jueves, 26 de septiembre de 2019

La Impostora: Capítulo 20

—No —dijo ella en un tono profundo, como si acabara de levantarse.

Él se permitió esbozar una sonrisa de satisfacción, pero no le duró mucho. Él tampoco era inmune a su influencia y el deseo podía convertirse en un arma de doble filo en cualquier momento. Unos diez minutos más tarde ya estaban entrando en el vestíbulo del edificio de departamentos. Al llegar al último piso, Pedro sacó la llave electrónica y abrió la doble puerta, también decorada con el escudo de la familia. Aquellas palabras poderosas parecían resplandecer. Honor, verdad y amor. Él siempre se había guiado por aquellos preceptos. Por supuesto que sí. ¿Cómo hubiera podido hacer lo contrario y mantener la cabeza alta? De repente una voz interior le hizo una pregunta. ¿Y la mentira en la que había vivido con Valeria? ¿Podía jurar que había sido sincero con ella? Pedro soltó el aliento. Aquellos pensamientos lo ofuscaban y no tenía tiempo para la introspección en ese momento.

—¿Todo va bien? —le preguntó Paula de repente.

—Claro —dijo Pedro, estrechándola entre sus brazos.

Ella encajaba en él como si llevara años a su lado, y no unos días. Se abandonaba en sus brazos sin reservas ni tensiones. Sentirla contra sí mismo era lo más natural del mundo. Su corazón latía más deprisa y su temperatura subía por momentos. La fragancia de su cabello y el aroma de su perfume tejían un hechizo a su alrededor, nublándole los sentidos. Aunque físicamente fueran idénticas, Valeria nunca había ejercido semejante influencia sobre él. Había algo más en Paula que le llegaba muy adentro. Le levantó la barbilla con la punta de un dedo y la besó en los labios un instante, apartándola de inmediato. Tenía que poner algo de distancia si no quería perder la cabeza.

—¿Has cocinado tú? —preguntó ella, siguiéndole hacia la cocina.

—Soy capaz de ello, ¿Sabes? —dijo él, riéndose y levantando la tapa de una olla que tenía sobre la encimera. Enseguida el rico aroma del cordero con especias que había preparado esa mañana antes de irse al trabajo inundó la estancia.

—Eso huele de maravilla —dijo ella, acercándose y respirando profundamente—. No pensaba que volvería a tener hambre hasta mañana después de las tapas, pero me equivoqué.

—Me alegra oír eso —dijo él, dándole una vuelta a la carne antes de volver a taparla—. Haré el arroz y podremos comer en unos veinte minutos.

—¿Puedo hacer algo para ayudar? ¿Poner la mesa o algo?

—Mejor comemos en la terraza. La bahía está preciosa en esta época del año y cuando el sol se pone totalmente, es todo un espectáculo de luces. Los manteles y los cubiertos están en ese cajón de ahí —le dijo, señalando con la mano—. ¿Quieres una copa mientras esperamos por el arroz?

—Agua. Si tomo más vino, se me subirá a la cabeza.

—Y eso sería muy malo.

Ella se rió un momento y entonces salió a la terraza a poner la mesa. El amplio balcón no tenía muro, sino una pared de cristal grueso que ofrecía una espectacular vista de la ciudad.

—Vaya. La vista es impresionante —dijo Paula  al volver a entrar—. Qué bien que no me dan miedo las alturas, con todos esos cristales.

—Hay gente a la que no le gusta. ¿Seguro que quieres que comamos fuera?

—Oh, claro que sí. No me perdería la puesta de sol por nada en el mundo — dijo ella con entusiasmo.

De repente el teléfono fijo comenzó a sonar. Pedro fue a contestar.

—¡Hola! —dijo y entonces frunció el ceño—. Sí, entiendo —hizo otra pausa—. Bueno, claro que nos las arreglaremos. Asegúrate de que no le falte de nada. Si hay algo que pueda hacer, no dudes en pedírmelo. Cualquier cosa, ¿De acuerdo? Adiós — colgó y entonces se frotó los ojos.

—¿Marcos está bien? ¿Pasa algo?

—No —dijo él, suspirando—. No se trata de Marcos. Gracias a Dios. Pero es algo serio. Mi asistente personal tiene un embarazo ectópico, así que está a punto de entrar en quirófano para ser operada de emergencia. Era su marido. El hombre está muy preocupado. Parece que justo antes de entrar en el quirófano ella le pidió que me llamara para avisarme de que mañana no iba a venir a trabajar —dijo él, sacudiendo la cabeza con gesto de sorpresa.

—Parece que se toma su trabajo muy en serio.

—Sí. Así es. Es mi mano derecha en la oficina. No habría podido pasar tanto tiempo en el hospital con Marcos si ella no se hubiera hecho cargo de todo.

—Debes de estar preocupado por ella.

—Sí, pero sé que los médicos de ese hospital son de los mejores. Sé que harán lo que haga falta. No obstante, me temo que se preocupará más de la cuenta por lo de faltar en un momento tan decisivo.

—¿Por qué?

—Nuestra empresa está trabajando en una nueva campaña de publicidad para el complejo turístico y para las bodegas. Ahora tendremos que correr más para sacar adelante el trabajo —dijo él, encogiéndose de hombros y abriendo la nevera. Sacó vegetales para preparar una ensalada.

—Sin embargo, no hay nada que yo pueda hacer para remediarlo. Tendremos que apañárnoslas como podamos. Carmen tendrá que conformarse con saber que todo va bien.

—¿No tienes una agencia de empleo que te envíe a alguien para cubrir un puesto de menor importancia? Así podrías cubrir su vacante con alguien de confianza que ya trabaje en la empresa, de forma temporal.

—Es una buena idea, pero ya estamos cortos de personal, por ser verano.

—A lo mejor yo podría ayudarte.

Él soltó una carcajada.

—¿Tú? En mi oficina no hay caballos y mis empleados solo corren cuando yo se lo pido.

—Los caballos no son lo único que se me da bien —dijo ella, levantando la barbilla—. Yo he llevado… Quiero decir que he ayudado a mi hermana un par de veces cuando está hasta arriba de trabajo. A veces no le viene mal un poco de ayuda.

Pedro se dió cuenta de que había estado a punto de revelarle su verdadera identidad, pero decidió seguirle la corriente. Mientras cortaba la lechuga, fingió considerar su ofrecimiento unos segundos. Aquello no podía formar parte del plan porque era imposible que supiera lo de Carmen con antelación. Además, quizá no fuera una mala idea. No podría seguir con aquella farsa las veinticuatro horas del día y probablemente acabaría delatándose a sí misma.

—¿De verdad crees que puedes hacerlo?

—Me aburro mucho en casa, Pedro. Dame una oportunidad. Si lo hago mal, puedes echarme —dijo, encogiéndose de hombros.

Él asintió lentamente.

—Muy bien. Empiezas mañana. Serás mi asistente de forma temporal. Pero tengo que advertirte que soy un jefe de lo más duro.

—Muy bien —dijo ella—. Me gustan los desafíos.

Pedro sonrió para sí. No sería un desafío, sino una prueba de honestidad y verdad. La pondría a prueba… a su manera.

La Impostora: Capítulo 19

—¿Y tu hermana? ¿Qué hace ahora?

Paula entreabrió los labios para decir algo, pero entonces titubeó.

—De todo un poco. Estaba prometida, pero las cosas no salieron bien.

Pedro pensó que aquello era muy interesante. El artículo de periódico que había leído en Internet decía que aún estaba comprometida. ¿Acaso le estaba mintiendo? No. Esa vez daba la impresión de estar diciendo la verdad. A lo mejor no había podido sacarle todo lo que quería al pobre tipo con el que se había prometido.

—Lleva dos años trabajando como asistente personal. Básicamente soluciona los problemas de otras personas. Tiene un talento especial para ello. Se le da bien solventar conflictos y calmar los ánimos. Es una especie de aprendiz de todo y oficial de nada, pero creo que está lista para dar un cambio.

—¿Están muy unidas?

—Mucho —dijo ella, agarrando la copa de cava, que ya estaba casi vacía.

—¿Más cava? —le preguntó él, pensando que igual le contaba más cosas si estaba un poco ebria.

—Sí, gracias.

En ese momento regresó el camarero, con una selección de tapas especialidad de la casa. Pedro escogió varias y entonces pidió otra copa de cava para Sarina y un vino tempranillo para él.

—Toma. Prueba esto —le dijo él de repente, poniéndole una croqueta contra los labios—. Creo que te gustará.

Ella abrió la boca y él le metió la croqueta, dejando que sus labios se cerraran alrededor de sus dedos un instante antes de retirarlos. Ella lo miró con gesto de sorpresa y entonces su expresión cambió al sentir el sabor de la deliciosa comida.

—Está buenísimo —dijo ella, deleitándose con el sabor—. ¿Qué era?

—Croquetas de gambas.

Pedro sintió un gran alivio al verla tragarse el bocado. Verla saborearlo y disfrutarlo era una tortura. Se sirvió una de las minicroquetas y la probó. Realmente estaba deliciosa. No era de extrañar que ella se hubiera puesto así.

—Te has manchado —le dijo ella de repente—. Justo ahí —estiró la mano y le limpió la comisura de los labios con la yema del pulgar, dejando un rastro de fuego sobre su piel.

Ella se retiró rápidamente; sus ojos estaban un poco nublados. ¿Acaso había sentido lo mismo? Pedro, esperaba que así fuera. Se merecía todo el tormento que pudiera darle.

—Gracias —dijo con una sonrisa calculada para tranquilizarla un poco después de aquel roce tan íntimo.

Después derivó la conversación hacia temas más ligeros mientras disfrutaban del resto de las tapas. Ella se tomó otra copa de cava, pero él alargó la suya todo lo que pudo, pensando en la cena en el apartamento. Era importante mantener la cabeza clara cuando estaba con ella. Además, esa noche tendría que llevarla de vuelta a casa, a no ser que lograra persuadirla para que se quedara con él. La idea de sacarle secretos entre las sábanas resultaba tentadora, pero tampoco sabía si ella le seguiría el juego. Valeria siempre lo había mantenido a raya. Flirteaba mucho, pero no dejaba que las cosas llegaran más lejos y, por alguna razón, él nunca había sentido el deseo de insistir demasiado, sobre todo porque jamás había tenido intención de llegar hasta el final con aquel compromiso. Con Paula, en cambio, había una gran diferencia; un impulso incontrolable. Desde el primer momento, había sentido una conexión física que tenía miedo de explorar. La idea se consolidó en su mente. ¿Sería muy difícil sacarle unos cuantos secretos? Ella no sabía que él estaba al tanto del plan que había urdido en compañía de su hermana. El sol ya estaba a punto de ocultarse en el horizonte y un ruidoso grupo de gente había entrado en el restaurante. Se terminó la copa y se puso en pie, tomando la mano de Paula.

—Vamos. Ya es hora de irnos a casa. Tengo un plan especial para esta noche.

—No sé si me va a caber algo más después de estos deliciosos bocados —dijo ella, agarrando el bolso.

Él esbozó una sonrisa y se inclinó hacia ella, casi rozándole la oreja con los labios mientras hablaba.

—Creo que te haré caer en la tentación. Ya verás.

A pesar de la tenue iluminación del restaurante, Pedro vió el rubor que cubría sus mejillas. A la salida del bar, él le rodeó el cuello con el brazo, atrayéndola hacia sí. En cuanto puso la mano sobre su brazo desnudo, la sintió reaccionar. La piel se le había puesto de gallina y un escalofrío la sacudía de pies a cabeza.

—¿Tienes frío?

La Impostora: Capítulo 18

—Bueno, parece ser que ella pensaba lo mismo que tú. Según la leyenda, ella se sintió traicionada, así que irrumpió en el castillo de la familia durante los festejos de la boda y acusó al barón de haberle robado a sus hijos. Él lo negó todo, obviamente, pero lo más terrible de todo es que sus propios hijos también lo hicieron. Negaron que ella fuera su madre. Ella perdió la razón y entonces el barón ordenó que la llevaran a las mazmorras del castillo, situadas en las cuevas de los acantilados. Sin embargo, justo antes de que se la llevaran por la fuerza, ella maldijo al barón y a sus nueve hijos, incluyendo los suyos propios. Juró que si en nueve generaciones no aprendían a casarse y a querer con honor, verdad y amor, la estirpe se extinguiría para siempre.

—¿Maldijo a sus propios hijos?

Pedro se encogió de hombros.

