Pedro miró a Paula, que se acercaba por la acera con el perro. Debería haberle dicho que no lo llevase, pero entonces habría adivinado la verdad: que se había encariñado con él. Y si adivinaba eso, podría averiguar la verdad. Encariñarse con algo o alguien debilitaba a un hombre, lo hacía anhelar algo que el mundo no podía darle. Al menos, a él. Pero si Paula pudiese encontrar al hombre adecuado, un hombre como onathon, tal vez habría esperanzas para ella. Sí, un dentista sería perfecto para ella. Aunque pensar en ella con otro hombre lo ponía enfermo, eso era lo que debería pasar. Además, él siempre había sido ese hombre, el que hacía lo que había que hacer. Y lo haría de nuevo. Le diría adiós para devolverla al mundo en el que debía estar, soñando con un vestido de novia, una valla blanca, un niño sobre su pecho…
La mentira de que estaba enfadado porque Bruno Moore se había enterado de que iba a quedarse con el perro no había servido de nada. Porque ella, valiente como siempre, lo había llamado por teléfono. Tenía que contar con la verdad para conseguir lo que no había conseguido con la mentira. Le demostraría quién era en realidad, la asustaría para que volviese a su mundo de mermeladas. «Pero no le gusta hacer mermeladas». No podía pensar en eso, necesitaba reunir fuerzas para decirle adiós.
Pedro abrió la puerta antes de que ella llamase, esperando que sus sentimientos no se reflejasen en su rostro. Paula no podía saber que le encantaba su vestido rosa con lunares de color malva, no podía saber que quería oler su pelo por última vez, no podía saber que tuvo que hacer un esfuerzo para no abrazarla y para no acariciar las orejas del perro… No podía saber cómo le daba la bienvenida su corazón. Quería recibirla con una expresión que fuera fría, pero eso no la asustó, y ella hizo lo que había ido allí a hacer, lo más valiente: mostrarse vulnerable.
—Te echo de menos —le dijo, con tímida intensidad.
«Yo también te echo de menos. Es como si me hubieran partido el corazón en dos», pensó Pedro. Pero no dijo nada.
—Pedro, te quiero.
«Yo también te quiero. Tanto, que no puedo hacer lo que deseo hacer». Porque lo que deseaba era rendirse. Quería abrazarla y besarla… Pero amarla significaba dejarla ir. Tenía que asustarla de una vez por todas. Paula merecía un hombre diferente, uno mejor que él.
—Será mejor que entres —le dijo, dando un paso atrás.
El perro no dejaba de gemir, buscando una caricia, y Pedro tuvo que hacer un esfuerzo sobrehumano para no tocarlo. Verla allí, en el sofá de su salón, le recordaba la primera vez que había ido a buscarlo, cuando se le cayó la toalla. El día que lo acusó de decorar su casa como si fuera la celda de Al Capone… Aquel día que no había terminado nunca.
—Necesito contarte algo —empezó a decir. Ella asintió con la cabeza, esperando, tan ingenua era—. Estuve casado cuando era muy joven y mi matrimonio duró lo mismo que uno de Hollywood… Pero sin el glamour. No te lo conté porque no hay futuro para nosotros, de modo que no tenía sentido —Paula dió un respingo. El brillo de valentía en sus ojos empezaba a desaparecer, reemplazado por uno de inseguridad—. Me contaste que tu prometido había tenido una aventura… Pues bien, yo también la tuve. Eso fue lo que destrozó mi matrimonio.
Paula lo miró, boquiabierta. Tal vez debería dejarla creer que se trataba de una mujer, pensó Pedro. Pero no, eso no sería suficiente para asustarla.
—Mi amante no era una mujer, era mi trabajo como detective. No era sólo un trabajo, era una misión… Mucho peor que una amante —siguió—. Era exigente, se lo llevaba todo, y cuando pensaba que no tenía nada más que dar, me pedía un poco más —Pedro sacudió la cabeza—. Era muy joven entonces y mi mujer también. Ella debería haber sido lo más importante para mí, pero no lo era, y Tamara no lo entendía… Para mí no era sólo otro crimen, otra muerte violenta, era un sueño roto, eran familias destrozadas, era la madre que esperaba angustiada noticias de su hijo desaparecido o la joven esposa embarazada que caía al suelo, rota de dolor, al saber que habían asesinado a su marido. Para mí, descubrir quién lo había hecho era lo único importante, no había nada más. Así era como honraba a los que morían, descubriendo a los responsables o angustiándome cuando no los encontraba.
Suspiró pesadamente, frunciendo el ceño al ver que Paula se había inclinado un poco hacia él para mirarlo a los ojos, sin entender lo que intentaba decirle.
—¿No crees que esa devoción a tu profesión tiene que ver con la muerte de tus padres? —le preguntó—. ¿No tratabas cada caso con tanta intensidad como una forma de compensar esa tragedia?
Pedro no quería mirarla, porque si la miraba, se perdería en sus ojos, olvidaría lo que tenía que hacer. No quería que Paula lo entendiese, quería hacerla ver que vivían en dos mundos completamente diferentes, que ella no podría vivir nunca en el suyo.
Ojalá Pedro pueda comprender lo equivocado que está!!
ResponderEliminar