Éxtasis. Eso era, pensó aturdido Pedro mientras abrazaba a Paula. Tenía que tomarse un tiempo para evaluar la situación, reordenar su cabeza. Algo dentro de él cuestionaba su actitud. ¿Su conciencia? Debería sentirse mal por no haber sido capaz de apartarla de él. Había una larga lista de razones por las que no debería haberse liado con ella: su alterado estado emocional, ser una invitada, una familiar de Camila y su benefactora... todos los tabúes se habían venido abajo cuando la había visto esperándolo en la playa. Había sido seductora. Incitándolo, deseándolo... tanto como él la deseaba. Debería haberse resistido, debería haber sido fuerte por los dos, pero había sido imposible. Y ya no había vuelta atrás. Nada que hacer una vez que la primera barrera había caído. Una caricia y todo su control se había desvanecido. Y no podía pensar en otra cosa que no fuera lo milagroso que había sido. Lo milagrosa que era Paula. Sus propios instintos tenían razón. Eran una mezcla explosiva. El sexo nunca había sido tan parecido a un terremoto.
Dejó caer pesadamente una mano encima del pelo que se extendía por encima de los hombros de ella. «Mía», pensó, «sólo mía». Al menos por esa noche. Era todo lo que quería, todo lo que necesitaba: una noche de felicidad para compensar las tribulaciones de esos días, pero, ¿Era eso suficiente? Paula murmuró algo haciendo que su aliento rozara el cuello de él y provocándole un estremecimiento al comprobar que no estaba saciado. Acarició la piel desnuda y sonrió. La anticipación empezaba a animarle la sangre. La tenía en ese momento, exactamente como había imaginado tantas veces. Se había entregado a él finalmente, por propia voluntad, dejando claro que entendía y aceptaba sus términos. Sexo, liberación física, comodidad... exactamente lo que necesitaban los dos. Había valido la pena la espera. Se sentía vivo de nuevo. Más vivo de lo que había estado en años. Más que nunca. Su sonrisa se ensanchó hasta lo imposible. Se sentía como si hubiera sobrevivido a un cataclismo. Muerto y renacido. Sus huesos se habían disuelto por la intensidad de la pasión, aunque ya estaba pensando en la siguiente vez. Le acarició la espalda. Estaba exhausta. Dormida. No estaría bien despertarla. Todavía no. Pero se estaba quedando fría. No sabía cuánto tiempo llevaban allí tumbados. Era el momento de llevarse a su amante a casa. Sólo pensar en ella en su cama, donde la luz de las lámparas iluminaría cada centímetro de su cuerpo... Tenía que envolverla en la toalla y tomarla en brazos. Echó a andar por el sendero que llevaba a la casa agradecido a la luz de las estrellas que lo guiaba.
—¿Pedro? —la palabra recorrió su pecho desnudo grave y tentadora.
—Tranquila —murmuró—. Yo te llevo. «Y no voy a dejarte escapar», pensó.
—La ropa...
—Está segura.
Hubo un momento de silencio y después sintió las manos de ella en el pecho.
—No, tengo que llevarme mi ropa, yo...
—No tiene importancia, glikia mou. No la vas a necesitar más esta noche —esas palabras aumentaron la anticipación que ya experimentaba. Hizo más grandes las zancadas.
—¡No!
Detuvo el paso por la vehemente negación.
—No —repitió ella—. Alguien podría vernos.
Pedro se echó a reír. Por un momento había temido que lo que no quisiera fuera estar con él.
—No te preocupes, Paula. Tengo mi propia entrada privada. Los sirvientes saben mantenerse apartados.
—¡No! No quiero... —hizo una pausa—. Bájame.
—No hace falta —dijo abrazándola más fuerte—. Conozco este camino como la palma de mi mano. Tú no.
—He dicho que me bajes —la forma rápida de subir y bajar de sus pechos le dijo más que sus palabras.
Se detuvo. ¿No le había dicho que nadie los vería? ¡No podía estar preocupada por unos vaqueros! Nadie se los iba a robar.
—Por favor.
Podía resistirse cuando discutía con ella, cuando lo retaba, pero cuando susurraba con esa voz de miel, no tenía defensa. Cambió de postura intentando ignorar la sensación de la piel de ella contra la suya. La bajó despacio, dejado deliberadamente que rozara todo su cuerpo. Se cayó la toalla dejándolos a los dos desnudos uno enfrente del otro ardiendo con el más primitivo de los deseos. Sentía la sangre latir en todo su cuerpo mientras ella lo abrazaba. A lo mejor detenerse en medio del olivar no había sido mala idea. La hierba era suave. Recorrió la espalda de ella con las manos abiertas hasta alcanzar las nalgas. La atrajo hacia él.
Ella se estremeció y lo agarró de los hombros. No, pararse no había sido una mala idea. Paula aguantó la respiración y después suspiró de puro placer. ¿Por qué la excitaba tanto que Pedro la tocara? ¿Que la mirara? ¿Saber que estaban solos y desnudos? Había sentido deseo antes, había tenido algunas experiencias antes de que Pedro apareciera en su vida. Pensaba que sabía... Sacudió la cabeza. No sabía nada. Dejó escapar un gemido de puro placer cuando esas grandes manos apretaron su cuerpo contra la erección. La sensación era exquisita. Ya la volvía a desear. Y ella a él. Era deseo físico, pero también mucho más. Lo sentía profundamente en su alma. Algo maravilloso había sucedido entre ellos. Había algo embriagador, excitante en tener todo ese poderío masculino, toda esa energía, centrada en ella. Podría acostumbrase a...
—Paula —la voz era un trueno en sus oídos mientras los labios presionaban el cuello.
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