jueves, 9 de enero de 2020

A Su Merced: Capítulo 40

Paula reprimió una palabrota de fastidio. Así que había un ligero retraso. No importaba, no tenía ningún vuelo después, sólo tenía que llegar a Atenas y encontrar una pensión barata. Al día siguiente iría a la embajada.

—¿Señorita Chaves? —escuchó una discreta tosecilla detrás y se dió la vuelta.

Había dos hombres, uno de uniforme y el otro con un traje gris.

—¿Sí? Soy yo.

—Excelente —dijo el hombre del traje—. ¿Le importaría acompañarnos?

—¿Hay algún problema? Mi vuelo está a...

—No hay ningún problema —le aseguró—. El vuelo tiene retraso pero no mucho. Mientras tanto —la llevó hasta una puerta que había la final de la zona de embarque— hay un mensaje para usted.

—¿Para mí? —miró alrededor ¿Quién podía haber dejado un mensaje para ella?—. ¿Seguro que no hay ningún problema?

—No, no —el hombre abrió la puerta e hizo un gesto para que pasara—. Como le he dicho, es sólo un mensaje.

Le hizo pasar a lo que claramente era una sala de interrogatorios: una mesa y dos sillas. Automáticamente Paula pensó que algo iba mal. La puerta se cerró. El guardia no había entrado. Supuso que se habría quedado en la puerta.

—Si hay algún problema con mis papeles...

—No, no. Nada de eso —dijo el extraño sonriendo—. Siéntese, por favor.

—Prefiero quedarme de pie, gracias.

—Como desee. Será sólo un momento —y desapareció por otra puerta.

La habitación debía de estar insonorizada. No oía nada. La constatación le hizo sentir un escalofrío. No sabía por qué estaba allí. Ni cuánto tiempo estaría. ¿Qué pasaba si perdía el vuelo? Era el último para Atenas y no quería quedarse otra noche en Creta. Empezó a morderse el labio. Asustarse no ayudaría. Se abrió la puerta y se dió la vuelta. El corazón se le paró y se habría caído redonda si no se hubiera agarrado al respaldo de la silla. Pedro estaba de pie en el hueco de la puerta.

—Paula —fue hacia ella y le pareció que la habitación encogía.

—¿Qué haces aquí? —la voz sonó metálica.

—Te necesito.

—No —negó con la cabeza y se agarró más fuerte a la silla. Pero la mirada de él era tan intensa que tuvo la sensación que podía leer sus pensamientos.

—Sí —algo desesperado latía entre ambos—. Te necesitamos.

—¿Quién?

—Camila...

—¿Está peor? —dijo tragando con dificultad. ¿Se habría puesto peor Camila?

Pedro sonrió mientras le tendía las manos.

—Te necesita ahora. No puedes negárselo, ¿Verdad?

—Pero no puedo. Tengo un vuelo —dijo haciendo un gesto en dirección a la puerta.

—No importa, puedo reservarte otro vuelo cuando todo esto termine si quieres.

Lo miró fijamente y notó la sombra negra que le rodeaba la boca, toda la mandíbula. Fuera lo que fuera lo que había ocurrido era de vida o muerte. Pobre Camila.

—¿Lo prometes?

—Cuando quieras volar, te pondré personalmente en el avión.

Lo creyó. Al margen de todo lo demás, Pedro era un hombre de palabra.

—¿Pero por qué yo?

—Es a tí a quien necesita —Paula frunció el ceño. ¿Y sus abuelos, su padre...?—. Es hora de irnos —dió un paso hacia ella tendiendo las manos como si fuera a tomarla en brazos, pero se quedó a una distancia prudencial.

Y ella se lo agradeció.

—Tengo que arreglar la cuestión de mi equipaje.

—Ya se están encargando. Están sacándolo.

—¿Sacándolo? —Costas salió de la sala y se detuvo para mirar alrededor—. ¿Sin preguntarme?

—Paula —nunca había escuchado semejante urgencia en su voz—. Era necesario. Créeme. Es una emergencia.

Algo en sus ojos decía que realmente era importante. Más incluso que su corazón roto. O su orgullo. Él irradiaba pánico. El estado de camila debía de ser grave. Se preguntó cómo podía sentir algo tan intenso por un hombre que no la quería. ¿Cómo el dolor de él se había hecho suyo? Pero así era. A pesar de todo, no deseaba que sufriera.

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