Él buscó sus labios con tierna pasión que de inmediato se transformó en un volcán de deseo. Para Paula, las tres últimas semanas habían sido como estar en el purgatorio. Le rodeó el cuello con sus brazos y abrió la boca para saborear su hechizadora lengua.
—Soy un hombre de acción más que de palabras —dijo Pedro mientras volvía su eterna arrogancia—. Necesito demostrarte cuánto significas para mí antes de que explote —se puso en pie y la llevó en brazos hacia una puerta—. A veces trabajo hasta tarde y duermo aquí —al otro lado de la puerta había una habitación, más funcional que decorativa, con una cama—. No es el lugar más romántico para tu primera vez, pedhaki mou. Si lo prefieres nos vamos a un hotel.
—No hay tiempo —murmuró Paula, excitada, mientras le desabrochaba la camisa—. Quiero que me hagas el amor ahora. No puedo esperar.
Pedro no necesitó más estímulos para quitarse los calzoncillos en un tiempo récord, pero antes, dudó un instante y la miró a los ojos.
—Por favor, quiero verte —susurró ella mientras se humedecía los labios con la lengua.
Su súplica casi le volvió loco y cuando por fin se deshizo de la ropa interior, la sólida longitud de su erección se proyectó orgullosamente hacia delante.
—Eres tan hermoso —susurró Paula sin rastro de aprensión ante la visión de su musculoso cuerpo.
Él era su dios griego y ella estaba impaciente por sentirlo en su interior. Sentía la oleada de calor entre los muslos y cuando él se tumbó a su lado, le agarró la cabeza y empezó a besarlo apasionadamente. Él le quitó el sujetador con dedos ligeramente temblorosos y acarició sus pechos con tierna reverencia antes de agacharse para besar los pezones. Paula gimió y arqueó la espalda, mientras pedía más. Sintió cómo la mano de él recorría su vientre plano hasta el diminuto triángulo de raso negro y ella levantó las caderas para que él la pudiera desnudar. Estaba desnuda salvo por las medias negras que contrastaban con su pálida piel. Pedro murmuró una maldición y bajó la cinturilla antes de separarle las piernas con cierta brusquedad, reflejo de su urgente deseo de meterse dentro de ella. Paula no sentía temor, únicamente placer, cuando él la acarició antes de introducir sus dedos dentro de ella para iniciar un baile erótico qué la hizo temblar. Cuando estuvo seguro de que ella estaba completamente relajada, deslizó una mano bajo su trasero para prepararla para recibirle. Ella sintió la dureza que se frotaba a la entrada de su vagina y separó más las piernas, ansiosa de ser una con el hombre que había atrapado su corazón.
—Te amo, Paula mou—las palabras surgieron desgarradoras mientras él la penetraba lentamente y se paraba al sentir la barrera de su virginidad—. No quiero hacerte daño —murmuró con voz ronca mientras intentaba controlarse.
—No lo harás. Confío en tí, amor mío —susurró ella mientras levantaba las caderas hacia él, se tensaba un poco y hundía las uñas en sus hombros mientras sus músculos se contraían alrededor de él y luego se relajaban cuando él empujó de nuevo y la llenó.
Él buscó sus labios con la misma tierna pasión con la que había buscado su cuerpo y empezó a moverse, lentamente al principio, para después aumentar el ritmo y penetrarla más profundamente mientras se intensificaban las sensaciones que provocaba en ella.
—¡Pedro! —ella gritó su nombre cuando las oleadas de placer aumentaron sin parar hasta llevarla a la cima de algún lugar mágico donde ella jamás había estado.
La agónica tensión que la agarrotó se liberó repentinamente en una tumultuosa cascada de placer que parecía imposible de soportar. En algún momento, ella oyó gritar a Pedro y se agarró instintivamente a él cuando su cuerpo se sacudió y empujó una última vez.
—¿Estás bien? —preguntó angustiado mientras respiraba con dificultad.
—Te amo —ella colocó un dedo sobre sus labios y se enjugó las lágrimas.
—¿Sabes que nunca te dejaré marchar? Vas a tener que casarte conmigo, agape mou. Por favor —añadió con voz ronca al ver la sorpresa reflejada en su mirada—. ¿Quieres convertirme en el hombre más feliz del mundo? Sé que tu carrera es importante para tí, y lo respeto, pero a lo mejor podrías establecer tu cuartel general en Grecia en lugar de en Inglaterra. Sé que lo pasaré fatal cuando acudas a algún compromiso —añadió con sinceridad—, pero te esperaré en casa.
Todas las dudas de Paula habían desaparecido, y con ellas su temor a no ser económicamente independiente.
—No has utilizado protección, ¿Verdad? —ella sonrió.
—No —dijo él, contrariado ante el cambio de tema.
—Y yo no tomo la píldora, de modo que, técnicamente, podría estar embarazada.
—Técnicamente supongo que sí.
Él contuvo el aliento ante el brillo reflejado en la mirada de ella.
—Creo que deberíamos darle a Cata un hermanito o hermanita cuanto antes, ¿Tú no? —murmuró mientras deslizaba la mano hasta el punto en el que sus cuerpos seguían unidos—. Y si me dejas salir del dormitorio de vez en cuando, siempre podría pasar modelos de ropa pre mamá.
—Te advierto, agape mou —contestó él con ojos oscuros de deseo mientras se movía deliciosamente en su interior—, que vas a poder salir muy poco del dormitorio.
FIN
jueves, 28 de noviembre de 2019
Desafío: Capítulo 48
Las oficinas de Alfonso Construction estaban en el centro de Atenas. Paula pasó del calor de la tarde al frío del interior del edificio. El corazón le latía con fuerza mientras se dirigía al ascensor. Sabía, por la hermana de Pedro, que el despacho estaba en la última planta. Luciana también le había advertido de que el humor de su hermano era pésimo desde su vuelta de Poros y que pensaba que ella era la única capaz de hacerle sonreír de nuevo. Eso parecía poco probable, pensó mientras el ascensor se paraba en la última planta. Tenía cuidadosamente ensayado lo que iba a decir, pero llegado el momento su confianza se esfumaba poco a poco. Respiró hondo y sonrió a la elegante mujer que supuso era la secretaria de Pedro mientras se dirigía al despacho. La mujer dijo algo en griego, seguramente algo referente a que él no quería ser molestado, pero la ignoró y abrió la puerta. Él parecía cansado y extrañamente abatido. No quedaba señal alguna de su habitual arrogancia, pensó ella mientras sentía su cuerpo reaccionar instintivamente a su masculinidad. Él debió de oír el sonido de la puerta, pero ni siquiera se molestó en levantar la vista mientras emitía un seco comentario en griego.
—Hola, Pedro.
Ella no sabía qué esperar y le asustó la mirada de dolor salvaje de sus ojos antes de ocultar sus emociones. Durante unos segundos, ella había leído en su corazón y sintió que le flaqueaban las piernas.
—Paula. Qué… agradable sorpresa —dijo fríamente—. ¿Qué haces aquí? —era típico de Pedro saltarse los rodeos e ir directamente al grano.
—¿No lo adivinas? —preguntó ella.
—Hace tiempo que dejé de intentar adivinar lo que pasaba por tu cabeza. ¿Por qué no me lo dices y así nos ahorramos tiempo los dos? —se reclinó en el asiento y la contempló descaradamente, como un sultán que inspeccionara a su última concubina.
Paula lo miró tranquilamente a los ojos. Su falda era más corta de lo habitual y mostraba sus largas y finas piernas envueltas en unas medias negras. Ella observó fascinada el rubor que aparecía en las mejillas de Pedro mientras sus ojos se deslizaban hasta sus talones. El deseo, esa feroz química que siempre había existido entre ellos, brillaba en sus ojos. Al menos era algo, pensó ella. La pasión era una emoción tan fuerte como el amor y, si hacía falta, la utilizaría para atarle a ella hasta que él ya no supiera dónde terminaba la pasión y empezaba el amor.
—A lo mejor esto te da alguna pista sobre el motivo de mi visita —ella atravesó la habitación mientras se desabrochaba la chaqueta y la dejaba caer al suelo.
No llevaba nada debajo, salvo un sujetador negro. Se echó el pelo atrás y oyó a Pedro respirar hondo, aunque su expresión seguía impasible. Con estudiada lentitud, ella se bajó la cremallera de la falda y movió las caderas para que se deslizara por sus muslos. Le resultaba increíblemente liberador deshacerse de las capas de ropa una a una. Pedro la había liberado de la idea de que su cuerpo era pecaminoso. Estaba orgullosa de sus pechos y su fina cintura, así como de sus infinitas piernas y del calor de la mirada de él, reflejo del placer que sentía al contemplar sus curvas.
—Muy bonito —dijo él en tono de suprema indiferencia—. Tu amante australiano es un chico con suerte.
—¿Quién? —Paula lo miró aturdida.
—Lisandro, o como quiera que se llame. Ese insecto de pelo largo y ojos de cucaracha.
—Te refieres a Leandro Travis, el cantante del más famoso grupo de música pop de Australia —Paula sacudió la cabeza—. ¡Estás celoso!
Pedro ni siquiera se dignó a responder, pero la ira de su mirada debería haber bastado para que ella saliera huyendo.
—Para tu información, me senté junto a Leandro en la presentación de una película y la prensa inmediatamente se inventó la historia de que estábamos liados. En mi mundo sucede constantemente.
—No me gusta tu mundo —gruñó Pedro con una actitud muy griega.
—No pasó nada —le aseguró ella con alegría. Él estaba celoso y eso tenía que significar algo—. El único hombre que deseo eres tú.
Ella se inclinó hacia delante y tiró de su corbata para atraerlo mientras buscaba sus labios con renovada confianza. Durante unos tensos segundos él permaneció rígido antes de rodearla con sus brazos y sentarla sobre sus rodillas.
—Paula mou, no creo que lo soporte mucho más —gimió cuando al fin levantó la vista para mirarla—. Te amo —las palabras le salieron del alma—, más de lo que pensé que sería posible amar a otro ser humano. Pero mi necesidad por tí me destroza.
—Pero yo pensé… —dijo Paula mientras la felicidad se instalaba en ella—. Pedro, yo también te amo, con todo mi corazón —aseguró con una emoción que ya no tenía que ocultar.
—¿Por qué me abandonaste entonces? —gruñó él—. Aquella noche en Poros, cuando Catalina se asustó por la araña, estuviste tan fría y distante que supe que te perdía. Pero no puedo cambiar el hecho de que tengo una hija.
—Quiero a Catalina casi tanto como a tí —le aseguró Paula con dulzura mientras se sonrojaba—. Nunca sentiría celos de ella, pero me costaba aceptar que todavía amaras a su madre. Cata me explicó aquella noche que habían pasado su luna de miel en Poros.
—¿De verdad? —Pedro frunció el ceño—. Es cierto que llevé a Mariana a Poros, pero nos alojamos en la villa de un amigo en la otra punta de la isla. La granja la compré hace un par de años para tener un lugar donde llevar a Cata, y le hablé de la luna de miel porque creo que es importante que ella conozca todos los detalles sobre su madre. Mariana murió hace mucho tiempo —añadió—, y por el bien de Cata, siempre la recordaré, y por eso tengo sus obras de arte repartidas por la villa. La amaba, sí —admitió mientras abrazaba a Paula con más fuerza—. Era una chica dulce. Nos conocimos poco después de la muerte de mis padres y supongo que yo necesitaba recrear la sensación de familia, pero mi tristeza era por la pérdida de tan joven vida y, cuando pienso en ella ahora, lo hago con afecto. Tú eres el amor de mi vida, pedhaki mou. Junto con Cata, eres mi razón de vivir.
—Hola, Pedro.
Ella no sabía qué esperar y le asustó la mirada de dolor salvaje de sus ojos antes de ocultar sus emociones. Durante unos segundos, ella había leído en su corazón y sintió que le flaqueaban las piernas.
—Paula. Qué… agradable sorpresa —dijo fríamente—. ¿Qué haces aquí? —era típico de Pedro saltarse los rodeos e ir directamente al grano.
—¿No lo adivinas? —preguntó ella.
—Hace tiempo que dejé de intentar adivinar lo que pasaba por tu cabeza. ¿Por qué no me lo dices y así nos ahorramos tiempo los dos? —se reclinó en el asiento y la contempló descaradamente, como un sultán que inspeccionara a su última concubina.
Paula lo miró tranquilamente a los ojos. Su falda era más corta de lo habitual y mostraba sus largas y finas piernas envueltas en unas medias negras. Ella observó fascinada el rubor que aparecía en las mejillas de Pedro mientras sus ojos se deslizaban hasta sus talones. El deseo, esa feroz química que siempre había existido entre ellos, brillaba en sus ojos. Al menos era algo, pensó ella. La pasión era una emoción tan fuerte como el amor y, si hacía falta, la utilizaría para atarle a ella hasta que él ya no supiera dónde terminaba la pasión y empezaba el amor.
—A lo mejor esto te da alguna pista sobre el motivo de mi visita —ella atravesó la habitación mientras se desabrochaba la chaqueta y la dejaba caer al suelo.
No llevaba nada debajo, salvo un sujetador negro. Se echó el pelo atrás y oyó a Pedro respirar hondo, aunque su expresión seguía impasible. Con estudiada lentitud, ella se bajó la cremallera de la falda y movió las caderas para que se deslizara por sus muslos. Le resultaba increíblemente liberador deshacerse de las capas de ropa una a una. Pedro la había liberado de la idea de que su cuerpo era pecaminoso. Estaba orgullosa de sus pechos y su fina cintura, así como de sus infinitas piernas y del calor de la mirada de él, reflejo del placer que sentía al contemplar sus curvas.
—Muy bonito —dijo él en tono de suprema indiferencia—. Tu amante australiano es un chico con suerte.
—¿Quién? —Paula lo miró aturdida.
—Lisandro, o como quiera que se llame. Ese insecto de pelo largo y ojos de cucaracha.
—Te refieres a Leandro Travis, el cantante del más famoso grupo de música pop de Australia —Paula sacudió la cabeza—. ¡Estás celoso!
Pedro ni siquiera se dignó a responder, pero la ira de su mirada debería haber bastado para que ella saliera huyendo.
—Para tu información, me senté junto a Leandro en la presentación de una película y la prensa inmediatamente se inventó la historia de que estábamos liados. En mi mundo sucede constantemente.
—No me gusta tu mundo —gruñó Pedro con una actitud muy griega.
—No pasó nada —le aseguró ella con alegría. Él estaba celoso y eso tenía que significar algo—. El único hombre que deseo eres tú.
Ella se inclinó hacia delante y tiró de su corbata para atraerlo mientras buscaba sus labios con renovada confianza. Durante unos tensos segundos él permaneció rígido antes de rodearla con sus brazos y sentarla sobre sus rodillas.
—Paula mou, no creo que lo soporte mucho más —gimió cuando al fin levantó la vista para mirarla—. Te amo —las palabras le salieron del alma—, más de lo que pensé que sería posible amar a otro ser humano. Pero mi necesidad por tí me destroza.
—Pero yo pensé… —dijo Paula mientras la felicidad se instalaba en ella—. Pedro, yo también te amo, con todo mi corazón —aseguró con una emoción que ya no tenía que ocultar.
—¿Por qué me abandonaste entonces? —gruñó él—. Aquella noche en Poros, cuando Catalina se asustó por la araña, estuviste tan fría y distante que supe que te perdía. Pero no puedo cambiar el hecho de que tengo una hija.
—Quiero a Catalina casi tanto como a tí —le aseguró Paula con dulzura mientras se sonrojaba—. Nunca sentiría celos de ella, pero me costaba aceptar que todavía amaras a su madre. Cata me explicó aquella noche que habían pasado su luna de miel en Poros.
—¿De verdad? —Pedro frunció el ceño—. Es cierto que llevé a Mariana a Poros, pero nos alojamos en la villa de un amigo en la otra punta de la isla. La granja la compré hace un par de años para tener un lugar donde llevar a Cata, y le hablé de la luna de miel porque creo que es importante que ella conozca todos los detalles sobre su madre. Mariana murió hace mucho tiempo —añadió—, y por el bien de Cata, siempre la recordaré, y por eso tengo sus obras de arte repartidas por la villa. La amaba, sí —admitió mientras abrazaba a Paula con más fuerza—. Era una chica dulce. Nos conocimos poco después de la muerte de mis padres y supongo que yo necesitaba recrear la sensación de familia, pero mi tristeza era por la pérdida de tan joven vida y, cuando pienso en ella ahora, lo hago con afecto. Tú eres el amor de mi vida, pedhaki mou. Junto con Cata, eres mi razón de vivir.
Desafío: Capítulo 47
Antes de que ella pudiera reaccionar, él la besó en la boca. Fue un beso salvaje y posesivo que exigía ser correspondido. Paula se aferró a él desesperadamente, mientras se le partía el corazón en mil pedazos. ¿Cómo podía decirle que sabía exactamente lo que quería de él cuando era lo único que él no podía darle? Su corazón pertenecía a esa preciosidad griega que había dado a luz a su hija. Había elegido a Mariana como esposa y años después de su muerte, seguía rodeado de sus obras de arte como si fuera incapaz de dejarla marchar. Ella sería siempre la segunda. Y aunque lo amaba más que a su vida, no podía aceptarlo.
El vuelo a París pareció eterno. Paula se alegró de poder viajar en primera clase, que ofrecía mucha más comodidad para sus largas piernas. La primera clase era uno de los privilegios de su carrera, aunque durante las tres últimas semanas ella había llegado a la conclusión de que sería capaz de sacrificar su preciosa carrera por el amor de Pedro. En el aeropuerto de París alquiló un coche y pasó unas horas infernales buscando la apartada residencia de su madre en el norte de Francia. Cuando llegó a la casa rural que su madre compartía con su tercer marido, ya era casi de noche. Pedro había dicho que Juan Aldridge era un hombre decente, y ella esperaba, por el bien de Alejandra, que fuera cierto. No había tenido mucho contacto con su madre durante los últimos cinco años, pero su corazón estaba hecho trizas y necesitaba alguien con quien consolarse.
—¡Paula! ¿Qué haces aquí? No es que no seas bienvenida, claro está —balbuceó Alejandra Aldridge al abrir la puerta—. Es maravilloso poder verte, querida. Casi había perdido la esperanza de que vinieras a verme —dijo mientras agarraba la mano de Paula y la conducía hasta la casa—. Tienes que conocer a Juan. Está en el jardín, le llamaré —al rato volvió y sonrió alegremente a Paula—. Supongo que te ha traído ese encantador hombre tuyo. Me prometió que intentaría convencerte para que nos hicieras una visita. ¿Dónde está?
—¿Qué hombre? —preguntó Paula contrariada.
—Pedro, por supuesto —contestó su madre en un tono que indicaba que no podría haber otro hombre en la vida de Paula—. Estaba tan preocupado por tí cuando vino hará un mes. Y fue tan amable cuando le hablé de mi divorcio de tu padre. Parecía entender cuánto te había afectado —de repente se quedó atónita ante las lágrimas que descendían por las mejillas de Paula—. ¿Qué sucede, cariño? ¿Han reñido? Seguro que se podrá arreglar. Pedro te quiere muchísimo.
—No es verdad —gimió Paula, incapaz de ocultar más su angustia—. Sigue enamorado de su primera esposa. Su casa está llena de recuerdos de ella. Incluso me llevó al lugar donde pasaron su luna de miel. Ella era preciosa e inteligente y yo no puedo competir con su recuerdo.
—No seas boba. No creo que tengas que competir con nadie —dijo Alejandra con firmeza mientras la abrazaba—. Puede que no haya tenido mucho éxito en la elección de mis dos primeros maridos y puede que te sorprenda, pero Gerardo Stone no era el hombre encantador que pensé al principio —dijo ella, sin percibir el dolor que apareció en el rostro de Paula—. Pero reconozco el amor cuando lo veo, y lo ví en los ojos de Pedro cuando hablaba de tí —aseguró—. Ahora ven a comer algo. Estás demasiado delgada, y no creo que te estés alimentando bien. Después podrás darte un baño y meterte en la cama. Mañana verás las cosas mejor. No sé nada sobre la primera esposa de Pedro, pero estoy segura de que eres la mujer a quien ama.
—Creo que he cometido un terrible error —dijo Paula mientras se tapaba la cara con las manos—, pero tengo tanto miedo de volverme celosa y posesiva como… —se paró en seco, avergonzada.
—Como lo era yo —Alejandra terminó la frase por ella—. Paula, hay tantas cosas que debí haberte explicado —añadió con tristeza—. Durante gran parte de mi vida, he sufrido de trastornos depresivos que, afortunadamente, están controlados con medicación. Pero durante muchos años luché yo sola con mis sentimientos — admitió—. Hubo un momento, cuando eras pequeña, en que me volví paranoica y obsesiva, y tu padre no lo soportó. La verdad es que eché a Miguel de mi vida, pero hasta años más tarde no acepté, gracias al apoyo de Juan, que yo fui en parte responsable del fracaso de mi primer matrimonio.
Alejandra se enjugó las lágrimas con una mano temblorosa. El gesto conmovió a Paula al reconocer la fragilidad de su madre. No era de extrañar que hubiera sido un objetivo fácil para Gerardo Stone. Todo el resentimiento acumulado contra su madre por su parte de culpa en lo sucedido con su padrastro se esfumó. Alejandra pensaba que hacía lo mejor para su hija al proporcionarle una figura paterna, sin saber que el hombre elegido era un monstruo. Si supiera lo que ella había sufrido por culpa del alegre tío Gerardo, la destrozaría. Se juró que jamás se lo diría a su madre. Pertenecía al pasado. Gerardo estaba muerto y ya no podía hacerle daño. Pedro era la única persona que conocía su secreto y la que había logrado que ella superara sus miedos. Él había mostrado una paciencia infinita con ella y una gran sensibilidad, pero ella lo había despreciado.
—Tengo que volver a Grecia —murmuró.
No sabía si era amor lo que Alejandra había visto en los ojos de Paula, pero ya no le importaba. Las últimas tres semanas sin él habían sido tan horribles que ella estaba preparada para tragarse su orgullo y admitir que lo amaba. Él siempre amaría a Mariana, pero no podía hacerle el amor a un recuerdo.
—Lo siento, mamá, pero no puedo quedarme. Volveré pronto. Tengo que volver con Pedro y…
—Y decirle que lo amas —dijo su madre con dulzura—. Supongo que no servirá de nada que intente convencerte de que te quedes hasta mañana, de modo que te llevaré al aeropuerto.
El vuelo a París pareció eterno. Paula se alegró de poder viajar en primera clase, que ofrecía mucha más comodidad para sus largas piernas. La primera clase era uno de los privilegios de su carrera, aunque durante las tres últimas semanas ella había llegado a la conclusión de que sería capaz de sacrificar su preciosa carrera por el amor de Pedro. En el aeropuerto de París alquiló un coche y pasó unas horas infernales buscando la apartada residencia de su madre en el norte de Francia. Cuando llegó a la casa rural que su madre compartía con su tercer marido, ya era casi de noche. Pedro había dicho que Juan Aldridge era un hombre decente, y ella esperaba, por el bien de Alejandra, que fuera cierto. No había tenido mucho contacto con su madre durante los últimos cinco años, pero su corazón estaba hecho trizas y necesitaba alguien con quien consolarse.
—¡Paula! ¿Qué haces aquí? No es que no seas bienvenida, claro está —balbuceó Alejandra Aldridge al abrir la puerta—. Es maravilloso poder verte, querida. Casi había perdido la esperanza de que vinieras a verme —dijo mientras agarraba la mano de Paula y la conducía hasta la casa—. Tienes que conocer a Juan. Está en el jardín, le llamaré —al rato volvió y sonrió alegremente a Paula—. Supongo que te ha traído ese encantador hombre tuyo. Me prometió que intentaría convencerte para que nos hicieras una visita. ¿Dónde está?
—¿Qué hombre? —preguntó Paula contrariada.
—Pedro, por supuesto —contestó su madre en un tono que indicaba que no podría haber otro hombre en la vida de Paula—. Estaba tan preocupado por tí cuando vino hará un mes. Y fue tan amable cuando le hablé de mi divorcio de tu padre. Parecía entender cuánto te había afectado —de repente se quedó atónita ante las lágrimas que descendían por las mejillas de Paula—. ¿Qué sucede, cariño? ¿Han reñido? Seguro que se podrá arreglar. Pedro te quiere muchísimo.
