martes, 16 de junio de 2020

Dulce Amor: Capítulo 32

—Puedo discutir contigo si me apetece.

—Sí, es verdad. Pero te advierto que tendrá consecuencias.

—¿Por ejemplo? —le preguntó ella, sin dejarse intimidar.

—Deja que te lo demuestre…

Pedro abrió la puerta de la cocina y tomó un paño con el que la golpeó el trasero.

—¡Oye!

Corrieron alrededor de la isla de la cocina, saliendo y entrando, riendo como niños. El cachorro se unió al juego, sin saber a quién perseguía, pero encantado de dar vueltas. Paula tomó otro paño y lo golpeó en el trasero antes de huir hacia el salón. Y por fin, cuando estaban muertos de risa, se rindió.

—De acuerdo, de acuerdo… Puedes ayudarme —le dijo—. Mira, esta es la receta.

—«Aventura de verano» —leyó Pedro, riendo al ver las propiedades que le atribuía la abuela de Paula—. ¿Crees que funciona de verdad?

—¡Pues claro que no!

—Entiendo que odies hacer mermelada.

—No odio hacer mermelada.

—Sí lo odias —insistió él.

Le gustaba jugar con ella, reírse, hacer bromas… Tomarle el pelo y perseguirla por la cocina. De verdad le gustaba discutir con ella sobre la mermelada, sobre los perros, sobre si debía o no volver a usar la olla a presión… Eran las dos de la mañana cuando por fin se puso la chaqueta y los zapatos. Aunque dudaba que pudiera librarse algún día de aquel olor a frutas y azúcar.

—¿Tienes que trabajar mañana? —le preguntó Paula.

—Y tengo que levantarme a las cinco. Pero no importa, estoy acostumbrado.

Paula miró alrededor.

—No me lo puedo creer, hemos metido toda la mermelada en frascos y lo he pasado de maravilla.

Pedro se dió cuenta de que nunca había salido de la casa de una mujer a las dos de la mañana sin que hubiera pasado nada. Salvo que había treinta y dos tarros de mermelada en el alféizar de la ventana, brillando como joyas. Salvo que se habían perseguido por la cocina como si fueran dos niños pequeños, salvo estar uno al lado del otro, lavando y secando montañas de cacerolas. Algo había pasado sí. Y sentía como si estuviera curándose de su soledad, de su pena. Era como si empezase a albergar esperanzas otra vez. Un sentimiento muy peligroso. Ni siquiera había probado la maldita mermelada… A menos que contase chupar la cuchara o esa gotita en la muñeca de Paula. En realidad, era lo mejor que había probado nunca, pero él sabía que no tenía nada que ver con el sabor de la confitura. Eran las circunstancias lo que lo hacía tan dulce. Si tener un hogar sabía así, era maravilloso. Y sin poder resistirse a la tentación, la envolvió en sus brazos, levantando su barbilla con un dedo para rozar sus labios. Y luego, después de rozarlos, la besó de verdad. Y descubrió que estaba equivocado sobre el sabor del hogar. No era la mermelada ni las circunstancias. Eran sus labios.

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