Pedro intentó centrarse en el periódico, pero la imagen de Paula y de su silueta contra la ventana llevando nada más que una camiseta y con el cabello alborotado, estaba ardiendo en su retina. Sus largas y esbeltas piernas le recordaron el modo en que lo había rodeado con ellas mientras él se deslizaba en su interior. El deseo que sintió esa noche al acostarse con ella a pesar de saber quién era, era algo que Pedro aún no podía perdonarse. Cuando oyó un sonido junto a la puerta, alzó la vista y allí se encontró a Paula, vestida con la misma ropa del día anterior. Eso lo irritó, y el hecho de verla tan vacilante y con el cabello completamente recogido hacia atrás lo irritó aún más.
—Siéntate y sírvete. Y deja de actuar, Paula. Ahora estás aquí y he sido sincero al decirte lo que puedes esperar que suceda, nada va a cambiar eso.
Paula se sentía intimidada ante su irresistible aspecto y ese telón de fondo, con Roma prácticamente a sus pies. Parecía un hombre plasmado en una revista como la quinta esencia del magnate moderno. Después de servirse café y unas pastas, se sentó para desayunar y a cada mordisco o sorbo que daba no dejaba de repetirse que ese hombre era un autócrata controlador y vengativo.
—Necesitaré tu certificado de nacimiento y tu pasaporte.
—Necesitaré que me los devuelvas.
Pedro sonrió con crueldad.
—No te preocupes, no tengo intención de confiscar tu pasaporte como si fuera una especie de señor medieval. Cuando veas Sardinia, sabrás que escapar será extremadamente peligroso. Sin mencionar el hecho de que, incluso si fueras a intentarlo, la deuda de Ariel volvería a estar a tu nombre en cuestión de veinticuatro horas, después de que las autoridades pertinentes hubieran sido informadas. Sin embargo, me quedaré con el pasaporte como garantía mientras estamos en Roma.
La taza de Paula hizo ruido contra el plato. Estaba invadida por la rabia.
—Por mucho que me gustaría marcharme y no volver a verte la cara, la idea de estar aquí y convertirme en una molestia constante para tí me atrae.
Pedro se inclinó hacia delante y con una fría sonrisa dijo:
—No me pongas a prueba, Paula, y no intentes jugar con fuego. No ganarás.
Más tarde ese día. Paula tuvo que admitir que Pedro Alfonso era posiblemente la persona más fría que había conocido nunca. El hombre del club era tan distinto al hombre que ahora estaba sentado en el salón de la boutique, que tuvo que preguntarse si se había vuelto loca al permitir que se convirtiera en su primer amante. Salió de sus pensamientos cuando la dependienta señaló a los montones de ropa que los rodeaban.
—¿Está segura de que no quiere ver nada más, señora? ¿Algo un poco más alegre?
Paula negó con la cabeza.
—Estoy segura —dijo con firmeza.
—Pero, señora, el vestido que ha elegido para llevar en el registro…
—Así está bien. De verdad. Yo… quiero decir, mi prometido y yo estamos de luto, así que no sería apropiado ir vestida de blanco.
La joven se sonrojó.
—Lo siento, no lo sabía… Bueno, sabía lo de la hermana del signore Alfonso, pero… —añadió la dependienta, avergonzada, antes de empaquetar todas las compras.
Un grupo de paparazzis los había seguido durante todo el día en cuanto habían salido del ático. Pedro la había llevado a varias tiendas y en ninguna de ellas se había comportado como el típico prometido caballeroso; la había ignorado hasta que la ropa estaba empaquetada y ella preparada para marcharse. Cuando salieron de esa tienda, a Paula le llamó la atención una imagen y un titular que vio en un puesto de periódicos. Los paparazis por fin habían desaparecido, seguramente satisfechos con todas las fotografías que les habían hecho mientras hacían las compras en las que Pedro había insistido.
—¿Qué dice? —le preguntó ella temblorosa cuando Pedro tomó el periódico.
—Dice: «Una nación perderá a su soltero de oro cuando Alfonso se case en pocos días».
Paula sintió náuseas. Estaba atrapada en esa telaraña que Pedro había tejido… con su ayuda… y ahora no podría escapar hasta que tuviera al bebé. Pero, curiosamente, ese pensamiento no despertó el miedo que esperaba. Sabía que, como madre del bebé tendría derechos, por muy rico y poderoso que fuera Pedro.
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