgustada, desde luego, pero viva. Tan viva como se había sentido por la mañana mientras miraba la garza real.


–Paula –se dijo a sí misma–. Recuerda lo del reto a los dioses. Cuidado con la felicidad. 

Promesa: Capítulo 6

 -Tengo que cambiarme –dijo Paula, mirándose los pantalones arrugados del pijama. Y la camiseta gris… ¿por qué no se había puesto otra cosa?


Por la sorpresa, se dijo. La sorpresa de ver a Pedro de nuevo. Por eso había dicho que sí. Por eso iría a ver aquella casa… cuando no tenía ningún sentido hacerlo. Pedro Alfonso estaba ejerciendo el efecto más extraño en ella. Con su estatura hacía que la cocina pareciese aún más pequeña de lo que era. El aroma de su colonia la mareaba… la hacía sentir un extraño cosquilleo en el bajo vientre. Pedro y ella se conocían desde hacía veinte años y nunca antes había reaccionado así… Por supuesto, ella nunca antes había estado soltera y disponible. ¿Disponible? ¿Por qué se le había ocurrido eso? ¿Y cómo podía saber si él también lo estaba? No había vuelto a casarse, pero eso no significaba que no tuviera pareja. No había vuelto a tener trato con él, pero su hija sí. Pedro era su padrino, su tío honorífico. ¿De tener pareja se lo habría contado Valentina o eso le parecerían cosas de viejos a una chica tan joven? De repente, lamentó no haber devuelto ninguna de las llamadas de los empleados de la agencia.


–Pedro, ¿Estás…?


Se le atragantó la frase cuando él la miró. Al fin y al cabo, no era asunto suyo.


–¿Si estoy qué?


«¡No preguntes!».


–Si estás… en fin, saliendo con alguien.


¡Lo había preguntado! Por eso se había vuelto una reclusa, porque no podía confiar en sí misma. Sabía que su interés sólo podía ser interpretado de una manera…


–No.


Paula salió prácticamente corriendo de la cocina para entrar en su cuarto. Enfadada consigo misma, cerró la puerta y se apoyó en ella, suspirando. Valentina había insinuado que estaba perdiendo la cabeza. ¿Sería verdad? ¿Sería por eso por lo que se comportaba como una tonta delante de Pedro?


–No sales lo suficiente –dijo en voz alta.


De modo que iría con él a ver la casa. Sin duda, después de una hora, los latidos de su corazón volverían al ritmo normal. Por supuesto, se negaría a dirigir el proyecto de reformas de la casa eduardiana, por maravillosa que fuera. Luego llamaría a su hija y más tarde se apuntaría al club de observadores de pájaros. Y quizá había llegado el momento de empezar a buscar trabajo, aunque el dinero no era un problema para ella. Media hora antes estaba contenta con su nueva casa y su proyecto de vida y ahora… ahora se daba cuenta de que necesitaba algo que la hiciera menos susceptible ante la presencia de un hombre guapo. Mientras tanto, debía borrar la impresión que debía haber dado con aquel pijama. No quería que Pedro pensara que era una excéntrica, una loca que se había dejado ir tras la muerte de su marido. Pero cuando iba a abrir el armario recordó que la mayoría de su ropa seguía estando en cajas. Durante los últimos meses se había preocupado más bien poco de su vestuario. Especialmente porque ya no había nadie que arrugase la nariz. Su hija no podía regañarla diciendo: «¿Mamá, de verdad te vas a poner eso?». Y ya no tenía un marido al que, durante años, estuvo intentando conquistar, sin conseguirlo. De modo que sólo usaba vaqueros y camisetas. Y se sentía más cómoda que nunca. Ahora, de repente, tenía que volver a preocuparse por la ropa. ¿El pantalón beige con la blusa azul de seda? ¿Qué había en su armario? Prácticamente nada. ¿Debía ponerse pendientes, pintarse un poco? ¿Qué podía hacer con su pelo, que se negaba a dejarse domar por el peine? De repente, Paula tomó una decisión.


–¿Pedro? –lo llamó.


–¿Sí? –contestó él desde la cocina.


–No puedo ir. Pero gracias por pasar por aquí. 

Promesa: Capítulo 5

 –Tengo un problema con una casa.


-Ah. 


Pedro vió un brillo de interés en esos ojos que tanto lo turbaban.


–Es una casa de estilo eduardiano, construida en 1912. En Mount Royal. 



Paula apenas pudo contener un suspiro.


–Es una pesadilla –siguió Pedro. 


Luego le habló de los daños provocados por una inundación, las malas reformas que había sufrido durante los años y, especialmente, sobre la hija de la antigua propietaria, que había ido a la agencia llorando: «Tiene setenta y dos años y se tumbó delante del bulldózer cuando intentamos arreglar el porche. Ahora ha hecho que los vecinos firmen un montón de peticiones. Dos de los arquitectos han tirado la toalla».


–¿Y qué quieres que yo haga? –preguntó Paula.


–Que seas la directora del proyecto de reforma.


–No puedo hacer eso.


–Ayúdame, Paula. He cometido un error –admitió él–. Me encanta esa casa. La compré por pura emoción… y ya sabes que eso no es bueno.


La emoción, se recordó a sí mismo, siempre era algo malo. Siempre. Y por eso debía tener mucho cuidado con Paula. Porque sentía cosas que no debería sentir. 


