jueves, 23 de enero de 2020

Venganza: Capítulo 11

—Me he acostado contigo, querida Paula, porque después de conocerte… después de verte, he decidido que ésta sería una forma más satisfactoria de hacerte enfrentarte a la verdad. No soy tan estúpido como para pensar que encontrarás a otro imbécil; después de todo, no perdiste el tiempo para saldar las deudas de Ariel, ¿Verdad? Sé lo de esa pequeña visita al Honorable Sebastián Mortimer de anteanoche, tras la cual las deudas de tu hermano quedaron misteriosamente pagadas. Sales muy cara.

—No me acosté con él —dijo Paula con voz temblorosa— y si te hubieras molestado en comprobarlo todo bien, habrías visto que las deudas fueron saldadas antes de que él viniera a verme.

—Bueno, está claro que conocía tus encantos y te pagó por adelantado.

Indignada por el modo en que él estaba interpretando la vida que había tenido con su hermano, bajó de la cama cubriéndose con las arrugadas sábanas que le recordaron esos momentos de seducción y pasión que habían vivido. Por el momento agradecía el hecho de que él no se hubiera dado cuenta de que era virgen porque no quería parecer vulnerable ante ese hombre. Las piernas le temblaban, parecían gelatina.

—Lo has supuesto todo muy bien. Si ya has terminado con tu juicio, te pido que me permitas vestirme para poder desaparecer de tu vista lo antes posible.

Pedro se la quedó mirando, y ella sabía que podía romper en llanto en cuestión de segundos. Lo que estaba viviendo era demasiado como para soportarlo.

—No te preocupes, jamás volvería a acercarme a tí. Lo único que lamento es que no tienes la inocencia que tenía mi hermana y que, aunque te esté haciendo algo parecido a lo que tú hermano quiso hacerle a ella, tú no sentirás ni un ápice del sufrimiento que ella habría experimentado.

Fue hacia la puerta, pero se volvió una última vez y con una mirada que le atravesó el corazón, se marchó. Paula oyó la puerta de la suite abrirse y cerrarse. Durante un largo rato se quedó allí, inmóvil, y después comenzó a respirar entrecortadamente a la vez que sentía náuseas. Llegó al lavabo a tiempo y vomitó. Temblorosa y sintiéndose débil, comenzó a llorar. Y entonces pensó en algo. Él no la había besado en ningún momento. No en la boca. No después de ese primer y fugaz beso que le había hecho desear más. Ahora lo veía todo muy claro, había evitado ese gesto que, para muchos, era un acto más íntimo que el de la penetración. Toda esa ternura había sido una mera ilusión, la había tomado con crueldad para darle una lección. No habían hecho el amor, había sido simplemente sexo. Había querido hacerla sentirse como una ramera barata y lo había conseguido. Y eso fue lo que la derrumbó por completo.






Dos meses después, Dublín

Paula intentó borrar de su cara la expresión de súplica, pero estaba desesperada. El hombre de mediana edad sentado al otro lado del escritorio se quitó las gafas.

—Me temo que no tiene la experiencia que estoy buscando. Creo que verá que muchas compañías opinan lo mismo.

Paula sabía que estaba librando una batalla perdida y por eso recogió su bolso y se levantó.

—Gracias por atenderme, señor O'Brien, y le agradezco su opinión. Tan sólo le pido que, sí queda alguna vacante en su compañía para puestos de becario, cuente conmigo.

Él le estrechó la mano con fuerza.

—Sin duda lo haré. Tendremos su curriculum archivado.

Era la misma historia en todas partes. Una recesión global se cernía en el horizonte, y todo el mundo estaba nervioso y apretándose los cinturones prescindiendo de empleados superfluos. Era la peor época para carecer de experiencia y volver a casa en busca de empleo. Y aun así, cuando salió del edificio para adentrarse en un espléndido día de finales de primavera, supo que se alegraba de estar lejos de Londres. Lejos de lo que había sucedido allí. Paula cruzó la abarrotada calle y maldijo por haber tomado la dirección que había tomado. Se encontraba frente al nuevo restaurante que acababa de abrir en una de las zonas más concurridas del centro de la ciudad. Valentinas. Lo que ofrecía esa cadena de restaurantes era una porción de vida italiana, una promesa, un estilo de vida relajada. Lo irónico era que, sin saber aún quién era el hermano de Allegra y sabiendo que ella tenía relación con la familia, la cafetería de los Alfonso en Londres se había convertido en su refugio. Allí había pasado horas durante su tiempo libre, estudiando o leyendo, tomándose un capuchino y disfrutando de ese momento de tranquilidad el mayor tiempo posible. Y ahora allí estaba ese restaurante, en Dublín, burlándose de ella con su brillante fachada y recordándole a su propietario. Estaba claro que Pedro Alfonso no estaba sufriendo la caída de la economía mundial. Desvió la mirada y pasó corriendo, mientras sentía una sensación de náusea cada vez mayor. Las náuseas ya le eran una cosa familiar. Había estado vomitando cada mañana desde el último mes, y cada vez se sentía peor. Finalmente, y tras una visita al médico la semana anterior, le habían confirmado el peor de sus temores: estaba embarazada. Todavía no lo había asimilado y, mucho menos, había podido decidir si ponerse en contacto o no con Pedro.

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