Paula agarró la toalla con fuerza sintiendo el familiar ardor encenderse dentro de ella. Temblaba mientras lo miraba incapaz de apartar la vista.
—Paula —el nombre sonó más a gemido esa vez—, márchate.
Sabía que él tenía razón, pero no podía. Todo lo que sentía era deseo. Puro, torrencial deseo. No importaba otra cosa. Ni el recuerdo de sus brutales palabras cuando se habían besado, ni el dolor que había sentido después. Había vivido tanto tiempo con dolor y sensación de pérdida que el mañana no importaba. Pedro se quedó plantado en la playa, en silencio. Paula tragó con dificultad temblando por el aura de energía que había en él. Parecía más grande que nunca. Increíblemente masculino y excitante. Una parte atávica de ella quería escapar. Podía sentir el almizclado olor de su piel mojada y se preguntaba a qué sabría.
—¿No me oyes? —rugió—. Vuelve a casa.
Estaba tan cerca, que podía sentir su aliento caliente en el rostro. Paula alzó la barbilla y cerró los ojos. A pesar del agua del Egeo, su piel ardía, podía sentir el calor. Pedro respiraba acelerado, pero no tan rápido como su pulso desbocado.
—¡Sto Diavolo! —su voz era ronca—. Acabarías con la paciencia de un santo. ¿Has perdido el juicio? —parecía desesperado.
Pero no podía estar más desesperado que ella. Se acercó a aquella voz y él le puso las manos en los hombros, seguro y posesivo. Paula suspiró por el sentimiento de anticipación que le bajaba por los brazos, el torso. Los pezones se le endurecieron.
—No, Paula —sonó la voz de Pedro por encima de ella—. No, no podemos.
Pero sus dedos bajaban por los hombros. Sus cuerpos se comunicaban directamente y no había ningún error. Ella alzó la mano hasta que se encontró con la ardiente y húmeda piel en la yema de sus dedos. Deliberadamente despacio, apoyó contra él la mano entera, piel con piel, y un mundo de sensaciones explotó en la palma. Recorrió la solidez de sus clavículas, se detuvo un momento y después siguió hasta el borde de la mandíbula. Sintió el violento latido de su sangre.
—No deberías tocarme, ¡Ah! —sus palabras se ahogaron mientras las manos de ella bajaban por su pecho y sentían el ardiente latido del corazón en su interior.
Las manos de Pedro saltaron de los hombros a los brazos, a la espalda, al cuello, la cara, se enterraron en el pelo. El beso fue implacable. La lengua exigente mientras exploraba, dominaba, exigía una respuesta. Paula desplegó los brazos alrededor del húmedo torso, apretándose contra la lisa piel. Sintiendo los sólidos músculos contra su cuerpo. La presión de su erección. Instintivamente ella supo que aquello era lo que quería desde el principio. Los dos juntos. Eso era lo que había anhelado. Lo que había intentado mandar a un oscuro rincón de su cabeza como si pudiera esconderse. La urgencia de posesión que le nublaba la cabeza era tan fuerte que se sentía sacudida. Era incluso más poderosa que el deseo, que la necesidad de más... Más sensación. Más sentimiento. Más...
—Paula —lo sintió más que oírlo en medio de los apasionados besos.
Pedro estaba con ella, verdaderamente la deseaba.
—Dime que pare, Paula.
¿Cómo iba a hacer algo así cuando sus besos le hacían arder? ¿Cuando el cuerpo de él mostraba al suyo una promesa tan irresistible que se estremecía sólo con el tacto de sus manos? ¿Cómo iba a apartarse de él cuando era suyo? Suspiró dentro de su boca. Aquello era perfecto.