Ella se dió la vuelta y lavó su taza de café en el fregadero, pero no antes de que Pedro hubiera visto algo en sus ojos. Recuerdos. Ése era el problema. Sus vidas se entrecruzaban y se separaban para juntarse de nuevo. En sus ojos había visto todos esos recuerdos como si fuera una pantalla de vídeo. Ella y Antonio, tan jóvenes, al principio, comprando esas casas horribles, pintándolas ellos mismos, poniendo macetas, haciendo reformas con sus propias manos y luego cruzando los dedos cuando ponían el cartel de "Se vende".


–Flip-flop –recordó en voz alta. 


Así era como Paula había querido llamar a la empresa. Antonio se negó, él quería un nombre más sofisticado. El que obtuvieron después de combinar los dos apellidos.  Paula se volvió, con una media sonrisa, y Pedro vió anhelo en sus ojos. ¿Anhelo del pasado? ¿De las risas y la emoción de las primeras ventas? ¿De esos primeros años? Valentina le había pedido que la ayudara. Más que eso, se lo había rogado. Y Paula seguía amando las casas viejas tanto como él, incluso más.


–¿Lo harás? Al menos, ve a verla. El dinero de esa casa es lo que pagará la universidad de tu hija.


–No, me parece que no.


Era la negativa que había esperado oír.


–Pero sigues siendo la copropietaria de la agencia.


–No, de verdad –contestó Paula, señalando las cajas–. Tengo un millón de cosas que hacer. De verdad.


Fue el hecho de que repitiera «de verdad» lo que hizo que Pedro supiera lo que «de verdad» quería Paula.


–Ayúdame a hablar con esa mujer por lo menos. Échale un vistazo a la casa…


–¿Para qué? No me necesitas para nada.


Ella no era la única persona perceptiva, pensó Pedro. Porque en esa frase estaba la verdad. Que necesitaba que alguien la necesitase; que la muerte de su marido y la estancia de Valentina en Ontario la habían dejado sola. Valentina tenía razón. Había abandonado a Paula cuando más necesitaba un amigo. Y eso no le hacía pensar precisamente bien de sí mismo.


–Claro que no te necesito –sonrió Pedro, moviendo diabólicamente las cejas– . Pero me gustaría tenerte a mi lado.


Paula rió, como él esperaba. Era un sonido que lo alegraba y lo preocupaba al mismo tiempo. Era un sonido al que un hombre podría acostumbrarse.


–Muy bien –dijo Paula por fin.


Y Pedro se dió cuenta de que esa respuesta la sorprendía y la asustaba tanto como lo sorprendía y lo asustaba a él. 

jueves, 15 de octubre de 2020

Promesa: Capítulo 4

 Paula volvió entonces a la cocina. No se había vestido; sencillamente llevaba una camiseta gris encima del pijama. Él estaba acostumbrado a que las mujeres hicieran más esfuerzos para impresionarlo pero, por alguna razón, le gustó que ella no se hubiera molestado. Le gustaba que, en alguna parte, bajo las capas de dolor y rabia, siguieran siendo Pedro y Paula, cómodos el uno con el otro. Sus ojos eran castaños, del color del chocolate derretido. Una vez le habían parecido los ojos más tiernos del mundo, pero ahora había sombras en ellos. Sombras de pena, de traición, de madurez. Pero todo eso la hacía más expresiva, como las sombras que le dan profundidad a un cuadro. Su pelo era dos tonos más claro que sus ojos. Y así, corto, sin estar sujeto en un moño, parecía más claro aún. Era como si antes hubiera llevado una máscara que escondía a la verdadera Paula Chaves.


–Bueno, dilo. Sé que lo estás pensando.


–En fin, el barrio no es precisamente recomendable.


–Ya.


–Y la casa… tendrás que reformarla. Es demasiado trabajo para una sola persona, ¿No?


–Eso es cosa mía, Pedro.


–¿Por qué vendiste la casa de Riverdale?


–Porque nunca fue mía. Era de Antonio y su obsesión por el status social estaba en todos los ladrillos. Yo odiaba esa casa. Especialmente después de reformarla. Una pared de cristal de quince metros es algo monstruoso. Además, era demasiado grande para mí sola.


A Pedro tampoco le había gustado mucho la casa después de los trabajos de reforma. Había perdido su encanto original para convertirse en algo pretencioso. Siempre había pensado que Antonio era el responsable por los problemas que tenía con su mujer. Pero empezaba a darse cuenta de que eran dos personas muy diferentes, con distintos valores. Paula era una persona más sencilla, incómoda con las aspiraciones de Antonio, con su ambición y su definición del éxito en términos estrictamente monetarios. Él no quería explorar las complicaciones de esa relación, pero siempre había sabido que Paula era demasiado compleja y profunda para su amigo. Demasiado buena para él. Y no quería estar allí, en su casa, pensando esas cosas.


–Buen café –murmuró, para concentrarse–. ¿De qué marca es?


–Lo mezclo yo misma… con granos diferentes. Café colombiano con brasileño… café de Uganda –contestó ella, con una ceja levantada. No pensaba dejarse engañar, estaba claro.


–¿Por qué no pusiste la casa en venta a través de la agencia? Es tu empresa… la mitad es tuya.


–Me parece que ya he creado suficientes rumores y especulaciones en Chaves- Alfonso. No quiero que ni una sola cosa más de mi vida se convierta en objeto de conversación mientras los empleados toman café por la mañana.


