Al ver a su buen amigo, Pablo Cameron, forzó a su mente a librarse de esos perturbadores pensamientos, pero cuando vio el cabello rojizo de su esposa, Mariana, sintió una sacudida, a pesar de que no era exactamente el mismo tono de pelo que… Los dos hombres se saludaron efusivamente.
—Por fin —dijo Pablo—. Creí que nunca te convenceríamos para que abrieras tu negocio aquí.
Pedro ignoró a su amigo y se inclinó para besar a Mariana en las mejillas. Estaba embarazada de su segundo hijo.
—Ha pasado mucho tiempo y lamentamos no poder llegar al funeral de Malena. Debió de ser devastador para tí y para Horacio.
Realmente conmovido, Pedro sintió algo oprimiéndole el pecho al ser testigo de la intimidad y la calidez creada entre el matrimonio. Pablo adoraba a su esposa y era muy protector con ella. Verlos juntos, aunque siempre resultaba un placer, tenía un efecto claustrofóbico en Pedro. No dudaba ni por un segundo que Cameron no fuera absolutamente feliz, pero sabía que la vida hogareña no estaba hecha para él. Ninguna mujer ocuparía ese espacio en su vida. Hacía mucho tiempo se había jurado no ser como su padre y entregarse a una mujer que algún día podría tener el poder de destrozar a su familia. Lo irritaba intensamente estar pensando en eso de nuevo… por segunda vez en muchos meses. Tras unos minutos juntos, Mariana les anunció la llegada de un conocido común y cuando Pedro miró atrás, en la distancia y junto a las puertas, le pareció ver un cabello rojo oscuro y una piel muy clara. No. No podía ser. El corazón le golpeó con fuerza contra el pecho.
Paula se quedó fuera del salón de baile del exclusivo hotel del centro de Dublín durante un largo rato. Los nervios la paralizaron temporalmente. Tenía que aferrarse a la sensación de injusticia, a la rabia que sentía en su pecho, porque de lo contrario fracasaría y dejaría que Pedro Alfonso se marchara sin conocer las consecuencias de sus actos. Respiró hondo y se reconfortó al pensar que, una vez que hubiera hecho lo que pretendía hacer, saldría de allí y se marcharía a casa sintiéndose algo mejor. Cruzó las puertas y se estremeció ante todo ese ruido y la multitud de asistentes. No se había molestado en arreglarse para la ocasión; de hecho, el único vestido que tenía, el que había llevado aquella noche en Londres, lo había tirado a la basura. Estaba vestida con unos pantalones vaqueros y una camiseta lisa bajo una ligera chaqueta, sin maquillaje y con el pelo recogido en una cola de caballo. Lo vió casi de inmediato. Estaba de espaldas, pero lo habría reconocido en cualquier parte. Su cuerpo, el muy traidor, reaccionó al verlo. Ese físico alto y poderoso le resultaba íntimamente familiar: la arrogante forma de ladear la cabeza, el pelo corto y negro, la espalda recta. Ella misma había recorrido esa espalda con sus dedos mientras se arqueaba bajo él. Podía recordar el sabor salado de su piel, el modo en que él la había llenado tanto que… ¿Podría seguir adelante con lo que se había propuesto? A su lado estaba el otro hombre de la foto, tan guapo como Pedro y, sin duda, igual de rico. Ignoró el miedo que le decía que saliera corriendo y siguió adelante, acercándose cada vez más y más a Pedro Alfonso.
Pedro sintió un escalofrió en la nuca. En ese momento, Pablo se detuvo a media frase, Mariana miró a su derecha y él captó un evocador aroma a rosas; un aroma muy reciente en su memoria. Su cuerpo ya estaba respondiendo enérgicamente, de un modo que no había sentido en… semanas, y ser consciente de ello supuso un duro golpe. Con una extraña sensación en el pecho, se giró y allí estaba Paula Chaves, mirándolo con esos enormes ojos verdes moteados de avellana. El tiempo pareció detenerse durante un largo rato mientras se miraban. Oyó a Mariana preguntar con curiosidad:
—¿Conoces a esta mujer?
—No, creo que no —contestó, negando la respuesta que ella estaba evocando en él.
Y así, se dió la vuelta y siguió hablando con Mariana y Pablo. Pedro no estaba acostumbrado a enfrentarse a verdades difíciles de asimilar. El nunca huía de nada, pero allí, y por primera vez en su vida, estaba reaccionando con tanta fuerza a una emoción que no quería explorar, que estaba escondiendo la cabeza bajo tierra. Paula no podía creer que él hubiera hecho eso, que hubiera negado que la conociera. La rabia se apoderó de ella y comenzó a temblar incontrolablemente mientras se movía para situarse directamente enfrente de Pedro, que la miró como diciéndole: «Ni te atrevas». Aunque lo hizo. Se atrevió.
—¿Cómo puedes fingir que no me conoces?
—¡Chaves!
Paula sonrió con aire triunfante.
—Si no me conoces, ¿Cómo sabes mi apellido?
Sabía que tenía que aprovecharse del factor sorpresa durante unos cuantos segundos como mucho y se giró hacia la pareja pensando: «Este hombre es colega de Pedro… Si pudiera manchar su reputación, aunque sólo fuera un poco…». Se había hecho el silencio entre la multitud que los rodeaba.
—¿Sabían que hace dos meses su amigo estuvo conmigo en Londres? Planeó…
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