martes, 14 de enero de 2020

A Su Merced: Capítulo 44

Ése era el hombre al que amaba. El hombre que le había robado el corazón. Guapo, tierno, protector. El más sensible, cariñoso y apasionado de los amantes. Su propio cuerpo, incluso su mente, funcionaban en contra del recuerdo del daño que le había hecho. No importaba lo lejos que huyera, incluso aunque fuera hasta Sidney, nunca se libraría de ese sentimiento que tenía por él. Paula suspiró dentro de su boca mientras las manos le acariciaban los pechos. Deslizó las manos por detrás del cuello de Pedro y no protestó cuando la tumbó en el asiento. Sintió la urgencia en él cuando se le aceleró la respiración. Las caricias se volvieron más fuertes mientras le desabrochaba los botones de la blusa. Sabía lo que quería él. Allí mismo, en un coche, a la luz del día. Y ella quería lo mismo. Sólo una última vez. Se arrepentiría después, pero ya no había mentiras. Él había ganado. Giró la cabeza y la enterró en el cuello de él disfrutando de su masculino aroma.

—¿Paula? —dijo mientras le acariciaba una mejilla—. Ah, Paula mou. No llores, por favor, no llores —su voz era un grito de dolor.

Eran lágrimas por sus esperanzas abandonadas. Hubo un movimiento, unas fuertes manos y un cuerpo aún más fuerte contra ella. Y entonces estaba sentada, pero no en el asiento de la limusina, sino en los muslos de Pedro, cruzada encima de él, apoyada en su pecho con la cabeza descansado en el hombro y sus brazos envolviéndola.

—Te he hecho daño —las palabras eran un susurro entre su pelo—. Lo siento, Paula. He sido un monstruo. No quiero volverte a hacer daño nunca más.

Sollozó al notar la sinceridad en su voz. No querría hacerle daño, pero no podía evitarlo. Era inevitable cuando ella quería de él mucho más de lo que él podía darle.

—Quiero cuidar de tí, Paula, si me dejas. No quiero que te vayas. Quiero que te quedes, con Camila y conmigo. Para siempre.

No. Eso no era verdad.

—¿Te casarías conmigo, Paula? —le acariciaba el pelo con la mano suavemente—. ¿Te casarías y vivirías con nosotros, aquí?

Por un instante, Paula sintió un burbujeo de felicidad y después se apagó por las consecuencias de sus palabras. Por un momento había olvidado que Camila había sido la única razón por la que había ido a Grecia. Camila tenía que ser la única razón por la que le estaba pidiendo que se casara. Quería a su hija y haría cualquier cosa, incluso casarse, para que fuera feliz.

—No —susurró ella cuando consiguió recuperar la voz.

—¿No? —su voz era un rugido sordo—. ¿Qué dices?

—No hay nada entre nosotros —dijo y se apartó de él—. Sólo sexo —dijo mirándolo a los ojos con la esperanza de que la creyera.

—¿Cómo puedes decir eso? —frunció el ceño salvajemente.

—Es la verdad.

—Estás mintiendo, Paula.

—No puedes tenerme aquí en contra de mi voluntad indefinidamente.

—Y ¿qué pasa con Camila? No puedes abandonarla porque estés enfadada conmigo.

—Me... importa Camila, mucho. Pero encontrarás a alguien que la cuide. No me necesitas a mí para eso.

—¿Crees que quiero casarme contigo para que cuides de Camila?

Paula se encogió de hombros y bajó la mirada.

—Es lógico. Le gusto a Camila. Además le recuerdo a su madre —dejó su vista abajo, tragó y se obligó a seguir hablando—. Tampoco dudo que te recuerdo a tu esposa. Es una solución perfecta desde tu punto de vista, pero no es lo que yo quiero.

El silencio se hizo sólido entre ambos. Paula siguió mirándose al regazo, luchando contra el deseo de oírle decir que era la única mujer para él.

—Debería haberte hablado antes de Laura —dijo en una profunda voz que resonó entre los dos.

—¡No! —eso era lo último que quería oír—. No hay necesidad.

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