—No es verdad —gimió Paula, incapaz de ocultar más su angustia—. Sigue enamorado de su primera esposa. Su casa está llena de recuerdos de ella. Incluso me llevó al lugar donde pasaron su luna de miel. Ella era preciosa e inteligente y yo no puedo competir con su recuerdo.
—No seas boba. No creo que tengas que competir con nadie —dijo Alejandra con firmeza mientras la abrazaba—. Puede que no haya tenido mucho éxito en la elección de mis dos primeros maridos y puede que te sorprenda, pero Gerardo Stone no era el hombre encantador que pensé al principio —dijo ella, sin percibir el dolor que apareció en el rostro de Paula—. Pero reconozco el amor cuando lo veo, y lo ví en los ojos de Pedro cuando hablaba de tí —aseguró—. Ahora ven a comer algo. Estás demasiado delgada, y no creo que te estés alimentando bien. Después podrás darte un baño y meterte en la cama. Mañana verás las cosas mejor. No sé nada sobre la primera esposa de Pedro, pero estoy segura de que eres la mujer a quien ama.
—Creo que he cometido un terrible error —dijo Paula mientras se tapaba la cara con las manos—, pero tengo tanto miedo de volverme celosa y posesiva como… —se paró en seco, avergonzada.
—Como lo era yo —Alejandra terminó la frase por ella—. Paula, hay tantas cosas que debí haberte explicado —añadió con tristeza—. Durante gran parte de mi vida, he sufrido de trastornos depresivos que, afortunadamente, están controlados con medicación. Pero durante muchos años luché yo sola con mis sentimientos — admitió—. Hubo un momento, cuando eras pequeña, en que me volví paranoica y obsesiva, y tu padre no lo soportó. La verdad es que eché a Miguel de mi vida, pero hasta años más tarde no acepté, gracias al apoyo de Juan, que yo fui en parte responsable del fracaso de mi primer matrimonio.
Alejandra se enjugó las lágrimas con una mano temblorosa. El gesto conmovió a Paula al reconocer la fragilidad de su madre. No era de extrañar que hubiera sido un objetivo fácil para Gerardo Stone. Todo el resentimiento acumulado contra su madre por su parte de culpa en lo sucedido con su padrastro se esfumó. Alejandra pensaba que hacía lo mejor para su hija al proporcionarle una figura paterna, sin saber que el hombre elegido era un monstruo. Si supiera lo que ella había sufrido por culpa del alegre tío Gerardo, la destrozaría. Se juró que jamás se lo diría a su madre. Pertenecía al pasado. Gerardo estaba muerto y ya no podía hacerle daño. Pedro era la única persona que conocía su secreto y la que había logrado que ella superara sus miedos. Él había mostrado una paciencia infinita con ella y una gran sensibilidad, pero ella lo había despreciado.
—Tengo que volver a Grecia —murmuró.
No sabía si era amor lo que Alejandra había visto en los ojos de Paula, pero ya no le importaba. Las últimas tres semanas sin él habían sido tan horribles que ella estaba preparada para tragarse su orgullo y admitir que lo amaba. Él siempre amaría a Mariana, pero no podía hacerle el amor a un recuerdo.
—Lo siento, mamá, pero no puedo quedarme. Volveré pronto. Tengo que volver con Pedro y…
—Y decirle que lo amas —dijo su madre con dulzura—. Supongo que no servirá de nada que intente convencerte de que te quedes hasta mañana, de modo que te llevaré al aeropuerto.
Desafío: Capítulo 46
—Por aquí, Paula. Una sonrisa, por favor. ¿Tienes algo que decir sobre los rumores de tu romance con el cantante Leandro Travis?
Paula dedicó una mirada de hielo a los fotógrafos, garantizada para desanimar hasta al reportero más decidido. Estaba en el aeropuerto de Sidney, vestida de diseño. Iba exquisitamente maquillada, con los labios cubiertos de un brillo rosa pálido y el pelo recogido en un moño sobre la cabeza. El efecto final era él que buscaba: era la elegante y altiva princesa de hielo que jamás revelaría a los reporteros que su corazón se rompía en pedazos. En el mostrador de facturación les dedicó otra mirada de desdén antes de salir por la puerta de embarque seguida de sus ayudantes. Las últimas tres semanas en Australia habían sido un infierno, pero no por culpa del país o sus gentes. Daría cualquier cosa por estar de vuelta en Poros con Pedro, pero tras su amarga despedida, era poco probable que quisiera volver a verla. Después de la interrupción de Catalina, había pasado el resto de la noche luchando entre la desesperada necesidad de llamar a la puerta del dormitorio de Pedro y la amargura de saber que jamás podría competir con el fantasma de la esposa muerta. Poros siempre sería un lugar especial para ella y Pedro; al menos eso creía, una isla paradisíaca donde habían pasado un maravilloso tiempo juntos y donde habrían consumado su amor por primera vez. Aunque no había sido así. Le había dolido sobremanera descubrir que él ya lo había hecho todo allí antes. Sin duda había comido con Mariana en la taberna del puerto, y juntos habrían explorado las playas y cuevas de la isla. ¿Habrían hecho el amor por primera vez en el dormitorio principal de la granja? En la misma cama donde ella había estado tan ansiosa por entregarse a él. Incluso puede que, mientras le hacía el amor, pensara en su luna de miel y se imaginara que era a Mariana a quien tenía en sus brazos. Los celos eran un veneno corrosivo que había consumido gran parte de la vida de su madre. Pero ella no iba a permitir que le sucediera lo mismo. Y se moriría si Pedro empezaba a perder interés por ella. Ella lo amaba tanto que la idea de que simplemente mirara a otra mujer la destrozaría. Se convertiría en una persona posesiva y obsesiva, como su madre. La única solución era alejarse de él mientras todavía conservaba la fuerza de voluntad para hacerlo. A la mañana siguiente, cuando ella mintió diciendo que habían adelantado la fecha del trabajo en Australia, Pedro no se molestó en ocultar su ira.
—No puedes marcharte sin más —dijo furioso, sabedor de que Catalina lo oiría—. Sea cual sea el motivo del cambio en tus sentimientos hacia mí, no dejaré que te marches.
—No podrás impedírmelo —contestó ella sin hacer caso de la súplica silenciosa que reflejaba su mirada—. Se trata de mi trabajo, Pedro, de mi carrera, y eso siempre será prioritario para mí, como Catalina lo es para tí.
—¿De eso se trata? —preguntó él mordazmente—. ¿Me reprochas el hecho de que tenga una hija después de haber pasado estos días con nosotros?
—No lo hago. Eso es una tontería. Sé lo mucho que la quieres y… yo también le tengo cariño.
—¿Y por qué te empeñas en herirla? Porque no te limitas a abandonar Poros, ¿Verdad que no, Paula? Me dejas para siempre. Huyes de nuestra relación.
—Sinceramente no creo que podamos tener una relación —le espetó Paula—. Lo más que podremos tener será un breve encuentro cuando nuestras agendas lo permitan. No quiero vivir así, Pedro, y por eso he decidido darlo por terminado ahora.
Durante un instante, él pareció completamente aturdido. Su rostro era macilento y el tormento que reflejaban sus ojos sembró las primeras dudas en Paula. A lo mejor sí que le importaba. A lo mejor ella estaba equivocada.
—¿Tienes alguna otra sugerencia? —preguntó ella, sabedora de que era ridículo pedirle a él cualquier clase de compromiso.
—Para empezar, podrías dejar tu carrera de modelo, o por lo menos reducir tus compromisos. No necesitas trabajar, pedhaki mou. Yo me ocuparé de tí —murmuró él mientras la rodeaba con sus brazos y la atraía hacia sí.
Durante una fracción de segundo, Paula estuvo tentada de apoyar la cabeza en su pecho y aceptar, dejar que él se ocupara de su vida. Sabía que lo haría. Sin duda la instalaría en un elegante apartamento en Atenas, a una distancia cómoda de su casa, donde podría reunirse con ella varias veces por semana, incluso acercarse durante la hora de la comida para un encuentro amoroso rápido. El sentido común enseguida tomó el mando y ella se despegó de él.
—¿Ésa es tu idea del compromiso? ¿Que yo abandone todo aquello por lo que he luchado? Lo siento, Pedro, pero nunca dejaré mi carrera ni mi independencia económica por un hombre, ni siquiera por tí.
En ese momento él claudicó mientras ella se despedía dolorosamente de Catalina y evitaba el tema de su vuelta. Durante el recorrido hasta el puerto, él se mantuvo en silencio, pero cuando ella ya estaba a punto de subirse al ferry, él la sujetó por los hombros y le puso una mano bajo la barbilla para obligarla a mirarlo.
—Esto no ha terminado, Paula —dijo con rabia—. No sé qué quieres de mí. Sospecho que ni tú misma lo sabes, pero cuando lo hayas decidido, te estaré esperando.
Paula dedicó una mirada de hielo a los fotógrafos, garantizada para desanimar hasta al reportero más decidido. Estaba en el aeropuerto de Sidney, vestida de diseño. Iba exquisitamente maquillada, con los labios cubiertos de un brillo rosa pálido y el pelo recogido en un moño sobre la cabeza. El efecto final era él que buscaba: era la elegante y altiva princesa de hielo que jamás revelaría a los reporteros que su corazón se rompía en pedazos. En el mostrador de facturación les dedicó otra mirada de desdén antes de salir por la puerta de embarque seguida de sus ayudantes. Las últimas tres semanas en Australia habían sido un infierno, pero no por culpa del país o sus gentes. Daría cualquier cosa por estar de vuelta en Poros con Pedro, pero tras su amarga despedida, era poco probable que quisiera volver a verla. Después de la interrupción de Catalina, había pasado el resto de la noche luchando entre la desesperada necesidad de llamar a la puerta del dormitorio de Pedro y la amargura de saber que jamás podría competir con el fantasma de la esposa muerta. Poros siempre sería un lugar especial para ella y Pedro; al menos eso creía, una isla paradisíaca donde habían pasado un maravilloso tiempo juntos y donde habrían consumado su amor por primera vez. Aunque no había sido así. Le había dolido sobremanera descubrir que él ya lo había hecho todo allí antes. Sin duda había comido con Mariana en la taberna del puerto, y juntos habrían explorado las playas y cuevas de la isla. ¿Habrían hecho el amor por primera vez en el dormitorio principal de la granja? En la misma cama donde ella había estado tan ansiosa por entregarse a él. Incluso puede que, mientras le hacía el amor, pensara en su luna de miel y se imaginara que era a Mariana a quien tenía en sus brazos. Los celos eran un veneno corrosivo que había consumido gran parte de la vida de su madre. Pero ella no iba a permitir que le sucediera lo mismo. Y se moriría si Pedro empezaba a perder interés por ella. Ella lo amaba tanto que la idea de que simplemente mirara a otra mujer la destrozaría. Se convertiría en una persona posesiva y obsesiva, como su madre. La única solución era alejarse de él mientras todavía conservaba la fuerza de voluntad para hacerlo. A la mañana siguiente, cuando ella mintió diciendo que habían adelantado la fecha del trabajo en Australia, Pedro no se molestó en ocultar su ira.
—No puedes marcharte sin más —dijo furioso, sabedor de que Catalina lo oiría—. Sea cual sea el motivo del cambio en tus sentimientos hacia mí, no dejaré que te marches.
—No podrás impedírmelo —contestó ella sin hacer caso de la súplica silenciosa que reflejaba su mirada—. Se trata de mi trabajo, Pedro, de mi carrera, y eso siempre será prioritario para mí, como Catalina lo es para tí.
—¿De eso se trata? —preguntó él mordazmente—. ¿Me reprochas el hecho de que tenga una hija después de haber pasado estos días con nosotros?
—No lo hago. Eso es una tontería. Sé lo mucho que la quieres y… yo también le tengo cariño.
—¿Y por qué te empeñas en herirla? Porque no te limitas a abandonar Poros, ¿Verdad que no, Paula? Me dejas para siempre. Huyes de nuestra relación.
—Sinceramente no creo que podamos tener una relación —le espetó Paula—. Lo más que podremos tener será un breve encuentro cuando nuestras agendas lo permitan. No quiero vivir así, Pedro, y por eso he decidido darlo por terminado ahora.
Durante un instante, él pareció completamente aturdido. Su rostro era macilento y el tormento que reflejaban sus ojos sembró las primeras dudas en Paula. A lo mejor sí que le importaba. A lo mejor ella estaba equivocada.
—¿Tienes alguna otra sugerencia? —preguntó ella, sabedora de que era ridículo pedirle a él cualquier clase de compromiso.
—Para empezar, podrías dejar tu carrera de modelo, o por lo menos reducir tus compromisos. No necesitas trabajar, pedhaki mou. Yo me ocuparé de tí —murmuró él mientras la rodeaba con sus brazos y la atraía hacia sí.
Durante una fracción de segundo, Paula estuvo tentada de apoyar la cabeza en su pecho y aceptar, dejar que él se ocupara de su vida. Sabía que lo haría. Sin duda la instalaría en un elegante apartamento en Atenas, a una distancia cómoda de su casa, donde podría reunirse con ella varias veces por semana, incluso acercarse durante la hora de la comida para un encuentro amoroso rápido. El sentido común enseguida tomó el mando y ella se despegó de él.
—¿Ésa es tu idea del compromiso? ¿Que yo abandone todo aquello por lo que he luchado? Lo siento, Pedro, pero nunca dejaré mi carrera ni mi independencia económica por un hombre, ni siquiera por tí.
En ese momento él claudicó mientras ella se despedía dolorosamente de Catalina y evitaba el tema de su vuelta. Durante el recorrido hasta el puerto, él se mantuvo en silencio, pero cuando ella ya estaba a punto de subirse al ferry, él la sujetó por los hombros y le puso una mano bajo la barbilla para obligarla a mirarlo.
—Esto no ha terminado, Paula —dijo con rabia—. No sé qué quieres de mí. Sospecho que ni tú misma lo sabes, pero cuando lo hayas decidido, te estaré esperando.
Desafío: Capítulo 45
Ella le abrió los brazos y él se acercó a la cama. Le quitó el vestido y luego deslizó los dedos bajo la braguita. Ella lo observaba mientras él la desnudaba por completo.
—Eres tan preciosa, Paula mou —murmuró mientras se unía a ella en la cama y atrapaba su boca en un beso que era toda una fiesta de sensualidad.
Paula se movía nerviosa mientras él dejaba un rastro húmedo con la lengua por sus pechos y hasta su estómago, antes de detenerse en el ombligo e introducir la lengua en él. Las sensaciones eran nuevas y estremecedoras y ella sintió el calor húmedo entre sus muslos. Cuando su cabeza inició un nuevo descenso ella contuvo la respiración. No iría a… Efectivamente, lo hizo. Con dulzura le separó las piernas y utilizó su lengua para la caricia más íntima que ella hubiera experimentado jamás. Paula gritó y le tiró del pelo para que parara. Ella nunca pensó que algo pudiera ser tan bueno y placentero y, pasados unos segundos, se relajó, le soltó el pelo y le agarró por los hombros. Recordó los comentarios que había hecho él sobre chuparla. Ella nunca pensó que pudiera utilizar su lengua así. Su capacidad para pensar racionalmente desapareció bajo las oleadas de sensaciones que la obligaban a arquear las caderas. El dolor en su interior superaba cualquier otra cosa y eliminaba todos los temores que su padrastro le había inculcado. Ella quería a Pedro en su interior. Sólo él podía calmar su desesperación. Con un grito de frustración, ella intentó quitarle los calzoncillos. Quería sentirle empujar contra ella. Pero de repente, un agudo grito rompió la atmósfera sexual que los envolvía.
—¡Cata! —gruñó Pedro mientras lanzaba un juramento en su idioma y se sentaba. Nunca había dejado a su hija desatendida, pero en esos momentos no le hubiera importado ignorarla.
—¡Papá, papá, ven rápido!
—Tengo que ir —dijo él secamente mientras se levantaba de la cama—. Seguramente ha sufrido una pesadilla.
Catalina volvió a chillar y a Paula se le heló la sangre. No había olvidado la sensación de despertarse por la noche con el corazón desbocado y asediada por sus demonios. Saltó de la cama y, consciente de su desnudez, se puso la camisa de Pedro.
—Por supuesto que debes ir —dijo ella mientras escuchaba los lloros de Catalina—. Le llevaré algo de beber.
Cuando entró en el dormitorio encontró a Catalina acurrucada en la cama y a Pedro en el suelo.
—Una araña —dijo él a modo de respuesta ante su inquisitiva mirada.
—¿Ya la tienes, papá?
—Todavía no, kyria. Creo que se ha marchado. Seguramente la habrás dejado sorda —añadió mientras intentaba ocultar su impaciencia.
—No puedo dormir con esa cosa debajo de mi cama —aulló con lágrimas en los ojos.
—Iré a buscar la linterna y volveré a mirar —murmuró mientras salía del dormitorio y dejaba a Catalina con Paula.
—Era así de grande —le aseguró a Paula mientras separaba las manos—. Odio las arañas y quiero irme a casa.
—Seguro que se ha marchado, cariño —Paula instintivamente rodeó a la niña con sus brazos y la acunó suavemente—. Vamos a pensar en todas las cosas que haremos mañana—. Catalina empezó a adormecerse—. ¿Ya estás mejor? —preguntó mientras la arropaba con la sábana—. En realidad no quieres volver a casa, ¿Verdad? Te encanta Poros.
—A papá también le encanta —la niña asintió—, más que ningún otro lugar del mundo, por eso trajo aquí a mamá para su luna de miel. ¿Crees que a ella le gustó, Paula?
—Seguro que sí —contestó Paula mientras intentaba controlar las repentinas náuseas que la asaltaban.
A diferencia de la villa de Atenas, no había rastro de las pinturas o esculturas de Mariana en la granja. Ésa era una de las razones por las que Paula había conseguido relajarse tanto allí. Para ella fue un golpe descubrir que la granja en sí era un mausoleo dedicado a Mariana. Catalina se durmió y Paula salió de la habitación y tropezó con Pedro.
—Siento haber tardado tanto… no encontraba la maldita linterna.
—No hace falta, Cata se ha dormido… y yo voy a hacer lo mismo —dijo ella, sin apartar la vista del suelo. Le oyó suspirar y supo que iba a tocarla—. No lo hagas… por favor… no puedo… ahora no. Quiero irme a la cama, sola.
—Por supuesto —el tono de Pedro era educado, pero su expresión sombría—. Lo siento, Paula, pero los niños a veces te necesitan en los momentos más inoportunos.
—Y aprecio tu actitud —dijo ella tras pararse ante la puerta de su dormitorio.
—¿De verdad? ¿Seguro que no me estás castigando por anteponer a mi hija? — preguntó amargamente—. Porque te guste o no, así son las cosas. Pensé que eras diferente. Que lo entenderías.
—Y lo entiendo —dijo Paula, pero su voz quedó ahogada por el sonido del portazo que dió Pedro al entrar en su dormitorio.
—Eres tan preciosa, Paula mou —murmuró mientras se unía a ella en la cama y atrapaba su boca en un beso que era toda una fiesta de sensualidad.
Paula se movía nerviosa mientras él dejaba un rastro húmedo con la lengua por sus pechos y hasta su estómago, antes de detenerse en el ombligo e introducir la lengua en él. Las sensaciones eran nuevas y estremecedoras y ella sintió el calor húmedo entre sus muslos. Cuando su cabeza inició un nuevo descenso ella contuvo la respiración. No iría a… Efectivamente, lo hizo. Con dulzura le separó las piernas y utilizó su lengua para la caricia más íntima que ella hubiera experimentado jamás. Paula gritó y le tiró del pelo para que parara. Ella nunca pensó que algo pudiera ser tan bueno y placentero y, pasados unos segundos, se relajó, le soltó el pelo y le agarró por los hombros. Recordó los comentarios que había hecho él sobre chuparla. Ella nunca pensó que pudiera utilizar su lengua así. Su capacidad para pensar racionalmente desapareció bajo las oleadas de sensaciones que la obligaban a arquear las caderas. El dolor en su interior superaba cualquier otra cosa y eliminaba todos los temores que su padrastro le había inculcado. Ella quería a Pedro en su interior. Sólo él podía calmar su desesperación. Con un grito de frustración, ella intentó quitarle los calzoncillos. Quería sentirle empujar contra ella. Pero de repente, un agudo grito rompió la atmósfera sexual que los envolvía.
—¡Cata! —gruñó Pedro mientras lanzaba un juramento en su idioma y se sentaba. Nunca había dejado a su hija desatendida, pero en esos momentos no le hubiera importado ignorarla.
—¡Papá, papá, ven rápido!
—Tengo que ir —dijo él secamente mientras se levantaba de la cama—. Seguramente ha sufrido una pesadilla.
Catalina volvió a chillar y a Paula se le heló la sangre. No había olvidado la sensación de despertarse por la noche con el corazón desbocado y asediada por sus demonios. Saltó de la cama y, consciente de su desnudez, se puso la camisa de Pedro.
—Por supuesto que debes ir —dijo ella mientras escuchaba los lloros de Catalina—. Le llevaré algo de beber.
Cuando entró en el dormitorio encontró a Catalina acurrucada en la cama y a Pedro en el suelo.
—Una araña —dijo él a modo de respuesta ante su inquisitiva mirada.
—¿Ya la tienes, papá?
—Todavía no, kyria. Creo que se ha marchado. Seguramente la habrás dejado sorda —añadió mientras intentaba ocultar su impaciencia.
—No puedo dormir con esa cosa debajo de mi cama —aulló con lágrimas en los ojos.
—Iré a buscar la linterna y volveré a mirar —murmuró mientras salía del dormitorio y dejaba a Catalina con Paula.
—Era así de grande —le aseguró a Paula mientras separaba las manos—. Odio las arañas y quiero irme a casa.
—Seguro que se ha marchado, cariño —Paula instintivamente rodeó a la niña con sus brazos y la acunó suavemente—. Vamos a pensar en todas las cosas que haremos mañana—. Catalina empezó a adormecerse—. ¿Ya estás mejor? —preguntó mientras la arropaba con la sábana—. En realidad no quieres volver a casa, ¿Verdad? Te encanta Poros.
—A papá también le encanta —la niña asintió—, más que ningún otro lugar del mundo, por eso trajo aquí a mamá para su luna de miel. ¿Crees que a ella le gustó, Paula?
—Seguro que sí —contestó Paula mientras intentaba controlar las repentinas náuseas que la asaltaban.
A diferencia de la villa de Atenas, no había rastro de las pinturas o esculturas de Mariana en la granja. Ésa era una de las razones por las que Paula había conseguido relajarse tanto allí. Para ella fue un golpe descubrir que la granja en sí era un mausoleo dedicado a Mariana. Catalina se durmió y Paula salió de la habitación y tropezó con Pedro.
—Siento haber tardado tanto… no encontraba la maldita linterna.
—No hace falta, Cata se ha dormido… y yo voy a hacer lo mismo —dijo ella, sin apartar la vista del suelo. Le oyó suspirar y supo que iba a tocarla—. No lo hagas… por favor… no puedo… ahora no. Quiero irme a la cama, sola.
—Por supuesto —el tono de Pedro era educado, pero su expresión sombría—. Lo siento, Paula, pero los niños a veces te necesitan en los momentos más inoportunos.
—Y aprecio tu actitud —dijo ella tras pararse ante la puerta de su dormitorio.
—¿De verdad? ¿Seguro que no me estás castigando por anteponer a mi hija? — preguntó amargamente—. Porque te guste o no, así son las cosas. Pensé que eras diferente. Que lo entenderías.
—Y lo entiendo —dijo Paula, pero su voz quedó ahogada por el sonido del portazo que dió Pedro al entrar en su dormitorio.
martes, 26 de noviembre de 2019
Desafío: Capítulo 44
Cenaron en una pequeña taberna del puerto. Paula había cenado en los mejores restaurantes del mundo, pero nunca había disfrutado tanto de una comida como en ese ambiente familiar. Consciente de la presencia de Catalina, sostuvo con Pedro una conversación superficial, pero no le pasó desapercibido el mensaje más íntimo que emitían sus ojos y cada vez se sentía más excitada. Aquella noche tenía planeado entregarse a él por completo.
