Además, había sido ella quien había esperado en la playa. Claramente aceptaba sus términos. Si estaba disgustada esa mañana... bueno, a él también le había costado separarse de ella. Al huir esa mañana se sentía culpable de haberse podido aprovechar de una invitada en su casa. Aun así era discutible quién había seducido a quién en la playa. Era como una sirena atrayéndolo para que olvidara sus escrúpulos, sus dudas, todo menos la necesidad de tenerla entre sus brazos. Quería estar con ella de nuevo, pero entonces querría estar con ella toda la noche y todo el día. Su absoluta receptividad lo había sorprendido, urgiéndolo en lo que deseaba, haciendo que tomara de ella lo que nunca había tomado de ninguna otra mujer. Haciendo que la amara más completamente de lo que hubiera pensado que era posible. Había recibido excelentes noticias de los médicos de Camila. Las mejores. Y ya sabía cómo iba a celebrarlo.
—Sí, señor, salió hace un rato hacia el mar, creo —dijo su ama de llaves. Hizo un pausa y siguió—. No tenía buen aspecto, estaba pálida y no había comido nada, ni un bocado.
Lo asaltó un presentimiento haciéndole sentir un vacío en el estómago. Algo iba mal. Lo había sabido en cuanto no había visto a Paula en casa.
—Ah, ya está aquí —dijo el ama de llaves al oír el sonido de la puerta principal y los ligeros pasos de Paula en el vestíbulo—, ¿Quiere que...?
—No. Está bien —dijo dándose la vuelta e ignorando la mirada de curiosidad del ama de llaves.
Fue hasta el vestíbulo, pero Paula había desaparecido. Subió las escaleras de dos en dos, un atávico presentimiento le hacía correr. Abrió la puerta del cuarto de ella y allí estaba, con las ropas que había elegido para ella esa mañana. De algún modo ese hecho le parecía más íntimo que todo el sexo desesperado de la noche. Algo cálido y tierno ocupó su pecho mientras la miraba. El sentido común le hizo respirar hondo. Deseo, eso era lo que sentía. Nada de complicaciones. El cabello rodó sobre sus hombros cuando se giró para mirarlo. Recordaba su aroma, su suavidad imposible mientras se escurría entre sus dedos. Su aproximación automática a ella se detuvo cuando vio su demacrado rostro. Su cara era un máscara y sus ojos estaban hinchados y tristes.
—Paula, ¿Qué pasa? —sintió una punzada de temor al mirarla a los ojos.
Apenas podía creer que fuera la misma mujer que había dejado en la cama esa mañana.
—Nada —dijo con voz ligera y aguda.
Abrió el armario y dejó dentro unas sandalias. ¿Qué estaba pasando?
—¿Dónde has estado? —preguntó él. Debía de haber pasado algo en su ausencia.
—Abajo, en la playa —se dió la vuelta y se dirigió al cuarto de baño con un montón de ropa en la mano—. He estado recogiendo la ropa que se quedó allí anoche.
El rubor se le extendió hasta la garganta. Se quedó delante de él, pero sin mirarlo. Se mantuvo quieto, controlando las ansias de ir hasta ella y abrazarla. Quería reconfortarla.
—Has vuelto pronto —dijo ella finalmente con algo de sarcasmo en su entonación.
Pedro intentó apagar la voz de su conciencia, la voz que le decía que ella tenía razón, que insistía en que se había portado mal. No se trataba de un rival en los negocios, ni de la mujer inmadura con la que había cometido el error de casarse. Era Paula: dulce, sincera y compasiva. Pero eso no importaba, se dijo de nuevo. Había hecho lo correcto. No tenía tiempo para líos emocionales. Simplemente estaba siendo sincero con ella. A lo mejor había sido poco considerado desapareciendo así, pero no podía remediarlo.
—Tenía mucho que hacer... —empezó.
—Claro —asintió ella—. El hospital. Tus negocios. Debes de tener mucho trabajo atrasado después del tiempo que has pasado sin prestarle atención.
Se sentía terriblemente incómodo. ¿Culpable? Después de todo había propuesto él aquellas reuniones para poder alejarse de la casa. No estaba acostumbrado a recurrir a subterfugios y la sensación le producía incomodidad.
—No estás enfadada, ¿Verdad?
Esperó su reacción a ver si aceptaba su negligencia tan fácilmente. ¿Dónde estaba su fuego? ¿Dónde estaba la mujer apasionada que había captado su... interés... desde el principio?
—¿Por qué iba a estar enfadada? —dijo mirando al infinito por encima de él—. Eres un hombre muy importante con un imperio comercial que dirigir y yo... —tragó con dificultad y parpadeó—. Yo estaba cansada. He dormido horas.
Algo no iba bien. A pesar de su mirada directa, de sus palabras, algo iba definitivamente mal. Dió un paso en dirección a ella.
—Aunque debo admitir —siguió rápidamente alzando la barbilla— que en mi país existe la costumbre de darle los buenos días a una mujer con la que has pasado la noche —sus ojos brillaron—. Hacerlo en persona es lo mejor, pero una nota o incluso una llamada de teléfono puede ser suficiente. Se considera de mala educación desaparecer sin decir nada.
Sus palabras lo dejaron clavado en el sitio. No por lo que se apreciaba tras ellas, sino por la implicación de lo que había dicho: «En mi país...».
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