—Estaba loca. ¿Qué quieres que te diga?

—La volvieron loca, más bien. Y sus propios hijos se volvieron contra ella — Paula asintió lentamente—. Entiendo por qué hizo lo que hizo. Pero también sé que debió arrepentirse mucho después.

—Nunca sabremos si sintió remordimiento o no. Algunos dicen que escapó de sus captores cuando llegaron a los túneles que pasaban por debajo del castillo. Dicen que huyó por uno que terminaba en una apertura que daba directamente a los acantilados. La leyenda cuenta que cuando los soldados la acorralaron, se arrancó el collar del cuello y lo arrojó al mar. Al parecer dijo que la piedra solo volvería a la familia cuando se rompiera la maldición y entonces se arrojó al mar.

—Oh, no. Eso es horrible.

—Trágico. Sí. Su cuerpo apareció en la orilla días después, pero jamás encontraron el collar.

—¿Y la maldición? ¿Ha ocurrido?

Pedro se encogió de hombros.

—¿Quién sabe si sus deseos se hicieron realidad o no? Es cierto que la familia ha disminuido en los últimos trescientos años, pero eso es lógico, con tantas guerras, mala salud, mala suerte… El abuelo, mis hermanos y yo somos los últimos descendientes de los hijos de la institutriz, y somos la novena generación.

—Honor, verdad y amor. Ésas son las palabras que aparecen en el escudo de la familia, ¿No? —Paula bebió otro sorbo de cava.

—Sí. No sabía que lo habías visto —dijo Pedro, asintiendo.

—Lo ví en la puerta de tu despacho, el día que Marcos tuvo el accidente. Supongo que tiene sentido que ella eligiera esas tres condiciones, sobre todo si su amante no cumplió con ellas. Bueno, ¿Tú lo has hecho?

—¿Hacer qué?

—¿Has cumplido con las condiciones de la institutriz? ¿Se ha roto ya la maldición?

Pedro se quedó perplejo. ¿Cómo se atrevía a juzgarle así? Mordiéndose la lengua, forzó una sonrisa.

—Bueno, ¿Qué te hace pensar que los Alfonso íbamos a vivir de otra manera?

La falsa Valeria, Paula en realidad, hizo girar la copa de cava muy lentamente y lo miró durante unos segundos, como si se estuviera pensando mucho la respuesta.

—Bueno, estaba pensando en lo que dijo la institutriz, en cómo expresó la maldición. Es como si quisiera recordarle los valores de la familia.

—Se había vuelto loca. ¿Quién sabe lo que estaba pensando en ese momento? Bueno, ya basta de historia —Pedro se inclinó adelante y la miró fijamente—. ¿Por qué no me cuentas algo de tu familia? No hemos tenido muchas oportunidades de conocernos mejor. Creo que ya es hora de que nos conozcamos un poco mejor, ¿No crees?

Las pupilas de Paula se dilataron un instante y entonces volvieron a la normalidad. Pedro no tuvo más remedio que reconocer que ella era muy buena; una actriz excelente.

—¿Qué quieres saber?

Él le agarró la mano por encima de la mesa y empezó a girar el solitario que una vez había puesto en el dedo de su hermana Valeria.

—¿Hermanos? ¿Padres? ¿Cómo ha sido tu vida?

Para sorpresa de Pedro, ella sonrió.

—Tengo una hermana y también a mi madre. Por lo demás, supongo que no ha sido un camino de rosas. ¿Y qué me dices de tí?

Pedro se dió cuenta de que estaba intentando esquivar el tema.

—Oh, tampoco ha sido un camino de rosas —dijo, forzando una sonrisa—. Mis padres murieron en una avalancha hace bastantes años. El abuelo se hizo cargo de todos nosotros cuando no éramos más que unos chiquillos. Creo que eso lo ha hecho envejecer demasiado.

—No lo creo. En todo caso, tener que meteros en cintura constantemente debió de mantenerle más joven y saludable. Y viendo cómo es con vosotros, estoy segura de que no se arrepiente de nada. Siento mucho que hayas perdido a tus padres siendo tan joven.

—Gracias. ¿Y tú? Háblame de tus padres —dijo, dando unos pocos rodeos. No quería preguntarle directamente por la hermana para no ponerse en evidencia.

Ella sonrió y su mirada se volvió distante.

—Mis padres se pasaron toda la vida compitiendo el uno contra el otro. Supongo que visto desde fuera debe de parecer muy raro, pero a ellos les funcionaba. Siempre tenían que ser los mejores en todo. Creo que ésa es la razón por la que nos metieron a mi hermana y a mí en los deportes de competición. Ganar era todo para ellos, en un juego de cartas, en el deporte, en cualquier cosa… A veces trabajaban juntos para ganarle a alguien, y otras competían el uno contra el otro. Las cosas no siempre fueron… fáciles en casa. Bueno, mi padre murió hace un par de años a causa de una neumonía que se complicó. Fue terrible para todas nosotras, pero parece que mi madre ya está empezando a aceptar su muerte. Como él ya no está, se han acabado las competiciones. Se ha tranquilizado bastante y parece que se toma la vida con más calma.

La Impostora: Capítulo 17

—Parece que será divertido —le dijo con una sonrisa de oreja a oreja, deseando que llegara el momento.

Y llegó pronto. A pesar de la hora, la pista estaba abarrotada y Pedro resultó ser un buen bailarín. Se movía con soltura y la hacía girar vertiginosamente. Bailaron hasta cansarse y entonces fueron a buscar una mesa. Cuando por fin se sentaron frente a la bahía, Paula se sentía mucho más relajada.

—Uff, ha sido genial. Gracias por traerme aquí —dijo ella, conteniendo la respiración antes de beber un sorbo del agua con hielo que acababan de servirles.

—De nada. Se supone que íbamos a venir la noche antes de que te fueras a Francia. Pasaste días suplicándome que viniéramos.

—Ah, sí. Es verdad —dijo Paula, intentando seguirle.

—¿Quieres echarle un vistazo al menú de tapas o prefieres que elija yo?

—Oh, adelante. Sorpréndeme —dijo ella, gesticulando.

Pedro le hizo señas al camarero.

—¿También quiere vino con el menú, señor? —le preguntó el camarero cortésmente.

—Valeria, ¿Quieres vino o prefieres seguir con el agua?

Paula tuvo la extraña impresión de que él deseaba que dijera que no, pero eso no tenía mucho sentido. A su hermana Valeria siempre le habían encantado los espumosos caros y de buena calidad.

—Oh, vino, por favor. ¿Tienen cava catalán?

Aunque ella hubiera deseado un buen vino tinto, tenía que ceñirse a los gustos de su hermana. Pedro arqueó una ceja y pidió el vino espumoso. El camarero tomó nota y los dejó con un leve movimiento de cabeza.

—Ya empezaba a preocuparme. Llevabas más de dos semanas sin probar el vino.

—¿Yo? Oh, no. Estoy perfectamente —dijo Paula, intentando mantener la sonrisa.

¿Valeria había dejado de beber vino? Eso no era propio de ella. A lo mejor él tenía razón. En el aeropuerto, no tenía muy buen color.

—Ibas a contarme lo de la maldición —dijo Paula, cambiando de tema.

—Ah, sí. La maldición —Pedro suspiró, se relajó en la silla y fijó la mirada en la lejanía—. Como te dije antes, no fue precisamente uno de los mejores momentos de nuestra familia. De hecho, la mayoría de nosotros preferiría olvidarse de todo el asunto, pero, por alguna extraña razón, el abuelo está obsesionado con el tema. A ver si lo entiendes y nos ayudas a quitarle esa idea peregrina de la cabeza.

—¿Tan malo es? —preguntó Paula, apoyando los codos en la mesa.

—Peor —dijo Pedro—. Bueno, ¿Por dónde empiezo?

—¿Qué tal por el principio? —dijo ella—. ¿Quién creó la maldición y por qué?

—Eso es fácil. Hace trescientos años, uno de mis ancestros contrató a una institutriz para sus tres hijas. Ésa es la vieja historia, supongo. Su esposa estaba muy enferma y se pasaba el día encerrada en la habitación. La institutriz, en cambio, era joven y bella. El barón era un hombre atractivo y viril, un rasgo típico de los hombres Alfonso  —añadió en un tono bromista.

Paula esbozó una media sonrisa y puso los ojos en blanco un instante.

—Y también debía de ser modesto, otro rasgo típico de los Alfonso, ¿No?

—Oh, claro. Por supuesto —Pedro sonrió abiertamente—. Bueno, para no alargarlo demasiado, con los años el barón tuvo tres hijos varones con la institutriz, y tres hijas más con su esposa. Él estaba decidido a reconocer a sus herederos varones, los hijos que había tenido con la institutriz, así que obligó a su esposa a reconocerlos como suyos, y cambió a los hijos de la institutriz por las niñas que había tenido con su esposa. Como muestra de su amor y agradecimiento por los tres hijos varones que le había dado, acomodó a la institutriz en la casa de campo donde vives ahora y le regaló un collar con un enorme rubí conocido como «la verdad del corazón».

—Oh —exclamó Paula, comprendiendo lo que significaba aquello.

—Era una joya de la familia.

—Entonces debió de quererla mucho.

—Bueno, no sé si era así. Por lo visto, el collar, o la piedra en sí, representaba la fuerza y la prosperidad de la familia. Era un regalo que se les daba a todas las novias con las que se comprometían los herederos Alfonso. El motivo por el que se la dió a su amante, nadie lo sabe.

—¿Pero por qué dudas de que la quisiera? Darle el collar debería ser la prueba de su amor.

—Eso es lo más lógico. Sin embargo, cuando los chicos eran adolescentes, la esposa del barón murió y él se volvió a casar por conveniencia con una francesa de buena familia. Algunos dicen que fue por intereses económicos y políticos, pero en realidad no necesitaba aumentar la fortuna de la familia. Por aquel entonces ya era el hombre más rico de Isla Sagrado, y uno de los más ricos de toda España y Francia.

—¿Se casó con otra? —dijo Paula, asombrada—. ¿Después de que ella lo esperara durante tanto tiempo?

—Ah, ya veo que eres toda una romántica en el fondo. ¿Crees que el Barón Alfonso se hubiera casado con la institutriz de sus hijas?

—¡Bueno, por supuesto que debería haberlo hecho!

Pedro sacudió la cabeza suavemente.

—Entonces las cosas no eran así. Una plebeya no podía casarse con alguien de un estrato superior.

—Eso es asqueroso —dijo Paula, bebiendo un poco del cava que le habían servido mientras Pedro contaba la historia—. Se lo debía.

martes, 24 de septiembre de 2019

La Impostora: Capítulo 16

A las cuatro de la tarde, Paula se subía por las paredes. El día había sido interminable y en aquella casa aislada había muy poco que hacer para entretenerse. Al final se había dedicado a quitar las malas hierbas del jardín y por lo menos podía decir que había hecho algo útil a lo largo del día. Alrededor de las cinco, después de darse una buena ducha, terminó pendiente del reloj, escuchando con atención en busca del ruido de un coche. Y un cuarto de hora más tarde, oyó por fin el motor del flamante deportivo de Pedro. Se alisó el vestido por última vez, agarró el bolso de fiesta y salió a recibirlo.

—Debes de haber estado muy ocupada hoy —dijo él, contemplando el jardín.

Paula se encogió de hombros.

—Tenía que hacer algo para no volverme loca. No estoy acostumbrada a no hacer nada.

—Yo pensaba que ése era el objetivo de unas vacaciones, sobre todo en una isla del Mediterráneo —dijo él, levantando una ceja.

Paula sintió un escalofrío. Valeria nunca se hubiera puesto a trabajar en el jardín.

—Bueno, ya me conoces —le dijo a Pedro, forzando una sonrisa y cruzando los dedos con disimulo—. Cuando algo se me mete en la cabeza, tengo que hacerlo a toda costa.

Pedro soltó una pequeña carcajada.

—Es cierto. Ven aquí. Deja que te vea bien. Nunca te he visto llevar ese color. Te queda muy bien, sobre todo con el bronceado que ha adquirido tu piel —tomó una de las manos de Paula y tiró de ella con suavidad.

—El otro traje tenía una mancha, así que tuve que improvisar —dijo Paula, esquivando su mirada y haciendo todo lo posible para no sonrojarse.

—Me alegro —dijo él, mirándola intensamente—. Me gusta más éste. El color… te sienta mejor.