—¿Te apetece más vino? —preguntó él al final de la cena.
—Será mejor que no, me da mucho sueño.
—Entonces ni hablar, te quiero bien despierta y consciente de cada caricia, lametón y mordisco mientras te hago el amor.
—¡Pedro! —Paula dió un respingo. Catalina se había levantado de la mesa y contemplaba los barcos en el puerto y ella temió que les pudiera oír—. Me avergüenzas.
—Espero que no —contestó él, de repente muy serio—. No hay nada vergonzoso o desagradable en el acto del amor, pedhaki mou. Quiero honrarte con mi cuerpo y darte más placer del que hayas conocido jamás.
—Bueno, ¿Nos vamos? —las palabras de él le habían provocado un escalofrío por la columna vertebral—. Catalina parece haber terminado y yo ya no puedo comer nada más —añadió mientras intentaba ignorar las risitas ahogadas de Pedro.
Pasearon por la playa agarrados de la mano mientras Catalina corría delante de ellos.
—Derechita a la cama, jovencita —le dijo Pedro a su hija al llegar a la granja—. Dale las buenas noches a Paula.
—Me alegro de que estés aquí, Paula —Catalina rodeó a Paula por la cintura—. Nos lo estamos pasando muy bien, ¿Verdad?
—Desde luego que sí —asintió Paula—. Buenas noches, cariño, te veré por la mañana.
Pedro siguió a Catalina por las estrechas escaleras hasta su dormitorio. El dormitorio principal y el de los invitados estaban en la planta baja y Paula dudó, con el corazón desbocado, sin saber en qué dormitorio debería entrar.
—Ya estaba dormida cuando su cabeza tocó la almohada —diez minutos más tarde, Pedro la encontró en el dormitorio de él contemplando el reflejo de la luna sobre el agua de la bahía.
—No me sorprende después de todo lo que ha nadado hoy —Paula se sintió menos tensa al pensar en la niña a la que cada vez quería más. Pero fue consciente de que Pedro la rodeaba por la cintura para atraerla contra su pecho. Sintió sus besos por el cuello y dió un respingo cuando él la empezó a morder el lóbulo de la oreja.
—Ya te dije que los mordiscos podían ser placenteros —bromeó él mientras la obligaba a girarse—. Comprendo que la actitud de tu padrastro te haya marcado, y te doy mi palabra de que no te pediré más de lo que estés dispuesta a darme — prometió—. En cuanto quieras que pare, me lo dices y lo haré, Paula.
—Bésame, Pedro —susurró ella.
Ya no quería que él parase y Pedro no necesitó más estímulos. La besó en la boca y comenzó una exploración sensual que no dejaba lugar a dudas sobre cuánto la deseaba. Ella aceptó el empuje de la lengua de él contra sus labios mientras se apretaba contra sus caderas y le dejaba sentir la poderosa fuerza de su erección. Lentamente le deslizó un tirante del vestido, y luego el otro para dejar al descubierto sus pechos. Paula no pudo reprimir un escalofrío cuando él empezó a acariciar los pezones con sus pulgares. Ella sintió una oleada de placer y gimió cuando él la acarició con los labios desde el cuello hasta que, por fin, llegó donde ella quería que estuviera. La caricia de su lengua la volvió loca y ella sujetó su cabeza con fuerza contra el pecho cuando él se introdujo su pezón en la boca. Cuando pasó a hacer lo mismo con el otro pecho, ella temblaba tanto que las piernas apenas la sostenían. Pedro se debió de percatar de ello, pues la tomó en sus brazos y la llevó hasta la cama donde la tumbó cuidadosamente. Paula lo miró, con los ojos muy abiertos, mientras él se desabrochaba la camisa y la tiraba al suelo. Estaba muy moreno y los músculos de su abdomen se marcaban bajo el oscuro vello. Se paró un segundo y luego empezó a bajarse la cremallera del pantalón. Paula tragó saliva, incapaz de desviar la mirada cuando los pantalones se unieron a la camisa y él se quedó ante ella con unos calzoncillos de seda que intentaban ocultar la prominente longitud de su masculinidad.
—¿Te doy miedo, Paula? —preguntó él con voz ronca.
Ella negó lentamente con la cabeza. Estaba sobrecogida y sentía una ligera aprensión ante lo que se avecinaba, sobre todo al contemplar la prueba de su deseo por ella, pero no sentía miedo.
—¿Te apetece más vino? —preguntó él al final de la cena.
—Será mejor que no, me da mucho sueño.
—Entonces ni hablar, te quiero bien despierta y consciente de cada caricia, lametón y mordisco mientras te hago el amor.
—¡Pedro! —Paula dió un respingo. Catalina se había levantado de la mesa y contemplaba los barcos en el puerto y ella temió que les pudiera oír—. Me avergüenzas.
—Espero que no —contestó él, de repente muy serio—. No hay nada vergonzoso o desagradable en el acto del amor, pedhaki mou. Quiero honrarte con mi cuerpo y darte más placer del que hayas conocido jamás.
—Bueno, ¿Nos vamos? —las palabras de él le habían provocado un escalofrío por la columna vertebral—. Catalina parece haber terminado y yo ya no puedo comer nada más —añadió mientras intentaba ignorar las risitas ahogadas de Pedro.
Pasearon por la playa agarrados de la mano mientras Catalina corría delante de ellos.
—Derechita a la cama, jovencita —le dijo Pedro a su hija al llegar a la granja—. Dale las buenas noches a Paula.
—Me alegro de que estés aquí, Paula —Catalina rodeó a Paula por la cintura—. Nos lo estamos pasando muy bien, ¿Verdad?
—Desde luego que sí —asintió Paula—. Buenas noches, cariño, te veré por la mañana.
Pedro siguió a Catalina por las estrechas escaleras hasta su dormitorio. El dormitorio principal y el de los invitados estaban en la planta baja y Paula dudó, con el corazón desbocado, sin saber en qué dormitorio debería entrar.
—Ya estaba dormida cuando su cabeza tocó la almohada —diez minutos más tarde, Pedro la encontró en el dormitorio de él contemplando el reflejo de la luna sobre el agua de la bahía.
—No me sorprende después de todo lo que ha nadado hoy —Paula se sintió menos tensa al pensar en la niña a la que cada vez quería más. Pero fue consciente de que Pedro la rodeaba por la cintura para atraerla contra su pecho. Sintió sus besos por el cuello y dió un respingo cuando él la empezó a morder el lóbulo de la oreja.
—Ya te dije que los mordiscos podían ser placenteros —bromeó él mientras la obligaba a girarse—. Comprendo que la actitud de tu padrastro te haya marcado, y te doy mi palabra de que no te pediré más de lo que estés dispuesta a darme — prometió—. En cuanto quieras que pare, me lo dices y lo haré, Paula.
—Bésame, Pedro —susurró ella.
Ya no quería que él parase y Pedro no necesitó más estímulos. La besó en la boca y comenzó una exploración sensual que no dejaba lugar a dudas sobre cuánto la deseaba. Ella aceptó el empuje de la lengua de él contra sus labios mientras se apretaba contra sus caderas y le dejaba sentir la poderosa fuerza de su erección. Lentamente le deslizó un tirante del vestido, y luego el otro para dejar al descubierto sus pechos. Paula no pudo reprimir un escalofrío cuando él empezó a acariciar los pezones con sus pulgares. Ella sintió una oleada de placer y gimió cuando él la acarició con los labios desde el cuello hasta que, por fin, llegó donde ella quería que estuviera. La caricia de su lengua la volvió loca y ella sujetó su cabeza con fuerza contra el pecho cuando él se introdujo su pezón en la boca. Cuando pasó a hacer lo mismo con el otro pecho, ella temblaba tanto que las piernas apenas la sostenían. Pedro se debió de percatar de ello, pues la tomó en sus brazos y la llevó hasta la cama donde la tumbó cuidadosamente. Paula lo miró, con los ojos muy abiertos, mientras él se desabrochaba la camisa y la tiraba al suelo. Estaba muy moreno y los músculos de su abdomen se marcaban bajo el oscuro vello. Se paró un segundo y luego empezó a bajarse la cremallera del pantalón. Paula tragó saliva, incapaz de desviar la mirada cuando los pantalones se unieron a la camisa y él se quedó ante ella con unos calzoncillos de seda que intentaban ocultar la prominente longitud de su masculinidad.
—¿Te doy miedo, Paula? —preguntó él con voz ronca.
Ella negó lentamente con la cabeza. Estaba sobrecogida y sentía una ligera aprensión ante lo que se avecinaba, sobre todo al contemplar la prueba de su deseo por ella, pero no sentía miedo.
Desafío: Capítulo 43
—No tienes que agradecérmelo, y desde luego no así —dijo él contrariado—. Cuando hagamos el amor, quiero que sea porque te mueras de hambre por tenerme, no porque sientas que me debes el placer de tu cuerpo para saldar una deuda.
La profundidad de su mirada hizo que ella sintiera el corazón oprimido de amor. Aunque su cuerpo temblaba de deseo, él seguía dispuesto a protegerla. Ella tuvo que morderse el labio inferior para evitar confesarle lo mucho que significaba para ella y acarició con una mano su pecho y el estómago, hasta que llegó a la cinturilla del bañador.
—Tengo hambre ahora, Pedro —susurró provocativamente mientras escuchaba un gemido que emanaba de la garganta de él. Su rostro era una máscara en la que el deseo se reflejaba en cada ángulo.
—Tienes un horrible sentido de la oportunidad, Paula mou —bromeó él.
La brisa les llevó la voz de Catalina y Paula observó cómo el deseo de su mirada era sustituido por una franca diversión.
—¿Cuándo comemos, papá? Me muero de hambre —dijo Catalina mientras se dejaba caer en la arena, ignorante de la tensión en el aire.
—Yo también me muero —murmuró Pedro en voz tan baja que únicamente Paula lo escuchó.
De repente, el sol parecía más brillante y el mar más azul. Ella percibía claramente el olor a sal en el aire, el grito de una gaviota y el calor en la mirada de Pedro.
—Tenemos mucho tiempo —susurró ella con el corazón a punto de estallar.
—Todo el tiempo del mundo —prometió él con una sonrisa que la llenó de alegría y encendió una pequeña llama de esperanza de que él sintiera algo por ella.
Después de comer disfrutaron de un paseo en barco alrededor de la isla antes de amarrar en una diminuta y desierta cala donde Catalina podría nadar hasta la saciedad. Volvieron a la granja con la puesta de sol y Paula se duchó y se puso un vestido plisado de gasa con tirantes en tonos verdes. El color le sentaba bien a su dorado bronceado y ella contempló con satisfacción su reflejo en el espejo. El sol había dado un tono platino a su cabello y ella se lo recogió sobre la cabeza, dejando unos mechones alrededor de su cara. El único maquillaje que necesitó fue una capa de rímel en las pestañas y un toque de brillo en los labios. Mientras se echaba un poco de perfume, llamaron a la puerta.
—Estás… preciosa —Pedro se quedó en la puerta incapaz de disimular su reacción mientras se sonrojaba ligeramente, reflejo de la vulnerabilidad que residía bajo la capa de confianza.
—Gracias… tú tampoco estás mal. Dan ganas de comerte —añadió con un brillo malicioso en la mirada que hizo que Pedro deseara olvidarse de la cena.
—Piénsatelo bien —suplicó él—. He pensado que esta noche podríamos salir los dos solos. Los de la casa de enfrente son viejos amigos y estarán encantados de quedarse con Catalina un par de horas.
—¿Le has preguntado a Catalina? —preguntó Paula—. Sé que ella siempre será la persona más importante de tu vida, Pedro. Y así debe ser. No quiero que ella se sienta desplazada por mí. Sé lo que es eso —añadió con voz ronca—. Creo que estaría bien que cenásemos todos juntos.
—Me dejas sin aliento, ¿Lo sabías? —contestó él con admiración—. Tuviste un infierno de infancia, pero en lugar de mostrarte amargada y resentida, inviertes gran parte de tu tiempo y tus energías en recaudar dinero para obras de caridad infantiles. Tu paciencia con mi hija es increíble, y te doy las gracias, pedhaki mou—besó suavemente sus labios y se dirigió hacia la puerta—. Será mejor que le diga a Catalina que se cambie. Está ansiosa por estrenar su vestido nuevo.
La profundidad de su mirada hizo que ella sintiera el corazón oprimido de amor. Aunque su cuerpo temblaba de deseo, él seguía dispuesto a protegerla. Ella tuvo que morderse el labio inferior para evitar confesarle lo mucho que significaba para ella y acarició con una mano su pecho y el estómago, hasta que llegó a la cinturilla del bañador.
—Tengo hambre ahora, Pedro —susurró provocativamente mientras escuchaba un gemido que emanaba de la garganta de él. Su rostro era una máscara en la que el deseo se reflejaba en cada ángulo.
—Tienes un horrible sentido de la oportunidad, Paula mou —bromeó él.
La brisa les llevó la voz de Catalina y Paula observó cómo el deseo de su mirada era sustituido por una franca diversión.
—¿Cuándo comemos, papá? Me muero de hambre —dijo Catalina mientras se dejaba caer en la arena, ignorante de la tensión en el aire.
—Yo también me muero —murmuró Pedro en voz tan baja que únicamente Paula lo escuchó.
De repente, el sol parecía más brillante y el mar más azul. Ella percibía claramente el olor a sal en el aire, el grito de una gaviota y el calor en la mirada de Pedro.
—Tenemos mucho tiempo —susurró ella con el corazón a punto de estallar.
—Todo el tiempo del mundo —prometió él con una sonrisa que la llenó de alegría y encendió una pequeña llama de esperanza de que él sintiera algo por ella.
Después de comer disfrutaron de un paseo en barco alrededor de la isla antes de amarrar en una diminuta y desierta cala donde Catalina podría nadar hasta la saciedad. Volvieron a la granja con la puesta de sol y Paula se duchó y se puso un vestido plisado de gasa con tirantes en tonos verdes. El color le sentaba bien a su dorado bronceado y ella contempló con satisfacción su reflejo en el espejo. El sol había dado un tono platino a su cabello y ella se lo recogió sobre la cabeza, dejando unos mechones alrededor de su cara. El único maquillaje que necesitó fue una capa de rímel en las pestañas y un toque de brillo en los labios. Mientras se echaba un poco de perfume, llamaron a la puerta.
—Estás… preciosa —Pedro se quedó en la puerta incapaz de disimular su reacción mientras se sonrojaba ligeramente, reflejo de la vulnerabilidad que residía bajo la capa de confianza.
—Gracias… tú tampoco estás mal. Dan ganas de comerte —añadió con un brillo malicioso en la mirada que hizo que Pedro deseara olvidarse de la cena.
—Piénsatelo bien —suplicó él—. He pensado que esta noche podríamos salir los dos solos. Los de la casa de enfrente son viejos amigos y estarán encantados de quedarse con Catalina un par de horas.
—¿Le has preguntado a Catalina? —preguntó Paula—. Sé que ella siempre será la persona más importante de tu vida, Pedro. Y así debe ser. No quiero que ella se sienta desplazada por mí. Sé lo que es eso —añadió con voz ronca—. Creo que estaría bien que cenásemos todos juntos.
—Me dejas sin aliento, ¿Lo sabías? —contestó él con admiración—. Tuviste un infierno de infancia, pero en lugar de mostrarte amargada y resentida, inviertes gran parte de tu tiempo y tus energías en recaudar dinero para obras de caridad infantiles. Tu paciencia con mi hija es increíble, y te doy las gracias, pedhaki mou—besó suavemente sus labios y se dirigió hacia la puerta—. Será mejor que le diga a Catalina que se cambie. Está ansiosa por estrenar su vestido nuevo.
Desafío: Capítulo 42
Las manos de él recorrieron su espalda hasta que alcanzaron sus pechos. Durante una fracción de segundo, ella estuvo tentada de girarse para que pudiera agarrarlos con sus grandes manos. Quizás él acariciaría sus pezones o incluso cubriría uno de ellos con su boca. El calor se acumulaba entre sus muslos y ella ardía de deseo. ¿Tendría él la menor idea de lo que le estaba haciendo? Ella abrió los ojos y percibió, con cierta satisfacción, el reflejo del hambre salvaje en los suyos. No era ella la única en sentir ese desesperado deseo. La química sexual que ardía entre ellos desde su llegada a Poros había alcanzado el punto de combustión, pero la playa era pública y Catalina estaba cerca.
—Esto es el infierno, ¿Verdad? —murmuró Pedro mientras le abrochaba de nuevo el bikini con manos ligeramente temblorosas—. Menos mal que el agua está helada. Supongo que habrás notado que paso mucho tiempo en remojo intentando exorcizar mis deseos más primarios.
Paula se sentó y lo miró a los ojos. La paciencia y sensibilidad que había demostrado con ella desde que le había hablado de su padrastro era conmovedora. El nunca le haría daño, por lo menos no físicamente. Emocionalmente era otra cosa. Él no la amaba, ni lo haría jamás, pero le importaba, de eso estaba segura. Ella significaba más para él que cualquiera de sus anteriores amantes, y lo demostraba el hecho de que le hubiera presentado a Catalina y al resto de su familia. Había jurado que no la metería prisa y allí, en Poros, donde pasaban cada minuto del día anhelándose, él no dejaba de esperar una señal por parte de ella para iniciar una relación física. El amor la había atrapado. Ella no quería amarlo, se había pasado la vida pendiente de no repetir los mismos errores de su madre y de no exponerse a la angustia del rechazo. Pero el amor, según había descubierto, tenía su propia voluntad. Si le abandonaba, dejaría con él su corazón. Hacía años que se había marchado de casa y había planificado con detalle su vida, hasta que Pedro irrumpió en ella, pero ya no le daba miedo admitir que le necesitaba. Él sería su primer y único amante. Ningún otro hombre se le acercaba. Había llegado el momento de arriesgarse, de vivir el presente, y dejar de mirar hacia el futuro más o menos lejano, al día en que, casi inevitablemente, se separarían.
—Se me ocurren varias otras maneras de exorcizar esos demonios, Pedro — dijo ella impulsivamente con una pícara sonrisa—, y ninguna de ellas te obliga a nadar en el mar helado.
—¿Te importaría darme más detalles, pedhaki mou? —dijo él tras recuperar el aliento.
La boca de él estaba a escasos milímetros de la suya, y Paula emitió un leve gemido mientras salvaba la distancia y atrapaba sus labios en un beso que a él le llegó al alma. Por primera vez, no se reprimió. No quería que hubiera dudas o malentendidos y respondió a la lengua de él con los labios entreabiertos para dejarla entrar. La pasión estalló entre los dos con la violencia de una llama junto a la yesca. Ella escuchó a Pedro murmurar algo en griego antes de abrazarla contra su pecho. Con una mano, él acariciaba sus cabellos mientras que con la otra subía y bajaba por su espalda con las caderas pegadas a las suyas, haciendo dolorosamente evidente la fuerza de su erección. Cuando ella pensaba que no aguantaría más y que iba a suplicarle que la hiciera suya, él aflojó la presión de su boca hasta que el beso no fue más que una suave caricia sobre sus labios.
—¿Estás segura, Paula? —preguntó con voz ronca, reflejo del esfuerzo por controlarse—. No tenemos prisa. Puedo esperar…
—Pero yo no puedo —le interrumpió ella con un dedo apoyado en sus labios—. Te deseo, Pedro. Cuando me animaste a contarte lo sucedido con mi padrastro, y luego me aseguraste que nunca más me haría daño, ni a mí ni a ninguna otra chica, me liberaste. Ya no me siento sucia o avergonzada. Me siento bella porque tú haces que me sienta bella. Quiero agradecértelo —susurró ella mientras le rodeaba el cuello con los brazos.
Pero Pedro la agarró por las muñecas.
—Esto es el infierno, ¿Verdad? —murmuró Pedro mientras le abrochaba de nuevo el bikini con manos ligeramente temblorosas—. Menos mal que el agua está helada. Supongo que habrás notado que paso mucho tiempo en remojo intentando exorcizar mis deseos más primarios.
Paula se sentó y lo miró a los ojos. La paciencia y sensibilidad que había demostrado con ella desde que le había hablado de su padrastro era conmovedora. El nunca le haría daño, por lo menos no físicamente. Emocionalmente era otra cosa. Él no la amaba, ni lo haría jamás, pero le importaba, de eso estaba segura. Ella significaba más para él que cualquiera de sus anteriores amantes, y lo demostraba el hecho de que le hubiera presentado a Catalina y al resto de su familia. Había jurado que no la metería prisa y allí, en Poros, donde pasaban cada minuto del día anhelándose, él no dejaba de esperar una señal por parte de ella para iniciar una relación física. El amor la había atrapado. Ella no quería amarlo, se había pasado la vida pendiente de no repetir los mismos errores de su madre y de no exponerse a la angustia del rechazo. Pero el amor, según había descubierto, tenía su propia voluntad. Si le abandonaba, dejaría con él su corazón. Hacía años que se había marchado de casa y había planificado con detalle su vida, hasta que Pedro irrumpió en ella, pero ya no le daba miedo admitir que le necesitaba. Él sería su primer y único amante. Ningún otro hombre se le acercaba. Había llegado el momento de arriesgarse, de vivir el presente, y dejar de mirar hacia el futuro más o menos lejano, al día en que, casi inevitablemente, se separarían.
—Se me ocurren varias otras maneras de exorcizar esos demonios, Pedro — dijo ella impulsivamente con una pícara sonrisa—, y ninguna de ellas te obliga a nadar en el mar helado.
—¿Te importaría darme más detalles, pedhaki mou? —dijo él tras recuperar el aliento.
La boca de él estaba a escasos milímetros de la suya, y Paula emitió un leve gemido mientras salvaba la distancia y atrapaba sus labios en un beso que a él le llegó al alma. Por primera vez, no se reprimió. No quería que hubiera dudas o malentendidos y respondió a la lengua de él con los labios entreabiertos para dejarla entrar. La pasión estalló entre los dos con la violencia de una llama junto a la yesca. Ella escuchó a Pedro murmurar algo en griego antes de abrazarla contra su pecho. Con una mano, él acariciaba sus cabellos mientras que con la otra subía y bajaba por su espalda con las caderas pegadas a las suyas, haciendo dolorosamente evidente la fuerza de su erección. Cuando ella pensaba que no aguantaría más y que iba a suplicarle que la hiciera suya, él aflojó la presión de su boca hasta que el beso no fue más que una suave caricia sobre sus labios.
—¿Estás segura, Paula? —preguntó con voz ronca, reflejo del esfuerzo por controlarse—. No tenemos prisa. Puedo esperar…
—Pero yo no puedo —le interrumpió ella con un dedo apoyado en sus labios—. Te deseo, Pedro. Cuando me animaste a contarte lo sucedido con mi padrastro, y luego me aseguraste que nunca más me haría daño, ni a mí ni a ninguna otra chica, me liberaste. Ya no me siento sucia o avergonzada. Me siento bella porque tú haces que me sienta bella. Quiero agradecértelo —susurró ella mientras le rodeaba el cuello con los brazos.
Pero Pedro la agarró por las muñecas.
Desafío: Capítulo 41
Tras semanas de intentos desesperados por ocultar sus sentimientos, ya no podía negar la verdad. Amaba a Pedro y, aunque sabía que debería marcharse mientras su corazón estuviese aún intacto, la idea de separarse de él era insoportable. Además, había que pensar en Catalina. Desde el instante en que Pedro las había presentado, ella se había sentido unida a la niña. La inocencia de la sonrisa de Catalina había devuelto a su mente la pérdida de su propia infancia a manos de su padrastro. Haría cualquier cosa que estuviera en su mano para proteger a esa niña, pero la asustaba el hecho de que Catalina hubiera llegado a significar tanto para ella en tan poco tiempo.
—¿Quieres otra raja de melón, Paula? —la voz de Catalina interrumpió sus pensamientos.
—No, gracias, ya he desayunado bastante, y ya me habéis esperado bastante tiempo. ¿Crees que convenceremos a tu papá para que nos lleve en su barco? —Paula le guiñó un ojo de complicidad a la niña y acercó el plato vacío a Pedro—. ¿Satisfecho?
