Cuando Paula salió del dormitorio, Pedro estaba al teléfono hablando en italiano. Se le encogió el estómago. Ella se había cambiado de ropa y se había puesto unos vaqueros y un jersey y se había recogido el pelo. La recorrió con la mirada y se fijó en su pequeña maleta antes de terminar la conversación y guardarse el móvil en el bolsillo.
—Está arreglado.
—¿Qué quieres decir?
—En veinticuatro horas voy a saldar esa deuda por tí. Y si Mortimer intenta algo, tenemos su carta como prueba.
—Pero… eso quiere decir que voy a tener que deberte algo —el alivio momentáneo de saber que Sebastián ya no volvería a molestarla se vió disminuido enseguida ante una amenaza mucho más potente.
—¿Por qué harías algo así?
—Porque tengo que admitir que me excita la idea de pensar que cada penique que ganes me lo estarás debiendo a mí durante un tiempo considerable. Y porque preferiría que mi esposa no estuviera relacionada con un posible escándalo.
Lo que había dicho Pedro era cierto; tardaría años en pagarle la deuda más los intereses.
—Vamos —recogió su maleta y le indicó que saliera ella primero.
Paula deseaba poder enfrentarse a su carácter dominante, pero no podía olvidar que había sido ella la que lo había invitado a entrar en su vida y ahora tenía que aceptar las consecuencias. Se centraría en el hecho de que odiaba a Pedro Alfonso e internaría olvidar que durante un breve momento había sentido por él algo que era totalmente opuesto. Pedro metió la maleta en el maletero de un elegante coche y después le sujetó la puerta del copiloto. Cuando arrancó el coche y se incorporó a la carretera, un vehículo que circulaba en sentido contrario hizo que Paula se estremeciera en su asiento.
—¿Qué ha pasado?
—Na… nada. Es sólo que me he asustado, nada más —dijo tartamudeando.
—Ni siquiera estábamos cerca.
—Lo sé. Es sólo que… es la primera vez que me siento en el asiento delantero desde…
No pudo terminar. Su reacción no había sido racional porque la noche del accidente estaba sentada en el asiento trasero. Pedro se quedó muy tenso y no dijo nada. No había duda de que le había recordado la razón por la que la odiaba tanto. Hundida, Paula giró la vista para mirar por la ventana. Él no perdió tiempo para sacarla del país. A la hora ya habían subido a un pequeño avión privado y unas cuantas horas después, cuando ya era de noche, aterrizaron en Roma. En ningún momento intercambiaron palabra y el trayecto hasta un elegante ático en el centro de la ciudad duró minutos. Pedro le enseñó dónde estaba la cocina, diciéndole que podía servirse todo lo que quisiera, y a continuación la llevó a una impresionante habitación de invitados.
Después de darse una ducha. Paula se sintió invadida por el cansancio y se coló entre unas deliciosas sábanas de algodón egipcio para en un instante caer en un sueño profundo por primera vez en mucho tiempo. A la mañana siguiente, cuando se despertó, se quedó impactada al ver lo que no había visto la noche antes: las ventanas que iban de techo a suelo con vistas a la ciudad. Sintió una pequeña emoción en el pecho. Nunca había viajado a ninguna parte que estuviera fuera de Irlanda o de Londres, y ahora… se encontraba saliendo de una cama enorme para detenerse junto a la ventana y contemplar en la distancia la icónica y familiar imagen del Coliseo. Justo entonces oyó un ruido y se giró. No, no estaba de vacaciones. Pedro estaba en la puerta, alto y poderoso, vestido con unos pantalones oscuros y una camisa gris. Paula no logró adivinar la expresión de sus ojos y se cruzó de brazos, avergonzada por la única prenda de ropa que llevaba encima, una camiseta grande con dibujos de ovejitas.
—¿Has dormido bien? —le preguntó él como buen anfitrión.
Paula asintió, dispuesta a seguir con el juego.
—Sí, gracias. La cama era… muy, muy cómoda.
—Cuando estés lista, baja al comedor. Tenemos cosas que discutir.
Dió un paso atrás y cerró la puerta. Paula le sacó la lengua, aunque ese gesto tan infantil no la hizo sentirse mejor.
Ay Dios este Pedro como se va a arrepentir de sus palabras!
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