Paula estaba temblando, el modo en que su cuerpo había reaccionado al ver a Pedro resultaba perturbador. Finalmente logró soltarse y dio un paso atrás.
—Y antes de que me acuses de eso, tengo que decirte que yo no tuve nada que ver con el circo mediático que se organizó anoche en el hotel.
Pedro enarcó una ceja con gesto de incredulidad y dió un paso al frente, ante lo que ella respondió dando un paso más atrás.
—Lo siento, pero no me lo creo. Tú lo orquestaste todo porque ahora has encontrado el modo de reclamar tu gran premio. Después de todo, si Malena se hubiera casado con tu hermano, su herencia era sólo una parte de lo que yo tengo. Eres una chica lista. Debes de haberte felicitado por haber logrado reservar tu virginidad para el mejor postor… ¿O es simplemente que Mortimer no te gustaba físicamente? Tal vez estabas pensando volver al lado de Mortimer si no encontrabas antes un protector más atractivo y más rico.
A Paula le dolieron esas insultantes palabras y, por un instante, se sintió tan mareada que pensó que se desmayaría.
—Eres un…
—Ah, ah —la detuvo, acercándose un poco más.
Su presencia resultaba enorme y amenazadora, y aun así Paula se dió cuenta de que no se sentía físicamente amenazada… no del modo que Mortimer la había hecho sentir. Esa era una clase de amenaza muy distinta, y tenía mucho que ver con el modo en que su cuerpo parecía estar lleno de diminutos imanes que querían ir en una única dirección: hacia él. Y eso la mataba.
—La historia de un heredero Alfonso ya se ha extendido entre la prensa de aquí y la italiana. Va a ser imposible negarlo sin crear una tormenta aún mayor.
—¿Y por qué habría que negarlo? Es verdad —dijo ella con amargura.
Pedro apartó la mirada un instante y se pasó una impaciente mano por el pelo, dejándoselo alborotado. Cuando volvió a mirarla, sus ojos eran absolutamente despiadados, absolutamente fríos.
—¿Tienes pruebas?
Eso la dolió, pero sí que las tenía. Había guardado el informe del doctor en el que decía cuándo nacería el niño aproximadamente, la lista de comidas que tenía que evitar, qué vitaminas tomar, y la fecha de su próxima cita en el hospital. Sacó el papel de su bolso y se lo entregó. A Pedro no le fue difícil calcular que las fechas encajaban con aquella noche en Londres. El informe parecía auténtico y, aunque tenía la posibilidad de contactar con ese médico para verificarlo, no le pareció necesario. Paula se cruzó de brazos y dijo:
—¿Lo ves? A menos que después de estar contigo me fuera directamente a la cama con otro… cosa que no hice… el bebé es tuyo.
Paula le había hablado con voz temblorosa y se sentía extraña, mareada. Le oyó decir algo inteligible, a lo lejos, y antes de poder darse cuenta, estaba sentada junto a la mesa mientas Pedro le servía un vaso de agua.
—Bébetelo —dijo él con una actitud que indicaba claramente que le disgustaba estar allí.
Esperando que no notara el temblor de su mano. Paula tomó el vaso y dio un sorbo antes de dejar el vaso sobre la mesa. Al alzar la vista lo vió de pie, demasiado cerca de ella, y no pudo soportarlo. Se levantó y deprisa se situó en un extremo de la habitación, de pie tras un sillón. Pedro se metió las manos en los bolsillos y dijo:
—Podrías haberle mentido al médico con las fechas. ¿Cómo puedo saber con seguridad que es mi hijo?
En cuanto habló, esas palabras tuvieron un extraño efecto en él: «su hijo», una afirmación de su masculinidad. Y, por mucho que quisiera negarlo, en ese momento creyó que era cierto, aunque no sabía por qué y eso lo irritaba. Odiaba el hecho de no poder basarse en hechos concretos, pero el instinto era abrumador.
—Esa pregunta no es digna de respuesta. Si te sirve de consuelo, te diré que no puedes imaginarte lo mucho que lamento habértelo contado. Yo sólo… Voy a tener un bebé como consecuencia de lo que sucedió… de lo que hiciste…
Él dio un paso adelante.
—¿De lo que hice? En aquella habitación estábamos los dos. ¿Tengo que recordarte que te fuiste y que después viniste derecha a mis brazos? Yo no te forcé a nada.
Dió un paso más, y Paula lamentó haberse situado en un rincón de la habitación. Pedro intentó desesperadamente ignorar sus instintos, intentó ponerle lógica a la situación.
—¿También tengo que recordarte que usé protección? Y digamos que no recuerdo que… funcionara mal.
Paula se sonrojó. ¿Cómo iba a saberlo ella? Estaba claro que carecía de la experiencia que tenía él. De pronto recordó ese exquisito momento, cuando lo había sentido brotar dentro de su cuerpo.
—¿Estás seguro? Quiero decir, ¿Cómo puedes estar tan seguro…?
A él le dió vergüenza recordar que en el apogeo de su orgasmo había sentido un placer demasiado intenso y que, después, ni siquiera había comprobado si la protección estaba intacta porque estaba demasiado indignado consigo mismo por haberse dejado llevar por la pasión.
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