—Aún no, pedhaki mou, pero conservo las esperanzas —contestó con un brillo en los ojos que hizo que una oleada de calor inundara las venas de Paula.
Era un demonio, pensó ella mientras se ponía en pie y rezaba para que Catalina no hiciera ningún comentario sobre sus mejillas rojas. Ya no podría resistirse a él mucho más y quizás en Poros, lejos de esa casa convertida en el mausoleo de la esposa muerta, no tendría que hacerlo.
Tres días después, Paula estaba dispuesta a creer que había muerto y ascendido al cielo. La isla de Poros era un paraíso verde de aguas azules a no más de una hora en barco de Atenas. El lugar de descanso de Pedro era una granja colgada de una colina que dominaba toda la isla y el mar. Adoraba la sencillez de la casa, cómoda, pero sin pretensiones, con fríos suelos de piedra y paredes encaladas. A diferencia de la villa de Atenas, no había empleados y ella disfrutó con la intimidad de preparar las comidas junto a Pedro mientras Catalina ponía la mesa. Reconoció que jugar a la familia era mucho mejor de lo que se había imaginado, pero no era más que un juego. En pocos días volverían a Atenas porque Pedro no podía alejarse indefinidamente de sus negocios, y ella tampoco. Tenía compromisos firmados en Australia y el Lejano Oriente, compromisos que debía cumplir. Tras emitir un suspiro, cerró el libro y se puso bocabajo. Había pasado la mañana en la playa con Catalina mientras Pedro trabajaba un par de horas con su ordenador portátil. El calor del sol del mediodía empezaba a adormecerla y el sonido de las olas resultaba hipnotizador.
—Espero que lleves suficiente protección solar —la voz familiar sonó en sus oídos al tiempo que algo frío caía sobre su espalda. Con un grito de sorpresa, ella abrió los ojos y encontró a Pedro arrodillado junto a ella con un frasco de crema en la mano.
—Puedo hacerlo yo sola —murmuró ella sin aliento mientras sus sentidos cobraban vida ante el contacto de las manos de él sobre su piel.
—Pero no tienes por qué, pedhaki mou, cuando yo estoy encantado de hacerlo por tí —dijo Pedro—. No te muevas, que no quiero mancharte el bikini con la crema —dijo mientras soltaba hábilmente el cierre de la parte de arriba del bikini.
—¡Pedro!
—¿Quieres otra raja de melón, Paula? —la voz de Catalina interrumpió sus pensamientos.
—No, gracias, ya he desayunado bastante, y ya me habéis esperado bastante tiempo. ¿Crees que convenceremos a tu papá para que nos lleve en su barco? —Paula le guiñó un ojo de complicidad a la niña y acercó el plato vacío a Pedro—. ¿Satisfecho?
—Aún no, pedhaki mou, pero conservo las esperanzas —contestó con un brillo en los ojos que hizo que una oleada de calor inundara las venas de Paula.
Era un demonio, pensó ella mientras se ponía en pie y rezaba para que Catalina no hiciera ningún comentario sobre sus mejillas rojas. Ya no podría resistirse a él mucho más y quizás en Poros, lejos de esa casa convertida en el mausoleo de la esposa muerta, no tendría que hacerlo.
Tres días después, Paula estaba dispuesta a creer que había muerto y ascendido al cielo. La isla de Poros era un paraíso verde de aguas azules a no más de una hora en barco de Atenas. El lugar de descanso de Pedro era una granja colgada de una colina que dominaba toda la isla y el mar. Adoraba la sencillez de la casa, cómoda, pero sin pretensiones, con fríos suelos de piedra y paredes encaladas. A diferencia de la villa de Atenas, no había empleados y ella disfrutó con la intimidad de preparar las comidas junto a Pedro mientras Catalina ponía la mesa. Reconoció que jugar a la familia era mucho mejor de lo que se había imaginado, pero no era más que un juego. En pocos días volverían a Atenas porque Pedro no podía alejarse indefinidamente de sus negocios, y ella tampoco. Tenía compromisos firmados en Australia y el Lejano Oriente, compromisos que debía cumplir. Tras emitir un suspiro, cerró el libro y se puso bocabajo. Había pasado la mañana en la playa con Catalina mientras Pedro trabajaba un par de horas con su ordenador portátil. El calor del sol del mediodía empezaba a adormecerla y el sonido de las olas resultaba hipnotizador.
—Espero que lleves suficiente protección solar —la voz familiar sonó en sus oídos al tiempo que algo frío caía sobre su espalda. Con un grito de sorpresa, ella abrió los ojos y encontró a Pedro arrodillado junto a ella con un frasco de crema en la mano.
—Puedo hacerlo yo sola —murmuró ella sin aliento mientras sus sentidos cobraban vida ante el contacto de las manos de él sobre su piel.
—Pero no tienes por qué, pedhaki mou, cuando yo estoy encantado de hacerlo por tí —dijo Pedro—. No te muevas, que no quiero mancharte el bikini con la crema —dijo mientras soltaba hábilmente el cierre de la parte de arriba del bikini.
—¡Pedro!
jueves, 21 de noviembre de 2019
Desafío: Capítulo 40
—Paula, ¿Estás despierta?
Paula abrió los ojos, sorprendida por la vocecita que la llamaba, antes de recordar dónde estaba.
—Pasa, Catalina —murmuró mientras sonreía somnolienta.
—Papá dijo que no te despertara —admitió temerosa la hija de Pedro—. Pero hoy vamos a Poros y ya no puedo esperar más —la niña saltó a la cama con los oscuros ojos brillantes de emoción—. Será genial. Iremos en el barco de papá y, cuando lleguemos a la isla, podremos nadar en el mar. Vendrás a nadar conmigo,¿Verdad?
—Por supuesto —prometió Paula—. En cuanto me duche estaré lista. ¿Qué hora es?
—Casi las nueve —dijo Catalina—. Quise despertarte antes, pero papá dijo que estabas cansada porque a veces tienes pesadillas —saltó de la cama y siguió a Paula hasta el cuarto de baño—. Yo solía soñar con un monstruo, pero papá me dijo que no tuviera miedo porque él lo echaría. ¿Tú sueñas con monstruos, Paula?
—Antes sí —dijo Paula—. Pero tu papá también echó a los míos.
—Papá es el mejor —dijo Catalina con tal adoración en la voz que conmovió a Paula.
Recordaba cuando ella pensaba lo mismo de su propio padre, y cómo se sintió cuando él la abandonó. Pedro no se parecía a su padre, reconoció. Nunca abandonaría a su hija. Llevaba en Grecia una semana y era evidente que la hija de Pedro era feliz, equilibrada y que confiaba en el amor de su padre. Catalina siempre sería la prioridad de Pedro y Paula lo admiraba y respetaba por ello. Ella nunca se sentiría celosa de su amor por la niña, pero el fantasma de la esposa muerta era otra cosa.
—¿Tardarás mucho en ducharte? —preguntó Catalina con una impaciencia mal contenida.
—Cinco minutos como mucho —le aseguró Paula—. ¿Dónde está tu papá?
—Nos espera en la terraza. Le diré que estás casi lista —Catalina salió de la habitación mientras lanzaba una última súplica—. ¡Date prisa, Paula!
Diez minutos más tarde, Paula estaba duchada y vestida. Estaba casi tan excitada como Ianthe por la excursión, y se dirigió al ascensor tras aplicarse un poco de maquillaje y unas gotas de su perfume preferido. Al descubrir la muerte de Gerardo Stone, se sintió conmocionada. Le costaba aceptar que el hombre que le había provocado tanto dolor y angustia mental se había marchado para siempre. Aunque no había visto a su padrastro desde hacía años, la idea de que siguiera fantaseando con ella le repugnaba. La noticia la había liberado de su condena, y las barreras mentales que la impedían mantener una relación sexual desaparecían poco a poco.
A medida que avanzaba la semana, ella fue consciente de haber enterrado el pasado y miraba al futuro con renovado optimismo. La idea de hacer el amor con Pedro ya no la aterrorizaba. Pero, para su frustración, él no había hecho ningún intento de llevarla a la cama. Al principio, ella pensó que quería darle tiempo para asimilar la muerte de su padrastro. Cada noche la acompañaba hasta su dormitorio y la besaba hasta dejarla aturdida de deseo, y antes de desearle buenas noches y marcharse a su propia habitación. A medida que pasaban los días, y las noches, ella sentía cada vez más dudas y se preguntaba si su aparente reticencia a avanzar en su relación no sería por otro motivo. La esposa de Pedro estaba muerta, pero su recuerdo no. Cada estancia de la villa estaba decorada con obras suyas, unos cuadros y unas exquisitas esculturas, reflejo del enorme talento de Mariana. Pensaba en lo trágico de la muerte de una mujer guapa, joven y con talento, que tenía tanto por lo que vivir. Era normal que Pedro hubiera estado locamente enamorado de su esposa, y en Catalina, la viva imagen de su madre, tenía un permanente recuerdo de lo que había perdido. A cualquier mujer le costaría competir con Mariana, y ella no tenía siquiera intención de intentarlo, pensaba Paula al llegar a la terraza donde Pedro esperaba sentado a la sombra de la pérgola.
—Buenos días, Paula, ¿Has dormido bien?
Pedro levantó la vista del periódico y la miró con aprobación, haciendo que ella se sonrojara. A pesar de ser una de las mujeres más fotografiadas del mundo, tenía poca confianza en sí misma y no podía evitar pensar que desmerecía al lado de la exótica belleza de Mariana.
—Demasiado bien —murmuró a modo de disculpa. Por primera vez en años era capaz de dormir sin miedo a las pesadillas—. No sabía que fuera tan tarde, pero ya estoy lista —añadió sonriente al ver aparecer a Catalina.
—Bien, nos marcharemos en cuanto desayunes.
—Pero si no tengo hambre —dijo ella rápidamente.
—Pues no vamos a ninguna parte hasta que hayas comido, pedhaki mou — sentenció Pedro.
—¿Nunca te han dicho que eres el hombre más mandón del mundo? —le espetó Paula mientras se sentaba a la mesa y sonreía a la doncella que le sirvió una taza de café.
—Nadie se había atrevido a hacerlo —admitió Pedro con una sonrisa devastadora que la dejó sin aliento—. Contigo rompieron el molde, Paula mou.
Estaba guapísimo con sus vaqueros ajustados y su camiseta negra. Paula sintió el loco impulso de arrancarle el periódico de las manos y besarlo en la boca de una forma que no le dejara lugar a dudas sobre lo que ella deseaba. Pero no era el momento indicado, admitió, ni tampoco el lugar, con Catalina por ahí. Se obligó a concentrarse en un trozo de naranja, pero al levantar la vista, se quedó parada ante la hambrienta mirada de Pedro, antes de que cambiara de expresión. A lo mejor su corazón pertenecía a Mariana, pero lo que no podía negar era que la deseaba a ella. La idea hizo que se acalorara, consciente de que sus pechos se habían endurecido y que sus pezones presionaban su top de algodón. Por sentido común, no debería acompañarles a Poros. Pero el sentido común nunca había triunfado sobre el amor.
Paula abrió los ojos, sorprendida por la vocecita que la llamaba, antes de recordar dónde estaba.
—Pasa, Catalina —murmuró mientras sonreía somnolienta.
—Papá dijo que no te despertara —admitió temerosa la hija de Pedro—. Pero hoy vamos a Poros y ya no puedo esperar más —la niña saltó a la cama con los oscuros ojos brillantes de emoción—. Será genial. Iremos en el barco de papá y, cuando lleguemos a la isla, podremos nadar en el mar. Vendrás a nadar conmigo,¿Verdad?
—Por supuesto —prometió Paula—. En cuanto me duche estaré lista. ¿Qué hora es?
—Casi las nueve —dijo Catalina—. Quise despertarte antes, pero papá dijo que estabas cansada porque a veces tienes pesadillas —saltó de la cama y siguió a Paula hasta el cuarto de baño—. Yo solía soñar con un monstruo, pero papá me dijo que no tuviera miedo porque él lo echaría. ¿Tú sueñas con monstruos, Paula?
—Antes sí —dijo Paula—. Pero tu papá también echó a los míos.
—Papá es el mejor —dijo Catalina con tal adoración en la voz que conmovió a Paula.
Recordaba cuando ella pensaba lo mismo de su propio padre, y cómo se sintió cuando él la abandonó. Pedro no se parecía a su padre, reconoció. Nunca abandonaría a su hija. Llevaba en Grecia una semana y era evidente que la hija de Pedro era feliz, equilibrada y que confiaba en el amor de su padre. Catalina siempre sería la prioridad de Pedro y Paula lo admiraba y respetaba por ello. Ella nunca se sentiría celosa de su amor por la niña, pero el fantasma de la esposa muerta era otra cosa.
—¿Tardarás mucho en ducharte? —preguntó Catalina con una impaciencia mal contenida.
—Cinco minutos como mucho —le aseguró Paula—. ¿Dónde está tu papá?
—Nos espera en la terraza. Le diré que estás casi lista —Catalina salió de la habitación mientras lanzaba una última súplica—. ¡Date prisa, Paula!
Diez minutos más tarde, Paula estaba duchada y vestida. Estaba casi tan excitada como Ianthe por la excursión, y se dirigió al ascensor tras aplicarse un poco de maquillaje y unas gotas de su perfume preferido. Al descubrir la muerte de Gerardo Stone, se sintió conmocionada. Le costaba aceptar que el hombre que le había provocado tanto dolor y angustia mental se había marchado para siempre. Aunque no había visto a su padrastro desde hacía años, la idea de que siguiera fantaseando con ella le repugnaba. La noticia la había liberado de su condena, y las barreras mentales que la impedían mantener una relación sexual desaparecían poco a poco.
A medida que avanzaba la semana, ella fue consciente de haber enterrado el pasado y miraba al futuro con renovado optimismo. La idea de hacer el amor con Pedro ya no la aterrorizaba. Pero, para su frustración, él no había hecho ningún intento de llevarla a la cama. Al principio, ella pensó que quería darle tiempo para asimilar la muerte de su padrastro. Cada noche la acompañaba hasta su dormitorio y la besaba hasta dejarla aturdida de deseo, y antes de desearle buenas noches y marcharse a su propia habitación. A medida que pasaban los días, y las noches, ella sentía cada vez más dudas y se preguntaba si su aparente reticencia a avanzar en su relación no sería por otro motivo. La esposa de Pedro estaba muerta, pero su recuerdo no. Cada estancia de la villa estaba decorada con obras suyas, unos cuadros y unas exquisitas esculturas, reflejo del enorme talento de Mariana. Pensaba en lo trágico de la muerte de una mujer guapa, joven y con talento, que tenía tanto por lo que vivir. Era normal que Pedro hubiera estado locamente enamorado de su esposa, y en Catalina, la viva imagen de su madre, tenía un permanente recuerdo de lo que había perdido. A cualquier mujer le costaría competir con Mariana, y ella no tenía siquiera intención de intentarlo, pensaba Paula al llegar a la terraza donde Pedro esperaba sentado a la sombra de la pérgola.
—Buenos días, Paula, ¿Has dormido bien?
Pedro levantó la vista del periódico y la miró con aprobación, haciendo que ella se sonrojara. A pesar de ser una de las mujeres más fotografiadas del mundo, tenía poca confianza en sí misma y no podía evitar pensar que desmerecía al lado de la exótica belleza de Mariana.
—Demasiado bien —murmuró a modo de disculpa. Por primera vez en años era capaz de dormir sin miedo a las pesadillas—. No sabía que fuera tan tarde, pero ya estoy lista —añadió sonriente al ver aparecer a Catalina.
—Bien, nos marcharemos en cuanto desayunes.
—Pero si no tengo hambre —dijo ella rápidamente.
—Pues no vamos a ninguna parte hasta que hayas comido, pedhaki mou — sentenció Pedro.
—¿Nunca te han dicho que eres el hombre más mandón del mundo? —le espetó Paula mientras se sentaba a la mesa y sonreía a la doncella que le sirvió una taza de café.
—Nadie se había atrevido a hacerlo —admitió Pedro con una sonrisa devastadora que la dejó sin aliento—. Contigo rompieron el molde, Paula mou.
Estaba guapísimo con sus vaqueros ajustados y su camiseta negra. Paula sintió el loco impulso de arrancarle el periódico de las manos y besarlo en la boca de una forma que no le dejara lugar a dudas sobre lo que ella deseaba. Pero no era el momento indicado, admitió, ni tampoco el lugar, con Catalina por ahí. Se obligó a concentrarse en un trozo de naranja, pero al levantar la vista, se quedó parada ante la hambrienta mirada de Pedro, antes de que cambiara de expresión. A lo mejor su corazón pertenecía a Mariana, pero lo que no podía negar era que la deseaba a ella. La idea hizo que se acalorara, consciente de que sus pechos se habían endurecido y que sus pezones presionaban su top de algodón. Por sentido común, no debería acompañarles a Poros. Pero el sentido común nunca había triunfado sobre el amor.
Desafío: Capítulo 39
—¿Por qué le has hablado sobre mí? No entiendo a qué juegas, Pedro, pero es peligroso —le advirtió Paula—. La última vez que hablamos te dije que no quiero implicarme en una relación contigo ahora que sé lo de tu hija. No quiero herirla como me hirieron a mí cuando mi padre se marchó —añadió—. Catalina necesita toda tu atención y dedicación. Tienes que estar aquí con ella y asegurarte de que sepa lo mucho que la quieres. Tienes que protegerla, y no podrás hacerlo si viajas constantemente entre Londres y Atenas mientras intentas mantener una relación conmigo.
Ella se pasó la mano por el rostro, sorprendida de que estuviera mojado. Pedro estaba callado y ella percibió la tensión en él mientras la obligaba a ladear la cabeza para mirarla a los ojos.
—Catalina no duda de mi amor por ella. Daría mi vida por mi hija. Tu padre no te protegió, ¿Verdad, Paula? ¿De eso se trata?
—No sé a qué te refieres —mintió Paula mientras Pedro le enjugaba tiernamente las lágrimas.
—Hablé con tu madre.
—¿Que hiciste qué? —Paula abrió los ojos desmesuradamente—. ¿Cómo te has atrevido a acosar a mi familia? ¿Cómo la has encontrado?
—Para mi detective privado fue relativamente sencillo descubrir que vivía en Francia con su tercer marido —explicó Pedro—. No le conoces, ¿Verdad? Tu madre no puede ocultar su desilusión porque no les hayas visitado —hizo una pausa y añadió—: Parece un hombre decente.
—Bien —murmuró Paula mientras recordaba las promesas hechas a su madre sobre visitarla en Francia, y las excusas en el último momento para no ir.
—Mucho mejor que su segundo marido —dijo Pedro.
No sabía cómo iba a reaccionar ella y le sorprendió la violenta lucha de Anna por despegarse de él. La angustia de sus ojos azul marino le dijo lo que ya sospechaba, pero tenía que obligarla a enfrentarse a sus demonios.
—¿Sabías que Gerardo Stone cumplió condena por consumir pornografía infantil en su ordenador? Ya suponía que no —dijo Pedro cuando Paula negó en silencio—. Tu madre lo abandonó tras su arresto. Para entonces tú ya te habías marchado de casa y nunca te contó la verdad sobre él. Pero tú ya sabías cómo era, ¿Verdad, pedhaki mou?
Ella se quedó en silencio tanto rato que él temió que no fuera a contestar, pero de repente alzó la vista. La desolación de su mirada hizo que a él se le encogiera elcorazón.
—Solía mirarme —susurró ella—. Constantemente. Dondequiera que estuviera, allí estaba él mirándome. Al principio pensé que era mi imaginación —respiró hondo y se obligó a continuar—. Pero entonces empezó a decirme cosas, a hacer comentarios personales sobre cómo se desarrollaba mi cuerpo. No me gustaba, pero únicamente lo hacía cuando estábamos solos.
—¿Por eso nunca le dijiste nada a tu madre? —preguntó Pedro con dulzura.
—Sabía que Gerardo lo volvería contra mí. Y mi madre era feliz. Por primera vez desde que mi padre nos dejó, y después de años de verla llorar todo el tiempo, ella reía. No podía destruir esa felicidad. Habría hecho cualquier cosa por verla sonreír, y mi padrastro lo sabía. Entonces fue cuando empezó a intentar tocarme —reveló ella con un gesto de repulsión—. No es que abusara de mí sexualmente, pero solía frotarse contra mí, como si fuera por accidente, y se deleitaba explicándome con todo lujo de detalles, exactamente lo que le apetecía hacerme.
—¿Dónde estaba tu padre mientras sucedía todo eso? —preguntó Pedro.
—Estaba ocupado con su nueva esposa y familia —contestó Paula—. Apenas tenía contacto con él y tenía miedo de que me acusara de crear problemas para llamar su atención.
—De modo que el hombre que tendría que haberte protegido te falló — murmuró Pedro.
A pesar del sol del atardecer que entraba por la ventana, Paula estaba helada. Era la primera vez en su vida que hablaba sobre el trauma sufrido a manos de su padrastro.
—Gerardo me hizo sentir sucia —admitió con voz ronca—. Me hizo creer que el sexo era repulsivo y, aunque una parte de mí sabe que no es cierto, todavía oigo su voz en mi interior. Cuando me tocas e intentas hacerme el amor, me imagino sus manos sobre mi cuerpo y no soporto la idea de que está por ahí, en alguna parte, pensando esas asquerosidades sobre mí.
—Pero ya no lo está, pedhaki mou —Pedro se puso en pie y la tomó entre sus brazos. De inmediato ella se puso tensa, pero él la sujetó contra su pecho y acarició sus cabellos—. Gerardo Stone murió en un accidente de coche hace dos años. Él nunca podrá volver a hacerte daño.
Ella se pasó la mano por el rostro, sorprendida de que estuviera mojado. Pedro estaba callado y ella percibió la tensión en él mientras la obligaba a ladear la cabeza para mirarla a los ojos.
—Catalina no duda de mi amor por ella. Daría mi vida por mi hija. Tu padre no te protegió, ¿Verdad, Paula? ¿De eso se trata?
—No sé a qué te refieres —mintió Paula mientras Pedro le enjugaba tiernamente las lágrimas.
—Hablé con tu madre.
—¿Que hiciste qué? —Paula abrió los ojos desmesuradamente—. ¿Cómo te has atrevido a acosar a mi familia? ¿Cómo la has encontrado?
—Para mi detective privado fue relativamente sencillo descubrir que vivía en Francia con su tercer marido —explicó Pedro—. No le conoces, ¿Verdad? Tu madre no puede ocultar su desilusión porque no les hayas visitado —hizo una pausa y añadió—: Parece un hombre decente.
—Bien —murmuró Paula mientras recordaba las promesas hechas a su madre sobre visitarla en Francia, y las excusas en el último momento para no ir.
—Mucho mejor que su segundo marido —dijo Pedro.
No sabía cómo iba a reaccionar ella y le sorprendió la violenta lucha de Anna por despegarse de él. La angustia de sus ojos azul marino le dijo lo que ya sospechaba, pero tenía que obligarla a enfrentarse a sus demonios.
—¿Sabías que Gerardo Stone cumplió condena por consumir pornografía infantil en su ordenador? Ya suponía que no —dijo Pedro cuando Paula negó en silencio—. Tu madre lo abandonó tras su arresto. Para entonces tú ya te habías marchado de casa y nunca te contó la verdad sobre él. Pero tú ya sabías cómo era, ¿Verdad, pedhaki mou?
Ella se quedó en silencio tanto rato que él temió que no fuera a contestar, pero de repente alzó la vista. La desolación de su mirada hizo que a él se le encogiera elcorazón.
—Solía mirarme —susurró ella—. Constantemente. Dondequiera que estuviera, allí estaba él mirándome. Al principio pensé que era mi imaginación —respiró hondo y se obligó a continuar—. Pero entonces empezó a decirme cosas, a hacer comentarios personales sobre cómo se desarrollaba mi cuerpo. No me gustaba, pero únicamente lo hacía cuando estábamos solos.
—¿Por eso nunca le dijiste nada a tu madre? —preguntó Pedro con dulzura.