Paula sintió un cosquilleo a lo largo de la espalda. ¿Había hecho lo correcto eligiendo un vestido que podía delatarla en cualquier momento? Ya no estaba tan segura.

Pedro la agarró de la mano y echó a andar. Ella subió al coche y entonces lo miró de reojo. Llevaba unos pantalones negros que se le ceñían en los muslos y el fino tejido revelaba unos músculos firmes que se movían con destreza con cada cambio de marchas. Consciente del rubor que empezaba a acumulársele en las mejillas, Paula apartó la vista y se dedicó a mirar por la ventanilla. Trató de recrear la imagen de David en el recuerdo. Sus ojos azules y su piel clara no tenían nada que ver con los rasgos esculpidos y ojos color miel de Pedro Alfonso; tres semanas desde la última cena que había compartido con él. No hubiera podido imaginarse a Pedro en la misma situación; él jamás hubiera convertido una relación de cinco años en una anécdota mientras intentaba explicarle las razones por las que había tenido una aventura en el último momento. No. Pedro era completamente diferente. Se atrevió a mirarle de reojo y entonces él se la devolvió un instante con una media sonrisa. La joven se estremeció. Se dió cuenta de que pensar en David ya no le hacía daño y que, a pesar de todo lo que había sufrido, él había hecho lo correcto rompiendo el compromiso.

—Estás muy callada hoy. ¿Ocurre algo? —le preguntó Pedro de repente, interrumpiendo sus pensamientos.

—Solo estaba pensando. Nada importante.

—Pronto llegaremos a la costa. Podemos dejar el coche en mi casa e ir hasta allí andando para tomar algo antes de cenar.

—Me encantaría.

—Y a mí —dijo él, guiñándole un ojo.

Paula volvió a sentir el temblor que la había sacudido un rato antes.

—No sé si estos zapatos me dejarán llegar muy lejos. Espero que no haya que andar mucho.

Pedro le miró los pies fugazmente y entonces soltó una carcajada.

—No te preocupes. Yo estaré allí para llevarte si es necesario.

Al imaginarse rodeada por aquellos brazos fuertes, sujetándola con firmeza, Paula se dió cuenta de que aquello era demasiado. El nudo que tenía en la garganta le impidió reírse con naturalidad.

—No creo lleguemos a eso —le dijo, casi sin aliento.

—Qué pena —le dijo Pedro.

—¿Te importa si te pregunto algo? —dijo ella, en un intento por cambiar de tema.

—Claro. ¿De qué se trata?

—Esa maldición de la que habla tu abuelo. ¿De qué se trata?

—Ah, sí. No fue precisamente uno de los mejores momentos de la familia Alfonso—dijo él, en un tono enigmático—. Mejor te lo explico luego, cuando nos tomemos algo, y después de haber bailado.

—¿Bailar?

—¿No te lo he dicho? El restaurante está construido sobre el agua y la pista de baile es una de las más conocidas en Puerto Seguro.

Paula sintió un gran alivio. A ella le encantaba bailar, pero como a David no le hacía mucha gracia, había tenido que renunciar a ello durante su relación con él. La sola idea de bailar esa noche la hacía sentir mariposas en el estómago.

La Impostora: Capítulo 15

—Buenos días, mi amor.

La voz de Pedro, tan suave y envolvente como el chocolate negro, inundó sus sentidos desde el otro lado de la línea, endureciéndole los pezones y lanzando rayos de fuego que la recorrían de arriba abajo.

—Espero que hayas dormido bien —le dijo él—. Pensé que te gustaría conocer un poco más la isla. ¿Vamos esta tarde?

Paula reunió sus extraviados pensamientos y trató de formar palabras coherentes.

—¿Esta tarde?

—Sí —dijo él—. Voy a ver a Marcos ahora por la mañana y a primera hora de la tarde tengo que ir a la oficina, pero luego estoy libre. Puedo recogerte a las cuatro o a las cinco. Damos un paseo por la costa y después regresamos a mi casa para cenar. ¿Qué me dices?

¿Su casa? ¿Cenar? ¿Qué se traía entre manos? Por mucho que le hubiera sorprendido en un primer momento, ella sabía que Valeria y él no tenían una relación tan íntima, a pesar del compromiso que los unía.

—¿Valeria?

Paula creyó que podía oír la sonrisa en su voz.

—Sí… Sí. Me encantaría —dijo ella finalmente.

Por lo menos tendría todo el día para ella; tiempo suficiente para hacer acopio de coraje y defensas.

—Um, ¿Me pongo algo especial?

—Buena pregunta. Podemos tomar algo en el puerto, así que ponte algo elegante. ¿Qué tal lo que llevabas la noche en que me declaré? Siempre estás preciosa con ese vestido. Bueno, nos vemos esta tarde. Hasta luego.

Paula permaneció junto al teléfono unos segundos incluso después de colgar. Sus dedos asían el auricular de plástico con fuerza y sus nudillos blanqueaban. El vestido que Valeria llevaba la noche en que se le había declarado… ¿Qué podía hacer? No tenía ni idea de qué vestido se trataba y no tenía forma de averiguarlo si su hermana no la llamaba. Sin saber muy bien lo que hacía, fue hacia el dormitorio y abrió las puertas del armario. No era muy grande y Valeria no parecía almacenar mucha ropa en él. Sin embargo, por mucho que lograra acotar la búsqueda, Valeria bien podía haberse llevado el vestido a Francia. Paula se dejó caer en el borde de la cama y contempló el contenido del armario. Los ojos ya empezaban a escocerle con el picor de las lágrimas. De repente aquella estúpida farsa fue demasiado para ella. Quería mucho a su hermana y habría dado su vida por ella, pero continuar con aquella obra de teatro le estaba pasando factura de una forma que jamás hubiera esperado. Quizá lo mejor fuera decir la verdad de una vez; contarle a Pedro que su hermana tenía miedo del compromiso y que le había pedido que se hiciera pasar por ella. Después de todo, él se merecía la verdad. No obstante, Valeria parecía tener razones poderosas para seguir adelante con la mentira y, fuera como fuera, ella era su hermana. En el Paula nunca había tenido motivos para dudar de ella y era su deber ayudarla. De haber sido al contrario, su hermana hubiera hecho lo mismo por ella.

Se levantó de la cama y empezó a rebuscar entre las prendas, tratando de adivinar cuál sería el vestido, sin mucho éxito. En realidad el problema no era para tanto. Podía decir que el vestido estaba en la lavandería o que lo había manchado de maquillaje o algo parecido. Podía hacerlo. Por su hermana Valeria era capaz de hacer cualquier cosa. Solo tenía que recordar aquellas aventuras de la infancia en las que se hacían pasar la una por la otra. No obstante, esa vez era diferente. En esa ocasión, por primera vez en toda su vida, deseaba lo que su hermana tenía con una fuerza que jamás había experimentado. Alejarse de Pedro, cuando Valeria regresara, iba a ser la decisión más dura de toda su vida. Paula miró su propia maleta, escondida al fondo del armario, y enseguida supo lo que iba a llevar esa noche. El vestido que se había comprado justo antes de ir a Isla Sagrado no tenía nada que ver con su estilo habitual. Más bien se parecía a las prendas glamurosas que solía escoger Valeria. Era muy corto y sedoso, con dos finos tirantes que terminaban en un generoso escote. Incluso se había comprado un sujetador especial sin tirantes y también un tanga a juego. Nada más probárselo en la tienda, se había dado cuenta de que era perfecto para ella; la prenda ideal para una mujer despechada. Aquel vestido la hacía sentir poderosa, femenina, fuerte… Sí. Podía fingir ser otra persona, pero lo haría con su propia ropa y sus propios tacones de vértigo.

La Impostora: Capítulo 14

Besar a Valeria siempre había sido agradable, divertido, pero no tenía nada que ver con lo que estaba ocurriendo en ese momento. Lo que sentía era volátil, explosivo, como una llamarada que lo quemaba por dentro. El sabor de aquellos labios embriagaba sus sentidos e intensificaba su ansia hasta extremos insospechados. Y porque podía, le pedía más y más. Le rozó los labios con la lengua una y otra vez hasta que ella entreabrió la boca. Sabía que debía parar, que debía preguntarle quién era en realidad y por qué estaba fingiendo ser Valeria, pero la lógica no tenía lugar entre sus pensamientos. Su cuerpo femenino se fundía con el de él y sus caderas se rozaban contra su miembro viril hasta despertar un deseo que amenazaba con consumirlo por completo. Una ola de temblores lo sacudió por dentro mientras recorría su cuello con los labios. Aquello era auténtica pasión, sin reservas. La mujer ardiente que tenía en sus brazos no era la criatura escurridiza que lo había mantenido a raya durante semanas. No podía dejar de besarla. La mano que la sujetaba por la cintura descendió un poco hasta abarcar su trasero; la misma talla, pero faltaba la dureza de una amazonas.

Aquella mujer no era Valeria Chaves, sin ningún género de dudas. ¿Pero entonces quién era? Poco a poco la soltó y ella abrió los ojos. Tenía los labios ligeramente hinchados y húmedos, como si lo invitara a seguir besándola. Pedro luchó contra sus propias emociones. La cruda realidad era que ella no era quien decía ser y tenía que averiguar quién era exactamente. Su familia había sido el objetivo de oportunistas cazafortunas en numerosas ocasiones, y él había tenido que desarrollar un instinto especial para ellas que, sin embargo, no le había funcionado muy bien esa vez. Ella había pasado desapercibida, pero tampoco era prudente abordarla tan pronto.

—Tengo que irme, te veo mañana, ¿De acuerdo?

—Sí —dijo ella con voz entrecortada.

De alguna manera encontró la forma de arrancar la mirada de ella. Dejó caer los brazos y se dirigió hacia la puerta de entrada. Ya en el coche, trató de reflexionar un poco. Ella era igual que Valeria; tenía el mismo aspecto y la misma voz, pero definitivamente no era ella. Estaba completamente seguro de ello. Buscó entre sus recuerdos y trató de recordar todo lo que sabía de Valeria Chaves aparte de su talento como jinete. Alguna vez había mencionado que tenía familia en Nueva Zelanda. ¿Una hermana? Quizá… Sí. Era una hermana. Ambas habían competido en eventos ecuestres durante la adolescencia, pero Valeria había seguido con ello y había llegado a representar a su país en los campeonatos. ¿Pero qué había hecho su hermana? Pedro sacudió la cabeza, haciendo un esfuerzo por recordar. Cuando llegó a su departamento, un lujoso ático situado frente a la bahía de Puerto Seguro, seguía sin encontrar una respuesta. No obstante, ¿Cómo de difícil podía ser buscar información sobre la hermana de Valeria Chaves en la era de Internet y los medios de comunicación?

Un rato más tarde tenía los datos que buscaba en la pantalla del ordenador. Una hermana gemela idéntica… Pedro bebió un sorbo del delicioso vino que se había servido y miró los resultados de la búsqueda con atención. No debería haberse sorprendido tanto. Sin embargo, la noticia no dejaba de asombrarlo. Paula Chaves se estaba haciendo pasar por su hermana gemela, y se había comprometido, según decía el titular que acompañaba a la foto de aquel periódico local. En la instantánea ella aparecía junto a un hombre que debía de ser su prometido. ¿Pero por qué estaba en Isla Sagrado su hermana? ¿Y dónde estaba ella? ¿Qué plan maquiavélico escondían aquellos preciosos rostros? La información recogida en Internet revelaba que las hermanas venían de orígenes muy humildes y evidentemente el dinero debía de ser un reclamo para ellas. ¿Cómo si no podían mantener el estilo de vida de Valeria? Los patrocinadores no duraban siempre y las exhibiciones ecuestres eran un negocio muy caro.

La rabia creció en su interior, lenta, pero aplastante. ¿Cómo se habían atrevido a engañar a un Alfonso? Ambas tenían una lección que aprender. Estaba dispuesto a hacer cualquier cosa para proteger a su familia, aunque eso significara tener que acercarse mucho más a la nueva Paula Chaves. Pedro bebió otro sorbo de vino y lo saboreó lentamente, dando rienda suelta a sus pensamientos. A partir de ese momento sería él quien llevaría la voz cantante en aquella obra de teatro dirigida por las hermanas Chaves. Aunque aún no lo supieran, habían encontrado la horma de sus zapatos.