Pedro habría querido negar eso, pero no podía hacerlo porque era verdad. Todos los agentes inmobiliarios, secretarias y administrativos especularon sobre el escándalo que había rodeado la muerte de Antonio. Todos habían mirado a Paula con algo más que compasión en las raras ocasiones en las que los negocios la habían obligado a pasar por la oficina. No sabía cómo había logrado superar el funeral con tanta dignidad. Pero sí sabía que él no merecía que lo perdonase por la parte que le correspondía en el escándalo. No lo merecía porque aún guardaba uno de los secretos de Antonio. Y se sentía culpable por ello. «Haz lo que has venido a hacer y márchate», se dijo a sí mismo. Pero en lugar de eso se quedó mirando los diablillos en el pantalón del pijama, deseando saber más sobre la Paula Chaves que se pondría un pijama como aquél.


–Has dicho antes que tenías un problema –le recordó ella.


Pedro intentó pensar en un problema, pero no se le ocurría ninguno… Además de sus ojos color chocolate. Afortunadamente, tenía un plan. Por eso los hombres hacían planes, para momentos como aquél. Sabía que no podía ofrecerle un trabajo porque eso habría sido increíblemente condescendiente. Al fin y al cabo, ella era la propietaria del cincuenta por ciento de Chaves- Alfonso. ¿Qué podía ofrecerle, que fuera la vicepresidenta?


Promesa: Capítulo 3

 Pedro Alfonso siguió a Linda hasta el interior de la casa, pensando que Valentina no tenía ni idea de lo que le había pedido. Estaba claro, por la expresión guerrera de su madre, que iba a decirle que no a todo. Muy bien, pues entonces iría al grano, pensó. Lo único que podía hacer era intentarlo, ni siquiera Valentina podía esperar nada más. Paula lo había pillado completamente por sorpresa. Estaba preciosa en el jardín, con su pijama rosa. Parecía diferente. Su pelo, corto ahora, de un tono castaño y terriblemente despeinado, rodeando unas facciones desafiantes… La última vez que la vió iba vestida de negro, el pelo recogido en un moño. Tenía un aspecto elegante, frío y duro.


–¿Tú lo sabías? –le había preguntado, vulnerable por un segundo, esperando que le dijera que no.


Pedro no había contestado, y Paula supo entonces la verdad. Su propia vergüenza por haber guardado los secretos de Antonio, algunos que Paula aún no conocía, fue lo que hizo que no pudiera estar a su lado. Aunque la llamó mil veces y le dejó mensajes. Cuando se dió cuenta de que ella no iba a contestar sintió cierto alivio. Pero aquélla ya no era la Paula que él conocía. Y las diferencias no eran sólo físicas. Antes siempre le había parecido una mujer frágil, ahora parecía fuerte. Antes era ligeramente remota, distante, ahora parecía una persona comprometida. Antes parecía controlada, ahora… ¿Apasionada sería una palabra demasiado fuerte? No.  ¿Quién era aquella nueva Paula? Recordaba las últimas palabras de Valentina cuando lo llamó de madrugada: «No debería haberme ido a la universidad este año. Debería volver a casa. ¿Tú crees que debo volver a casa?». ¡Pues claro que sí! No quería ser él quien tuviera que rescatar a Paula Chaves. Especialmente sabiendo lo furiosa que se pondría si insinuaba que lo necesitaba para algo. «Aunque ya no tengo una casa a la que volver», había dicho Valentina. «¡Mis cosas están en cajas!».


La noche anterior Pedro había pensado que ésa era una prueba de que, quizá, Paula no estaba en sus cabales. Pero ahora, a la luz de la mañana, se dió cuenta de que no conocía a ninguna mujer con menos pinta de necesitar ayuda. ¿Lo habría convencido Valentina para que hiciera de buen samaritano porque se sentía culpable? Paula, calculó, debía de tener treinta y ocho años. Durante el funeral de su marido parecía diez años mayor. Ahora parecía diez años más joven. Tenía un aspecto desafiante, firme, furioso, porque la había encontrado en una posición tan absurda. Y estaba tan guapa, que amenazaba con romper el muro que había construido alrededor de su corazón. Su trabajo allí había concluido, se dijo. Le haría una oferta a Paula, ella la rechazaría y él se iría a la oficina para llamar a Valentina. Le diría que su madre estaba bien. Más que bien. Que parecía llena de vida, como no la había visto nunca. ¿Podía irse ahora, sin hacerle ninguna oferta? Si lo hacía, se marcharía con la sensación de haber hecho la tarea a medias. Además, tenía que comprobar si Paula estaba bien de verdad.


Cuando entró en la cocina, Pedro miró alrededor. ¿Era ésa la cocina de una mujer que estaba bien? ¿O era la cocina de una mujer cuya vida se estaba haciendo pedazos? Desde fuera, la casa había sido una sorpresa. Aunque algunas de las casas de Bow Water empezaban a ser restauradas gracias a su proximidad al centro, la de Paula no era una de ellas. Evaluar casas era la especialidad de Pedro, y aquélla no resultaba interesante en absoluto. Parte del tejado había desaparecido y estaba medio perdida entre una maraña de maleza. Nada parecido a la mansión en la curva del río Elbow que acababa de vender. Aunque el interior tenía cierto encanto. Un encanto que parecía armonizar con la nueva Paula de pelo corto y pijama de franela rosa. Después de poner una taza de café sobre la mesa, ella salió de la cocina, dejándolo solo para inspeccionar. ¿Por Valentina? No, eso no era verdad. Resultaba evidente que acababa de mudarse porque había cajas por todas partes. El suelo era de un linóleo horrible y los armarios, el fregadero y los electrodomésticos tendrían que ser renovados de inmediato. Y, seguramente, el resto de la casa estaría en las mismas condiciones. Aunque tenía potencial, pensó. Techos altos, molduras de madera, ventanas construidas con asiento… y quizá habría suelos de madera bajo el linóleo. 