—Sabía que Gerardo lo volvería contra mí. Y mi madre era feliz. Por primera vez desde que mi padre nos dejó, y después de años de verla llorar todo el tiempo, ella reía. No podía destruir esa felicidad. Habría hecho cualquier cosa por verla sonreír, y mi padrastro lo sabía. Entonces fue cuando empezó a intentar tocarme —reveló ella con un gesto de repulsión—. No es que abusara de mí sexualmente, pero solía frotarse contra mí, como si fuera por accidente, y se deleitaba explicándome con todo lujo de detalles, exactamente lo que le apetecía hacerme.
—¿Dónde estaba tu padre mientras sucedía todo eso? —preguntó Pedro.
—Estaba ocupado con su nueva esposa y familia —contestó Paula—. Apenas tenía contacto con él y tenía miedo de que me acusara de crear problemas para llamar su atención.
—De modo que el hombre que tendría que haberte protegido te falló — murmuró Pedro.
A pesar del sol del atardecer que entraba por la ventana, Paula estaba helada. Era la primera vez en su vida que hablaba sobre el trauma sufrido a manos de su padrastro.
—Gerardo me hizo sentir sucia —admitió con voz ronca—. Me hizo creer que el sexo era repulsivo y, aunque una parte de mí sabe que no es cierto, todavía oigo su voz en mi interior. Cuando me tocas e intentas hacerme el amor, me imagino sus manos sobre mi cuerpo y no soporto la idea de que está por ahí, en alguna parte, pensando esas asquerosidades sobre mí.
—Pero ya no lo está, pedhaki mou —Pedro se puso en pie y la tomó entre sus brazos. De inmediato ella se puso tensa, pero él la sujetó contra su pecho y acarició sus cabellos—. Gerardo Stone murió en un accidente de coche hace dos años. Él nunca podrá volver a hacerte daño.
Desafío: Capítulo 38
—Un par de fotos más, chérie. Mira a tu izquierda y levanta un poco la barbilla. Perfecto. Ahora mira directamente a la cámara.
Paula siguió las instrucciones de Fabián. Llevaban varias horas de trabajo y las luces del estudio le daban sed, pero sabía que Fabián odiaba las interrupciones y decidió aguantarse. Lu Theopoulis era una artista muy dotada y estaba impresionada por cada pieza diseñada por ella. Pero la colección nupcial, compuesta por un collar de oro blanco y diamantes y unos pendientes largos era excepcional. Casi merecía la pena correr el riesgo de casarse aunque sólo fuera por unos diamantes como ésos, pensó con cinismo mientras contemplaba el vestido de seda que el estilista había elegido para llevar con esas joyas.
—De acuerdo, chérie, vamos a hacer un descanso —murmuró Fabián.
Paula suspiró de alivio y estiró sus doloridos músculos, pero al levantar la cabeza le llamó la atención una figura que la observaba desde el otro lado de la habitación. Le dió un vuelco el corazón y sintió un mareo. Tenía que ser su imaginación. No podía ser Pedro. Ése fue su último pensamiento consciente antes de desmayarse.
Al abrir los ojos su rostro estaba apoyado contra unos fuertes músculos.
—¿Pedro? —susurró al reconocer su rostro.
—¿Quién esperabas que fuera? —preguntó mientras la miraba furioso.
—Desde luego tú no. Eres la última persona que esperaba o quería ver. ¿Adónde me llevas? —preguntó ella al ser consciente de que estaban en el ascensor a punto de salir a una habitación con el suelo de mármol y unos enormes ventanales por los que entraba el sol.
Pedro atravesó la habitación, con ella en brazos, sin prestar atención a sus protestas.
—¿Quieres soltarme? No tienes ningún derecho a… a manejarme —gritó, y se quedó sin aliento cuando él la dejó caer sobre uno de los sofás colocados bajo la ventana principal—. ¿Cómo te atreves a interrumpir mi sesión de fotos? —ella se sentó con las mejillas rojas de ira—. Se supone que trabajo para Lu Theopoulis, ¿Qué pensará ella? ¿Y qué haces tú aquí? ¿Sabías que vendría?
—Por supuesto. Me ha costado dos semanas de acoso a tu agente para organizar la sesión —gritó.
Estaba inclinado sobre ella, grande y poderoso, y a Paula se le contrajo el corazón mientras las lágrimas afloraban a sus ojos. Para ser una mujer que había jurado no llorar nunca por un hombre, ya había derramado bastantes lágrimas para llenar el océano y se odiaba por su debilidad.Nada la horrorizaba más que la idea de convertirse en la mujer que fue su madre y desperdiciar su vida y sus emociones con un hombre que no se lo merecía. Pero había echado tanto de menos a Pedro durante el último mes que cada día sin él era más agónico que el anterior. ¿Cómo había podido ser tan estúpida como para enamorarse de él? Esa última idea era tan aterradora que se levantó de un salto, pero él la volvió a sujetar con fuerza y la sentó en su regazo.
—¿Qué has querido decir con que organizaste la sesión fotográfica? —preguntó mientras evitaba mirarlo a la cara. Estaba demasiado cerca. Ella sentía el calor que emanaba de él y el familiar aroma de su colonia—. ¿Eres el avalista financiero de Lu Theopoulis?
—Sí. Y además soy su hermano. Luciana, o Lu como se la suele conocer, tiene muchísimo talento, ¿No crees? —él contempló su mirada de repentina comprensión con una sonrisa y la mirada de deseo tan familiar, y tan aterradora, para Paula—. Los diamantes te sientan bien, pedhaki mou —murmuró dulcemente mientras deslizaba un dedo sobre el collar y antes de depositar en sus labios un breve, pero intenso, beso que la volvió loca.
El sentido común le decía que debía resistirse, pero con Pedro su cerebro perdía todo su poder y ella se convertía en una criatura promiscua que buscaba el placer que su boca le producía. Al sentir su rendición, él intensificó el beso hasta convertirlo en una fiesta de sensualidad que derribó sus barreras mentales y la obligó a aferrarse a él con la boca entreabierta bajo el exigente empuje de su lengua. Al fin él levantó la cabeza y contempló sus inflamados labios y la mirada de desesperación de sus ojos. Todavía quedaba mucho camino por andar, pero al menos ella estaba allí, en sus brazos, y esa vez estaba decidido a no dejarla marchar.
—¿Por qué te has molestado tanto en traerme hasta aquí? —gruñó Paula mientras intentaba levantarse de su regazo.
Enseguida descubrió que sus intentos por escapar de él eran inútiles. Él la agarró con fuerza y la obligó a permanecer sentada.
—Quiero algunas respuestas y, como te niegas a contestar a mis llamadas, he tenido que recurrir al secuestro —dijo tranquilamente.
—¡Secuestro! No pensarás que puedes retenerme aquí contra mi voluntad —ella hizo una pausa para contemplar sus oscuros ojos que le indicaban que eso era justamente lo que pretendía hacer—. Mi agente se preguntará dónde estoy si no me pongo en contacto con ella.
—Le dije que no aceptarías ningún compromiso durante el mes que viene.
—Eres imposible. Se trata de mi carrera.
—No, nuestra relación futura es el único tema de discusión —dijo él dulcemente, lo que le hizo recibir una mirada de odio por parte de ella.
—Sí que contesté a tu primera llamada —le espetó Paula—. Me alegré al saber que la lesión cerebral de tu hija no era tan seria como se pensó al principio —ella respiró hondo mientras la verdad se hizo patente—. La niña pequeña que ví… era Catalina, ¿Verdad?
—Está muy emocionada con tu visita desde que le hablé de tí y no pudo resistirse a echar una ojeada —explicó Pedro—. Dice que pareces una princesa.
Paula siguió las instrucciones de Fabián. Llevaban varias horas de trabajo y las luces del estudio le daban sed, pero sabía que Fabián odiaba las interrupciones y decidió aguantarse. Lu Theopoulis era una artista muy dotada y estaba impresionada por cada pieza diseñada por ella. Pero la colección nupcial, compuesta por un collar de oro blanco y diamantes y unos pendientes largos era excepcional. Casi merecía la pena correr el riesgo de casarse aunque sólo fuera por unos diamantes como ésos, pensó con cinismo mientras contemplaba el vestido de seda que el estilista había elegido para llevar con esas joyas.
—De acuerdo, chérie, vamos a hacer un descanso —murmuró Fabián.
Paula suspiró de alivio y estiró sus doloridos músculos, pero al levantar la cabeza le llamó la atención una figura que la observaba desde el otro lado de la habitación. Le dió un vuelco el corazón y sintió un mareo. Tenía que ser su imaginación. No podía ser Pedro. Ése fue su último pensamiento consciente antes de desmayarse.
Al abrir los ojos su rostro estaba apoyado contra unos fuertes músculos.
—¿Pedro? —susurró al reconocer su rostro.
—¿Quién esperabas que fuera? —preguntó mientras la miraba furioso.
—Desde luego tú no. Eres la última persona que esperaba o quería ver. ¿Adónde me llevas? —preguntó ella al ser consciente de que estaban en el ascensor a punto de salir a una habitación con el suelo de mármol y unos enormes ventanales por los que entraba el sol.
Pedro atravesó la habitación, con ella en brazos, sin prestar atención a sus protestas.
—¿Quieres soltarme? No tienes ningún derecho a… a manejarme —gritó, y se quedó sin aliento cuando él la dejó caer sobre uno de los sofás colocados bajo la ventana principal—. ¿Cómo te atreves a interrumpir mi sesión de fotos? —ella se sentó con las mejillas rojas de ira—. Se supone que trabajo para Lu Theopoulis, ¿Qué pensará ella? ¿Y qué haces tú aquí? ¿Sabías que vendría?
—Por supuesto. Me ha costado dos semanas de acoso a tu agente para organizar la sesión —gritó.
Estaba inclinado sobre ella, grande y poderoso, y a Paula se le contrajo el corazón mientras las lágrimas afloraban a sus ojos. Para ser una mujer que había jurado no llorar nunca por un hombre, ya había derramado bastantes lágrimas para llenar el océano y se odiaba por su debilidad.Nada la horrorizaba más que la idea de convertirse en la mujer que fue su madre y desperdiciar su vida y sus emociones con un hombre que no se lo merecía. Pero había echado tanto de menos a Pedro durante el último mes que cada día sin él era más agónico que el anterior. ¿Cómo había podido ser tan estúpida como para enamorarse de él? Esa última idea era tan aterradora que se levantó de un salto, pero él la volvió a sujetar con fuerza y la sentó en su regazo.
—¿Qué has querido decir con que organizaste la sesión fotográfica? —preguntó mientras evitaba mirarlo a la cara. Estaba demasiado cerca. Ella sentía el calor que emanaba de él y el familiar aroma de su colonia—. ¿Eres el avalista financiero de Lu Theopoulis?
—Sí. Y además soy su hermano. Luciana, o Lu como se la suele conocer, tiene muchísimo talento, ¿No crees? —él contempló su mirada de repentina comprensión con una sonrisa y la mirada de deseo tan familiar, y tan aterradora, para Paula—. Los diamantes te sientan bien, pedhaki mou —murmuró dulcemente mientras deslizaba un dedo sobre el collar y antes de depositar en sus labios un breve, pero intenso, beso que la volvió loca.
El sentido común le decía que debía resistirse, pero con Pedro su cerebro perdía todo su poder y ella se convertía en una criatura promiscua que buscaba el placer que su boca le producía. Al sentir su rendición, él intensificó el beso hasta convertirlo en una fiesta de sensualidad que derribó sus barreras mentales y la obligó a aferrarse a él con la boca entreabierta bajo el exigente empuje de su lengua. Al fin él levantó la cabeza y contempló sus inflamados labios y la mirada de desesperación de sus ojos. Todavía quedaba mucho camino por andar, pero al menos ella estaba allí, en sus brazos, y esa vez estaba decidido a no dejarla marchar.
—¿Por qué te has molestado tanto en traerme hasta aquí? —gruñó Paula mientras intentaba levantarse de su regazo.
Enseguida descubrió que sus intentos por escapar de él eran inútiles. Él la agarró con fuerza y la obligó a permanecer sentada.
—Quiero algunas respuestas y, como te niegas a contestar a mis llamadas, he tenido que recurrir al secuestro —dijo tranquilamente.
—¡Secuestro! No pensarás que puedes retenerme aquí contra mi voluntad —ella hizo una pausa para contemplar sus oscuros ojos que le indicaban que eso era justamente lo que pretendía hacer—. Mi agente se preguntará dónde estoy si no me pongo en contacto con ella.
—Le dije que no aceptarías ningún compromiso durante el mes que viene.
—Eres imposible. Se trata de mi carrera.
—No, nuestra relación futura es el único tema de discusión —dijo él dulcemente, lo que le hizo recibir una mirada de odio por parte de ella.
—Sí que contesté a tu primera llamada —le espetó Paula—. Me alegré al saber que la lesión cerebral de tu hija no era tan seria como se pensó al principio —ella respiró hondo mientras la verdad se hizo patente—. La niña pequeña que ví… era Catalina, ¿Verdad?
—Está muy emocionada con tu visita desde que le hablé de tí y no pudo resistirse a echar una ojeada —explicó Pedro—. Dice que pareces una princesa.
Desafío: Capítulo 37
—Ya estamos —murmuró Lu cuando el coche se paró frente a una villa de paredes blancas.
—Es un lugar impresionante —dijo Paula—. Es enorme y precioso. ¿Cuántas plantas tiene? ¿Cinco?
—Seis con el sótano, y tiene un estacionamiento subterráneo debajo —contestó Lu con una sonrisa—. Estamos en la ladera del Monte Parnitha, de ahí la maravillosa vista. En los días claros incluso se puede ver la isla de Aegina.
—¿Vives aquí sola? —preguntó Paula mientras seguía a su anfitriona por la escalera principal hasta una enorme entrada con suelos de mármol.
Antes de que Lu pudiera contestar, tres niños aparecieron corriendo. El mayor no tendría más de cinco años, supuso Paula, mientras que el pequeño era casi un bebé, con sus piernas rollizas y una adorable sonrisa.
—Como ves, no muy sola —se rió Lu—, aunque a veces pienso que rendiría más en mi trabajo si no tuviera niños.
—Pero no podrías vivir sin ellos —supuso Paula mientras sentía una punzada de envidia.
Ella nunca se había planteado seriamente formar una familia. Era algo que se imaginaba para el futuro, y sólo podría ser si conseguía salvar el escollo de su desconfianza hacia los hombres lo bastante como para mantener una relación con alguno. Hubo un tiempo en que pensó que podría confiar en Pedro. Pero aunque,milagrosamente, volvieran a encontrarse y se embarcaran en una relación, no pasarían de ahí. Él tenía una hija que era, lógicamente, prioritaria en su vida y había dejado claro que no buscaba una relación permanente con ninguna mujer.
—La villa está dividida en dos residencias separadas —explicó Lu mientras guiaba a Paula hacia el ascensor—. Mi esposo, Sergio, y yo vivimos con los chicos en las habitaciones de abajo, y mi herm… —ella se interrumpió y se sonrojó antes de continuar—, y otros miembros de mi familia ocupan las plantas superiores. Mi taller está en el sótano. Si quieres bajar, llevaré a los niños con la niñera y me reuniré contigo en unos minutos.
Los tres chicos corrían salvajes por el vestíbulo. Lu no tenía un rato libre, observó Paula, cuando vió aparecer a una niña más mayor que se asomaba por la barandilla de la escalera. Cuatro hijos y una carrera de éxito como diseñadora de joyas, era una vida envidiable, pensó mientras Lu hablaba en griego con su hija. La niña era unos años mayor que sus hermanos, pero compartía los ojos oscuros y los negros y sedosos rizos. Era muy guapa, pero parecía algo tímida, comparada con los niños, y contempló a Paula con curiosidad durante unos segundos antes de volver a subir las escaleras.
—El ascensor te llevará al sótano, donde Fabián te espera —murmuró Lu, que de repente parecía tensa.
Paula pensó que sería por sus ansias de empezar a trabajar. La sesión de fotos debía de costarle una fortuna y, para un pequeño negocio como Theopoulis Jewellery Design, el tiempo era oro. Tal y como había dicho Lu, Fabián Valoise ya había llegado y transformado el estudio de diseño en un estudio fotográfico mientras esperaba a la maquilladora, el peluquero y la estilista.
—Paula, me alegro de verte, chérie. ¿Cómo estás? —la saludó cariñosamente Fabián.
—Fabián, yo también me alegro de verte —Paula sonrió tímidamente al fotógrafo—. Estoy bien.
—Algo me dice que mientes, ma petite —Fabián la contempló con ojo experto antes de acercarse para darle un par de besos en las mejillas—. Has adelgazado desde la última vez que trabajé contigo. ¿Estás enferma o enamorada?
—¿No es una cosa motivo de la otra? —preguntó Paula amargamente.
—¿Quieres hablar de ello o simplemente necesitas un hombro sobre el que llorar? —preguntó el francés con simpatía.
—Ninguna de las dos cosas… podré soportarlo —contestó Paula—. ¿Nos ponemos a trabajar?
—Es un lugar impresionante —dijo Paula—. Es enorme y precioso. ¿Cuántas plantas tiene? ¿Cinco?
—Seis con el sótano, y tiene un estacionamiento subterráneo debajo —contestó Lu con una sonrisa—. Estamos en la ladera del Monte Parnitha, de ahí la maravillosa vista. En los días claros incluso se puede ver la isla de Aegina.
—¿Vives aquí sola? —preguntó Paula mientras seguía a su anfitriona por la escalera principal hasta una enorme entrada con suelos de mármol.
Antes de que Lu pudiera contestar, tres niños aparecieron corriendo. El mayor no tendría más de cinco años, supuso Paula, mientras que el pequeño era casi un bebé, con sus piernas rollizas y una adorable sonrisa.
—Como ves, no muy sola —se rió Lu—, aunque a veces pienso que rendiría más en mi trabajo si no tuviera niños.
—Pero no podrías vivir sin ellos —supuso Paula mientras sentía una punzada de envidia.
Ella nunca se había planteado seriamente formar una familia. Era algo que se imaginaba para el futuro, y sólo podría ser si conseguía salvar el escollo de su desconfianza hacia los hombres lo bastante como para mantener una relación con alguno. Hubo un tiempo en que pensó que podría confiar en Pedro. Pero aunque,milagrosamente, volvieran a encontrarse y se embarcaran en una relación, no pasarían de ahí. Él tenía una hija que era, lógicamente, prioritaria en su vida y había dejado claro que no buscaba una relación permanente con ninguna mujer.
—La villa está dividida en dos residencias separadas —explicó Lu mientras guiaba a Paula hacia el ascensor—. Mi esposo, Sergio, y yo vivimos con los chicos en las habitaciones de abajo, y mi herm… —ella se interrumpió y se sonrojó antes de continuar—, y otros miembros de mi familia ocupan las plantas superiores. Mi taller está en el sótano. Si quieres bajar, llevaré a los niños con la niñera y me reuniré contigo en unos minutos.
Los tres chicos corrían salvajes por el vestíbulo. Lu no tenía un rato libre, observó Paula, cuando vió aparecer a una niña más mayor que se asomaba por la barandilla de la escalera. Cuatro hijos y una carrera de éxito como diseñadora de joyas, era una vida envidiable, pensó mientras Lu hablaba en griego con su hija. La niña era unos años mayor que sus hermanos, pero compartía los ojos oscuros y los negros y sedosos rizos. Era muy guapa, pero parecía algo tímida, comparada con los niños, y contempló a Paula con curiosidad durante unos segundos antes de volver a subir las escaleras.
—El ascensor te llevará al sótano, donde Fabián te espera —murmuró Lu, que de repente parecía tensa.
Paula pensó que sería por sus ansias de empezar a trabajar. La sesión de fotos debía de costarle una fortuna y, para un pequeño negocio como Theopoulis Jewellery Design, el tiempo era oro. Tal y como había dicho Lu, Fabián Valoise ya había llegado y transformado el estudio de diseño en un estudio fotográfico mientras esperaba a la maquilladora, el peluquero y la estilista.
—Paula, me alegro de verte, chérie. ¿Cómo estás? —la saludó cariñosamente Fabián.
—Fabián, yo también me alegro de verte —Paula sonrió tímidamente al fotógrafo—. Estoy bien.
—Algo me dice que mientes, ma petite —Fabián la contempló con ojo experto antes de acercarse para darle un par de besos en las mejillas—. Has adelgazado desde la última vez que trabajé contigo. ¿Estás enferma o enamorada?
—¿No es una cosa motivo de la otra? —preguntó Paula amargamente.
—¿Quieres hablar de ello o simplemente necesitas un hombro sobre el que llorar? —preguntó el francés con simpatía.
—Ninguna de las dos cosas… podré soportarlo —contestó Paula—. ¿Nos ponemos a trabajar?
martes, 19 de noviembre de 2019
Desafío: Capítulo 36
—¿Quieres decir que me ocultaste la existencia de tu hija porque temías que la utilizara para cazarte? Desde luego, tu arrogancia es ilimitada —Paula luchó contra las náuseas que la invadían. Su corazón estaba partido en dos, pero no iba a darle la satisfacción de comprobar cuánto la había herido—. Ya sabes lo que pienso sobre los padrastros.
—Precisamente por eso no encontré el valor para hablarte de ello —contestó Pedro—. Hace tiempo que me dí cuenta de que no te parecías a mis anteriores amantes.
—Ya lo sé. Yo me bloqueo con el sexo. No creo que sea un problema compartido por ninguna de tus otras amantes —dijo ella amargamente.
—Quiero decir… que mis sentimientos por tí son diferentes. Significas más para mí que cualquier otra mujer desde la muerte de Mariana —admitió lentamente.
Pedro Alfonso parecía increíblemente aturdido e inseguro. Pero su azoramiento era, seguramente, causado por haber sido descubierto, se dijo ella. Mientras la apremiaba para que confiara en él, la engañaba deliberadamente. No era mejor que cualquier otro hombre que hubiera conocido. No era mejor que su padre. De repente pensó en esa niña en la otra punta del mundo, asustada y sola en un hospital con heridas que a lo mejor amenazaban su vida. No era momento de recriminaciones. La hija de Pedro le necesitaba y lo más importante en ese momento era que él estuviese a su lado.
—Vete, Pedro. Vuelve a casa con tu hijita. Confía en mí —ella suspiró—. La única persona a la que quiere ahora es a su papá, ninguna otra le servirá.
Pedro asintió con gesto sombrío al ver cómo ella daba un respingo al pasar él por su lado. La súplica silenciosa de su mirada le destrozó el corazón a Paula, pero mantuvo la compostura. Entró en el ascensor y sus miradas se fundieron hasta que se cerraron las puertas. Se había marchado. Ella volvió a su habitación y cerró la puerta antes de ceder al torrente de emociones que la sacudían.
En agosto, Atenas era tan caliente como el Hades. Mientras caminaba por el aparcamiento del aeropuerto, Paula sintió el intenso calor y se alegró de subir a la limusina con aire acondicionado que la esperaba. Las carreteras bullían de tráfico y contuvo la respiración cuando uno de los cientos de motociclistas se cruzó en su camino.
—¿Has estado alguna vez en Atenas? —le preguntó la mujer joven que iba sentada a su lado en el coche.
—He trabajado aquí unas cuantas veces, pero nunca he visitado Atenas realmente —contestó Paula secamente—. ¿Está lejos de aquí el estudio?
—En realidad vamos a mi residencia privada, a unos veinte minutos de la ciudad. Tengo allí un taller y un estudio de diseño y creo que será ideal para la sesión de fotos —explicó con fuerte acento griego—. He contratado a Fabián Valoise.
