—Pepe, yo…
—Shhh —le puso un dedo en los labios para hacerla callar, y en el fondo ella lo agradeció porque no estaba segura de lo que iba a decir. Por alguna razón, esa noche estaba marcada por una enigmática y silenciosa comunicación.
Él alzó las manos y rodeó con ellas el rostro de Paula, mientras enredaba los dedos en los sedosos mechones de su cabello. Se acercó más todavía y sus cuerpos se rozaron. Agachó la cabeza y ella cerró los ojos, incapaz de seguir manteniéndolos abiertos. El primer roce de los labios de Pepe fue fugaz. Paula comenzó a respirar de forma entrecortada e, instintivamente, alargó los brazos para agarrarlo por la cintura. El le echó la cabeza atrás con delicadeza y ella abrió los ojos para mirar directamente a esos dos pozos dorados moteados de verde.
Tras un largo momento, él volvió a bajar la cabeza, pero en lugar de besarla donde ella más lo deseaba, en la boca, rozó con sus labios la delicada piel de sus sienes, de sus mejillas y más abajo, hasta donde el pulso latía aceleradamente bajo la piel de su cuello, que también saboreó. Ella giró la cabeza en busca de su boca. Quería que la tomara, quería sentir sus lenguas entrelazadas…. pero Pepe parecía tener otras ideas. Paula de pronto se sintió desconcertada y no fue consciente del suave gemido de desesperación que escapó de su boca. Los ojos de Pepe estaban centrados en su boca, pero en lugar de besarla, tal y como ella deseaba, posó una mano sobre su trasero y la llevó contra sí, haciéndole notar su excitación. En ese momento ella se olvidó de los besos y todo su deseo se concentró más al sur, en el centro de sus ingles. Deslizó las manos a lo largo de la espalda de Pepe y pudo sentir los músculos que se movían bajo la seda de su camisa. Con impaciencia comprobó que deseaba sentir su piel y comenzó a sacarle la camisa de entre los pantalones, gimiendo suavemente cuando sus manos entraron en contacto con su cálida y suave espalda. Pepe le echó atrás la cabeza para dejar al descubierto su cuello y volver a cubrirlo con la boca. La respiración de Paula era acelerada mientras ella movía las caderas instintivamente contra su cuerpo. El se apartó y la miró con un fiero brillo en los ojos.
—Eres una hechicera.
—No, simplemente soy Paula…
Los ojos de Pepe se iluminaron con algo que ella no pudo descifrar, y él apretó la mandíbula. Se movió ligeramente, haciéndole sentir su poderosa erección. Al instante, la tomó en brazos y la llevó al dormitorio, igualmente suntuoso, con una gran cama con cuatro postes y cuya colcha estaba retirada, como invitándolos a entrar en ella. La dejó en el suelo y, temblando, ella se quitó los zapatos; sus dedos se encogieron sobre la gruesa alfombra. Cuando después de apartar los cojines, él se giró para mirarla. Paula vió deseo en sus ojos y entonces supo que no podía echarse atrás. Era el destino. Estaba destinada a estar con ese hombre y estaba tan segura de ello que no lo dudó ni por un instante. Caminó hacia él y alzó las manos para comenzar a desabrocharle la camisa. A medida que sus manos descendían y ese ancho torso iba siendo revelado, poco a poco, el temblor de sus dedos aumentaba más y más. Al llegar al último botón, Pepe le apartó las manos con impaciencia y se arrancó la camisa, que cayó sobre la alfombra. Ante la desnuda extensión de su pecho. Paula se sonrojó. Alargó una reverente mano y lo tocó tímidamente, deslizando los dedos sobre sus duros pezones. Cuando lo miró a los ojos, éstos estaban cerrados. Al instante, Pepe los abrió y la dinámica cambió. La giró y le levantó el pelo que le caía sobre la nuca, obviamente buscando una cremallera o algo para desabrocharle el vestido.
—Es un vestido jersey.
La giró hacia él, con un cómico gesto de impaciencia.
—¿Un qué?
Paula no pudo responder. Simplemente bajó las manos hasta el dobladillo de su vestido y lo fue subiendo, por sus muslos y caderas, por su cintura y su pecho, hasta que lo vio todo oscuro y supo que él estaba contemplando su cuerpo. No podía ver su reacción, pero la sentía en el aire. Finalmente se sacó el vestido por la cabeza y mientras lo apartaba, sintió su cabello cayéndole sobre la espalda. No podía mirar a Pepe, la timidez se lo impedía. Por otro lado, era consciente de que la ropa interior que llevaba debía de resultar muy aburrida en comparación con el encaje y la seda que suponía que llevarían las mujeres con las que estaba acostumbrado a estar. Lo suyo eran sencillas prendas de algodón blanco y, si no recordaba mal, ésas en particular eran tan viejas que tenían un agujero en la costura. De pronto sintió pánico; tenía los pechos demasiado pequeños y las caderas demasiado estrechas. Su hermano siempre le había dicho con sorna que tenía figura de chico. Con la cabeza agachada, se cubrió el pecho con los brazos e inmediatamente sintió calor cuando Pepe fue hacia ella y se los bajó. Se sentía ridícula y no quería tener que ver desprecio en sus ojos ante ese cuerpo nada femenino. Él le levantó la barbilla con un dedo, pero ella seguía con los ojos cerrados.
—Paula…
De nuevo su voz y su sensual acento la hicieron derretirse por dentro. Con reticencia. Paula abrió los ojos y ladeó la cabeza en un inconsciente gesto de dignidad antes de mirarlo a los ojos. La mirada que se encontró fue oscura, profunda y ardiente. Muy ardiente.
—Pero yo… no…
No hay comentarios:
Publicar un comentario