Promesa: Capítulo 2

 Al menos, esperaba que la reacción fuese por el frío. Paula cruzó los brazos firmemente para cubrir ese área, antes de que él se hiciera ilusiones. ¿Tenía que verla así? El pijama, de franela rosa y con un estampado de diablillos, que le había parecido perfecto para la «nueva Paula», alguien a quien no le importaba la opinión de los demás, excéntrica, libre, ahora la hacía sentir ridícula y vulnerable.


–Pedro –dijo, esperando cargar esa sencilla palabra con el frío de la escarcha que empapaba la hierba del jardín. 


Él hizo una mueca, de modo que debía haberlo hecho bien. Pero eso no la hizo sentir satisfecha. Pedro Alfonso era un hombre de más de metro ochenta. Con un traje inmaculado, seguramente de Armani, que acentuaba la anchura de sus hombros, era un espécimen masculino de primera calidad. «Guapísimo», pensó, casi de forma clínica, un hombre de cuarenta años en lo mejor de la vida. Sus facciones eran limpias y masculinas, con un hoyito en la barbilla y esos asombrosos ojos, tan verdes como el agua del río, e igualmente pausados. Iba vestido para trabajar, el traje gris, la camisa blanca, la corbata de seda… Era la clase de hombre a la que una mujer no querría ver sin estar peinada y maquillada. Pero Paula se recordó a sí misma que llevaba un mes sin maquillarse, que era otra mujer y se sentía feliz por ello. Sólo un hombre podía destrozar esa felicidad sin darse cuenta siquiera. Vió entonces que, a pesar de toda esa perfección, su pelo castaño, aún mojado de la ducha, no parecía cooperar. En la coronilla, un mechón de punta parecía desafiarlo. Y notó también, sorprendida, que tenía algunas canas. ¿Cómo era posible que Pedro siguiera soltero? Llevaba siete años divorciado. ¿Y cómo era posible que ella hubiera olvidado lo guapo que era? O quizá se había negado a pensar en ello. A pesar de que Pedro le había dejado muchos mensajes en los últimos trece meses, se había negado a pensar en él.  Porque eso haría que se sintiera sola y tan patética como sólo una mujer traicionada podía sentirse. Traicionada por su marido, que había muerto trece meses antes. Y traicionada por aquel hombre, el mejor amigo de su marido y su socio, que lo sabía todo y jamás… «No pienses en ello», se dijo a sí misma.


–Paula.


–¿Sí?


–Te vas a congelar.


–¿Se puede saber qué haces aquí?


–Te llamé hace una hora. Como no contestabas, decidí pasar por tu casa.


«Pasar por tu casa», como si aquel barrio lo pillase de camino. «Pasar por tu casa», como si ella le hubiera enviado su nueva dirección.


–¿Y cuál es exactamente la razón para tan enorme preocupación, Pedro?


Algo en sus ojos la hizo sentir un escalofrío. Había conocido a Pedro veinte años antes. ¿Lo había visto alguna vez enfadado? De repente, se dió cuenta de que había muchas cosas que no sabía de él. Y ese interés le parecía una debilidad.


–No digas eso como si nunca me hubiera preocupado por tí. Eres tú quien no ha devuelto mis llamadas. Que yo haya respetado tu deseo de estar sola no significa que no haya pensado en tí.


–Ah, gracias –replicó Paula, irónica–. ¿Y se puede saber por qué has decidido dejar de respetar mi deseo de estar sola?


Pedro se pasó una mano por el pelo, pero no consiguió colocar el mechón rebelde en su sitio.


–Necesito tu ayuda.


¿Para alisarse el mechón?


–¿Le estás pidiendo ayuda a una mujer que está en pijama mirando a través de unos prismáticos? Lo dudo.


Pedro sonrió. Ah, cómo le habría gustado que no lo hiciera, pensó ella. Una sonrisa como ésa, masculina y sexy, podría construir un puente sobre la dolorosa historia que los separaba.


–Me arriesgaré. Nunca se sabe cuándo se va a necesitar la ayuda de una mujer que sabe usar unos prismáticos. ¿Qué estas haciendo, espiar a tus vecinos?


–Algo así –contestó Paula. 


Pero no pensaba darle explicaciones. Ella era libre de mirar a los pájaros al amanecer y no tenía por qué contárselo a nadie. Porque era la nueva, y mejorada, Paula Chaves.


–Estás temblando –dijo Pedro entonces.


–Sí, bueno, acabo de hacer café –murmuró ella, apartándose–. Puedes entrar y contarme lo que quieres.


Y fuera lo que fuera, pensaba decirle que no. Le diría que no porque Pedro era parte de un mundo que ella intentaba desesperadamente dejar atrás y porque le hacía pensar que, aunque se creyera independiente, debía dar la impresión de estar perdiendo la cabeza. Le diría que no para practicar y por todas las veces que había dicho que sí cuando había querido decir que no. 