Paula arqueó las cejas. Lu Theopoulis no reparaba en gastos para promocionar su exclusiva marca de joyería. Fabián Valoise era uno de los mejores fotógrafos. Cuando su agente le dió los detalles del trabajo en Atenas, ella lo rechazó sin más, con la excusa sincera, de que preferiría volar a la luna antes que a Atenas. Pero Lu Theopoulis, o sus socios financieros, estaban empeñados en que la fría y nórdica belleza de Paula sería ideal para la colección Afrodita. Pero no fue el increíble incentivo económico lo que le convenció finalmente. A ella no le interesaban el dinero ni su carrera… ya no le interesaba la vida. Durante el último mes, desde su vuelta de Nueva York, se sentía morir lentamente. No podía dormir y, sobre todo, no podía comer. Era inaudito que una modelo estuviese tan delgada. Esperaba que Fabián Valoise hiciera maravillas con su cámara para transformar el insecto de ojos apagados, en el que se había convertido, en la Paula Chaves que Lu Theopoulis esperaba encontrar. La única razón por la que había ido a Atenas era porque Pedro estaba allí y, aunque odiaba admitirlo, era incapaz de resistirse a la oportunidad de estar cerca de él, aunque no esperaba encontrarse con él. Atenas era una ciudad grande y abarrotada y las posibilidades de tropezarse con él eran casi nulas, pero era el hogar de Pedro y su maltrecho corazón se consoló un poco al saber que estaba cerca.
—Precisamente por eso no encontré el valor para hablarte de ello —contestó Pedro—. Hace tiempo que me dí cuenta de que no te parecías a mis anteriores amantes.
—Ya lo sé. Yo me bloqueo con el sexo. No creo que sea un problema compartido por ninguna de tus otras amantes —dijo ella amargamente.
—Quiero decir… que mis sentimientos por tí son diferentes. Significas más para mí que cualquier otra mujer desde la muerte de Mariana —admitió lentamente.
Pedro Alfonso parecía increíblemente aturdido e inseguro. Pero su azoramiento era, seguramente, causado por haber sido descubierto, se dijo ella. Mientras la apremiaba para que confiara en él, la engañaba deliberadamente. No era mejor que cualquier otro hombre que hubiera conocido. No era mejor que su padre. De repente pensó en esa niña en la otra punta del mundo, asustada y sola en un hospital con heridas que a lo mejor amenazaban su vida. No era momento de recriminaciones. La hija de Pedro le necesitaba y lo más importante en ese momento era que él estuviese a su lado.
—Vete, Pedro. Vuelve a casa con tu hijita. Confía en mí —ella suspiró—. La única persona a la que quiere ahora es a su papá, ninguna otra le servirá.
Pedro asintió con gesto sombrío al ver cómo ella daba un respingo al pasar él por su lado. La súplica silenciosa de su mirada le destrozó el corazón a Paula, pero mantuvo la compostura. Entró en el ascensor y sus miradas se fundieron hasta que se cerraron las puertas. Se había marchado. Ella volvió a su habitación y cerró la puerta antes de ceder al torrente de emociones que la sacudían.
En agosto, Atenas era tan caliente como el Hades. Mientras caminaba por el aparcamiento del aeropuerto, Paula sintió el intenso calor y se alegró de subir a la limusina con aire acondicionado que la esperaba. Las carreteras bullían de tráfico y contuvo la respiración cuando uno de los cientos de motociclistas se cruzó en su camino.
—¿Has estado alguna vez en Atenas? —le preguntó la mujer joven que iba sentada a su lado en el coche.
—He trabajado aquí unas cuantas veces, pero nunca he visitado Atenas realmente —contestó Paula secamente—. ¿Está lejos de aquí el estudio?
—En realidad vamos a mi residencia privada, a unos veinte minutos de la ciudad. Tengo allí un taller y un estudio de diseño y creo que será ideal para la sesión de fotos —explicó con fuerte acento griego—. He contratado a Fabián Valoise.
Paula arqueó las cejas. Lu Theopoulis no reparaba en gastos para promocionar su exclusiva marca de joyería. Fabián Valoise era uno de los mejores fotógrafos. Cuando su agente le dió los detalles del trabajo en Atenas, ella lo rechazó sin más, con la excusa sincera, de que preferiría volar a la luna antes que a Atenas. Pero Lu Theopoulis, o sus socios financieros, estaban empeñados en que la fría y nórdica belleza de Paula sería ideal para la colección Afrodita. Pero no fue el increíble incentivo económico lo que le convenció finalmente. A ella no le interesaban el dinero ni su carrera… ya no le interesaba la vida. Durante el último mes, desde su vuelta de Nueva York, se sentía morir lentamente. No podía dormir y, sobre todo, no podía comer. Era inaudito que una modelo estuviese tan delgada. Esperaba que Fabián Valoise hiciera maravillas con su cámara para transformar el insecto de ojos apagados, en el que se había convertido, en la Paula Chaves que Lu Theopoulis esperaba encontrar. La única razón por la que había ido a Atenas era porque Pedro estaba allí y, aunque odiaba admitirlo, era incapaz de resistirse a la oportunidad de estar cerca de él, aunque no esperaba encontrarse con él. Atenas era una ciudad grande y abarrotada y las posibilidades de tropezarse con él eran casi nulas, pero era el hogar de Pedro y su maltrecho corazón se consoló un poco al saber que estaba cerca.
Desafío: Capítulo 35
Paula durmió a ratos y se despertó de madrugada. Las dos horas que siguieron las dedicó a ensayar lo que quería decirle a Pedro. Tras la ducha se secó el pelo antes de elegir unos pantalones blancos de lino y un top de seda. El efecto final era frío y elegante. A las ocho ya no aguantó más y subió a su habitación con el corazón a punto de desbocarse. La paciencia y comprensión de él la noche anterior le había demostrado que era de fiar y sabía que no tendrían una relación normal hasta que ella le hablara de su padrastro. A lo mejor Pedro sería capaz de borrar la idea que Gerardo Stone había grabado en su mente de que el sexo era algo sucio y repelente. El sentido común le decía que hacer el amor era algo natural, pero necesitaba la fuerza y la sensibilidad de él para convencerse de ello.
—Ya sé que es pronto, pero no podía esperar más —dijo ella tímidamente cuando Pedro abrió la puerta—. Pensé que podíamos desayunar juntos… —se quedó parada ante la mirada de él.
Su rostro estaba demacrado y profundos surcos rodeaban su boca. Iba impecablemente vestido, pero era evidente que no había tenido tiempo de afeitarse.
—Pedro, ¿Qué sucede?
—Tengo que irme a casa. Hoy. Ahora —su acento pronunciado reflejaba el estrés que sufría, y se giró para hablar en griego por el móvil—. Lo siento, Paula — dijo cuando hubo colgado—, se trata de una emergencia. No he conseguido un maldito vuelo, de modo que he alquilado un avión privado —cerró su maleta y echó un último vistazo a la habitación antes de dirigirse hacia la puerta, donde ella le cortaba el paso—. Te llamaré.
—¿Qué ha sucedido? ¿Qué clase de emergencia? Por favor, Pedro, no me dejes al margen —suplicó—. A lo mejor puedo ayudar.
—Ha habido un accidente en Grecia —dijo él tras respirar hondo—. Todo está controlado y no puedes hacer nada, pero necesito volver a casa lo antes posible.
—Pero, ¿Quién? ¿Algún miembro de tu familia? ¿Por qué tanto secreto? —gritó Paula, cuando de repente la idea le vino a la cabeza—. ¿Tienes una amante en Grecia?
—Theos, ¿Por qué siempre piensas lo peor? —gruñó él con furia—. No tengo ninguna amante en Grecia… ni en Grecia ni en ninguna otra parte.
—Entonces, ¿Quién ha resultado herido en un accidente? —preguntó ella—. Creía que éramos amigos, Pedro, que había algo entre nosotros. ¿No me lo puedes contar?
—Mi hija se ha caído de la bicicleta y está en el hospital con una conmoción. Las pruebas han detectado una ligera inflamación en el cerebro. Por eso tengo que irme.
Paula intentaba asimilar sus palabras. Tenía que ser alguna especie de broma macabra. Era Pedro, el hombre a quien había decidido confiar su vida tras una larga noche. ¿Cómo podía tener una hija y no habérselo dicho?
—¿Tu hija? —preguntó con la boca seca—. ¿Tienes una hija? ¿Cuándo… cómo? No lo entiendo.
—Es muy sencillo —dijo él bruscamente. Tenía un nudo en el estómago, pero no había forma de explicarlo delicadamente cuando su adorada niña estaba herida en el hospital—. Mi esposa dió a luz a nuestra hija, Catalina, diez meses antes de morir.
—De modo que… ¿Tienes una hija de ocho años?
—Casi nueve —contestó—. Mira, entiendo que sea un golpe para tí, pero no tengo tiempo de hablar sobre ella… ahora —abrió la puerta y salió—. Te llamaré, pedhaki mou.
—¡No lo hagas! —Paula se rió amargamente—. No me llames así. Es más, no me llames en absoluto. No quiero volver a oír hablar de tí, Pedro.
—No seas ridícula —a punto de marcharse, él se paró y la miró a la cara—. Tenemos que hablar, Paula —luego suavizó el tono al ver el dolor en sus ojos—. Pero ahora mismo mi prioridad es Catalina, debes entenderlo.
—Siempre debería ser tu prioridad, Pedro —ella lo miró como si lo viera por primera vez y el desprecio de su mirada fue como una puñalada para él—. Cielo santo. Se trata de una niña de ocho años, huérfana de madre, y tú vuelas hasta la otra punta del mundo para intentar convencerme de que me acueste contigo. ¿Qué clase de padre eres?
—No la he dejado sola —le espetó él furioso—. Catalina siempre ha pasado mucho tiempo con mi hermana y su familia. Considera a Luciana como a una madre y a sus primos como hermanos.
—No es lo mismo —dijo Paula—. Eres su padre, y la dejaste para estar conmigo. Sé muy bien lo que se siente al ser abandonada. Ser relegada por otra mujer. Eres como mi padre, y no puedo creer que fuera tan estúpida como para empezar a confiar en tí.
—¿Cuándo te he dado motivos para dudar de mi palabra? —preguntó él con los ojos llameantes.
—¡Tienes una hija! —gritó Paula—. Una hija a la que ni siquiera mencionaste a pesar de buscar mi confianza. ¿Por qué no me lo dijiste? —dijo ella, asaltada por una enorme decepción.
Pedro la miró imperturbable. De repente parecía muy lejano y ella se dió cuenta de que no lo conocía en absoluto.
—En el esquema general de las cosas —continuó ella—, yo no soy importante para tí, ¿Verdad?
—Al principio no lo eras —admitió él—. Siempre he mantenido mi vida privada separada de Catalina. Muchas mujeres consideran a un padre soltero multimillonario como objetivo de matrimonio.
—Ya sé que es pronto, pero no podía esperar más —dijo ella tímidamente cuando Pedro abrió la puerta—. Pensé que podíamos desayunar juntos… —se quedó parada ante la mirada de él.
Su rostro estaba demacrado y profundos surcos rodeaban su boca. Iba impecablemente vestido, pero era evidente que no había tenido tiempo de afeitarse.
—Pedro, ¿Qué sucede?
—Tengo que irme a casa. Hoy. Ahora —su acento pronunciado reflejaba el estrés que sufría, y se giró para hablar en griego por el móvil—. Lo siento, Paula — dijo cuando hubo colgado—, se trata de una emergencia. No he conseguido un maldito vuelo, de modo que he alquilado un avión privado —cerró su maleta y echó un último vistazo a la habitación antes de dirigirse hacia la puerta, donde ella le cortaba el paso—. Te llamaré.
—¿Qué ha sucedido? ¿Qué clase de emergencia? Por favor, Pedro, no me dejes al margen —suplicó—. A lo mejor puedo ayudar.
—Ha habido un accidente en Grecia —dijo él tras respirar hondo—. Todo está controlado y no puedes hacer nada, pero necesito volver a casa lo antes posible.
—Pero, ¿Quién? ¿Algún miembro de tu familia? ¿Por qué tanto secreto? —gritó Paula, cuando de repente la idea le vino a la cabeza—. ¿Tienes una amante en Grecia?
—Theos, ¿Por qué siempre piensas lo peor? —gruñó él con furia—. No tengo ninguna amante en Grecia… ni en Grecia ni en ninguna otra parte.
—Entonces, ¿Quién ha resultado herido en un accidente? —preguntó ella—. Creía que éramos amigos, Pedro, que había algo entre nosotros. ¿No me lo puedes contar?
—Mi hija se ha caído de la bicicleta y está en el hospital con una conmoción. Las pruebas han detectado una ligera inflamación en el cerebro. Por eso tengo que irme.
Paula intentaba asimilar sus palabras. Tenía que ser alguna especie de broma macabra. Era Pedro, el hombre a quien había decidido confiar su vida tras una larga noche. ¿Cómo podía tener una hija y no habérselo dicho?
—¿Tu hija? —preguntó con la boca seca—. ¿Tienes una hija? ¿Cuándo… cómo? No lo entiendo.
—Es muy sencillo —dijo él bruscamente. Tenía un nudo en el estómago, pero no había forma de explicarlo delicadamente cuando su adorada niña estaba herida en el hospital—. Mi esposa dió a luz a nuestra hija, Catalina, diez meses antes de morir.
—De modo que… ¿Tienes una hija de ocho años?
—Casi nueve —contestó—. Mira, entiendo que sea un golpe para tí, pero no tengo tiempo de hablar sobre ella… ahora —abrió la puerta y salió—. Te llamaré, pedhaki mou.
—¡No lo hagas! —Paula se rió amargamente—. No me llames así. Es más, no me llames en absoluto. No quiero volver a oír hablar de tí, Pedro.
—No seas ridícula —a punto de marcharse, él se paró y la miró a la cara—. Tenemos que hablar, Paula —luego suavizó el tono al ver el dolor en sus ojos—. Pero ahora mismo mi prioridad es Catalina, debes entenderlo.
—Siempre debería ser tu prioridad, Pedro —ella lo miró como si lo viera por primera vez y el desprecio de su mirada fue como una puñalada para él—. Cielo santo. Se trata de una niña de ocho años, huérfana de madre, y tú vuelas hasta la otra punta del mundo para intentar convencerme de que me acueste contigo. ¿Qué clase de padre eres?
—No la he dejado sola —le espetó él furioso—. Catalina siempre ha pasado mucho tiempo con mi hermana y su familia. Considera a Luciana como a una madre y a sus primos como hermanos.
—No es lo mismo —dijo Paula—. Eres su padre, y la dejaste para estar conmigo. Sé muy bien lo que se siente al ser abandonada. Ser relegada por otra mujer. Eres como mi padre, y no puedo creer que fuera tan estúpida como para empezar a confiar en tí.
—¿Cuándo te he dado motivos para dudar de mi palabra? —preguntó él con los ojos llameantes.
—¡Tienes una hija! —gritó Paula—. Una hija a la que ni siquiera mencionaste a pesar de buscar mi confianza. ¿Por qué no me lo dijiste? —dijo ella, asaltada por una enorme decepción.
Pedro la miró imperturbable. De repente parecía muy lejano y ella se dió cuenta de que no lo conocía en absoluto.
—En el esquema general de las cosas —continuó ella—, yo no soy importante para tí, ¿Verdad?
—Al principio no lo eras —admitió él—. Siempre he mantenido mi vida privada separada de Catalina. Muchas mujeres consideran a un padre soltero multimillonario como objetivo de matrimonio.
Desafío: Capítulo 34
¡Té! Pretendía que se sentaran tranquilamente a tomar una taza de té antes de abalanzarse sobre ella en la cama y hacerle el amor apasionadamente. Si no hubiera estado aterrada, Paula habría encontrado la situación de locos.
—Estoy bien, gracias —murmuró mientras se aferraba a su camisón.
Ella no tenía ni idea de cuánto tiempo duraría el receso y se metió en el cuarto de baño para ponerse el camisón, lavarse la cara y cepillarse los dientes en un tiempo récord. No hacía más que repetirse que podía hacerlo, mientras intentaba ignorar que el último vestigio de deseo que Pedro había despertado en ella ya había desaparecido. Estaba a punto de gritar de los nervios y el calor sensual que antes la inundaba entre los muslos había dejado paso a una sequedad absoluta. Pero podía hacerlo. Durante un instante, el rostro de su padrastro volvió a aparecer, pero ella pestañeó para echarlo de su mente. Oía sonidos en el dormitorio. Sin duda Pedro la esperaba y ella sintió una punzada de temor en el estómago. No podía seguir siendo virgen el resto de su vida y lo mejor era acabar cuanto antes con la primera vez.
Al verla salir del cuarto de baño, Pedro pensó que parecía un corderito a las puertas del matadero. Su enorme camisón de algodón blanco estampado con margaritas amarillas resultaba de lo más infantil y él sintió el deseo de tomarla en sus brazos y simplemente abrazarla. Pero lo que hizo fue retirar la sábana y dar una palmadita en el colchón.
—A la cama, pedhaki mou.
Ella luchó contra las ganas de salir huyendo y obedeció. Él seguía vestido. A lo mejor quería desnudarse delante de ella, pensó mientras cerraba los ojos para borrar esa escena de su mente.Ella le permitió taparla con la sábana y, al sentir el movimiento del colchón, se atrevió a entreabrir los ojos y le descubrió sentado al borde de la cama, todavía vestido.
—¿Qué te parece si saco entradas para algún espectáculo de Broadway mañana?
—Eso suena… bien —murmuró ella. Le costaba hacer planes para el día siguiente cuando aún no había pasado la noche.
—Bien —Pedro se puso en pie—. Lo consultaré mañana en la recepción. Que duermas bien, Paula —se inclinó hacia ella y la besó tiernamente antes de dirigirse hacia la puerta.
—Pero yo pensé —ella se sentó en la cama y lo miró aturdida—, pensé que te quedarías a pasar la noche. Antes, cuando nosotros… cuando yo… no te dí placer.
—Al contrario, Paula mou, el poderte dar placer a tí me produjo más gozo del que jamás he sentido —dijo él seriamente—. Espero poderte hacer el amor por completo pronto, pero sólo cuando estés preparada, sólo cuando confíes en mí lo suficiente como para entregarte a mí sin temor ni reservas. Hasta entonces, dormiré en mi cama, aunque seguramente me pasaré la mayor parte de la noche bajo una ducha helada —admitió con una sonrisa que a ella le conmovió—. Que tengas dulces sueños, Paula. Te veré en el desayuno —dijo con dulzura antes de salir del dormitorio y cerrar la puerta tras él.
—Estoy bien, gracias —murmuró mientras se aferraba a su camisón.
Ella no tenía ni idea de cuánto tiempo duraría el receso y se metió en el cuarto de baño para ponerse el camisón, lavarse la cara y cepillarse los dientes en un tiempo récord. No hacía más que repetirse que podía hacerlo, mientras intentaba ignorar que el último vestigio de deseo que Pedro había despertado en ella ya había desaparecido. Estaba a punto de gritar de los nervios y el calor sensual que antes la inundaba entre los muslos había dejado paso a una sequedad absoluta. Pero podía hacerlo. Durante un instante, el rostro de su padrastro volvió a aparecer, pero ella pestañeó para echarlo de su mente. Oía sonidos en el dormitorio. Sin duda Pedro la esperaba y ella sintió una punzada de temor en el estómago. No podía seguir siendo virgen el resto de su vida y lo mejor era acabar cuanto antes con la primera vez.
Al verla salir del cuarto de baño, Pedro pensó que parecía un corderito a las puertas del matadero. Su enorme camisón de algodón blanco estampado con margaritas amarillas resultaba de lo más infantil y él sintió el deseo de tomarla en sus brazos y simplemente abrazarla. Pero lo que hizo fue retirar la sábana y dar una palmadita en el colchón.
—A la cama, pedhaki mou.
Ella luchó contra las ganas de salir huyendo y obedeció. Él seguía vestido. A lo mejor quería desnudarse delante de ella, pensó mientras cerraba los ojos para borrar esa escena de su mente.Ella le permitió taparla con la sábana y, al sentir el movimiento del colchón, se atrevió a entreabrir los ojos y le descubrió sentado al borde de la cama, todavía vestido.
—¿Qué te parece si saco entradas para algún espectáculo de Broadway mañana?
—Eso suena… bien —murmuró ella. Le costaba hacer planes para el día siguiente cuando aún no había pasado la noche.
—Bien —Pedro se puso en pie—. Lo consultaré mañana en la recepción. Que duermas bien, Paula —se inclinó hacia ella y la besó tiernamente antes de dirigirse hacia la puerta.
—Pero yo pensé —ella se sentó en la cama y lo miró aturdida—, pensé que te quedarías a pasar la noche. Antes, cuando nosotros… cuando yo… no te dí placer.
—Al contrario, Paula mou, el poderte dar placer a tí me produjo más gozo del que jamás he sentido —dijo él seriamente—. Espero poderte hacer el amor por completo pronto, pero sólo cuando estés preparada, sólo cuando confíes en mí lo suficiente como para entregarte a mí sin temor ni reservas. Hasta entonces, dormiré en mi cama, aunque seguramente me pasaré la mayor parte de la noche bajo una ducha helada —admitió con una sonrisa que a ella le conmovió—. Que tengas dulces sueños, Paula. Te veré en el desayuno —dijo con dulzura antes de salir del dormitorio y cerrar la puerta tras él.
Desafío: Capítulo 33
Paula era consciente de la mano que ascendía bajo su falda, pero la presión de la boca de él contra la suya le producía tal oleada de emociones que no sintió temor ni repulsión cuando él acarició suavemente el pequeño triángulo de seda entre sus muslos. El deseo la inundó de calor y humedad, y contuvo el aliento cuando él introdujo los dedos bajo su tanga para iniciar una exploración nueva y maravillosa. Ella se abrió como una flor al sol y, con sumo cuidado, él deslizó un dedo en su interior mientras sentía el espasmo de sus músculos. Estaba más tensa de lo que él esperaba y no quería hacerle daño, pero ella parecía ansiosa por presionarle para que continuara con sus caricias. Cerró los ojos con todo el cuerpo concentrado en las increíbles sensaciones que Pedro le despertaba. Su cuerpo ardía en llamas y ni siquiera estaba segura de lo que deseaba, sólo sabía que era allí donde lo deseaba y, con un pequeño grito, impulsó sus caderas contra la mano de él.
Pedro pareció percibir las tumultuosas sensaciones que se agolpaban dentro de ella y empezó a mover un dedo con caricias rítmicas al mismo tiempo que frotaba con el pulgar el extremadamente sensible clítoris. El mundo de Paula estalló. Una contracción tras otra la desgarró. Era algo aterradoramente nuevo y, al mismo tiempo, tan exquisito que no sentía miedo. Lanzó la cabeza hacia atrás y gritó, ignorante del placer que le producía a él contemplarla alcanzar el clímax por primera vez. Una emoción profundamente primitiva surgió en Pedro. Paula era suya y solamente suya. Ningún otro hombre la había acariciado así, ni la había hecho gritar de placer. Ella le pertenecía y, mientras los temblores cesaban, él se juró que siempre la cuidaría. Todavía la acosaban los fantasmas del pasado. Todavía quedaba mucho camino por recorrer antes de que ella sintiera la confianza suficiente para entregársele por completo. Pero esperaría. Haría acopio de su fuerza de voluntad para controlar el deseo que amenazaba con desbordarle y, algún día, su paciencia recibiría la recompensa y él podría penetrarla completamente hasta que sus dos cuerpos se fundieran en uno. La sola idea ya bastó para que su pene presionara incómodo contra los pantalones y, de un salto, se puso en pie con ella en brazos. La presión de su cuerpo contra el suyo pondría a prueba hasta a un santo, pero había prometido no meterle prisa y lo iba a cumplir.
Paula sintió que la habitación daba vueltas y abrió los ojos para descubrir que Pedro la llevaba en brazos hasta el dormitorio. Él le había proporcionado más placer del que ella pensó que era posible sentir. Incluso en esos momentos, todavía sentía pequeñas oleadas de sacudidas que la invadían. Era justo que él quisiera experimentar el mismo éxtasis sexual y ella intentó controlar unos pequeños escalofríos de aprensión. Cuando la tumbó sobre la cama, ella lo miró en silencio mientras sonreía tímidamente, ignorante de la vulnerabilidad que reflejaba su mirada. Él no era un bárbaro y no tenía nada que ver con el baboso simulacro de hombre que había sido su padrastro: Pedro jamás se burlaría de ella ni la haría sentirse sucia. Pero cuando él se inclinó sobre ella, sintió que le faltaba el aire.
—Te dejaré tranquila para que te desnudes —dijo él en un tono casual.
Ella lo miró confusa cuando él le alcanzó el camisón y todavía más cuando volvió a hablar.