Paula se miró en el espejo con ojos cansados. La noche anterior había sido la peor desde su llegada a la isla, la peor desde que David había roto el compromiso con ella. Valeria la había llamado a última hora de la noche y, aunque la comunicación no fuera buena, el mensaje sí había sido muy claro. Fuera lo que fuera lo que estaba ocurriendo en Francia, estaba pasando por un momento difícil y contaba con ella para mantenerlo todo en orden en Isla Sagrado. Llena de vergüenza a causa del beso que había compartido con Pedro, le había prometido a su hermana que haría lo que hiciera falta para mantener la farsa hasta su regreso. Se llevó las manos a la boca. El recuerdo de los labios de Pedro era demasiado vívido. Había sucumbido a sus caricias como si estuviera hecha para él y, al hacerlo, había traicionado la confianza de su hermana. Abrió el grifo y se echó agua fría en el rostro, una y otra vez, frotándose la cara hasta irritarse la piel. Buscó una toalla, se secó y entonces se miró en el espejo una vez más. Las cosas no habían mejorado demasiado. Tenía el mismo aspecto horrible que cuando se había levantado. De repente el timbre de un teléfono interrumpió sus pensamientos.

—¿Hola? —dijo, con la esperanza de oír la voz de Valeria.

La Impostora: Capítulo 13

Y por ello tenía que fingir un poco más; seguir haciendo lo que mejor se le daba, igual que hacía en su trabajo como asistente personal. Sus conocimientos y experiencia en el mundo de la publicidad y la resolución de conflictos la habían hecho ganarse la confianza de los ejecutivos para los que trabajaba, y podía hacer uso de todas esas cualidades para ayudar a la familia Alfonso en un momento como ése. Sin duda, Marcos pasaría una larga temporada en el hospital y ella iba a asegurarse de hacerles la estancia lo más llevadera posible a todos sus familiares. Los días pasaron muy despacio. La familia afrontó la incertidumbre con entereza y, por fin, tres días más tarde, el médico acudió a la sala de espera. Paula casi tenía miedo de esperar algo bueno, pero entonces el hombre esbozó una sonrisa.

—El señor Alfonso ha hecho muchos progresos en los últimos días. Está saliendo del coma inducido y evoluciona favorablemente. Es evidente que la recuperación será larga, pero estoy seguro de que con el apoyo de su familia saldrá adelante.

Pedro y Federico bombardearon al médico con preguntas, pero el abuelo permaneció quieto en su butacón. Sus ojos estaban llenos de lágrimas. Paula se agachó junto a él y tomó sus arrugadas manos en las suyas propias.

—Son buenas noticias, abuelo. Marcos se va a poner bien. Es fuerte, y va a conseguirlo.

Alfredo Alfonso levantó una mano y le acarició el cabello con gentileza.

—Gracias. Sé que lo conseguirá. Es un Alfonso. Ahora debemos luchar contra la maldición antes de que sea demasiado tarde.

Paula ya había oído algo acerca de la maldición, pero nadie le había dicho claramente de qué se trataba.

—¿Demasiado tarde? —le preguntó al anciano—. ¿Por qué iba a ser demasiado tarde?

—El tiempo se acaba. Ellos no quieren creerlo. Ni siquiera Pedro —el anciano sacudió la cabeza lentamente y entonces la miró fijamente—. Pero tú puedes hacer algo. Puedes ayudar a romper el hechizo. La maldición no espera.

—Señor, no preocupe a la señorita de esa manera —dijo Javier antes de que el abuelo dijera nada más—. Gracias, señorita Chaves. Nuestra vigilia no ha sido tan dura para estos dos ancianos gracias a usted.

—Bah, ancianos. Lo dirás por tí —dijo Alfredo, riéndose a carcajadas.

Paula se incorporó lentamente. No quería oír nada más acerca de la maldición por el momento. Con la mejora de Marcos ya no la necesitarían tanto, así que ya era hora de afrontar la realidad. Cuando el médico se marchó todos acordaron irse a casa un rato y regresar por la tarde. Se acercó a Pedro y le tocó el brazo.

—Me voy a casa ahora. ¿Te veo luego?

—Te llevo a casa —dijo Pedro, dando un paso adelante.

—No. No es necesario. Estoy acostumbrada a tomar un taxi.

—Y no deberías. Eres mi prometida y debería ser yo quien cuidara de tí y no al revés. Gracias por todo lo que has hecho.

—De nada, Pedro, pero, en serio, es lo que siempre… —Paula vaciló antes de continuar—. Es lo que yo haría por cualquiera en esta situación. No tienes que pensar en nada más que en tu hermano.

Durante un instante Paula creyó que él iba a insistir en que le dijera lo que había estado a punto de decirle, pero, afortunadamente, no lo hizo. Se despidieron del resto de la familia y entonces se marcharon. El viaje de vuelta a la casa de campo de Valeria fue más corto de lo esperado. Después del enorme susto que les había dado Marcos, Pedro parecía tener prisa por retomar su vida. Cuando el coche se detuvo frente a la casa, Paula se volvió para darle las gracias, pero él ya se estaba bajando del vehículo para abrirle la puerta.

—Gracias —repitió ella, aceptando la mano que él le ofrecía.

Mientras bajaba del coche, Paula notó que él le tocaba con insistencia el dedo anular, palpando la marca pálida que le había dejado el anillo de compromiso de David.

—¿Dónde está tu anillo? ¿Por qué no lo llevas?

De repente Paula se acordó del sobre que Valeria le había dado antes de irse.

—Yo… Yo, eh, me lo quité la noche en que regresé. No quería ensuciarlo mientras lavaba los platos. Y con todo lo que ha pasado, olvidé ponérmelo de nuevo.

Buscó en el bolso y sacó la llave de la casa. Abrió la vieja puerta y fue hacia la mesita donde había dejado el sobre de su hermana. ¿Y si Pedro lo había visto allí? De ser así, sin duda se preguntaría quién era esa tal Paula. ¿Y si había leído la nota de Valeria? Palpó el sobre y el ostentoso anillo de diamantes le cayó en la palma de la mano. Se lo puso rápidamente. La fría banda de platino le congelaba la piel, sellando la mentira de la que era cómplice.

—¿Lo ves? Ya está en su sitio —dijo, sonriendo.

Pero él no sonrió, sino que continuó mirando el anillo y después reparó en el sobre del que lo había sacado. No había visto más que el dorso del sobre, pero había tenido tiempo de ver la letra de ella. ¿Acaso Valeria había estado a punto de romper con él? ¿Por qué si no había puesto el anillo en un sobre? Ella había arrugado el sobre de inmediato. ¿Acaso iba dirigido a él?

Pedro cerró los ojos un momento, negándose a admitir que la idea de seducir a Valeria resultaba más agradable de lo que quería creer. Todo lo que hacía lo hacía por su familia. Nada más.

—¿Quieres tomar un café antes de irte a casa? —le preguntó ella, pero su voz sonaba tensa, como si en realidad quisiera que se marchara cuanto antes.

Pero Pedro no la iba a dejar escapar tan fácilmente. Nadie se deshacía de los Alfonso así como así. Manteniendo las sospechas a raya, dio un paso adelante, y entonces ella retrocedió un poco. Él sonrió. Ella podía correr, pero no podía esconderse.

—No. Gracias. No quiero café.

De forma deliberada, dejó caer la mirada hasta llegar a sus labios. Y entonces ella se los humedeció, casi sin darse cuenta de lo que hacía. La mirada de Pedro descendió un poco más… Y ella respiró con dificultad. Su pecho subía y bajaba violentamente, dejándola en evidencia. Él dió otro paso hacia ella. Podía ver sus pezones erectos, apretándose contra el fino tejido de su vestido.

—¿Quieres otra cosa? —preguntó ella, acorralada contra la mesa, extendiendo una mano por delante como si así pudiera detenerle.

—Sí, otra cosa —volvió a mirarla a los ojos y entonces fue hacia ella con paso decidido.

La mano que Paula tenía levantada se estrelló contra el abdomen de él y entonces se deslizó sobre su pectoral, dejando un rastro de fuego a su paso. Pedro la agarró de la cintura, la apretó contra sus propias caderas y entonces la besó. En cuanto sus labios tocaron aquella boca, supo que la mujer que tenía entre sus brazos no era Valeria Chaves.

jueves, 19 de septiembre de 2019

La Impostora: Capítulo 12

Las últimas noticias del hospital no eran alentadoras. En lugar de intentar sacar a Marcos del coma, los médicos habían decidido prolongar su estado dos días más. Los airbags lo habían salvado de daños mayores en la cabeza, pero tenía una inflamación en el cerebro que era preocupante. Cuarenta y ocho horas más de suplicio y esperanza. Pedro se apoyó contra el respaldo y miró a su hermano Federico. Estaban en la sala de espera. De alguna manera tenían que salir adelante, de alguna manera Marcos tenía que conseguirlo.

No necesitaba oírlo de su boca para saber que su hermano estaba pensando en la última noche que habían pasado los tres juntos. Había sido semanas antes, la noche en que el abuelo había sufrido el ataque al corazón. Se habían reunido en la mansión para cenar. Pedro había anunciado su compromiso con Valeria, pero Marcos no se había dejado engañar. A pesar del acuerdo al que habían llegado tres meses antes, Marcos sabía que su hermano no tenía ninguna intención de casarse con su prometida. Los continuos sermones del abuelo respecto a la maldición de la institutriz ya se hacían insoportables; tanto así que el mismo Federico había decidido seguir adelante con el matrimonio que nunca había pensado tomarse en serio, y Marcos  y Pedro se habían visto obligados a prometer que harían lo que fuera necesario para hacer feliz al abuelo.  El matrimonio entre Karen y Federico había salido bien de puro milagro; los Alfonso era orgullosos y testarudos.

Pedro sintió un escalofrío. A lo mejor el abuelo tenía razón. A lo mejor la maldición se estaba cerniendo sobre ellos y el accidente de Marcos era un aviso. Su lado más racional rechazó aquella idea peregrina, pero su corazón no fue capaz de hacerlo. ¿Podían tener un efecto tan nefasto las palabras de una mujer despechada nueve generaciones más tarde? Volvió a sentir esa mano fría que le recorría la espalda y entonces suspiró, nervioso. La espera se hacía interminable y le dejaba demasiado tiempo para pensar. Ni Federico ni él podían abandonar el hospital en esos momentos. La situación de Marcos era crítica y no podían dejarle solo. Se revolvió en el incómodo asiento. No era de extrañar que el abuelo se hubiera cansado tan pronto. El mobiliario de la sala del hospital era insufrible. ¿Y dónde estaba Valeria? Se había marchado dos horas antes con el abuelo y Javier, con el pretexto de solucionar un par de cosas, pero aún seguía sin aparecer. ¿Qué podía ser tan importante en un momento como ése? Su lugar estaba a su lado, o por lo menos tenían que verla a su lado.

De pronto oyeron un ruido junto a la puerta. Federico y él intercambiaron miradas de desconcierto y se pusieron en pie. La puerta se abrió y entonces entraron varios empleados de mantenimiento, cargados con grandes carritos, uno vacío y los demás llenos de bultos. Valeria entró detrás de ellos con una sonrisa en la cara.


—¿Nuevos muebles? —preguntó Pedro, mirando de reojo a su novia.

¿Acaso se había vuelto loca? ¿Muebles nuevos en una sala de hospital?

—Sí —dijo ella, apartándose para que los hombres pudieran retirar las incómodas sillas y después colocar un mullido sofá y dos butacones reclinables—. Muebles nuevos. Es imposible estar cómodo en esas sillas —señaló el carrito que estaba fuera—. Además, si hubiera traído solo un butacón para el abuelo, él no lo habría querido, ¿Verdad?

—Sí. Claro —reconoció Pedro, pasando junto a uno de los empleados—. Seguro que lo habría rechazado —él la miró con cierto escepticismo.

¿Desde cuándo se había vuelto tan perceptiva y atenta?

Ella le devolvió la sonrisa y entonces él sintió algo inesperado y completamente nuevo hacia ella; algo cálido y profundo. La sensación lo tomó por sorpresa y lo hizo sentir incómodo durante un tiempo. No estaba acostumbrado a sentir algo así por una mujer. Normalmente su relación con las mujeres se reducía al plano físico, y con Valeria las cosas nunca habían sido diferentes, hasta su regreso de Francia. ¿Cómo era posible que la Valeria divertida y despreocupada que había conocido durante los eventos ecuestres pudiera ser la misma persona que en ese momento se preocupaba por el bienestar de su abuelo? Aquello no tenía sentido. Parecía que se estaba tomando su responsabilidad hacia la familia muy seriamente; mucho más de lo que él jamás había querido. De repente había dejado de ser la chica de la que podría deshacerse fácilmente al romper el compromiso y, si bien no tenía intención alguna de casarse con ella, no podía evitar sentir un desconocido sentimiento de protección hacia ella; un sentimiento que le decía que no podía hacerle daño. Estiró los brazos y la abrazó. Ella lo miraba con ojos de sorpresa, pero su cuerpo acabó relajándose contra él. Suave contra duro… Femenino contra masculino… Y era tan agradable, increíblemente agradable. Cada rincón de su cuerpo estaba en sincronía con el de ella, y sus corazones parecían latir al unísono.