Pedro sintió el suspiro. Sintió su respiración mezclarse con la de ella y supo que estaba perdido. Dejó que su mano bajara desde el sedoso pelo y recorriera el cuerpo de ella como tantas veces había deseado. Cuando la había visto entre la sombra había pensado que era una aparición, pero era real. La envolvió con los brazos y la atrajo fuertemente contra su cuerpo. Aquello era demasiado bueno para ser verdad. Demasiado perfecto. Ninguna mujer podía ser tan perfecta. Se estremeció al sentir cómo ella recorría su espalda con las manos hasta la cintura y sus dedos acariciaban el borde de sus nalgas. Se quedó en blanco. Era incapaz de pensar con coherencia. Sólo le guiaba el instinto. La besó y acercó la parte baja del cuerpo contra ella. Se movió de modo automático, llevándola con él mientras se arrodillaba y con una mano extendía en la arena la toalla. Ni siquiera interrumpió el beso mientras se arrodillaba. Sentía la respiración de ella en la boca mientras le desabrochaba los botones de la blusa y ella separaba los brazos para que pudiera quitársela. El sujetador le costó sólo un tirón y por fin sus manos encontraron los pechos. Firmes, redondos, maduros. Mientras los acariciaba ella gemía de delicia dentro de su boca. No iba a poder contenerse. Incluso mientras acariciaba la suavidad y torturante rotundidad de su carne, los duros pezones, toda su atención tenía que ponerla en no quitarle los vaqueros y simplemente penetrarla como un bárbaro. Ella se apartó sorprendiéndolo. Instintivamente, la siguió, encontrándose a gatas encima de la toalla. Bajó la mirada hacia las manos de ella mientras se desabrochaba los vaqueros. Se los quitaba. Las bragas. Revelando un oscuro triángulo de feminidad. La suave curva de las caderas. Los delgados muslos. Cerró los ojos en una búsqueda desesperada de control, pero incluso en la oscuridad podía verla desnuda delante de él. Sentir la imposible suavidad de los pechos llenando sus manos. Y su aroma. Su fresco y siempre excitante perfume. Olor a hembra. Respiró hondo y los brazos apoyados en el suelo temblaron.
—Pedro —era un sonido cargado del mismo deseo que tenía él.
Abrió los ojos para mirar a la mujer que yacía delante de él. Sintió unos dedos recorriendo su pecho. Se abalanzó sobre ella cubriéndola por completo de modo que la sensación de su cálida carne le torturaba aún más. Respiraba cada vez más rápido. Sus cuerpos encajaban magníficamente. Ella abrió las piernas y las levantó de modo que pudo sentir la suavidad del interior de sus muslos en la parte exterior de las piernas. Se movió de modo que la parte inferior de su cuerpo coincidiera con el centro de su feminidad. Hubo un siseo, suyo o de ella, no lo sabía. Y movimiento. Fricción, invitación deliberada. ¿Había levantado ella las caderas o había bajado él? Estaba demasiado aturdido como para estar seguro. Todo lo que sabía era que tenía que concentrarse en no moverse. No hacer nada. Sólo estar...
Paula movió las piernas rodeándolo con ellas, le pasó las manos por el cuello y tiró de él hacia abajo. Y, claro, él bajó, más cerca de ella, besándola, sabiendo que nunca tendría bastante. Se echó para atrás despacio, deslizando la mano suavemente entre los muslos de ella. Sophie gemía y a él cada vez se le aceleraba más el pulso. Entonces, los dedos de Pedro encontraron oro y el cuerpo entero de ella se tensó. Y otra vez. Presionó más y la encontró suave y acogedora, haciendo que quisiera ir más allá, más dentro. Entonces, con una simple e incontrolable embestida, se unió a ella de forma tan completa, que entre los dos no había ni principio ni final. Se hizo el silencio durante un segundo y después Paula empezó a temblar entre sus brazos. Desde el interior de ella el temblor se fue convirtiendo en estremecimiento y finalmente en clímax. Entonces, la inevitable respuesta en forma de movimiento empezó dentro de él haciendo que cada vez fuera más rápido, más profundo. Hasta que el mundo se hizo añicos convirtiéndose en una figura borrosa de llamas y deslumbrantes luces.
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