—¿Te traigo algo? ¿Una taza de té?
Pedro pareció percibir las tumultuosas sensaciones que se agolpaban dentro de ella y empezó a mover un dedo con caricias rítmicas al mismo tiempo que frotaba con el pulgar el extremadamente sensible clítoris. El mundo de Paula estalló. Una contracción tras otra la desgarró. Era algo aterradoramente nuevo y, al mismo tiempo, tan exquisito que no sentía miedo. Lanzó la cabeza hacia atrás y gritó, ignorante del placer que le producía a él contemplarla alcanzar el clímax por primera vez. Una emoción profundamente primitiva surgió en Pedro. Paula era suya y solamente suya. Ningún otro hombre la había acariciado así, ni la había hecho gritar de placer. Ella le pertenecía y, mientras los temblores cesaban, él se juró que siempre la cuidaría. Todavía la acosaban los fantasmas del pasado. Todavía quedaba mucho camino por recorrer antes de que ella sintiera la confianza suficiente para entregársele por completo. Pero esperaría. Haría acopio de su fuerza de voluntad para controlar el deseo que amenazaba con desbordarle y, algún día, su paciencia recibiría la recompensa y él podría penetrarla completamente hasta que sus dos cuerpos se fundieran en uno. La sola idea ya bastó para que su pene presionara incómodo contra los pantalones y, de un salto, se puso en pie con ella en brazos. La presión de su cuerpo contra el suyo pondría a prueba hasta a un santo, pero había prometido no meterle prisa y lo iba a cumplir.
Paula sintió que la habitación daba vueltas y abrió los ojos para descubrir que Pedro la llevaba en brazos hasta el dormitorio. Él le había proporcionado más placer del que ella pensó que era posible sentir. Incluso en esos momentos, todavía sentía pequeñas oleadas de sacudidas que la invadían. Era justo que él quisiera experimentar el mismo éxtasis sexual y ella intentó controlar unos pequeños escalofríos de aprensión. Cuando la tumbó sobre la cama, ella lo miró en silencio mientras sonreía tímidamente, ignorante de la vulnerabilidad que reflejaba su mirada. Él no era un bárbaro y no tenía nada que ver con el baboso simulacro de hombre que había sido su padrastro: Pedro jamás se burlaría de ella ni la haría sentirse sucia. Pero cuando él se inclinó sobre ella, sintió que le faltaba el aire.
—Te dejaré tranquila para que te desnudes —dijo él en un tono casual.
Ella lo miró confusa cuando él le alcanzó el camisón y todavía más cuando volvió a hablar.
—¿Te traigo algo? ¿Una taza de té?
jueves, 14 de noviembre de 2019
Desafío: Capítulo 32
—Supongo que deberías hacerlo… es tarde —susurró ella, sin poder disimular las lágrimas que ahogaban su voz. No ofreció ninguna resistencia cuando él la obligó a girarse mientras le enjugaba las lágrimas con el pulgar—. Ojalá las cosas fueran diferentes —admitió ella con desesperación—. Has sido tan bueno conmigo estos días que siento que debería…
—¿Acostarte conmigo? ¿Ofrecerte a mí como una virgen al sacrificio, sólo porque he sido amable contigo? Paula, cuando vengas a mí que sea porque quieras hacer el amor conmigo, no porque te sientas obligada a ello —aseguró él.
—¿Y si eso nunca sucediera? ¿Cómo puedes estar tan seguro? Debe de haber docenas de mujeres dispuestas a meterse en tu cama —murmuró ella mientras luchaba contra una oleada de náuseas ante la idea de que hubiera otra mujer en sus brazos.
—Sólo te quiero a tí, Paula mou. No me sirve ninguna otra. Y sé que no eres del todo inmune a mí —añadió mientras la abrazaba más fuerte—. Sólo necesitas sentirte cómoda conmigo antes de que podamos mantener una relación íntima completa.
¡Cómoda! Ella se sentía cualquier cosa menos eso a su lado. Sentirse cómoda implicaba una familiaridad que estaba muy lejos de la tensión que la agarrotaba. La sensual calidez de la mirada de Pedro la inundó de calor, y tembló de anticipación cuando él se agachó para besarla. Durante toda la semana, él la había besado varias veces con ternura. Paula agradecía su sensibilidad, pero una parte de ella deseaba que él perdiera el control y la besara con la salvaje pasión que se reflejaba en su mirada. Esa pasión era una fuerza que él ya no podía ocultar y reclamaba los labios de ella con incuestionable avidez. Ella separó los labios y dejó entrar su acariciante lengua. Con Pedro, ella no se sentía sucia ni avergonzada. Por primera vez en su vida, ella tuvo la sensación de ser una persona sensual. Su cuerpo parecía haber sido creado únicamente para dar y recibir placer y se regodeó en la fuerza del empuje de la erección de Pedro contra su estómago. Cuando él la guió hasta el sofá, ella lo siguió sumisa. La volvió a besar lenta y seductoramente anulando sus sentidos hasta que ella no fue consciente más que de la sensación de sus manos, y tembló de excitación cuando él empezó a desabrocharle la blusa. El recuerdo de lo que sintió cuando él acarició sus desnudos pechos, hizo que sus pezones se endurecieran y se irguieran ante el placer que se avecinaba. Pedro desabrochó el último botón, pero para desilusión de Paula, no hizo nada por deslizar la suave seda de sus hombros. Ella se movió inquieta y él gruñó mientras presionaba sus caderas para impedírselo.
—No soy de piedra, pedhaki mou. Si no te estás quieta, acabaré haciendo algo que te escandalizará y me avergonzará.
Ella lo miró fijamente y se sonrojó ante las imágenes evocadas por sus palabras. No quería que él parara, quería que la volviera a besar, que la tocara allí donde más ansiaba ella ser tocada y se apretó contra él con ojos suplicantes.
—No creo que me escandalices —dijo ella—. Me siento a salvo contigo, Pedro, y quiero que me beses… que me toques —admitió con voz ronca.
Ella sintió los movimientos agónicos del pecho de él, como si le faltara el aire. La mano con la que solía acariciar su pelo empezó a moverse. Sus ojos se habían oscurecido hasta un tono caoba y estaban iluminados por la llama del deseo y ella le correspondió con temblorosa pasión.
—Eres preciosa, Paula mou. Nunca he deseado a una mujer tanto como te deseo a tí—murmuró—, pero no te meteré prisa, ni te haré daño, y te doy mi palabra de que pararé en cuanto me lo pidas.
Mientras la volvía a besar con fuerza, Paula pensó que a lo mejor no querría que él parara. Sintió un atisbo de esperanza y abrió la boca para aceptar su lengua. Confiaba en la palabra de Pedro, pero a lo mejor estaría tan envuelta en el placer que él la provocaba que los temores quedarían en un segundo plano. No llevaba sujetador y emitió un gruñido de aprobación cuando él le deslizó la blusa por los hombros y tomó sus pechos en las manos. La caricia de sus pulgares sobre los inflamados pezones la inundó de sensaciones y le hizo gemir suavemente. Pedro acarició con sus labios desde el cuello hasta el pecho y lamió un pezón hasta que estuvo completamente erguido para él. Paula se acomodó en su regazo y deslizó las manos por sus cabellos, gimiendo cuando él empezó a chupar el pezón. Cuando él pasó al otro pecho, ella ya temblaba de sorpresa por las sensaciones tan placenteras que él le proporcionaba, y por el deseo de que continuara. En su mente no cabía más que el febril deseo de que él apaciguara el dolor que crecía en su interior y, cuando deslizó una mano bajo su falda, ella dió un respingo ante el suave tacto de los dedos en el interior de sus muslos.
—¿Demasiado, Paula? —él se paró al confundir el respingo de ella con una súplica para que parara—. ¿Quieres que pare? —susurró mientras la miraba a los ojos.
Ella negó lentamente con la cabeza y observó la calidez de su mirada cuando se acercó a él para iniciar un beso que hizo que él se emocionara. Durante un momento, permitió que fuera ella quien llevara el mando, antes de profundizar el beso hasta su punto más erótico. La lengua de él era un instrumento de gozo sensual que dejaba patente el deseo que sentía por ella.
—¿Acostarte conmigo? ¿Ofrecerte a mí como una virgen al sacrificio, sólo porque he sido amable contigo? Paula, cuando vengas a mí que sea porque quieras hacer el amor conmigo, no porque te sientas obligada a ello —aseguró él.
—¿Y si eso nunca sucediera? ¿Cómo puedes estar tan seguro? Debe de haber docenas de mujeres dispuestas a meterse en tu cama —murmuró ella mientras luchaba contra una oleada de náuseas ante la idea de que hubiera otra mujer en sus brazos.
—Sólo te quiero a tí, Paula mou. No me sirve ninguna otra. Y sé que no eres del todo inmune a mí —añadió mientras la abrazaba más fuerte—. Sólo necesitas sentirte cómoda conmigo antes de que podamos mantener una relación íntima completa.
¡Cómoda! Ella se sentía cualquier cosa menos eso a su lado. Sentirse cómoda implicaba una familiaridad que estaba muy lejos de la tensión que la agarrotaba. La sensual calidez de la mirada de Pedro la inundó de calor, y tembló de anticipación cuando él se agachó para besarla. Durante toda la semana, él la había besado varias veces con ternura. Paula agradecía su sensibilidad, pero una parte de ella deseaba que él perdiera el control y la besara con la salvaje pasión que se reflejaba en su mirada. Esa pasión era una fuerza que él ya no podía ocultar y reclamaba los labios de ella con incuestionable avidez. Ella separó los labios y dejó entrar su acariciante lengua. Con Pedro, ella no se sentía sucia ni avergonzada. Por primera vez en su vida, ella tuvo la sensación de ser una persona sensual. Su cuerpo parecía haber sido creado únicamente para dar y recibir placer y se regodeó en la fuerza del empuje de la erección de Pedro contra su estómago. Cuando él la guió hasta el sofá, ella lo siguió sumisa. La volvió a besar lenta y seductoramente anulando sus sentidos hasta que ella no fue consciente más que de la sensación de sus manos, y tembló de excitación cuando él empezó a desabrocharle la blusa. El recuerdo de lo que sintió cuando él acarició sus desnudos pechos, hizo que sus pezones se endurecieran y se irguieran ante el placer que se avecinaba. Pedro desabrochó el último botón, pero para desilusión de Paula, no hizo nada por deslizar la suave seda de sus hombros. Ella se movió inquieta y él gruñó mientras presionaba sus caderas para impedírselo.
—No soy de piedra, pedhaki mou. Si no te estás quieta, acabaré haciendo algo que te escandalizará y me avergonzará.
Ella lo miró fijamente y se sonrojó ante las imágenes evocadas por sus palabras. No quería que él parara, quería que la volviera a besar, que la tocara allí donde más ansiaba ella ser tocada y se apretó contra él con ojos suplicantes.
—No creo que me escandalices —dijo ella—. Me siento a salvo contigo, Pedro, y quiero que me beses… que me toques —admitió con voz ronca.
Ella sintió los movimientos agónicos del pecho de él, como si le faltara el aire. La mano con la que solía acariciar su pelo empezó a moverse. Sus ojos se habían oscurecido hasta un tono caoba y estaban iluminados por la llama del deseo y ella le correspondió con temblorosa pasión.
—Eres preciosa, Paula mou. Nunca he deseado a una mujer tanto como te deseo a tí—murmuró—, pero no te meteré prisa, ni te haré daño, y te doy mi palabra de que pararé en cuanto me lo pidas.
Mientras la volvía a besar con fuerza, Paula pensó que a lo mejor no querría que él parara. Sintió un atisbo de esperanza y abrió la boca para aceptar su lengua. Confiaba en la palabra de Pedro, pero a lo mejor estaría tan envuelta en el placer que él la provocaba que los temores quedarían en un segundo plano. No llevaba sujetador y emitió un gruñido de aprobación cuando él le deslizó la blusa por los hombros y tomó sus pechos en las manos. La caricia de sus pulgares sobre los inflamados pezones la inundó de sensaciones y le hizo gemir suavemente. Pedro acarició con sus labios desde el cuello hasta el pecho y lamió un pezón hasta que estuvo completamente erguido para él. Paula se acomodó en su regazo y deslizó las manos por sus cabellos, gimiendo cuando él empezó a chupar el pezón. Cuando él pasó al otro pecho, ella ya temblaba de sorpresa por las sensaciones tan placenteras que él le proporcionaba, y por el deseo de que continuara. En su mente no cabía más que el febril deseo de que él apaciguara el dolor que crecía en su interior y, cuando deslizó una mano bajo su falda, ella dió un respingo ante el suave tacto de los dedos en el interior de sus muslos.
—¿Demasiado, Paula? —él se paró al confundir el respingo de ella con una súplica para que parara—. ¿Quieres que pare? —susurró mientras la miraba a los ojos.
Ella negó lentamente con la cabeza y observó la calidez de su mirada cuando se acercó a él para iniciar un beso que hizo que él se emocionara. Durante un momento, permitió que fuera ella quien llevara el mando, antes de profundizar el beso hasta su punto más erótico. La lengua de él era un instrumento de gozo sensual que dejaba patente el deseo que sentía por ella.
Desafío: Capítulo 31
Pero Paula era diferente. A él le… importaba, admitió mientras respondía a su sonrisa. No sabía cómo ni por qué había sucedido, sólo sabía que la quería en su vida. Era evidente que el sexo era un problema para ella, pero en lugar de disminuir su deseo, no hacía más que aumentarlo. El quería ayudarla a superar sus miedos. Quería guiarla y presenciar la primera vez que sintiera placer sexual. Ella le provocaba sentimientos primitivos y profundamente posesivos, y él estaba preparado para esperar lo que hiciera falta hasta que ella estuviese lista para entregársele por completo. Se sentó a la mesa junto a ella y se sirvió el desayuno, aunque ya no tenía hambre. ¿Cómo iba a pedirle que confiara en él si le ocultaba una parte fundamental de su vida? Tenía que hablarle sobre Catalina, lo antes posible.
—… Pedro.
De repente se dió cuenta de que Paula le hablaba.
—Está bien que hayas cambiado de idea sobre hoy —murmuró, incapaz de disimular su desconcierto—. Seguro que tienes mejores cosas que hacer que pasar el día conmigo.
—No —contestó él con franqueza—. Nada me gustaría más que estar contigo. ¿Cuánto tiempo te quedas en Nueva York?
—¿No has consultado mi agenda? —arqueó las cejas al más puro estilo Paula Chaves: fría y distante, antes de esbozar una pícara sonrisa, reflejo de la verdadera Paula—. Tengo una sesión de fotos la semana que viene, pero no tiene mucho sentido volver a casa. Además, me apetece tomarme unos días libres aquí. ¿Y tú? Supongo que tendrás que volver pronto a Grecia.
—Soy mi propio jefe y puedo hacer lo que quiera —dijo con suma arrogancia—. Y quiero quedarme hasta la semana que viene —sus ojos adquirieron un brillo de sensualidad—. O sea que aquí estamos, dos personas solas en Manhattan. Sugiero pasar juntos los próximos días, por seguridad —añadió con una sonrisa.
—¿Quieres decir que contigo estoy segura?
—Tienes mi palabra, pedhaki mou —su voz reflejaba seriedad—. Confía en mí, Paula mou.
Paula siempre había pensado que Nueva York era una ciudad increíble, pero junto a Pedro se volvió mágica. Tal y como él había sugerido, tomaron el barco y disfrutaron del viaje a Manhattan mientras contemplaban los rascacielos que dominaban el horizonte. Era un compañero atento y sensible. En el barco se colocó tras ella y le rodeó la cintura con los brazos para que se apoyara contra su fuerte pecho. Después de comer, subieron al ferry de Battery Park que les llevó a la estatua de la libertad. Mientras paseaban por la base del monumento, él le agarró la mano con una familiaridad que derribó, una a una, todas sus barreras.
Paula no entendía qué quería de ella, por qué estaba ahí, pero de repente ya no le importaba. Cuando se pararon y él la abrazó, ella lo miró en silencio, deseosa de que sus labios se fundieran. Él le provocaba sentimientos que jamás había experimentado con otros hombres. Normalmente se hubiera asustado por ello, pero ya estaba harta de asustarse. Pedro le había dado su palabra de que no le metería prisa para mantener una relación sexual hasta que estuviese preparada, y ella sabía que él nunca intentaría obligarla. Ella siempre había pensado que jamás podría confiar en un hombre, pero a lo mejor, sólo a lo mejor, él era diferente.
A medida que pasaba la semana, ella supo que Pedro era distinto a cualquier otro hombre. Para el público era un hombre de negocios despiadado, poderoso y triunfador, pero tenía otro lado que ella estaba segura sólo conocían unos pocos aparte de su familia directa. Sólo un hombre en quien se pudiera confiar aunaría fuerza con ternura y una consideración que la emocionaba. Tenía la capacidad de hacerle sentir como una princesa. Ella adoraba el modo en que la trataba, como si fuera alguien muy valioso para él, aunque ella sabía de corazón que no podía ser así. Podía tener a cualquier mujer que deseara. ¿Por qué perdía el tiempo con una novata sexualmente inexperta incapaz de satisfacerle?
—Estás muy callada, pedhaki mou. ¿Estás cansada?
—Un poco, pero ha sido un día maravilloso. Todavía me da vueltas la cabeza por todo lo que hemos visto —habían pasado varias horas en el Mueso de Arte Metropolitano. Aquella noche habían cenado en uno de los mejores restaurantes de Nueva York, y después, Pedro la había sorprendido con un paseo romántico en un coche de caballos por Central Park.
Tras volver al hotel él aceptó la invitación de tomar una copa en la suite de Paula. El broche lógico a ese día sería que él la llevara en brazos hasta el dormitorio donde pasarían la noche haciendo el amor. Si ella fuese una mujer normal, se abrazaría a su cuello y le invitaría a que la llevara a la cama. Pero ella no era normal, pensó tristemente Paula. Ella era frígida, incapaz de experimentar o de procurar placer sexual, ni siquiera con el hombre que le había robado el corazón.
—¿Qué ocurre, Paula? ¿Quieres que me vaya?
Ella estaba de pie junto a la ventana y contemplaba las luces de neón de Times Square. Pedro se acercó y le rodeó la cintura con los brazos.
—… Pedro.
De repente se dió cuenta de que Paula le hablaba.
—Está bien que hayas cambiado de idea sobre hoy —murmuró, incapaz de disimular su desconcierto—. Seguro que tienes mejores cosas que hacer que pasar el día conmigo.
—No —contestó él con franqueza—. Nada me gustaría más que estar contigo. ¿Cuánto tiempo te quedas en Nueva York?
—¿No has consultado mi agenda? —arqueó las cejas al más puro estilo Paula Chaves: fría y distante, antes de esbozar una pícara sonrisa, reflejo de la verdadera Paula—. Tengo una sesión de fotos la semana que viene, pero no tiene mucho sentido volver a casa. Además, me apetece tomarme unos días libres aquí. ¿Y tú? Supongo que tendrás que volver pronto a Grecia.
—Soy mi propio jefe y puedo hacer lo que quiera —dijo con suma arrogancia—. Y quiero quedarme hasta la semana que viene —sus ojos adquirieron un brillo de sensualidad—. O sea que aquí estamos, dos personas solas en Manhattan. Sugiero pasar juntos los próximos días, por seguridad —añadió con una sonrisa.
—¿Quieres decir que contigo estoy segura?
—Tienes mi palabra, pedhaki mou —su voz reflejaba seriedad—. Confía en mí, Paula mou.
Paula siempre había pensado que Nueva York era una ciudad increíble, pero junto a Pedro se volvió mágica. Tal y como él había sugerido, tomaron el barco y disfrutaron del viaje a Manhattan mientras contemplaban los rascacielos que dominaban el horizonte. Era un compañero atento y sensible. En el barco se colocó tras ella y le rodeó la cintura con los brazos para que se apoyara contra su fuerte pecho. Después de comer, subieron al ferry de Battery Park que les llevó a la estatua de la libertad. Mientras paseaban por la base del monumento, él le agarró la mano con una familiaridad que derribó, una a una, todas sus barreras.
Paula no entendía qué quería de ella, por qué estaba ahí, pero de repente ya no le importaba. Cuando se pararon y él la abrazó, ella lo miró en silencio, deseosa de que sus labios se fundieran. Él le provocaba sentimientos que jamás había experimentado con otros hombres. Normalmente se hubiera asustado por ello, pero ya estaba harta de asustarse. Pedro le había dado su palabra de que no le metería prisa para mantener una relación sexual hasta que estuviese preparada, y ella sabía que él nunca intentaría obligarla. Ella siempre había pensado que jamás podría confiar en un hombre, pero a lo mejor, sólo a lo mejor, él era diferente.
A medida que pasaba la semana, ella supo que Pedro era distinto a cualquier otro hombre. Para el público era un hombre de negocios despiadado, poderoso y triunfador, pero tenía otro lado que ella estaba segura sólo conocían unos pocos aparte de su familia directa. Sólo un hombre en quien se pudiera confiar aunaría fuerza con ternura y una consideración que la emocionaba. Tenía la capacidad de hacerle sentir como una princesa. Ella adoraba el modo en que la trataba, como si fuera alguien muy valioso para él, aunque ella sabía de corazón que no podía ser así. Podía tener a cualquier mujer que deseara. ¿Por qué perdía el tiempo con una novata sexualmente inexperta incapaz de satisfacerle?
—Estás muy callada, pedhaki mou. ¿Estás cansada?
—Un poco, pero ha sido un día maravilloso. Todavía me da vueltas la cabeza por todo lo que hemos visto —habían pasado varias horas en el Mueso de Arte Metropolitano. Aquella noche habían cenado en uno de los mejores restaurantes de Nueva York, y después, Pedro la había sorprendido con un paseo romántico en un coche de caballos por Central Park.
Tras volver al hotel él aceptó la invitación de tomar una copa en la suite de Paula. El broche lógico a ese día sería que él la llevara en brazos hasta el dormitorio donde pasarían la noche haciendo el amor. Si ella fuese una mujer normal, se abrazaría a su cuello y le invitaría a que la llevara a la cama. Pero ella no era normal, pensó tristemente Paula. Ella era frígida, incapaz de experimentar o de procurar placer sexual, ni siquiera con el hombre que le había robado el corazón.
—¿Qué ocurre, Paula? ¿Quieres que me vaya?
Ella estaba de pie junto a la ventana y contemplaba las luces de neón de Times Square. Pedro se acercó y le rodeó la cintura con los brazos.
Desafío: Capítulo 30
Cuando Paula al fin encontró el valor para salir del cuarto de baño, se alegró de que Pedro se hubiera marchado. Se metió en la cama y lloró hasta quedarse dormida. A la mañana siguiente se encontraba fatal y se dirigió al cuarto de baño para observar en el espejo la imagen de su cara hinchada y sus ojos rojos. Había leído que llorar era una especie de catarsis que purgaba las emociones, pero a ella sólo le había dejado un horrible dolor de cabeza. Le llevó algún tiempo darse cuenta de que alguien llamaba a la puerta. Al abrir se encontró con el sonriente camarero.
—Servicio de habitaciones —anunció mientras entraba con el carrito.
—Debe de ser un error. Yo no he pedido nada —protestó ella—. Debe de haberse equivocado.
—Habitación 158, desayuno para dos —insistió mientras empezaba a servir el contenido del carrito—. Zumo de naranja, café, huevos, croquetas de patata, bollos…
—Sólo quiero un par de aspirinas y una taza de té —murmuró con el estómago revuelto.
—Desde luego tienes un aspecto horrible esta mañana. Suerte que los editores de Vogue no pueden verte —una voz familiar sonó a sus espaldas—. Gracias — Pedro despidió al camarero y entró en la habitación con gesto preocupado ante el aspecto de Paula.
—He pasado una noche horrible. Es normal que tenga este aspecto —dijo furiosa.
—Para mí siempre serás la mujer más preciosa del mundo, Paula mou.
—No lo hagas —dijo ella con lágrimas en los ojos cuando él se acercó.
—Siento que hayas pasado una mala noche. Si te sirve de consuelo, la mía ha sido peor.
Ella lo miró a la cara y notó las arrugas alrededor de sus ojos y su boca. Con mala noche o sin ella, seguía teniendo un aspecto fabuloso.