Promesa: Capítulo 1

 Al principio pensó que no estaba. Paula Chaves, de rodillas sobre la hierba de su jardín, ajustó los prismáticos y siguió buscando. La hierba, a mediados de septiembre y al amanecer, estaba cubierta de escarcha, pero apenas se daba cuenta del frío que penetraba su pijama. Al otro lado del río, Calgary empezaba a despertar a la vida, los faros de los coches, como perlas, reflejándose en el agua. Increíble que la hubiera visto allí, en el corazón de la ciudad. Había sido un regalo, pensó, resignada, y seguramente uno que no se repetiría jamás. Empezó a sentir frío entonces. Había encendido la cafetera y el aroma a café parecía llamarla para que volviera a la casita a la que se había mudado sólo tres días antes. Intentó incorporarse, haciendo un gesto de dolor y… se quedó helada. La vió, su fantasmal silueta haciéndose real de repente. Se quedó sin aliento al ver que el amanecer convertía las plumas blancas en plata. Una garza real. Lo había leído todo sobre ellas el día anterior, cuando la vió por primera vez. Era una de las aves más raras en América y una de las más altas. Sus alas medían casi tres metros de lado a lado. La mayoría de la gente no vería un animal así en toda su vida, y ella lo tomó como una señal de que había tomado la decisión correcta al comprar la casa. Sus rodillas protestaron cuando se levantó del suelo para verla mejor. Intentaba no hacer ruido, pero la garza se volvió hacia ella, su cara roja mirando directamente los prismáticos, el amarillo de sus ojos desafiante. Lanzando un grito, estiró las alas, con puntitos negros en los bordes, y comprobó lo magníficas que eran. 


Luego se elevó hacia el cielo, llena de fuerza y gracia. Podía oír el ruido de sus alas moviéndose mientras la garza volaba hacia la libertad… «Qué pensamientos tan raros», se dijo. ¿De dónde salían? Ella siempre se había considerado una persona pragmática. Aunque, se recordó a sí misma, una persona pragmática no habría comprado la destartalada casa que ahora era su hogar. Paula siguió mirando al animal a través de los prismáticos hasta que desapareció. Y entonces se dio cuenta del milagro. Se sentía feliz. La felicidad había entrado en su vida sin hacer ruido, como la luz del amanecer que alejaba la oscuridad. Contempló el sentimiento por un segundo… sólo trece meses antes su mundo se había puesto patas arriba. Todo aquello en lo que había creído se hizo pedazos, como golpeado por un tifón. Recordaba aquel día negro, negro. «Nunca volveré a ser feliz». Y, sin embargo… Ver a aquella garza tan cerca de su casa, como si hubiera ido a visitarla, la hacía pensar en una vida llena de esperanza. Una vida llena de pequeñas sorpresas, donde la hierba la hiciera sentir cosquillas por el puro placer de estar viva.


Apenas había formado ese pensamiento cuando sintió que se le erizaba el vello de la nuca. Se dió cuenta, antes de oír el carraspeo, de que no estaba sola en el jardín. Ah, bien, se dijo a sí misma, ésa era otra lección. No debería pensar en la posibilidad de ser feliz. Eso era como retar a los dioses… un reto que ellos siempre estaban dispuestos a aceptar. El intruso podría ser un asesino. Eso era lo que le había dicho su hija cuando le contó que había comprado aquella casa, cerca del santuario para aves, en un antiguo vecindario donde las edificaciones se caían a pedazos. «¿Estás loca, mamá? Te matarán mientras duermes», le había dicho Valentina. Como si las calles del barrio estuvieran llenas de cadáveres. Aunque, por supuesto, algunos vecinos con el pelo largo, tatuajes y pit bulls le habían dado que pensar. En fin, se dijo, si su hija había tenido razón sobre los asesinos, al menos no la matarían mientras dormía. ¡Pero sí mientras estaba en pijama! Con el corazón acelerado, ridículamente avergonzada por el pijama rosa, se estiró como si no tuviera una sola preocupación en el mundo, ya que estaba segura de que el elemento criminal podía oler el miedo, y se volvió para mirarlo a la cara. Y su corazón se detuvo durante una décima de segundo. Un asesino, pensó, habría sido mucho más fácil de manejar. Entonces empezó a preocuparse de que la humedad hubiera empapado el pijama y sus pechos hicieran algo indecente. Por el frío, no por él. 

Promesa: Prólogo Segunda parte

 –Tienes que decirle que debe volver a trabajar. Se está convirtiendo en una reclusa… en una persona rara.


Pedro notó cierto reproche en su voz. Pero sabía que tenía razón.


–He intentado hablar con tu madre, Valu. Pero ella no quiere hablar conmigo.


Y mucho menos trabajar con él. Además, habían pasado quince años desde que Paula formaba parte activa en la empresa.


–¡Por favor! ¿Tú, que podrías venderle una nevera a un esquimal, no puedes convencer a mi madre para que vuelva a ser una persona normal?


–¿Una nevera a un esquimal? –intentó bromear Pedro.


Pero Valentina estaba decidida.


–La abandonaste cuando murió mi padre. Todo el mundo lo hizo.


Pedro habría querido decir: «ella quería ser abandonada» para defenderse pero, de repente, su posición le parecía indefendible.


–Y ella se portó muy bien contigo cuando te divorciaste de Carla… fue hace siete años, ¿Verdad?


–Sí.


Otro recuerdo, tan tierno como el de Valentina en su triciclo, el de Paula tomando sus manos y diciéndole: «Se te pasará, Pedro. Quizá ni hoy ni mañana, pero sí algún día». Y había tenido razón. Cuando pasaron el dolor y la humillación del fracaso, se dió cuenta de que el divorcio había sido una liberación y que, por fin, podía hacer todas las cosas que le gustaban. De modo que se compró una moto y luego, con su apetito por las aventuras, se dedicó a viajar por todo el país. No alojándose en los hoteles de lujo que tanto gustaban a su ex mujer, sino explorando un mundo tan rico y con una cultura tan diversa, que a veces se preguntaba si tendría tiempo de experimentarlo todo. Pero ese estilo de vida y la desconfianza que había creado en él el divorcio lo habían convertido en un alma solitaria. Quizá en esos siete años se había convertido en un egoísta, en un hombre centrado exclusivamente en sí mismo. ¿Qué otra excusa tenía para no haber estado al lado de una amiga? Aunque con Paula la relación era algo más complicada que eso.


