martes, 14 de enero de 2020

A Su Merced: Capítulo 43

—Paula —le tendió una mano y ella la rechazó.

—¡Estate quieto! —alzó la voz—. Si te crees que quiero algo más contigo, estás muy equivocado.

La limusina era un espacio claustrofóbico. No había aire bastante para los dos. De pronto Pedro volvió a su sitio y manipuló el panel de control. La pantalla que los separaba del conductor bajó y él  dió algunas ordenes en griego. Después cerró de nuevo la pantalla y volvió a su lado. El coche bajó la velocidad y, en vez de seguir por donde siempre, giró al poco se apartó a un lado y se detuvo. Paula reconoció el sitio, un antiguo olivar dentro de la finca de Pedro. Ella oyó salir a Jorge y automáticamente intentó abrir su puerta, pero la puerta estaba bloqueada. Miró alrededor. Pedro tenía la mano en el panel de control.

—Desbloquea la puerta.

—Enseguida. Cuando hayamos hablado.

—No tenemos nada de qué hablar. Está todo dicho. Los dos sabemos donde estamos y ahora lo que quiero es salir.

—Queda mucho que discutir, Paula, antes de que los dos sepamos donde estamos —su voz era profunda y suave, pero se notaba presión en ella—. Serás libre de irte una vez que hayamos discutido lo que hay entre nosotros.

—No puedes hacer eso —dijo sacudiendo la cabeza—. ¡No puedes retenerme en contra de mi voluntad!

—Sólo hasta que me escuches —le tomó una mano y la colocó entras las suyas.

Ella no se resistió. Sintió el calor de las manos. ¿Cómo podía responder a su contacto de un modo tan automático?

—Entonces espero que estés dispuesto a afrontar una demanda por secuestro — Pedro ignoró lo que había dicho—. Lo digo en serio. ¿Qué pasará con tu reputación? La gente hablará, los rumores... ¿Dónde quedará tu buen nombre?

—Harás lo que consideres apropiado, pero después de que hayamos hablado — murmuró algo y le besó en la palma de la mano.

Un dardo de deseo subió por el brazo de Paula hasta el hueco de sus entrañas. Trató de concentrarse.

—No te quiero, ¿No lo entiendes? ¿Dónde está tu orgullo? —dijo ella pensando que eso le afectaría.

Alzó la vista mientras seguía inclinado sobre la mano de ella.

—Agapi mou, me necesitas tanto como yo a tí. Ayer fui un imbécil al pensar que alguna vez podría separarme de tí.

Se acercó más mientras ella luchaba contra el absurdo impulso de enterrar la cabeza en su hombro y abrazarlo.

—Jorge puede vernos —buscaba desesperadamente algo que detuviera el inexorable asalto a sus sentidos, a su autocontrol.

—Jorge se ha ido a casa andando —su respiración se calentaba según sus cabezas se acercaban—. Estamos en mi propiedad. Nadie nos va a molestar. Además, los cristales tintados nos ocultan.

Ocultar, ¿Para qué?

—¡No! —le empujó desesperada, pero era como golpear una roca—. No quiero...

La interrumpió con un beso. La lengua empujó en sus labios. Se inclinó sobre ella llevándola contra el rincón del asiento acolchado mientras las manos recorrían su cuerpo compulsivamente. No usó la fuerza, si lo hubiera hecho ella se habría enfrentado a él, sino la persuasión erótica, la suavidad. Y esa arma, en sus manos, era invencible. Sophie no tenía ninguna posibilidad. Lo saboreó en su boca, olió su aroma, sintió el estremecimiento del deseo donde él la tocaba.

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