—Tengo entendido que hoy estás libre —dijo él alegremente, aunque sin explicar cómo lo sabía—. Pensé que podríamos desayunar relajadamente y pasar el resto del día de visita por la ciudad, o ir de excursión en ferry a Manhattan. Se tardan unas tres horas y las vistas son excelentes.
—¿Por qué? —preguntó Paula con voz ronca mientras intentaba no contagiarse de su entusiasmo.
—¿Por qué ir en barco? Es más relajante que ir por carretera, pero hay muchas excursiones en autobús si lo prefieres.
—No es eso lo que quiero decir, y lo sabes. No tienes que pasar el día conmigo. No cambiará nada —dijo torpemente con las mejillas rojas ante la mirada inquisitiva de él.
—No espero que te metas en mi cama como pago por un entretenido día de excursión —dijo él secamente—. Sólo me apetece pasar algo de tiempo contigo, Paula —añadió con dulzura antes de besarla ligeramente con evocadora ternura. Luego levantó la vista y la miró a los ojos—. No sé lo que te sucedió en el pasado, pedhaki mou, y no puedo obligarte a confiar en mí. Algo… alguien evidentemente te hizo tanto daño que desconfías de todos. Pero yo no me marcharé sin más.
—¿Aunque nunca sea capaz de hacer el amor contigo? —susurró ella—. Porque no puedo, Pedro. Anoche pensé que sí. Te deseaba muchísimo —admitió con una sinceridad que le conmovió a él—. Pero cuando llegamos a… me quedé helada —las lágrimas llenaron sus ojos.
—Nunca es mucho tiempo —Pedro la rodeó con sus brazos y besó sus cabellos—. Vayamos día a día. Anoche te quedaste bloqueada porque yo te metí prisa y no estabas preparada. Entiendo que la confianza sea importante para tí, Paula. Necesitas saber que no te haré daño. Sólo te pido una oportunidad para demostrarte que puedes tener fe en mí.
Era imposible resistirse a él, pensó Paula mientras descansaba la cabeza contra su pecho. En lugar de estar enfadado o impaciente, él era todo comprensión y cariño.
—Espero que tengas hambre —Pedro le besó la punta de la nariz mientras la guiaba hasta la mesa—. Éste es un desayuno al estilo de Nueva York.
—Me muero de hambre —contestó Paula, sorprendida de que fuera así. Tras la horrible noche pasada, creyó que nunca más volvería a probar bocado, pero para su sorpresa, descubrió que había recuperado el apetito. Se sentó y se sirvió un plato de huevos revueltos—. ¿Me acompañas?
Su tímida sonrisa le provocó una punzada de dolor en el estómago a Pedro. Sin maquillar y con el pelo recogido en una coleta, parecía joven e inocente. Aunque él seguía preguntándose hasta dónde llegaba realmente esa inocencia. No dudaba de que hubiera dicho la verdad sobre su total falta de experiencia con el sexo. Sólo se preguntaba cómo no se había dado cuenta antes. Él era culpable de haberse creído toda la basura publicada sobre ella. Su participación en actos benéficos debería haberle indicado que no era la caprichosa supermodelo que aparecía en la prensa. Paula era preciosa por dentro y por fuera, pero también emocionalmente frágil y asediada por los demonios de su pasado. Él había pasado una noche infernal, sabiendo que no tenía ni el tiempo ni la capacidad para ayudarla. Tenía obligaciones que ella desconocía, una carga en forma de niña que siempre sería su prioridad. ¿Cuándo sería un buen momento para dejar caer que tenía una hija de ocho años? Nunca se había encontrado en esa disyuntiva. Desde la muerte de Mariana, jamás había sentido la necesidad de profundizar en ninguna de sus relaciones tanto como para que saliera Catalina a relucir.
—Servicio de habitaciones —anunció mientras entraba con el carrito.
—Debe de ser un error. Yo no he pedido nada —protestó ella—. Debe de haberse equivocado.
—Habitación 158, desayuno para dos —insistió mientras empezaba a servir el contenido del carrito—. Zumo de naranja, café, huevos, croquetas de patata, bollos…
—Sólo quiero un par de aspirinas y una taza de té —murmuró con el estómago revuelto.
—Desde luego tienes un aspecto horrible esta mañana. Suerte que los editores de Vogue no pueden verte —una voz familiar sonó a sus espaldas—. Gracias — Pedro despidió al camarero y entró en la habitación con gesto preocupado ante el aspecto de Paula.
—He pasado una noche horrible. Es normal que tenga este aspecto —dijo furiosa.
—Para mí siempre serás la mujer más preciosa del mundo, Paula mou.
—No lo hagas —dijo ella con lágrimas en los ojos cuando él se acercó.
—Siento que hayas pasado una mala noche. Si te sirve de consuelo, la mía ha sido peor.
Ella lo miró a la cara y notó las arrugas alrededor de sus ojos y su boca. Con mala noche o sin ella, seguía teniendo un aspecto fabuloso.
—Tengo entendido que hoy estás libre —dijo él alegremente, aunque sin explicar cómo lo sabía—. Pensé que podríamos desayunar relajadamente y pasar el resto del día de visita por la ciudad, o ir de excursión en ferry a Manhattan. Se tardan unas tres horas y las vistas son excelentes.
—¿Por qué? —preguntó Paula con voz ronca mientras intentaba no contagiarse de su entusiasmo.
—¿Por qué ir en barco? Es más relajante que ir por carretera, pero hay muchas excursiones en autobús si lo prefieres.
—No es eso lo que quiero decir, y lo sabes. No tienes que pasar el día conmigo. No cambiará nada —dijo torpemente con las mejillas rojas ante la mirada inquisitiva de él.
—No espero que te metas en mi cama como pago por un entretenido día de excursión —dijo él secamente—. Sólo me apetece pasar algo de tiempo contigo, Paula —añadió con dulzura antes de besarla ligeramente con evocadora ternura. Luego levantó la vista y la miró a los ojos—. No sé lo que te sucedió en el pasado, pedhaki mou, y no puedo obligarte a confiar en mí. Algo… alguien evidentemente te hizo tanto daño que desconfías de todos. Pero yo no me marcharé sin más.
—¿Aunque nunca sea capaz de hacer el amor contigo? —susurró ella—. Porque no puedo, Pedro. Anoche pensé que sí. Te deseaba muchísimo —admitió con una sinceridad que le conmovió a él—. Pero cuando llegamos a… me quedé helada —las lágrimas llenaron sus ojos.
—Nunca es mucho tiempo —Pedro la rodeó con sus brazos y besó sus cabellos—. Vayamos día a día. Anoche te quedaste bloqueada porque yo te metí prisa y no estabas preparada. Entiendo que la confianza sea importante para tí, Paula. Necesitas saber que no te haré daño. Sólo te pido una oportunidad para demostrarte que puedes tener fe en mí.
Era imposible resistirse a él, pensó Paula mientras descansaba la cabeza contra su pecho. En lugar de estar enfadado o impaciente, él era todo comprensión y cariño.
—Espero que tengas hambre —Pedro le besó la punta de la nariz mientras la guiaba hasta la mesa—. Éste es un desayuno al estilo de Nueva York.
—Me muero de hambre —contestó Paula, sorprendida de que fuera así. Tras la horrible noche pasada, creyó que nunca más volvería a probar bocado, pero para su sorpresa, descubrió que había recuperado el apetito. Se sentó y se sirvió un plato de huevos revueltos—. ¿Me acompañas?
Su tímida sonrisa le provocó una punzada de dolor en el estómago a Pedro. Sin maquillar y con el pelo recogido en una coleta, parecía joven e inocente. Aunque él seguía preguntándose hasta dónde llegaba realmente esa inocencia. No dudaba de que hubiera dicho la verdad sobre su total falta de experiencia con el sexo. Sólo se preguntaba cómo no se había dado cuenta antes. Él era culpable de haberse creído toda la basura publicada sobre ella. Su participación en actos benéficos debería haberle indicado que no era la caprichosa supermodelo que aparecía en la prensa. Paula era preciosa por dentro y por fuera, pero también emocionalmente frágil y asediada por los demonios de su pasado. Él había pasado una noche infernal, sabiendo que no tenía ni el tiempo ni la capacidad para ayudarla. Tenía obligaciones que ella desconocía, una carga en forma de niña que siempre sería su prioridad. ¿Cuándo sería un buen momento para dejar caer que tenía una hija de ocho años? Nunca se había encontrado en esa disyuntiva. Desde la muerte de Mariana, jamás había sentido la necesidad de profundizar en ninguna de sus relaciones tanto como para que saliera Catalina a relucir.
Desafío: Capítulo 29
La vulnerabilidad que expresaba la mirada de ella hizo que deseara tomarla entre sus brazos y abrazarla, pero se contuvo mientras le apartaba un mechón de cabello del rostro.
—No te odio, Paula, al contrario, pero entenderás que no siempre te comprendo —añadió—. En mi ansia por hacerte el amor, confundí tu reacción con una invitación para que te llevara a la cama. Me temo que no soy tan paciente como tus anteriores amantes —gimió frustrado—, pero comprendo tu necesidad de confiar en mí antes de profundizar más en nuestra relación.
El tono comprensivo destrozó a Paula. Desde el principio él había sido sincero sobre lo que buscaba en ella y ya era hora de que ella le devolviera parte de esa sinceridad.
—¿Mis anteriores amantes? ¿Qué amantes, Pedro?
—Tus amores son tema de portada —él se encogió de hombros mientras se sonrojaba ligeramente—, pero no te critico, pedhaki mou. Yo tampoco soy un monje — se pasó una mano por el cabello, incapaz de ocultar su frustración—. ¿Te han abandonado tus otros novios? ¿De eso se trata?
—No ha habido otros novios, no tal y como tú lo entiendes —susurró ella con el corazón acelerado mientras asimilaba la atónita expresión de él—. Nunca he tenido un amante.
—Pero la prensa habla de todos esos hombres en tu vida… de todas esas relaciones.
—No son más que chismorreos y especulaciones de periodistas desesperados por aumentar sus ventas —explicó ella con una risa amarga—. Por algún motivo, mi foto en la portada aumenta las ventas, y un artículo que describa mi supuesta vida sexual vende todavía más. Ya te advertí que no te creyeras toda la basura que leyeras sobre mí.
—¿Quieres decir que eres virgen?
—No es ningún crimen —para su horror, sintió que las lágrimas afloraban a sus ojos—. Quiero que te marches. Estoy cansada y quiero acostarme —su mirada se posó en las sábanas arrugadas donde, segundos antes, ella había ardido de deseo. En esos momentos sólo sentía un dolor en el corazón, pero antes se moriría que sufrir la humillación de su compasión.
—Paula, yo… —él alargó la mano, pero ella lo rechazó y huyó hacia el cuarto de baño.
—Márchate, Pedro —suplicó ella—. Admite que no soy la mujer que pensabas que era, la experimentada seductora que quieres que sea. Seguro que hay una docena de rubias en tu agenda que pueden ofrecerte sexo sin complicaciones. Créeme, pierdes el tiempo conmigo.
—No te odio, Paula, al contrario, pero entenderás que no siempre te comprendo —añadió—. En mi ansia por hacerte el amor, confundí tu reacción con una invitación para que te llevara a la cama. Me temo que no soy tan paciente como tus anteriores amantes —gimió frustrado—, pero comprendo tu necesidad de confiar en mí antes de profundizar más en nuestra relación.
El tono comprensivo destrozó a Paula. Desde el principio él había sido sincero sobre lo que buscaba en ella y ya era hora de que ella le devolviera parte de esa sinceridad.
—¿Mis anteriores amantes? ¿Qué amantes, Pedro?
—Tus amores son tema de portada —él se encogió de hombros mientras se sonrojaba ligeramente—, pero no te critico, pedhaki mou. Yo tampoco soy un monje — se pasó una mano por el cabello, incapaz de ocultar su frustración—. ¿Te han abandonado tus otros novios? ¿De eso se trata?
—No ha habido otros novios, no tal y como tú lo entiendes —susurró ella con el corazón acelerado mientras asimilaba la atónita expresión de él—. Nunca he tenido un amante.
—Pero la prensa habla de todos esos hombres en tu vida… de todas esas relaciones.
—No son más que chismorreos y especulaciones de periodistas desesperados por aumentar sus ventas —explicó ella con una risa amarga—. Por algún motivo, mi foto en la portada aumenta las ventas, y un artículo que describa mi supuesta vida sexual vende todavía más. Ya te advertí que no te creyeras toda la basura que leyeras sobre mí.
—¿Quieres decir que eres virgen?
—No es ningún crimen —para su horror, sintió que las lágrimas afloraban a sus ojos—. Quiero que te marches. Estoy cansada y quiero acostarme —su mirada se posó en las sábanas arrugadas donde, segundos antes, ella había ardido de deseo. En esos momentos sólo sentía un dolor en el corazón, pero antes se moriría que sufrir la humillación de su compasión.
—Paula, yo… —él alargó la mano, pero ella lo rechazó y huyó hacia el cuarto de baño.
—Márchate, Pedro —suplicó ella—. Admite que no soy la mujer que pensabas que era, la experimentada seductora que quieres que sea. Seguro que hay una docena de rubias en tu agenda que pueden ofrecerte sexo sin complicaciones. Créeme, pierdes el tiempo conmigo.
martes, 12 de noviembre de 2019
Desafío: Capítulo 28
—Pedro —ella gimió cuando él de repente la levantó en vilo y se dirigió decidido al dormitorio. Las alarmas sonaban en su cabeza, pero ella las ignoró.
Durante años sus estúpidos bloqueos la habían impedido explorar su propia sexualidad, pero eso había terminado. Quería que Pedro le hiciera el amor. Quería que la liberara de su prisión de terror y que le demostrara que era una mujer sexualmente normal. Cuando él la tumbó sobre la cama, ella se aferró a él como si temiera que se fuera a marchar.
—Tranquila, pedhaki mou, no hay prisa —murmuró dulcemente cuando ella lo agarró por los hombros y tiró de él.
Él no lo entendía, pensó. Tenía que hacerlo, en ese instante, mientras sus nervios todavía aguantaran. Con un gemido, ella buscó su boca mientras sus manos le desabrochaban la camisa para acariciar su pecho. Él tenía un cuerpo increíble, firme y fuerte, con los músculos del abdomen claramente visibles bajo su piel morena. El vello arañaba ligeramente sus manos y ella tembló al imaginar cómo se sentiría contra sus pechos.
—Me toca —bromeó él cariñosamente mientras sus manos desataban el vestido, como si le leyera el pensamiento a Paula, que deseaba que deslizara la tela hasta dejar al aire sus pechos.
Ella observó cómo se oscurecía su mirada y reconoció el apetito animal, y gimió suavemente cuando él se agachó sobre ella, piel contra piel. Los labios de él avanzaron sensualmente por la boca de ella, por el cuello y hasta el suave valle entre sus pechos. Paula contuvo la respiración cuando tomó esos pechos en sus manos y acarició con la lengua los sensibles pezones erectos. Una exquisita sensación la inundó y ella le acarició el cabello mientras lo apremiaba en silencio para que continuara. Quizás porque advirtió su desesperación, él se introdujo un pezón en la boca y lo chupó hasta que ella se arqueó bajo su cuerpo y empujó las caderas contra él con un efecto demoledor.
—Theos, Paula, no creo que pueda esperar —murmuró mientras levantaba la cabeza y mostraba el rostro del deseo. Luego lamió el otro pezón mientras observaba fascinado cómo se endurecía.
Paula cerró los ojos y se entregó a las maravillosas sensaciones que Pedro despertaba en ella. Su cuerpo ardía y el dolor en la boca del estómago se acentuó hasta convertirse en un grito de deseo. Ella movió las caderas, mientras aumentaba el calor entre sus muslos, convencida de que quería que sucediera, incluso cuando él deslizó el vestido por debajo de sus caderas. El roce de sus manos en sus muslos hizo que ella temblara de excitación. Únicamente estaba vestida con el diminuto triángulo de raso y respiró hondo cuando él deslizó los dedos por debajo para acariciar los suaves rizos entre sus muslos. «Esto es bueno», pensó cuando las primeras dudas empezaron a asaltarla. Ella era consciente de sus dedos que se deslizaban hacia abajo y sabía instintivamente que iba a separarle las piernas para tocarla allí donde ella más lo deseaba. Ella quería que él continuara, lo deseaba desesperadamente, pero el frío se instalaba en su cuerpo y sus músculos se tensaron ante la imagen mental de la lasciva sonrisa de su padrastro. «¿Quieres que te diga dónde me gustaría tocarte, Pauli?».
—¿Qué sucede, Paula mou? —Pedro la miró y sonrió con tierna pasión.
Ella lo miró, deseosa de relajarse, pero no podía, y cuando él la acarició de nuevo, ella juntó las piernas y le empujó.
—¡No, no! No puedo. Por favor, Pedro, déjalo. Por favor —susurró mientras inconscientemente pedía su perdón al ver cómo su rostro se ponía rígido—. Lo siento. No puedo hacerlo. Lo siento.
Mientras él se echaba a un lado, ella agarró el vestido y se lo puso a toda prisa. Se sentía enferma, a punto de vomitar. Sería la humillación completa y respiró con dificultad. Apenas se atrevía a mirar a Pedro, segura de encontrar disgusto y desprecio en su mirada. Pero cuando al fin lo hizo, no encontró nada de eso. Simplemente parecía cansado y, curiosamente, abatido. Ella sentía que le había herido y la idea la descompuso.
—Debes de odiarme —ella no quería llorar delante de él, pero no pudo evitar que las lágrimas rodaran por sus mejillas.
Le oyó suspirar y se cubrió el pecho cuando se acercó. Se había abrochado mal la camisa, otro reflejo más del dolor que ella le había provocado.
—¿Por qué debo de odiarte? —preguntó con dulzura.
—Debes de pensar que me burlo de tí, que te excito deliberadamente para… — ella se derrumbó, incapaz de continuar.
—¿Era eso lo que hacías, Paula? ¿Me provocabas deliberadamente? —su voz no reflejaba ninguna emoción. La idea de que él la despreciara la obligó a mirarle a los ojos.
—No. Te deseaba. Pensé que podría hacerlo. De verdad pensé que podría con ello —susurró con voz ronca.
Pedro frunció el ceño. Ella le había correspondido con tal pasión que él había pensado que deseaba hacer el amor con él. La idea de que ella se había esforzado en «poder con ello», le resultaba repugnante. ¿Pensaría que él era una especie de ogro? Sin embargo había parecido tan ansiosa cuando él la llevó al dormitorio… Sabía que había ido demasiado deprisa para ella, y eso le ponía furioso. Había planeado tomárselo con calma y había ido a Nueva York con la intención de conquistarla hasta ganarse su confianza. En cambio se había comportado como un hombre de Neardenthal. Era lógico que ella lo estuviera mirando con terror.
Durante años sus estúpidos bloqueos la habían impedido explorar su propia sexualidad, pero eso había terminado. Quería que Pedro le hiciera el amor. Quería que la liberara de su prisión de terror y que le demostrara que era una mujer sexualmente normal. Cuando él la tumbó sobre la cama, ella se aferró a él como si temiera que se fuera a marchar.
—Tranquila, pedhaki mou, no hay prisa —murmuró dulcemente cuando ella lo agarró por los hombros y tiró de él.
Él no lo entendía, pensó. Tenía que hacerlo, en ese instante, mientras sus nervios todavía aguantaran. Con un gemido, ella buscó su boca mientras sus manos le desabrochaban la camisa para acariciar su pecho. Él tenía un cuerpo increíble, firme y fuerte, con los músculos del abdomen claramente visibles bajo su piel morena. El vello arañaba ligeramente sus manos y ella tembló al imaginar cómo se sentiría contra sus pechos.
—Me toca —bromeó él cariñosamente mientras sus manos desataban el vestido, como si le leyera el pensamiento a Paula, que deseaba que deslizara la tela hasta dejar al aire sus pechos.
Ella observó cómo se oscurecía su mirada y reconoció el apetito animal, y gimió suavemente cuando él se agachó sobre ella, piel contra piel. Los labios de él avanzaron sensualmente por la boca de ella, por el cuello y hasta el suave valle entre sus pechos. Paula contuvo la respiración cuando tomó esos pechos en sus manos y acarició con la lengua los sensibles pezones erectos. Una exquisita sensación la inundó y ella le acarició el cabello mientras lo apremiaba en silencio para que continuara. Quizás porque advirtió su desesperación, él se introdujo un pezón en la boca y lo chupó hasta que ella se arqueó bajo su cuerpo y empujó las caderas contra él con un efecto demoledor.
—Theos, Paula, no creo que pueda esperar —murmuró mientras levantaba la cabeza y mostraba el rostro del deseo. Luego lamió el otro pezón mientras observaba fascinado cómo se endurecía.
Paula cerró los ojos y se entregó a las maravillosas sensaciones que Pedro despertaba en ella. Su cuerpo ardía y el dolor en la boca del estómago se acentuó hasta convertirse en un grito de deseo. Ella movió las caderas, mientras aumentaba el calor entre sus muslos, convencida de que quería que sucediera, incluso cuando él deslizó el vestido por debajo de sus caderas. El roce de sus manos en sus muslos hizo que ella temblara de excitación. Únicamente estaba vestida con el diminuto triángulo de raso y respiró hondo cuando él deslizó los dedos por debajo para acariciar los suaves rizos entre sus muslos. «Esto es bueno», pensó cuando las primeras dudas empezaron a asaltarla. Ella era consciente de sus dedos que se deslizaban hacia abajo y sabía instintivamente que iba a separarle las piernas para tocarla allí donde ella más lo deseaba. Ella quería que él continuara, lo deseaba desesperadamente, pero el frío se instalaba en su cuerpo y sus músculos se tensaron ante la imagen mental de la lasciva sonrisa de su padrastro. «¿Quieres que te diga dónde me gustaría tocarte, Pauli?».
—¿Qué sucede, Paula mou? —Pedro la miró y sonrió con tierna pasión.
Ella lo miró, deseosa de relajarse, pero no podía, y cuando él la acarició de nuevo, ella juntó las piernas y le empujó.
—¡No, no! No puedo. Por favor, Pedro, déjalo. Por favor —susurró mientras inconscientemente pedía su perdón al ver cómo su rostro se ponía rígido—. Lo siento. No puedo hacerlo. Lo siento.
Mientras él se echaba a un lado, ella agarró el vestido y se lo puso a toda prisa. Se sentía enferma, a punto de vomitar. Sería la humillación completa y respiró con dificultad. Apenas se atrevía a mirar a Pedro, segura de encontrar disgusto y desprecio en su mirada. Pero cuando al fin lo hizo, no encontró nada de eso. Simplemente parecía cansado y, curiosamente, abatido. Ella sentía que le había herido y la idea la descompuso.
—Debes de odiarme —ella no quería llorar delante de él, pero no pudo evitar que las lágrimas rodaran por sus mejillas.
Le oyó suspirar y se cubrió el pecho cuando se acercó. Se había abrochado mal la camisa, otro reflejo más del dolor que ella le había provocado.
—¿Por qué debo de odiarte? —preguntó con dulzura.
—Debes de pensar que me burlo de tí, que te excito deliberadamente para… — ella se derrumbó, incapaz de continuar.
—¿Era eso lo que hacías, Paula? ¿Me provocabas deliberadamente? —su voz no reflejaba ninguna emoción. La idea de que él la despreciara la obligó a mirarle a los ojos.
—No. Te deseaba. Pensé que podría hacerlo. De verdad pensé que podría con ello —susurró con voz ronca.
Pedro frunció el ceño. Ella le había correspondido con tal pasión que él había pensado que deseaba hacer el amor con él. La idea de que ella se había esforzado en «poder con ello», le resultaba repugnante. ¿Pensaría que él era una especie de ogro? Sin embargo había parecido tan ansiosa cuando él la llevó al dormitorio… Sabía que había ido demasiado deprisa para ella, y eso le ponía furioso. Había planeado tomárselo con calma y había ido a Nueva York con la intención de conquistarla hasta ganarse su confianza. En cambio se había comportado como un hombre de Neardenthal. Era lógico que ella lo estuviera mirando con terror.
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