–Lo siento –le dijo a su ahijada.


–Yo lo era todo en su vida ahora que mi padre ha muerto, y como me he venido a la universidad… Tío Pedro, mi madre necesita un propósito en la ida. Prométeme que encontrarás algo para ella en Chaves Alfonso.


Menuda forma de lanzar el guante. Pero sería una tontería recogerlo. ¿Cómo podía él ayudar a una mujer con el corazón roto y la dignidad hecha trizas? Él lo sabía todo sobre las promesas. Sobre todo, las de amor eterno. Pero no quería volver a ser responsable por la felicidad de otra persona.


–Tiene que salir con gente –siguió su ahijada, con la autoridad de una persona joven que, naturalmente, cree saberlo todo–. Tiene que hacer algo. Le encantan las casas viejas, tío Pedro.


–Sí, pero…


–Aún sigue teniendo las fotografías de las que mi padre, ella y tú restauraron en los primeros años. Ese interés podría ser canalizado constructivamente antes de que venda algo más.


–Yo no puedo obligar a tu madre a hacer algo que no quiere hacer, Valu.


–Pero prométeme que lo intentarás.


Quizá era la hora o quizá el suplicante tono de voz…


–Muy bien, te lo prometo.


–¡Gracias, tío Pedro! –exclamó Valentina, esperanzada, como si de verdad creyera que él podía arreglar algo tan complicado, tan frágil.


Pedro sabía que no debería involucrarse. Ayudar a alguien que sentía tanta desconfianza del mundo era pisar terreno sagrado. Le ofrecería un trabajo a Paula, ella diría que no y así habría cumplido con su obligación. Pero la promesa que acababa de hacer implicaba algo más que eso. Ése era el problema con las promesas, que exigían de un hombre mucho más de lo que estaba dispuesto a dar. Una tontería involucrarse, pensó, mirando el teléfono después de colgar. Pero ¿Y si Paula le necesitaba pero no se atrevía a pedirle ayuda? Ella era demasiado orgullosa y, seguramente, estaría demasiado furiosa con él como para hacerlo. Y él se merecía esa furia, se recordó a sí mismo, pasándose una mano por los ojos. Se la merecía porque él siempre había sabido los secretos de su difunto marido. Y aún conservaba uno. ¿En qué lío se había metido? Saltó de la cama y fue a la cocina para tomar un vaso de leche. Una cosa era segura: no iba a hablar con Paula sin tener un plan.

Promesa: Prólogo Primera parte

 El sonido del teléfono era incesante y agudo. Pedro Alfonso se incorporó, sobresaltado, y miró el despertador. Los números rojos marcaban las cuatro de la mañana. Una llamada a las cuatro de la mañana no podía anunciar nada bueno. Levantó el auricular, preparado para lo peor, pero esperando que fuese un borracho que había marcado mal el número.


–¿Dígame?


–¿Tío Pedro?


Los últimos vestigios de sueño desaparecieron. Pedro se sentó en la cama y apartó las sábanas de un tirón antes de buscar el interruptor de la lámpara, como si la luz pudiera ayudarlo.


–¿Valentina?


–Perdona que te haya despertado. Quería hablar contigo antes de irme a clase.


¿A clase? ¿A las cuatro de la mañana? Entonces recordó. Su ahijada estaba en el primer año de universidad, en Ontario, a cuatro mil kilómetros de casa… y a tres horas de diferencia con Calgary.


–¿Te pasa algo?


–No, estoy bien –contestó ella, con cierto temblor en la voz.


–¿Qué pasa, Valu? –insistió Pedro, usando instintivamente el nombre que le había puesto cuando era pequeña porque sabía que eso la haría sentir segura. Pero enseguida lo lamentó porque eso le recordó el triciclo, sus coletas… días que se habían ido para siempre. Días felices, sin complicaciones.


–Estoy preocupada por mi madre.


Pedro tragó saliva, con el corazón encogido. 


–¿Qué pasa con tu madre?


–¿Sabes que ha vendido la casa?


¿Paula había vendido la casa? ¿A través de terceras personas, sin contar con su agencia? ¿La inmobiliaria que también había sido de su difunto marido? ¿La empresa era suya y no la había usado?


–No, no lo sabía.


–Ha comprado una… una chabola. Se ha comprado una casucha en Bow Water, tío Pedro. Me ha enviado una fotografía por e-mail –contestó su ahijada, fingiendo que le daban arcadas. Ésa era su pequeña Valen, a pesar de la sofisticada fachada de chica universitaria.


Valentina había crecido rodeada de lujos en una mansión de siete mil metros cuadrados frente al río Elbow, y lo que ella consideraba una chabola sería, seguramente, una casa más que decente para la mayoría de los seres humanos. Pero Bow Water no era un barrio recomendable. ¿Por qué habría comprado Paula una casa allí?


–Ya se ha mudado –siguió Valentina–. Ni siquiera me ha dado oportunidad de despedirme de la casa, tío Pedro… ni siquiera he podido recoger mis cosas. Y también ha vendido el coche.


–¿El Mercedes? –exclamó él. 


Paula no podía tener problemas económicos. Era imposible. La empresa iba viento en popa.


–Bueno, sigue teniendo un coche de la casa Mercedes, pero… tendrías que verlo para creerlo –Valentina lanzó un dramático suspiro–. Se ha cortado el pelo y… yo creo que ha perdido la cabeza.