—Gracias —le dijo en un susurro, apoyando la barbilla sobre su cabeza—. Te agradezco mucho lo que has hecho.

—De nada. Me gusta poder ser de ayuda —dijo ella, tratando de restarle gravedad al asunto—. Además, solo he alquilado el mobiliario, pero también pensé que a tu familia le gustaría donar los muebles al hospital para otras familias que estén pasando por lo mismo.

Sabiendo que su cuerpo podía delatarla en cualquier momento, Paula se zafó de él y comenzó a caminar por la estancia. Una parte de ella deseaba no haber accedido al engaño de Valeria. Hubiera querido decirle la verdad al entrar en su despacho por primera vez, pero no podía hacerle algo así en esos momentos. Ella sabía muy bien lo que era ser rechazada de esa manera. Sabía de primera mano lo que era un compromiso roto, con un ser querido en el hospital, debatiéndose entre la vida y la muerte.

La Impostora: Capítulo 11

Al darse cuenta de que él esperaba una respuesta, Rina buscó algo que decir a toda velocidad.

—Tengo que comprar algunas cosas.

—¿Y entonces por qué no hiciste lo que siempre haces? Dejarle una lista a la empleada de la limpieza.

Paula trató de reprimir un suspiro y se acordó de su hermana de todas las formas posibles. Desde ese momento tendría que caminar sobre cristales rotos.

—Necesitaba hacer un poco de ejercicio —le dijo, encogiéndose de hombros—. Además, hace una mañana estupenda y no te esperaba tan pronto. ¿Cómo está Marcos?

—Los médicos dicen que van a sacarlo del coma inducido hoy mismo. El abuelo y Javier están en el hospital, así que pensé venir a buscarte más pronto.

—De acuerdo, entonces sígueme —sugirió Paula, dando media vuelta y volviendo a subirse en la bici.

—También podríamos dejar aquí la bici y recogerla cuando regresemos —dijo Pedro, levantando una ceja.

—No. No puedo hacer eso. ¿Y si me la roban? ¿Qué dirían los dueños?

—Valeria, déjalo ya. La bici es mía. Y la casa también. Bueno, en realidad es de mi familia. Ya lo sabes.

De repente todas las piezas encajaron en el puzle; el maravilloso castillo que había visto por la ventana, cerca de los acantilados; el apellido de Pedro… Valeria se alojaba en Governess’s Cottage; una propiedad de la familia.

—Bueno, de todos modos quiero guardarla. No quiero que te vayas a enfadar conmigo ni nada parecido —alegó intentando que sonara como una broma.

Él esbozó una media sonrisa que la hizo pararse en seco. Cuando estaba serio, era rabiosamente guapo, pero con esa sonrisa cínica, resultaba irresistible.

Paula empezó a pedalear con energía; temerosa de salirse del camino y terminar en la cuneta. Cada vez que apretaba un pedal era consciente de la visión que él tenía desde atrás: sus pantalones blancos de algodón, ciñéndosele al trasero y a los muslos. Al llegar a la casa, estaba sudada y acalorada. Además, se había manchado el pantalón con la grasa de la cadena, así que fue a cambiarse un momento antes de salir hacia elhospital. Dejando a un lado su propia maleta, abrió el armario de Valeria y agarró la primera cosa que encontró; un vestido de flores con una etiqueta de firma, nada que ver con las prendas económicas a las que ella estaba acostumbrada. Valeria siempre había preferido vivir el presente y darse todos los caprichos y, por una vez, Paula estaba de acuerdo. Sabía que a su hermana no le molestaría que tomara prestada su ropa. De hecho, ella misma se lo había sugerido. Sin embargo, tenía la sensación deque ese vestido en particular era algo especial. El tejido, deliciosamente exquisito, se deslizaba sobre su cuerpo como una caricia. Después de ponerse unos zapatos de salón con los dedos al descubierto, fue hacia el cuarto de baño para retocarse el maquillaje y echarle un vistazo al teléfono. Un mensaje de Valeria. Por fin. Paula reprimió un gemido de frustración. ¿Por qué tenía que contestarle justo cuando no podía llamarla ni escribirle otro mensaje?

"Siento no haberte contestado antes. Espero que todo vaya bien con Marcos. Por favor, hagas lo que hagas, no le digas a Pedro lo que he hecho. Te llamaré pronto. Te quiero. Valeria".

A Paula se le cayó el corazón a los pies. Se había preparado para contárselo todo a Pedro y ahora Valeria volvía a pedirle que siguiera guardando el secreto. Después de pensarlo unos segundos, decidió darle algo más de tiempo a su hermana. Con un poco de suerte, ella estaría de vuelta en un par de días y todo volvería a la normalidad. No sin reticencia, silenció el teléfono móvil. No podía utilizarlo en el hospital.

—¿Valeria? ¿Estás lista? Tenemos que irnos.

La voz de Pedro, proveniente del otro lado de la puerta del cuarto de baño, la hizo sobresaltarse. Abrió el grifo, se echó un poco de agua fría en la cara.

—Un segundo. Casi he terminado —le dijo.

Buscó su perfume, se echó unas gotas detrás de las orejas y se recogió el pelo en un moño rápido. Ésa era la ventaja de tener la misma melena pelirroja; podían llevarla de la misma manera. Se miró en el espejo por última vez. Podía hacerlo. Podía afrontar cualquier cosa, por lo menos cualquier cosa quen no entrara en el terreno personal.

—Me gusta tu perfume —le dijo Pedro, al salir de la casa—. Es distinto del que sueles llevar —añadió, respirando hondo.

Paula tragó con dificultad. Había pasado por alto ese pequeño detalle. Se volvió hacia él y sonrió al tiempo que se ponía unas gafas de sol. Valeria siempre le había advertido que sus ojos la delataban.

—Me lo compré en Francia. ¿Te gusta?

Desde detrás, Pedro se inclinó hacia ella y volvió a olerla. Sus labios estaban a un milímetro del cuello de ella.

—Mm, sí. Me gusta mucho.

Paula sintió un escalofrío en la nuca que se propagó por su espalda a la velocidad de un relámpago; tanto así que perdió el equilibrio. Pedro la sujetó con fuerza, impidiendo que cayera.

—Estoy bien —dijo ella rápidamente, zafándose de él antes de que las cosas fueran más allá.

¿Qué se había dicho a sí misma unos minutos antes? Podía hacerlo. Podía afrontar cualquier cosa. ¿Cualquier cosa?

La Impostora: Capítulo 10

Pedro se despertó con la luz del sol. Durante un instante, se sintió desorientado, sin saber dónde estaba ni con quién. Sin embargo, su cuerpo no tardó en recordar. El suave aroma del cabello de Valeria y el calor de su piel lo envolvían por doquier. Ella había perdido un poco el bronceado dorado y el deseo de acariciar su aterciopelado muslo, desnudo bajo las sábanas, era irresistible. Cerró los ojos y respiró profundamente, aspirando la embriagadora fragancia de su piel. Sus ojos se abrieron bruscamente. Llevaba tanto tiempo privado de aquel regalo sensorial que la experiencia era explosiva. Recorrió su cuerpo con la mirada una vez más. Fueran los cambios los que fueran, no podía evitar sentir cierto placer al observarla mientras dormía. Su compromiso sin ataduras nunca había incluido charlas matutinas, hasta ese momento. A lo mejor podía despertarla de la forma más agradable que conocía.

De pronto oyó el discreto timbre de su teléfono móvil, proveniente del pequeño salón de la casa. Había cosas más importantes en ese momento que descubrir si Valeria sabía tan bien como indicaba su dulce aroma. Se levantó de la cama, intentando hacer el menor ruido posible. Ella masculló algo entre sueños y volvió a acurrucarse en la almohada. Todavía tenía oscuras ojeras bajo los ojos y su rostro seguía tan pálido como el día anterior cuando se había presentado en su despacho. Fuera lo que fuera lo que hubiera estado haciendo recientemente, no eran unas vacaciones. Pedro se puso los bóxers y fue al salón para contestar a la llamada. Aunque no fueran del todo buenas, las noticias sobre Marcos sí eran esperanzadoras. Además, ya era hora de tomar el relevo de Federico y Karen. Se dió una ducha rápida, se puso una muda limpia y dejó una nota en la encimera de la cocina.Antes de marcharse volvió al dormitorio una vez más. Ella había vuelto a moverse y por debajo de la sábana asomaba uno de sus pies, moviéndose lenta y sutilmente. La camiseta se le subió un poco más por encima de los muslos y dejó al descubierto sus nalgas redondas y bien formadas. Sus ojos se movían por debajo de los párpados. Pedro sintió ganas de cruzar la habitación y darle un beso en aquellos labios carnosos y rosados. Sin embargo, con solo pensarlo, sus dedos asieron con más fuerza el picaporte de la puerta. Sacudiendo la cabeza, cerró la puerta tras de sí y siguió su camino. ¿Cómo había ocurrido? ¿Cómo era posible que no pudiera sacársela de la mente cuando antes sí podía hacerlo con tanta facilidad?

Paula se estiró bajo las sábanas de algodón, bostezó y se incorporó de un salto. ¿Pedro? ¿Dónde estaba él? Agarró el borde de la camiseta y tiró hacia abajo, pero entonces, al ver lo mucho que le marcaba el pecho, la soltó de golpe. Se puso en pie de un salto y fue hacia la puerta con sumo sigilo. Escuchó con atención durante unos segundos, pero no oyó nada. Abrió la puerta con cuidado y volvió a escuchar. Solo se oían los pájaros cantando. Él se había marchado. Buscó el móvil y llamó a su hermana, pero la llamada se fue directa al buzón de voz. Durante un instante se sintió tentada de seguirlo intentando una y otra vez hasta que Sara contestara, pero entonces pensó que su hermana nunca la había evitado a propósito, así que dejó un mensaje:

"Ha habido un accidente. Marcos está herido. Seguro que hoy también me están esperando en el hospital, y no sé por cuánto tiempo podré seguir con esta farsa. Por favor, llámame, Valeria".

Con un suspiro de exasperación terminó la llamada y se dirigió hacia la cocina. Y entonces vió la nota de Pedro. La leyó rápidamente. Él iba a mandarle un coche a eso de las diez. Paula miró el reloj de pared. Tenía algo más de dos horas para prepararse; dos horas para averiguar cómo iba a decirle toda la verdad. Buscó algo de ropa limpia y fue a ducharse. Con un poco de suerte podría ir al pueblo a comprar algo antes de que él  volviera. No podía hacerle frente con el estómago vacío. La enorme bicicleta negra, con una cesta delante, resultaba bastante imponente. Paula se rascó la cabeza un par de veces. ¿Iba a atreverse a montarla? No tenía casco, ni cadena de seguridad, ni marchas… Además, a juzgar por la espesa maraña de telarañas que la cubría, llevaba muchísimo tiempo sin moverse en el trastero de la casa de campo. Se estremeció. Odiaba a las arañas, pero tenía que comer y el desayuno había terminado con los pocos víveres que quedaban en la casa. Haciendo acopio de toda su valentía, se subió a la bicicleta y echó a andar. Llevaba un rato pedaleando cuando se topó con una nube de polvareda en el camino. Hasta ese momento había creído que se trataba de un acceso privado, así que se llevó una gran sorpresa al ver que otro vehículo iba hacia ella; un vehículo que se movía a gran velocidad, a juzgar por el polvo en suspensión. Al verlo acercarse, no tardó en reconocer el flamante deportivo de Pedro. Él aminoró un poco y se detuvo rápidamente en el camino de tierra. Paula esperó a que la polvareda se asentara antes de ir hacia él.

—¿Qué demonios estás haciendo? —le preguntó él, bajando la ventanilla.

—Voy en bici. Tengo que llenar la nevera.

—¿Y desde cuándo vas en bici a comprar? —le preguntó él, bajando del vehículo de lujo.

