¿Qué clase de mensaje era ése? De pronto se dio cuenta de que no había pensado en la mañana después. Había estado tan segura de que sería un principio. No un fin. Respiró hondo. Un dolor apagado empezó en algún sitio dentro de ella. Se tomó su tiempo para ducharse, cepillarse el pelo, vestirse... Todo el tiempo esperando que la puerta se abriese y entrase él, pero la habitación de Pedro seguía vacía. Como la suya. Como todo el piso de arriba. «Se habrá ido al hospital», se dijo. ¿Habría empeorado Camila? Sacudió la cabeza intentando controlar la respiración. No, si hubiera sido algo serio, él se lo habría dicho. Entonces, ¿Por qué no la había despertado? ¿Por qué no le había dicho que tenía que irse? Miró el reloj. No sólo se había perdido el desayuno, también la comida. Así que Pedro se habría ido hacía horas. Bajó al piso inferior. Nadie en el comedor, ni en el salón, ni...
—Kalimera thespinis.
Paula se dió la vuelta y se encontró con el ama de llaves, que salía del cuarto del servicio.
—Kalimera sas —respondió con una sonrisa.
—¿Ha dormido bien? ¿Quiere comer algo?
—Esperaré, gracias —respondió—. Kirie Alfonso y yo tenemos cosas de que hablar. Esperaré y comeré con él.
—Pero el señor se marchó hace horas —explicó—. Primero fue al hospital y después llamó para decir que tenía algunas reuniones de negocios. No volverá hasta esta noche. Siéntese y le traeré algo de comer en un minuto —sonrió y se dió la vuelta.
Paula se tambaleó hasta una silla y se dejó caer. Una respiración entrecortada. Otra. Ya sabía por qué Pedro se había marchado. Para él no había cambiado nada. No había nada más que hablar entre ellos. «Sexo. Eso es lo que quiero. Todo lo que quiero». Se tapó los oídos con las manos, pero nada podía hacer que dejara de escuchar el odioso recuerdo de aquellas palabras. «Quiero olvidarme del mundo durante una noche. Sexo y éxtasis y sencillo placer animal» Las lágrimas le quemaban los ojos al recordar el placer animal de la noche anterior. «Nada de relaciones. Nada de futuro». Había sido una idiota arrastrada por el deseo. Por el amor. Había creído como una estúpida que porque ella sintiera algo más que lujuria, Pedro habría de sentirlo también. Pero nada había cambiado para él. Sintió el amargo sabor de la desesperación. Ya sabía exactamente qué lugar ocupaba para Pedro Alfonso.
Pedro tomó con el coche otra cerrada curva en el camino de vuelta a casa. No tenía necesidad de correr, eso sería un signo de debilidad. Siempre se había enorgullecido de la fuerza de su carácter. No iba a aflojar. No importaba lo grande del incentivo. Pero sí se permitió una sonrisa mientras pensaba en la deliciosa tentación que le esperaba en casa. Paula. Generosa y atrevidamente seductora. Un descubrimiento hasta para un hombre con su experiencia. ¿Era algo sorprendente que hubiera tenido la precaución de mantener la distancia ese día? Tenía que conservar algo de control. No podía permitir que una aventura amorosa, aunque fuera deliciosa, enturbiara su juicio. Tenía responsabilidades. Una hija que cuidar. Un negocio que dirigir. No. Tenía que recordar que una amante no podía controlar su vida. Se había despertado con la primera luz del amanecer con una sensación de plenitud que le había alarmado. Había sentido la curva de la cintura de Paula bajo la mano, olido su aroma y sentido que nunca querría separarse de ella. ¡Diablos! Eso era una estupidez. Una ilusión porque se había convertido en la amante que había anhelado. Porque era absolutamente perfecta.
Sacudió la cabeza para apartar aquellas fantasías que ensombrecían su pensamiento. Hacían estragos en su razonamiento. En su autocontrol. Había llegado a pensar que quería más de ella. Algo más que satisfacción sexual. Esa mujer era demasiado peligrosa. Así que se había ido. Una retirada táctica. Se encogió de hombros. No habido mostrado ninguna delicadeza, simplemente se había marchado dejándola sola. Había sido más grosero de lo estrictamente necesario, pero no quería que se hiciera ilusiones. No buscaba una relación estable. Una aventura mutuamente satisfactoria era algo distinto. Aun así se había descubierto sucumbiendo a la tentación: buscando las llaves, calculando cuánto tardaría en llegar a casa, subir corriendo las escaleras y encontrarse con ella. A lo mejor seguía en la cama tan ansiosa como él por sus caricias. Pero no. Era por la tarde. Habría dejado su cama vacía hacía horas. Se había mantenido lejos de casa lo suficiente como para evitar malentendidos. No quería que esperara de él más de lo que estaba dispuesto a dar. Sus noches serían para ella mientras la cosa funcionara, pero de día tenía otras obligaciones. Ignoró que había cancelado la última reunión para volver antes a verla. Podría haberle dejado un mensaje esa mañana. De hecho, podría haberla despertado, pero había tenido miedo de quedarse. Nunca había experimentado un ansia que se pudiera comparar con el deseo que sentía por esa mujer. No sabía cómo manejarlo. ¿Había sido cobarde? ¿Le habría hecho daño a ella? No. Había sido simplemente sensato.
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