En cuestión de segundos, además de darse cuenta de que tenía unos hombros muy anchos y de que mediría más de un metro ochenta, supo que tenía la clase de cuerpo que le volvería loco a Juan. Llevaba un grueso abrigo, pero por debajo del botón de arriba de la camisa se veía una suave piel aceituna y un escaso y crespo vello negro. Paula no podía entender la ardiente sensación que invadía su cuerpo, el crepitar en su sangre cuando sus miradas se quedaron enganchadas durante lo que parecieron siglos. Se le cortó la respiración y sintió un mareo, como si se tambaleara. ¡Y eso que seguía sentada en el taburete!
—¿Señor?
El hombre esperó un instante antes de mirar a Rob e indicarle algo. Paula se sintió como si hubiera estado suspendida en el aire y ahora, de pronto, estuviera precipitándose de vuelta a la tierra. Fue una sensación de lo más extraña. La voz del hombre era profunda y grave, acentuada, y antes de que pudiera darse cuenta, Juan estaba sirviéndole otra copa de brandy.
—Es de parte del caballero.
Juan se alejó mientras silbaba en voz baja.
—Oh, no, de verdad. Iba a marcharme ahora mismo…
—Por favor. No te marches por mí.
Esa voz dirigida directamente a ella la golpeó como si fuera una bola de demolición. Era intensa y tenía ese delicioso acento extranjero. Cuando él le sonrió, la habitación pareció darle vueltas.
—Yo… —dijo Paula, sin lograr nada.
El hombre se quitó el abrigo y la chaqueta revelando el impresionante cuerpo que Paula había sospechado que se escondería debajo. Su ancho torso estaba a escasos centímetros de ella y el tono oscuro de su vello era visible a través de la seda de la camisa, en la que se marcaban unos definidos pectorales. Se sentó en un taburete a su lado y entonces ella supo que estaba perdida porque en cuestión de segundos ese completo desconocido había despertado su cuerpo de un letargo de veintidós años.
—Bueno… está bien. Me tomaré la copa a la que me has invitado —logró decir antes de agarrar el vaso.
—¿Cómo te la llamas?
—Paula. Paula Chaves—respondió tras pensar en ello por un segundo.
Él le dirigió una mirada enigmática.
—Paula… —pronunció el hombre con un sensual acento haciendo que a ella se le pusiera la piel de gallina.
En una pequeña porción de su desconcertado cerebro, se preguntó si se había vuelto loca y a qué se debía esa inesperada reacción. ¿Estaría provocada por el impacto de los últimos días? ¿Por el gran dolor que sentía? Porque, aunque no podía decir que quisiera a su hermano después de los muchos años en los que había abusado de ella, no habría sido humana si no hubiera llorado la mejor parte de él y el hecho de que ahora ya no le quedara familia. Sin embargo, sentía más pena por Malena, la novia de su hermano, que también había muerto en el accidente de coche.
—¿Y eres de…? —le preguntó el hombre enarcando una ceja y adquiriendo así un aspecto algo diabólico.
—Irlanda. Regreso allí mañana. He estado viviendo aquí desde que tenía dieciséis años, pero ahora vuelvo a casa.
Paula estaba balbuceando y lo sabía. El la estaba mirando con intensidad, como si quisiera meterse en su cabeza, y enseguida ella supo que un hombre como ése podía consumirla por completo. Al pensar en ello, sintió un calor en su vientre y humedad entre las piernas. Estaba perdiéndose en sus ojos mientras él la miraba.
—En ese caso, brindo por los nuevos comienzos. No todo el mundo tiene la suerte de volver a empezar.
Paula captó cierta intención en su voz, pero él estaba sonriendo. Brindaron, bebieron y en ese momento sintió el deseo de seguir conversando con él.
—¿Y tú? ¿Cómo te llamas y de dónde eres?
Él tardó algo de tiempo en responder, como si estuviera meditando sobre ello, pero finalmente dijo:
—Soy de Italia… Pepe. Encantado de conocerte.
A Paula se le cortó la respiración. Malena también era de Italia, de Sardinia. Era una coincidencia, y muy dolorosa, por cierto. Él extendió una gran mano de dedos largos y ella se la estrechó con su pequeña mano cubierta de las pecas que tanto había detestado durante años. Impotente por el torrente de sensaciones que estaban recorriéndole el cuerpo ante su tacto, se le secó la boca y lo miró con intensidad mientras él le dedicaba una sexy y devastadora sonrisa. «¡Oh, Dios mío!». Finalmente, retiró la mano y la escondió bajo la pierna. De pronto sintió la necesidad de alejarse de esa intensidad, no estaba acostumbrada a algo así. Estaba asustadísima y bajó del taburete como pudo, aunque al hacerlo rozó el cuerpo del hombre provocando diminutas explosiones dentro de ella.
—Discúlpame. Tengo que ir al lavabo.
Con piernas temblorosas, salió de la zona VIP y cruzó el club, que estaba llenándose con rapidez y cuya música se oía a través de las cortinas de terciopelo. Entró en el aseo, cenó la puerta y se apoyó en el lavabo. Vió su reflejo en el espejo y sacudió la cabeza. Estar lejos de ese hombre no la estaba ayudando a calmarse ni a mitigar el rubor de sus mejillas. Tenía su imagen clavada en la mente. ¿Por qué le estaba pasando eso? ¿Y precisamente esa noche? Ella no tenía nada de especial: cabello rojo oscuro largo y liso, ojos verdes con tonos avellana y una piel clara y pecosa. Demasiado pecosa. Un cuerpo larguirucho y nada de maquillaje. Eso era todo lo que veía.
No hay comentarios:
Publicar un comentario