Paula tuvo tiempo de mirarlo de arriba abajo. Llevaba unos pantalones color gris claro y un suéter blanco con las mangas subidas hasta los codos y dejando al descubierto unos poderosos antebrazos, fornidos y bronceados. Sus ojos color almendra estaban ocultos detrás de unas gafas de sol y la suave brisa que corría en ese momento le agitaba el cabello.

La Impostora: Capítulo 9

—Oye, un Alfonso en el hospital es más que suficiente, ¿No?

Él esbozó una sonrisa dulce.

—Dos, si cuentas con el abuelo en la residencia.

—Tienes razón —dijo ella, sonriendo—. Dicen que tres son multitud, así que es mejor no tentar a la suerte, ¿Verdad?

—Voy a sacar las cosas del coche.

Paula no pudo ocultar la cara de sorpresa. ¿Las cosas? ¿Acaso solía dormir a menudo en casa de Valeria?

—Siempre llevo algo para cambiarme en el coche por si me quedo en casa de alguno de mis hermanos —añadió él al ver su reacción.

—Iré… Am… Voy un momento al cuarto de baño mientras vas a por tus cosas.

Paula corrió al dormitorio y escondió su maleta en el pequeño armario. Rápidamente buscó algo que le sirviera de pijama en la cómoda de su hermana y encontró una camiseta de tamaño maxi. De camino al cuarto de baño oyó entrar a Pedro. La vieja cerradura de metal encajó en su sitio con un estruendoso clic que retumbó por toda la casa. Tragó con dificultad. Tenía un tenso nudo en la garganta. Qué no hubiera dado en ese momento por hablar con su hermana. Cerró la puerta del cuarto de baño tras de sí y se lavó la cara. Se cepilló el pelo y también los dientes, repitiéndose una y otra vez que al fin y al cabo no era necesario. Pedro Alfonso y ella no harían otra cosa que dormir esa noche. Cuando se puso la camiseta, el corazón le latía sin ton ni son. Si no lograba controlarse terminaría en el hospital. Aferrándose al blanco lavamanos de porcelana, trató de respirar hondo varias veces. Podía hacerlo. Lo único que tenía que hacer era quedarse profundamente dormida. Era tan simple como eso. Abrió la puerta. pedro la esperaba sentado en la cama, con un pequeño maletín de cuero entre las manos. Al verla salir levantó la vista.

—¿Seguro que no te importa? —le preguntó.

—Claro que no —dijo ella fingiendo una indiferencia que no sentía.

—No tardaré mucho —le dijo él, levantándose y yendo hacia el cuarto de baño—. Puedo dormir en el sofá si lo prefieres.

—Como si fueras a caber en él —Paula forzó una sonrisa—. No seas tonto. No me importa. De verdad.

Pedro asintió levemente, entró en el aseo y cerró la puerta. Paula se metió bajó las sábanas y respiró hondo, aspirando todo el aroma a lavanda de la ropa de cama. A lo mejor él se tomaba su tiempo. A lo mejor incluso se quedaba dormida antes de que saliera del cuarto de baño. Se volvió hacia el borde de la cama, cerró los ojos y trató de relajarse, sin mucho éxito; tenía el cuerpo tan tenso como una cuerda. Cuando él salió de cuarto de baño, apagó la lámpara de noche y un segundo después ella sintió cómo se hundía el colchón a su lado. La joven contenía la respiración.

—Jamás pensé que pasaríamos nuestra primera noche de esta forma —dijo él de repente.

¿La primera noche? Paula masculló algo inconsecuente a modo de respuesta. Aquella afirmación era más verdadera de lo que él podía imaginar. Bajo las sábanas podía sentir el calor de su cuerpo masculino a unos escasos milímetros. De repente cambió de postura y la rodeó con el brazo, atrayéndola hacia sí, apretándola contra poderoso pectoral.

—Que duermas bien —le dijo suavemente—. Y gracias. Me alegro de no estar solo esta noche.

Paula guardó silencio y siguió escuchando. Los ojos le escocían en la oscuridad. En pocos minutos la respiración de él se hizo regular y profunda; su cuerpo se relajó contra ella. A lo lejos podía oír el murmullo del mar; en sincronía con el susurro de su respiración. Poco a poco empezó a relajarse y se dejó llevar por la marea que la envolvía.

Pedro supo el momento exacto en el que Valeria se dejó llevar por el sueño. Sus suaves curvas se acurrucaban contra él y era tan agradable abrazarla, tan agradable… Una parte de él se resistía a dormir. Hizo un esfuerzo por recordar por qué estaba allí; recordó las circunstancias que lo habían llevado a la cama de Valeria esa noche. El recuerdo de Marcos en el hospital, conectado a todas esas máquinas, incapaz de respirar por sí mismo, era más de lo que podía soportar. Abrazó a Valeria con más fuerza y ella se pegó a él aún más. Su firme trasero le rozaba la bragueta. En otras circunstancias, la hubiera hecho despertar, para perderse en sus curvas femeninas. Por mucho que quisiera mantener la relación en un nivel platónico, no podía negar que estaban comprometidos, aunque solo fuera de cara a la galería. Al fin y al cabo no eran más que un par de adultos sanos con impulsos e instintos naturales. Pero un Alfonso no podía sucumbir a las tentaciones tan fácilmente. Desde un principio, había sentido un gran alivio al ver las costumbres antiguas de Valeria; sus besos recatados, el rubor de sus mejillas… Por lo menos así sabía que ninguno de los dos saldría herido cuando terminaran con la farsa. Ni reproches ni corazones rotos… Pero esa noche, sin embargo, necesitaba tenerla en sus brazos; algo que hasta ese momento jamás había sentido. Ella parecía muy distinta ese día. No sabía muy bien de qué se trataba, pero era algo más que el café que se había tomado en el hospital. Despedía un halo de calma que nada tenía que ver con aquella chica fiestera por la que se había sentido atraído al principio. Había algo nuevo en ella; algo que le llegaba muy adentro. ¿Cómo era posible que las cosas hubieran dado un giro tan grande en tan poco tiempo? Finalmente Pedro se dejó vencer por el sueño, embriagado por la desconocida fragancia del cabello de Valeria. Fuera lo que fuera lo que había obrado semejante cambio, ella era justo lo que necesitaba esa noche.

martes, 17 de septiembre de 2019

La Impostora: Capítulo 8

Paula se sentó en el asiento trasero de una elegante limusina negra, al lado del patriarca de los Alfonso. Su mente estaba llena de instantáneas de Pedro Alfonso, el novio de su hermana. Entendía muy bien lo que Valeria veía en él, porque ella misma lo estaba experimentando. Todo estaba mal. Valeria y ella nunca se habían sentido atraídas por el mismo hombre. Jamás. A las dos les gustaban los hombres morenos y altos, pero Valeria era mucho más superficial que ella. Siempre se enamoraba de triunfadores; hombres que acaparaban toda la atención de los flashes, mientras que Paula siempre se fijaba en hombres discretos, ésos que solían pasar desapercibidos a pesar de sus muchas cualidades; alguien como David, un hombre que triunfaba en la sombra y cuyos éxitos, desafortunadamente, no lo habían llevado en la dirección que ella esperaba. David había terminado enamorándose de su jefa.

—Es la maldición, ¿Sabes? —dijo el abuelo de Pedro de repente, interrumpiendo sus pensamientos.

—¿La maldición?

—Ya veo que no te ha dicho nada todavía. Claro. No podía ser de otra manera. Él no cree en ello, pero es verdad.

Presa de una gran curiosidad, Paula trató de preguntarle a qué se refería, pero el anciano masculló algo en español y se quedó dormido de inmediato.

—¿Está bien? —le preguntó a Javier, inclinándose adelante—. Acaba de quedarse dormido.

—Sí, el señor está bien —dijo Javier, esbozando una sonrisa y mirándola por el espejo retrovisor—. Está cansado, pero no quiere admitir que ya no es tan fuerte como antes.

Al llegar a la casa de campo de Valeria, Javier la acompañó hasta la puerta y luego se marchó con el abuelo. Por primera vez desde su llegada, Paula pudo ver con claridad el salón principal. El techo tenía las vigas al descubierto y el yeso color albaricoque daba un aspecto acogedor y cálido a toda la casa. Encendió la televisión, incapaz de soportar el silencio absorbente que reinaba en el lugar. Dejó el bolso sobre una mesa y fue hacia la pequeña cocina. Su estómago ya empezaba a hacer ruido a causa del hambre. Abrió la nevera y se llevó un gran alivio al ver que su hermana había dejado algo de comida. Queso, algunos vegetales, huevos y un poco de leche pasada de fecha. Frunció el ceño. No era propio de su hermana dejar perecederos caducados en la nevera antes de hacer un viaje. Aquella extraña situación no hacía más que complicarse por momentos. ¿Acaso Valeria se había ido a Francia con prisas, esperando poder regresar antes? ¿Pero, de ser así, por qué había vuelto allí de nuevo?

Paula se rindió. La cabeza empezaba a dolerle de tanto pensar. El estómago volvió a recordarle que hacía más de ocho horas que no probaba bocado. Agarró los huevos y los vegetales que parecían más frescos y se preparó un plato de verduras fritas. Al día siguiente tendría que ir a comprar algo, sobre todo si Valeria  iba a volver pronto. Poco después de terminar de comer, oyó el ruido de un coche que se acercaba. Abrió la puerta y se encontró con el lujoso deportivo de Pedro. Con el corazón desbocado, le vió bajar del vehículo e ir hacia la puerta. Se había quitado la chaqueta del traje y también la corbata. Parecía cansado y somnoliento, y era evidente que las noticias no eran muy buenas.

—¿Marcos? ¿Se va a recuperar? —le preguntó cuando llegó junto a ella.

—Ha superado la operación y está en la unidad de cuidados intensivos. Nos dejan entrar de uno en uno, y solo durante unos minutos. Fede y Karen se van a quedar esta noche, y yo volveré a primera hora mañana.

Al verle así, Paula no pudo resistir la tentación de consolarle. Abrió los brazos, invitándole a pasar, y él la estrechó en los suyos sin dudarlo ni un instante.

—Se recuperará, Pedro —murmuró ella, dejándose envolver por el calor que manaba de sus poderosos músculos.

—Han hecho todo lo que han podido y ahora todo depende de él —susurró él con una voz profunda y conmovedora.

Paula sintió una punzada de dolor al oírle hablar así. Los tres hermanos debían de estar muy unidos y ella apenas podía imaginarse lo que estaban pasando en esos momentos.

—Es joven y fuerte —le dijo, buscando las palabras adecuadas—. Estoy segura de que va a conseguirlo.

—No sé lo que haré si no es así.

Paula cerró los ojos y trató de contener las lágrimas que amenazaban con derramarse en cualquier momento. Poco a poco se zafó de él y fue a cerrar la puerta.

—Ven. Te prepararé algo caliente… A no ser que quieras algo más fuerte.

—No. Un café será suficiente. Quiero mantenerme sobrio por si me llama Fede.

Paula asintió y fue hacia la cocina. Mientras preparaba el café, le agradeció a su hermana la valiosa información que había incluido en la carta. Gracias a eso sabía que a Pedro le gustaba el café solo y con mucha azúcar. Por el rabillo del ojo le vió sentarse en uno de los butacones, apoyando los codos sobre las rodillas y frotándose los ojos. En cuanto el café estuvo listo, lo vertió en una taza grande y se lo llevó en una bandeja junto con una cuchara y un bol de azúcar.

—Gracias —le dijo él, agarrando la taza y echándose dos azucarillos.

Paula se acomodó en el butacón de enfrente y le observó en silencio mientras se tomaba la bebida caliente.

—¿Más? —le preguntó cuando él dejó la taza sobre la mesa.

—No, gracias. Supongo que debería volver a la ciudad, a casa —bostezó—. Mejor ahora que luego.

—Podrías quedarte aquí —le dijo ella, aunque en realidad no sabía cuántas habitaciones tenía la casa de campo.

De repente una idea inquietante se coló entre sus pensamientos. ¿Y si él esperaba que durmieran en la misma cama? ¿Y si quería buscar consuelo en sus brazos? Después de todo era el novio de su hermana y eso era lo más normal en esas circunstancias. ¿En qué estaba pensando cuando le había invitado a quedarse?

—¿Estás segura? —le preguntó Pedro, mirándola.

