—Siéntate —era una orden a pesar de la debilidad de su voz.
Paula le sostuvo la mirada sabiendo que los dos estaban recordando a su madre. Acercó una silla y se sentó al lado de su abuelo.
El sol se había ocultado ya dejando a media luz el sendero del acantilado. Paula respiró el aire salobre tan distinto del olor a desinfectante del hospital. Se envolvió en sus brazos para sobreponerse al dolor provocado por la confusión de emociones que la asaltaba y que cada día que pasaba era más fuerte. Ese día no había sido distinto de los anteriores. Un paseo temprano cerca del mar y después al hospital. Unos minutos de conversación amable con Pedro mientras salía de la habitación de Camila. Nada extraordinario. Y aun así... se sentía en carne viva, alterada por intensas emociones. Se sentía optimista. Eleni parecía mejor, hacía progresos diarios. Incluso su abuelo parecía mejor que en la primera visita, hasta podía decirse que estaba empezando a desarrollarse una relación de cercanía entre ellos.
Paula cerró los ojos y se puso de cara a la brisa buscando apaciguar sus confusos pensamientos. Vió a Pedro. Su figura de anchos hombros y ojos llameantes llenó su mente como siempre. No había escapatoria, a pesar de que los dos hacían todo lo posible para evitarse. Él era una tentación en estado puro. La fuerza para resistirse era casi imposible, sobre todo cuando él trataba de mejorar las cosas. No simplemente con gestos sencillos como un ramo de rosas blancas y una nota de disculpa tras la última confrontación. O el ofrecimiento de un recorrido en yate por las islas del Egeo sin compromisos. No, lo que apreciaba era algo mucho más intangible. La primera vez que había visto a su abuelo se había sentido vacía, impactada por la profundidad de su propia turbación interna. Había salido de la habitación y se había encontrado con que Pedro la esperaba. Alto, silencioso y reconfortante. Ni siquiera lo había rechazado cuando la había tomado del codo y se la había llevado. Habían caminado en silencio por el hospital. El gesto de él era indescifrable, pero algo en sus facciones hablaba de comprensión. Desde entonces, cada vez que salía de ver a su abuelo, Pedro estaba esperando. Y su sólida presencia, su apoyo, significaban más de lo que ella habría pensado que fuera posible. Abrió los ojos y empezó a bajar. Tenía tantas cosas en la cabeza: la mejoría de Camila; los sentimientos por su abuelo; y el dilema de si volver a su casa o no. Era hora de retomar su vida en Sidney, pero de algún modo no era capaz de tomar la decisión de irse. Se decía que se quedaba por Camila. Además, había empezado a explorar el tenue vínculo con Luis Schulz. Le había dicho que se marcharía pronto y a él le había parecido muy bien la idea de que volviera de visita a Creta. Pero por encima de todo estaba Pedro. Había algo en su cuerpo y en su alma que sólo existía cuando estaba con él.
Casi no había luz cuando llegó a la playa, pero la arena todavía estaba caliente. Se arrodilló y sintió que las emociones que tan desesperadamente trataba de controlar se desbordaban. ¡Cómo echaba de menos a su madre! Cuánto necesitaba su amor y sus consejos. Se cubrió los ojos con las manos mientras sentía correr las lágrimas por las mejillas. Estaba oscuro cuando finalmente levantó la cabeza. La noche había caído de repente, como un telón. Pero ya había algunas estrellas. Apoyó la mano en el suelo para levantarse, pero en lugar de tocar arena notó algo suave. En la oscuridad pudo apreciar una forma grande y pálida a su lado. Una toalla. Apoyando las dos manos en el algodón, se puso en pie. Aquélla era una finca privada con grandes medidas de seguridad. No podían entrar turistas. Se dió la vuelta y miró al mar. No había visto a nadie bañándose cuando había llegado, ¿o había estado tan concentrada en sus tristes pensamientos que ni siquiera se había dado cuenta? No había nadie en las sombras, pero ¿más lejos? El sonido de las olas no le dejaba oír nada más, pero entonces se dio cuenta de que algo se movía. Un forma negra en el mar. Se dirigía derecha a la playa. Pudo oír el sonido de un cuerpo nadando en el terciopelo negro del mar. Se le habían acostumbrado los ojos a la oscuridad y consiguió ver el momento preciso en que alcanzaba la orilla y se ponía de pie. Unos anchos hombros emergieron y sacudió la cabeza. Y Paula ya no pudo apartar la vista. Se le aceleró la respiración al ver a Pedro, no podía ser nadie más, surgir de entre las olas. Podría haberle avisado de que no estaba solo. Podría haberse dado la vuelta, concedido la privacidad que hubiera exigido para ella misma. Incluso en la oscuridad de la primera noche, pudo ver que estaba desnudo. Le faltaba el aire y se le aceleró el corazón mientras miraba hipnotizada. Era perfecto. Cada centímetro de su masculino cuerpo. La había visto. Se detuvo a medio camino, con el agua por las rodillas.
«¡Huye!», se dijo, «Sal de aquí tan rápidamente como puedas». Tenía que desaparecer antes de que fuera demasiado tarde. Ya había pasado por aquella atracción física, por ese incontenible deseo. Era todo lo que necesitaba, todo lo que quería de ella. Nunca le había ofrecido nada más. Cuanto más tiempo permanecía mirándolo hipnotizada, más débil se hacía la voz que le decía que se marchara. Más allá del laberinto de dolorosas emociones, más allá del dolor, la culpa y la duda, sólo una cosa estaba clara para ella: cuánto le gustaba ese hombre. Quería su cuerpo y su alma. Lo necesitaba con una desesperación que estaba más allá de la comprensión. Más allá de lo bueno y lo malo, del miedo al futuro. Recordaba la dicha de su boca en los labios, las manos en su cuerpo, su calor. Y deseaba eso de nuevo. Aquel anhelo por Pedro era autodestructivo. Una locura. Pero en ese momento no podía hacer otra cosa que quedarse de pie y esperarlo.
—Paula —su voz era hipnótica, como el susurro de las olas.
Siguió andando hasta que salió totalmente del agua. La luz de las estrellas dejaba adivinar el perfil de su musculoso cuerpo. El ángulo de la mandíbula. La forma de los puños. Los musculosos muslos. Su completa masculinidad.
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