Pedro empezó a preguntarse si eso era verdad. Paula Chaves había sobrevivido a una horrible tragedia al perder a su marido trece meses antes y ahora su única hija la dejaba sola para ir a la universidad… ¿Podría estar pasando por un mal momento emocional? No, imposible, pensó. Paula era una mujer refinada, siempre compuesta, siempre en su sitio, siempre elegante. Incluso en medio del caos, había conservado la calma como si fuera intocable, inamovible, una roca en medio de la tormenta. Era la última persona en el mundo que perdería la cabeza.


–¿Qué quieres que yo haga, Valu?


–¡Ir a hablar con ella! –exclamó su ahijada, impaciente.


–Muy bien. Iré a verla antes de ir a la oficina.


Por el suspiro que oyó al otro lado del hilo, Valentina esperaba algo más de él. 

Promesa: Sinopsis

 Él conocía bien el poder de las promesas…


Pedro Alfonso sabía que una promesa podía romper corazones y destrozar amistades, y sin embargo prometió ayudar a su vieja amiga Paula Chaves a adaptarse a volver a vivir sola. Le ofrecería un empleo y misión concluida. Pero ése era el plan antes de ver a la mujer en la que se había convertido.


Elegante y refinada, Paula era ahora una mujer apasionada e increíblemente bella. El tipo de mujer que podía hacerle desear cambiar su vida de soltero. Ése era el peligro de las promesas: siempre acababan exigiéndole a un hombre más de lo que había previsto dar… pero aquélla prometía también una recompensa que él jamás habría imaginado.

martes, 13 de octubre de 2020

El Millonario: Capítulo 41

 -Me lo dijiste anoche, mientras me quedaba dormido. Ah, por cierto, roncas.


-¡Yo no ronco!


¿La había oído murmurar un «te quiero»? Qué horror. No, qué bien. Paula recuperó las fuerzas enseguida y se levantó de un salto.


-¿Quieres decirme algo?


-No ronco, ¿Verdad?


-No -sonrió Pedro-. Duermes como un ángel.


Y era verdad. Había dormido mejor que en toda su vida. Aparte de los momentos en los que Pedro la había despertado para besarla y hacerle el amor, en varias posturas, había dormido y dormido y dormido. ¿El sonido de las olas? ¿Quién necesitaba el sonido de las olas cuando podía dormir con Pedro Alfonso? Y sentirse tan protegida, tan segura, tan amada. Paula lo miró a los ojos.


-Te quiero, Pedro Alfonso. Adoro tu sonrisa, tu corazón, tu bondad y tu buen gusto en materia de arte. Y en mujeres. Especialmente, tu buen gusto en mujeres. Tú eres el sueño de mi vida. Un sueño que pensé que nunca se haría realidad.


-¿Puedo besarte ahora? -preguntó él, tomándola por la cintura.


-Puedes.


Y lo hizo. Como si tuviera prisa. Como si temiera perderla.


-Quizá ahora te gustaría enseñarme el resto de la casa -dijo con voz ronca unos minutos después.


-No, de eso nada. Después de ver la tuya y comprobar que eres un arquitecto fantástico te daría un ataque si vieras el estado de mi dormitorio.


-¿Por qué no me lo enseñas de todas formas? -sugirió él-. Prometo no decir nada sobre el papel pintado.



Una hora después, Pedro le llevaba un café a la cama. Cuando se sentó en el borde, su peso hizo que Paula rodase hacia él... pero no le importó en absoluto.


-Su café, señora.


Paula se sentó sobre la cama y tomó un sorbito.


-Qué rico. 


-¿Piensas quedarte en la cama todo el día o vamos a bajar a la playacomo me prometiste?


-¡La playa! -exclamó Paula, poniendo la taza en sus manos para vestirse-. Se me había olvidado la playa por completo. ¿A qué estamos esperando?


-Ah, claro -sonrió Pedro-. Ya veo qué lugar ocupo en tu vida. Primero el café, luego la playa...


-¡Smiley! -gritó Paula.


-Luego el perro...


-Vamos a dar un paseo por mi playa -rió ella, emocionada.


Pedro miró el trozo de papel pintado que había en el suelo.


-A menos que quieras olvidarte de esta casa y mudarte a la mía.


Paula, que estaba poniéndose los vaqueros a toda prisa, se detuvo.


-No podemos vender Belvedere. La tirarían abajo, seguro.


La mirada de Pedro decía que incluso él, el gran arquitecto, parecía pensar que eso sería lo mejor. Pero entonces Paula hizo un puchero.


-Muy bien, muy bien -dijo Pedro, suspirando dramáticamente-. Podemos vivir aquí y mantener mi casa para los fines de semana. Estoy seguro de que tendré trabajo suficiente en Belvedere como para no poder meterme en ningún otro lío.


¿Vivir allí? ¿Tom quería vivir allí? ¿Con ella, con Smiley, con el olor a pintura y a aguarrás? Paula se echó en sus brazos, tirándolo sobre la cama. No había nada más que decir.


Otra hora después, caminaban por el jardín, sin maleza pero con el suelo cubierto de raíces.


-Me encanta lo que has hecho con este sitio -suspiró Paula. 


Era asombroso. Antes sólo había ramas y ramas, pero ahora podían ver el cielo. Juntos, caminaron sobre las rocas lisas que alguien había instalado años atrás, Pedro apretando su mano. Se detenía de vez en cuando para tomarla por la cintura... como para comprobar que no resbalaba, aunque Paula estaba segura de que aprovechaba para meterle mano. Se lo dijo y Pedro se limitó a levantar las manos un poquito más. Y a ella no le importó en absoluto.  Cuando llegaron al borde de la pendiente que daba a su playa, que debía medir unos cinco metros de ancho y quizá quince de largo, Maggie se sintió... fabulosa. Mejor de lo que había imaginado que se sentiría nunca. Aunque sabía que esa sensación era debida al hombre que estaba a su lado.