Paula se preguntó qué había hecho. Siempre podía fingir cansancio y un dolor de cabeza, pero, ¿y si la atracción que sentía por él la llevaba a hacer algo que no debía hacer? Por suerte, la razón se impuso al miedo. Él estaba exhausto y era más que improbable que tuviera energía suficiente para hacer algo más que dormir. Además, era el prometido de su hermana y ella jamás hubiera traicionado la confianza de Valeria de esa manera.

La Impostora: Capítulo 7

—¿Cirujanos? —Pedro sintió un profundo dolor en el pecho, aún más intenso que el que había sentido cuando Federico lo había llamado para darle la noticia. Su hermano estaba en una mesa de operaciones, luchando entre la vida y la muerte.

—¿Han dicho cuánto tiempo estará dentro?

—No —dijo Federico—. Podrían ser varias horas.

—A lo mejor si Valeria lo acompaña… —Pedro se volvió hacia Paula—. A lo mejor así el abuelo accede a volver a casa. Javier puede llevarlos a los dos y llevar a Valeria a su casa después.

—Es buena idea, pero… —dijo Federico, agarrando a su esposa de la cintura—. ¿Estás seguro de que no necesitas que ella se quede?

¿Necesitarla? Pedro tardó unos segundos en comprender lo que su hermano quería decirle. En circunstancias normales, si se hubiera tratado de una pareja corriente, él habría querido que su prometida lo acompañara en un momento tan difícil, pero no sabía si ella estaba dispuesta a seguir con el juego en esa situación. Unas de las primeras veces que habían salido juntos, ella se había desmayado en la playa a causa de un golpe de calor y casi había salido corriendo al ver la caseta de emergencias. Sin duda un hospital debía de ser el último lugar del mundo en el que quería estar. Además, la naturaleza de su relación no le permitía esperar nada más de ella. No tenía derecho a reclamar su apoyo moral en un momento como ése. Rápidamente Pedro recobró el control de sus extraviados pensamientos.

—A lo mejor más tarde. Está cansada. Acaba de regresar de Perpignan. Ni siquiera le dí tiempo a llegar a casa. Se lo diré cuando Javier nos traiga el café.

Después de obrar un pequeño milagro, Javier volvió a la sala de espera con diversos vasos de plástico llenos de buen café.

—Ah, gracias a Dios. Por fin, un buen café —el abuelo suspiró y bebió un sorbo generoso.

—Pensé que por una vez no le haría daño —dijo Javier, dirigiéndose a los hermanos—. El café que le dan en la residencia…

—Muy bien, Javier —dijo Pedro, observando a Valeria con su café.

Acababa de quitarle la tapa y, según podía ver, era café con leche. Pedro se sorprendió un poco. Valeria siempre solía tomar el café solo. Sin embargo, llevaba más de dos semanas sin probar ni un sorbo. Le había dicho que tanta cafeína no era buena para la salud o algo así. La observó un rato mientras se bebía el café. Los músculos de su delicado cuello se movían con cada sorbo bajo su piel clara y aterciopelada. De repente, sintió un poderoso erotismo que lo hizo perder el control durante un instante fugaz. Hasta ese momento su relación había sido más bien platónica. Se habían besado unas cuantas veces, pero en ningún momento se había obsesionado con tenerla en su cama. Lo pasaban bien juntos, pero las cosas nunca iban más allá, y así era exactamente como él lo quería. Nada serio, ni tampoco profundo… Muy pronto podría terminar con aquella farsa de compromiso y así los dos seguirían sus respectivos caminos sin nada de qué arrepentirse. De pronto ella levantó la vista y, al verle mirarla así, sus pupilas se dilataron y la mano que sostenía el vaso de café le empezó a temblar un poco. Rápidamente dejó el vaso sobre la mesa y se humedeció los labios. Y entonces Pedro volvió a la realidad. Estaba en la sala de espera de un hospital y su hermano se debatía entre la vida y la muerte.

—Querida, pareces cansada. A lo mejor deberías volver a casa. Te llamaré cuando… cuando tengamos alguna noticia.

Antes de que ella pudiera contestar, él se volvió hacia el abuelo.

—¿La llevas a casa por mí, abuelo? Te prometo que te tendré informado, pero ahora preferiría que me hicieras el favor de llevar a casa a Valeria. Es evidente que está exhausta y necesita descansar —miró a Valeria y ella le devolvió la mirada, comprendiéndolo todo.

—¿No le importa? —dijo ella, volviéndose hacia el anciano—. Siempre me siento mejor si alguien me acompaña a casa, y realmente estoy muy cansada — añadió, agarrándole la mano.

El abuelo se puso en pie lentamente, haciendo un gran esfuerzo, pero rechazando la mano que Pedro le ofrecía.

—Todavía no soy un inválido —se puso erguido y miró a su nieto Pedro a los ojos—. En cuanto sepas algo me llamas.

—Sí, abuelo. Lo prometo.

Pedro se volvió hacia Valeria y le agarró la mano.

—Vete a casa. Descansa. Te llamaré en cuanto sepa algo.

—Volveré por la mañana —prometió ella, poniéndose de puntillas y dándole un beso en la mejilla.

Solo fue un mero roce, pero Pedro sintió una descarga que lo recorrió de pies a cabeza. Cuando ella se marchó en compañía de Javier y el abuelo, se llevó la mano al lugar exacto donde ella lo había besado.

—Ya veo que estás loco por ella, hermano. Si no lo hubiera visto con mis propios ojos, no me lo habría creído. Cuando anunciaste lo del compromiso no parecías ir muy en serio con ella. Me alegro de que fuera una broma en realidad — dijo Federico de repente, rompiendo el hechizo que aquel beso había tejido a su alrededor.

Pedro no supo qué decir. Había besado a Valeria muchas veces, pero nada más. El compromiso no era más que una cortina de humo; una estratagema para tranquilizar al abuelo. A lo mejor era por la situación tan extrema en la que se encontraban, a causa del accidente de Marcos; algún viejo instinto que lo instaba a sobrevivir a toda costa… Pero, fuera como fuera, en ese momento deseaba mucho más de ella que un simple beso.

La Impostora: Capítulo 6

—Conozco las preferencias de todos, excepto las suyas, señorita. ¿Cómo quiere el café?

—Fuerte y con leche. Gracias —dijo Paula con una sonrisa.

—No me has presentado a esta señorita, Pedro —dijo el abuelo de repente en tono de reproche, mirando a Paula con curiosidad.

Por un instante Paula se preguntó si podía ver dentro de ella; ver la mentira que escondía en su interior.

—Ésta es Valeria Chaves, mi prometida —dijo Pedro.

—Ya era hora de que regresara. Ya empezaba a pensar que era producto de tu imaginación. La institutriz no espera. Ya lo sabes. Hazme caso. Este accidente de Marcos… —gesticuló con una mano—. Esto no ha sido un accidente. Te lo aseguro.

—¡Abuelo, ya basta! —dijo Federico de repente—. Marcos pone en peligro su vida cada vez que se pone al volante de un coche. Tarde o temprano esto podía pasar. No ha tenido nada que ver con…

—Puedes intentar tapar el sol con un dedo, pero no funcionará. Bueno, ¿Dónde está mi nieto? Quiero verlo —dijo, golpeando el suelo con la punta del bastón.

De pronto Paula entendió por qué no lo querían en el hospital. El pobre anciano no tenía ni idea de la verdadera gravedad de su nieto. La joven miró a los dos hermanos Alfonso, sobre todo a Pedro. Su rostro escondía una gran preocupación y sus ojos estaban velados. Era evidente que las heridas de Marcos podían costarle la vida. Sin pensárselo dos veces, dió un paso adelante y agarró del brazo al enojado anciano.

—Señor Alfonso, llevo todo el día viajando y estoy muy cansada. Necesito sentarme. ¿Por qué no viene a sentarse conmigo en esos cómodos butacones de allí?

—¿Qué pasa? —preguntó el abuelo.

Paula le lanzó una mirada de preocupación a Pedro, pero éste no hizo más que levantar las cejas durante una fracción de segundo.

—Lo siento mucho, señor. Si he dicho algo malo…

—Pepe, ¿Qué pasa aquí? ¿Por qué tu prometida me llama señor Alfonso?

Una sonrisa disimulada asomó en las comisuras de los labios de Pedro.

—¿Debería haber dicho otra cosa? Lo siento mucho. Mi español no es… —la joven se detuvo, avergonzada.

¿Y si el español de Valeria había mejorado mucho después de pasar un tiempo fuera?

—Es culpa mía. Debería haberlos presentado debidamente. Valeria, éste es mi abuelo, Alfredo Alfonso—dijo Pedro.

—Tienes que llamarme «Abuelo» —dijo el anciano, con un brillo juguetón en la mirada—. Si es que te tomas en serio lo de casarte con mi nieto.

Al ver que Valeria se ponía blanca como la leche, Pedro sintió un pequeño ataque de pánico. ¿Y si revelaba algún detalle de su peculiar compromiso? Ninguno de los dos iba muy en serio; ambos lo habían dejado claro desde el principio. Su actitud era justamente lo que la hacía perfecta para el papel de prometida. Él solo la necesitaba de cara a la galería, con el fin de aplacar los miedos del abuelo, y ni ella ni él tenían intención de casarse. Después del matrimonio de Karen y Federico, el abuelo insistía cada vez más con aquella absurda historia de la maldición. Era cierto que las cosas habían mejorado mucho para el negocio familiar desde aquel afortunado enlace, y el abuelo no hacía más que ver motivos en pos de su causa. Decía que los tres hermanos debían casarse, que solo así se rompería la maldición y la prosperidad volvería a la familia. Pedro, sin embargo, seguía teniendo sus dudas sobre la maldición de la institutriz. El abuelo se había obsesionado con aquella historia, e incluso llegaba a afirmar haber visto el fantasma. Según decía, las últimas palabras de aquella mujer, despreciada por su amante, un miembro de la familia Alfonso, habían obrado una maldición que duraba cientos de años; un hechizo maligno que supuestamente era responsable de todas las muertes repentinas en la familia y también de los infortunios financieros de Isla Sagrado. Ridículo. Todo aquello era ridículo. Pero tanto Pedro como sus hermanos querían a su abuelo por encima de todas las cosas, y estaban dispuestos a hacer cualquier cosa para que sus últimos años en la Tierra fueran los más felices; cualquier cosa, incluso fingir un compromiso de matrimonio inexistente.

De repente Pedro percibió el incómodo silencio que reinaba en la sala de espera. Fue hacia Valeria y le dió un beso en la punta de la nariz. Ella se sonrojó ligeramente.

—Claro que va a casarse conmigo, abuelo. ¿Quién no querría ser una novia Alfonso?

—Bueno —dijo el abuelo y entonces dejó que la supuesta Valeria se lo llevara a los butacones.

Poco después ya estaban conversando animadamente y Pedro sintió un gran alivio. Por lo menos eso lo mantendría distraído durante un buen rato.

—Lo ha hecho muy bien —le dijo Federico, mirando al abuelo y a Paula.

—Gracias a Dios —dijo Pedro, asintiendo con la cabeza—. ¿Qué ibas a decirle?

—¿La verdad? —dijo Federico, poniéndose pálido.

—No —murmuró Karen—. No puedes. Todavía se está recuperando del infarto. Ni siquiera está lo bastante bien como para haber vuelto a la mansión de la familia. No quiero que tenga una recaída y que haya que ingresarlo de nuevo. Ya sabes cómo le afectaría algo así.

—Tienes razón —dijo Federico—. No queremos que se repita lo ocurrido anoche.

—¿Y entonces qué? ¿Lo tenemos aquí esperando hasta que terminen los cirujanos?

La Impostora: Capítulo 5

Antes de que pudiera comprender lo que estaba ocurriendo, Paula sintió como la agarraban de la mano con fuerza y la conducían de vuelta a los ascensores.

—¡Valeria! Llevo horas intentando localizarte en el móvil y también en el teléfono de casa porque no sabía si habías vuelto a la isla. No sé por qué no quisiste darme los datos de tu vuelo. Podría haberte recogido en el aeropuerto. ¿Por qué no me llamaste?

—Yo…

Paula no sabía qué decir. Obviamente Valeria debía de haber ignorado sus llamadas. «Piensa, piensa… ¿Qué diría su hermana en este momento?», se dijo a sí misma.

—Lo siento. Perdí el teléfono. Ya me conoces.

—Ahora ya no importa. Lo bueno es que ya estás aquí.

—Pero…

De repente a él le cambió el rostro. Sus ojos, felices y brillantes un momento antes, se oscurecieron.