-Tú primero -dijo él.


-Juntos -insistió Paula-. A la de tres. Una, dos...


Pero, además de no saber usar una sierra mecánica, Smiley no sabía contar. De modo que pasó corriendo a su lado con la destreza de una cabra montes y se lanzó por la suave pendiente hacia la playa, dejando sus huellas caninas en la blanca arena. Pedro y Paula soltaron una carcajada.


-Y nosotros pensando hacer una gran inauguración.


-La historia de mi vida -suspiró ella-. No esperes nunca que algo salga como lo habías planeado.


-Ah, eso -rió Pedro, tomándola en brazos-. Pues yo creo que deberías hacer planes de quedarte aquí... para siempre.


-Para siempre -repitió Paula. 


Y, por primera vez en su vida, podía ver «para siempre» delante de ella. Años y años comiendo pescado frito en el Sorrento Sea Captain y caminando por la playa de la mano de Pedro Alfonso. Y eso la hizo sonreír, con una sonrisa tan amplia que casi le dolían las mejillas.


-Sólo si tú te quedas también.


Mientras la dejaba sobre la arena, Pedro le prometió:


-Cuenta con ello. 






FIN

El Millonario: Capítulo 40

 -¿Estamos bien? ¿Quién ha dicho que me parezca bien que te marches en medio de la noche?


-No me fui en medio de la noche. Me fui al amanecer.


-¿Pero por qué? -preguntó él, mirándola como si no entendiera nada.


-¿Tú querías que me quedase?


-Pues claro que sí. Paula, yo... -Pedro se pasó una mano por el pelo, nervioso. Y luego tomó las suyas, un poco inseguro, pero decidido-. Paula, cuando fuiste a mi casa anoche, pensé que estaba soñando. Cuando descubrí que por fin estabas divorciada, me pareció como si me hubiese tocado la lotería. Y cuando me dí cuenta de que yo era la primera persona a la que le dabas la noticia...


-¿Qué? ¿Qué, Pedro?


-Paula, ¿Tú sabes lo feliz que me sentí? ¿Lo que pasó anoche no significa nada para tí? ¿Nada de lo que pasó ha conseguido romper ese escudo que te has colocado en el corazón?


-Pero es que... ayer te conté que estaba en la ruina, y es verdad. Soy un auténtico desastre... ni siquiera sé cómo voy a pagar el recibo de la hipoteca y acaban de mandarme una carta del banco...


-Sé que no aceptarías mi dinero -la interrumpió él.


-No, no, por Dios. No pensarás que quiero...


-No, todo lo contrario. Por eso ni siquiera voy a ofrecértelo. Pero me he puesto en contacto con tu agente antes de venir para preguntarle qué le parecía la serie de borrones azules...


-¿Qué?


-Que he llamado a tu agente, Tamara. Le he pedido que me diera un presupuesto por toda la colección y los he comprado. Y supongo que con ese dinero podrás seguir pagando la hipoteca por lo menos durante un año.


Paula abrió la boca para protestar, pero Pedro no le dió opción. Porque se acercó a ella y le dió un beso en los labios. Un beso suave. Un beso tierno. Un beso que la dejó sin aliento.


-No creas que es un favor. Ya sabes que me gustaban muchos esos cuadros -dijo después, apartando el flequillo de su frente-. Así que los compré. Ya has visto mi casa, la verdad es que pegan mucho, ¿No?


Aunque la casa estaba pintada en colores tierra, era cierto que su serie azul pegaba allí, sí. Casi como si hubiera sido un encargo. 


-Pero acabo de divorciarme.


-Ah, una buena noticia. Eso significa que estás libre. Quiero decir, estabas libre. Ahora si otro tipo te mira tendrá que lidiar conmigo.


-¿Ah, sí?


-Sí.


-Pedro, tú no puedes ser una relación de rebote. Tú eres mucho mejor que eso.


-Pues claro que soy mejor que eso, señorita. Y por eso pienso tratarte tan bien que no querrás irte nunca más.


Ah, siempre sabía lo que debía decir. Era un seductor. Y tan tentador, tan guapo, tan tierno.


-¿Pero y si...?


-Y si ocurre algo, ya veremos cómo se soluciona. Puede que yo te decepcione muchas veces. Puede que tú me vuelvas loco. De hecho, estoy deseando que me vuelvas loco. Pero Paula, eso no es importante.


-¿Y qué es lo importante? -preguntó ella.


Pedro la miraba a los ojos con tal amor, con tal cariño, que tuvo que cerrar los ojos. Era una mirada que no había esperado ver nunca.


-Lo importante somos tú y yo. Lo importante es que nos queremos.


Aquello era demasiado. Demasiado. A Paula se le doblaron las rodillas y cayó de golpe sobre el primer escalón.


-¿Te encuentras bien?


-¿Te das cuenta de que acabas de decir que me quieres?


-Sí, claro.


De modo que era verdad. Pedro estaba enamorado de ella y ella estaba enamorada de él. Lo había admitido ante sí misma y lo había admitido ante sus amigas. Había llegado el momento de decírselo.


-Y sé que tú también me quieres -dijo él entonces, sin darle tiempo-. Así que ése no es el problema. El problema es convencerte de que puedes vivir con alguien, amarlo con todas tus fuerzas... y que una posible decepción es parte del trato.


-¿Y cómo sabes que te quiero?