—Tengo malas noticias. Marcos ha tenido un accidente. Federico acaba de llamarme. Todos vamos para el hospital. Qué bien que has venido hasta aquí. Así ahorraremos tiempo.

—¿Marcos?

—El muy idiota —Pedro sacudió la cabeza—. Ya sabes cómo conduce. Parece que la carretera que lleva a las viñas se le atravesó un poco, y ese montón de chatarra aerodinámica que tiene por coche…

—¿Está bien?

—No, no está bien. No sabemos cuánto tiempo estuvo atrapado en el coche, pero a los equipos de emergencia les llevó más de una hora sacarlo del amasijo de hierros. Ahora lo están operando.

La voz de Pedro se quebró en el último momento y Paula le apretó la mano de forma instintiva.

—Seguro que se recuperará —dijo ella, haciendo acopio de toda la calma y confianza que tenía en ese momento.

Por dentro, sin embargo, tenía el estómago agarrotado. ¿Cómo iba a decirle la verdad a Pedro en un momento como ése? Según le había dicho Valeria en uno de sus correos, Marcos era el más pequeño de los hermanos; el que se ocupaba de las bodegas Alfonso, una división del millonario negocio familiar.

—Me alegro de que estés aquí —dijo Pedro, apretándola más la mano.

—Y yo también me alegro de estar aquí —dijo ella en un susurro. Por alguna extraña razón, sabía que lo decía de verdad.

En cuanto llegaron al hospital, Pedro se dirigió hacia la planta de cirugía. Nada más salir del ascensor, Paula se fijó en un hombre apuesto que esperaba junto a una mujer. Debía de ser el hermano mayor, Federico. Estaba parado frente a una ventana y abrazaba a la joven que estaba junto a él, como si tratara de consolarla. Tenía el cabello más oscuro que Pedro, pero el parecido familiar era inconfundible. Al acercarse un poco más, Paula se dió cuenta de que era justamente al contrario. Era la joven quien trataba de consolarle a él y no al revés. En cuanto Federico vió a su hermano pequeño, se apartó de su esposa y fue a su encuentro. El afecto que se tenían los hermanos Alfonso resultaba evidente con solo verlos abrazarse, en silencio y con emoción verdadera.

—¿Alguna noticia? —preguntó Pedro.

—Nada —dijo Federico con dificultad.

—El médico dijo que podría durar unas cuantas horas —dijo la joven.

De repente se dió cuenta de la presencia de Paula y fue hacia ella.

—Tú debes de ser Valeria. Siento mucho que nos hayamos tenido que conocer en estas circunstancias.

¿Conocerse? ¿Acaso la familia de Pedro no conocía a Valeria?

—Acaba de volver de Francia, de visitar a unos amigos. No le he dado tiempo ni a respirar —Pedro se volvió hacia Paula y la estrechó entre sus brazos—. Fede, Karen, ésta es mi prometida, Valeria Chaves.

—Bienvenida a la familia —dijo Federico, agarrándole la mano y dándole dos besos en las mejillas, al estilo europeo—. Como dijo Karen, siento mucho que nos hayamos tenido que conocer en estas circunstancias, pero me alegro de que estés aquí con mi hermano.

—Gracias —dijo Paula.

Antes de que pudiera decir nada más, un revuelo llamó su atención fuera de la sala de espera. Era una voz masculina que gritaba algo en español. De repente la puerta se abrió y un anciano entró en la estancia, apoyándose en un bastón de madera. Lo acompañaba un hombre de mediana edad, preocupado y avergonzado.

—Fui a verle a la residencia para decírselo en persona. Me robó las llaves del coche y casi me deja allí solo. Traté de impedirle que viniera, pero fue inútil. Me dijo que conduciría el coche hasta aquí si no lo traía yo mismo.

—¿Han oído eso? ¡Bah! —exclamó el anciano de pelo blanco—. ¿Creen que soy demasiado viejo como para ayudar a mis nietos cuando me necesitan?

—No te preocupes, Javier. El abuelo estará bien con nosotros. ¿Podrías conseguirnos un café que se pueda beber, por favor? —se apresuró a decir Pedro, agarrando al abuelo del brazo y aliviando a Javier de su pesada carga por un rato.

jueves, 12 de septiembre de 2019

La Impostora: Capítulo 4

El yeso color ocre de las paredes, desgarrado aquí y allí, dejaba ver los viejos ladrillos que se escondían debajo. El techo de tejas naranja ofrecía un curioso contraste digno de la mejor acuarela. A lo lejos se oía un teléfono. El estridente sonido se detuvo unos segundos y entonces comenzó a sonar de nuevo. Paula buscó en el bolso y sacó la llave del sobre que le había dado su hermana. La pieza encajaba perfectamente en el cierre y la puerta se abrió suavemente. El teléfono, curiosamente, dejó de sonar una vez más cuando ella cruzó el umbral. Buscó el dormitorio, dejó allí la maleta y fue a darse una ducha rápida. Lo único que ocupaba su mente en ese momento era decírselo todo al prometido de Valeria. Sin duda él no podría tomárselo muy mal. Después de todo apenas se conocían y se habían comprometido en un tiempo récord.

Tras una merecida ducha, Paula agarró lo primero que pudo sacar de la maleta, se vistió a toda prisa y se dirigió hacia la sala de estar, donde debía de haber un teléfono. Diez minutos más tarde había encontrado exactamente lo que necesitaba. Gracias a la facilidad para los idiomas de los habitantes de Isla Sagrado y a la diligencia de la operadora, obtuvo la información que necesitaba con rapidez. Después hizo otra llamada y pidió un taxi. Cuando llegó por fin a la ciudad costera de Puerto Seguro, estaba hecha un manojo de nervios. ¿Cómo iba a decirle a un completo desconocido que su prometida se había escapado a Francia? Se alisó el vestido con manos temblorosas y se tocó el moño. Lo había fijado con un par de horquillas de piedras color topacio que había encontrado tiradas en una estantería del cuarto de baño; muy típico de Valeria. Al entrar en el edificio que albergaba las oficinas de Pedro Alfonso, miró el directorio y entró en uno de los ascensores. Cuando el aparato empezó a ascender, el estómago le dió un vuelco. No podía dejar de repasar las palabras que le iba a decir una y otra vez. Al salir del ascensor se encontró con un amplio corredor desierto. Un agradable hilo musical brotaba de los altavoces discretamente situados en el techo. Justo al final del pasillo había una enorme puerta de madera con el escudo de la familia Alfonso grabado sobre la superficie.

Paula dio un paso adelante y deslizó las puntas de los dedos sobre la madera tallada. El escudo se componía de tres partes; una espada, una especie de pergamino y un corazón. Abajo había una breve inscripción: Honor. Verdad. Amor. Tragó en seco. Si el hombre al que estaba a punto de ver se regía por el centenario código de honor de su familia, entonces definitivamente estaba haciendo lo correcto. Decirle la verdad era lo único que podía hacer. Justo en el momento en que iba a llamar a la puerta, ésta se abrió bruscamente y se topó con un hombre, vestido con un elegante traje sastre color gris. Unas enormes manos cálidas la agarraron de los codos con firmeza, ayudándola a mantener el equilibrio. La joven esbozó una sonrisa y, al levantar la vista, se encontró con un rostro absolutamente perfecto. El corazón se le aceleró de inmediato. Una frente ancha y bronceada, cejas tupidas y oscuras, ojos color miel, pestañas copiosas y largas, una nariz recta y unos labios tan perfectos que parecían dibujados.

—Gracias a Dios que estás aquí —dijo el desconocido, esbozando una sonrisa.

Parecía aliviado.

—Señor Alfonso. Su hermano dice que se reunirá con usted en el hospital — dijo la recepcionista desde detrás de su escritorio.

 Paula no tardó en comprender las palabras de la mujer. ¿Señor Alfonso? Aquel hombre, que parecía sacado de la portada de una revista, era Pedro Alfonso, el prometido de su hermana.

La Impostora: Capítulo 3

Leticia Martínez había tenido su patético momento de gloria… en los tribunales. Él había usado todos sus contactos y el peso de su apellido para aplastarla como a una mosca, y lo había conseguido. Al final se había librado de la cárcel por muy poco y no había tenido más remedio que aceptar las condiciones que su ejército de abogados le había impuesto, y también la orden de alejamiento que le impedía acercarse a Isla Sagrado o a cualquier miembro de la familia Alfonso, ya estuvieran en la isla o en cualquier otro lugar del mundo. Metió los papeles en el sobre en el que venían y lo introdujo en la trituradora. Leticia Martínez era historia.

Aquella experiencia le había dejado un mal sabor de boca, pero Valeria Chaves lo había compensado con creces. Ella no le exigía nada a cambio; justamente como él lo quería, y su compromiso con ella mantenía a raya a su abuelo, que no lo dejaba tranquilo con lo de la maldición de la institutriz. La vieja leyenda de la maldición se remontaba a unos cuantos siglos atrás, a un tiempo de mitos y supersticiones que nada tenían que ver con la realidad. Sin embargo, su abuelo se había obsesionado con ello recientemente y tanto Pedro como sus hermanos estaban haciendo todo lo posible por aplacar los miedos del anciano; para quien sus nietos bien podían ser los últimos de la estirpe. El mes anterior el abuelo había sufrido un ataque al corazón y tanto Pedro como sus hermanos, Federico y Marcos, querían evitarle todos los disgustos posibles. Querían que su abuelo pasara los últimos años de su vida en paz y estaban dispuestos a hacer todo lo que fuera para asegurarle un poco de tranquilidad. Federico había mantenido una promesa de matrimonio que había hecho veinticinco años antes, cuando no era más que un niño. Pedro sonrió al acordarse de su cuñada, Karen. A su regreso a Isla Sagrado parecía tan frágil y femenina; tan joven… ¿Quién pudiera haber adivinado que aquella delicada apariencia escondía un corazón de hierro? Había luchado muy duro por su matrimonio. Había luchado y había ganado. Y, curiosamente, Federico y ella ya no despreciaban la idea de la maldición y parecían más empeñados que nunca en animarles a sentar la cabeza. Sentar la cabeza… Eso era algo para lo que Pedro todavía no estaba preparado. Sin embargo, su compromiso con Sara cumplía el objetivo principal: ahuyentar los miedos del abuelo. Y en última instancia, eso era todo lo que a él le preocupaba. Estaba dispuesto a todo con tal de proteger a su familia y las mujeres como Leticia Martínez recibirían su merecido tantas veces como fuera preciso.



Al salir del aeropuerto de Isla Sagrado, Pedro levantó el rostro hacia el sol brillante. El contraste entre la cálida caricia de sus rayos y la lluvia fría de Nueva Zelanda era casi increíble. No era de extrañar que Valeria hubiera elegido quedarse en aquel oasis mediterráneo. Y si todo hubiera salido como había esperado, en ese momento ella misma habría estado no muy lejos de allí, en una isla griega, celebrando su propia luna de miel. Recordaba el día en que había ido a la agencia de viajes con David. Había ojeado los catálogos una y otra vez, en busca del lugar perfecto para iniciar una nueva vida a su lado. Sin darse cuenta, se frotó el dedo anular de la mano izquierda; una vieja costumbre que no tardaría en quitarse. En su piel solo quedaba una hendidura y una marca que pronto se borraría para siempre. Echó la cabeza atrás y cerró los ojos para protegerse del sol. Los ojos se le humedecían, a pesar de las gafas de sol. ¿Pero qué importancia tenía que David hubiera preferido a una chica más espontánea y atrevida? Contuvo las lágrimas y apretó los labios. Qué ilusa había sido. Pensaba que había elegido a un compañero de vida sosegado y estable, todo lo contrario que sus padres, pero se había equivocado. Se habría sentido mejor si él se lo hubiera dicho directamente; si le hubiera dicho que ella no era lo que buscaba en lugar de seguir jugando con ella aún  habiéndola dejado de amar. Ahuyentó aquellos pensamientos nocivos y juró que no volvería a derramar otra lágrima por aquel hombre que la había traicionado después de más de cinco años de relación. Ni una sola lágrima más. Tragó en seco. ¿Por qué era tan difícil mantener una promesa?

La multitud de viajeros con los que había llegado ya se había dispersado. Las aceras aledañas a la terminal estaban vacías y la parada de taxis también. Media hora más tarde Paula seguía allí, derritiéndose bajo aquel sol inclemente. El calor aumentaba por momentos y su piel clara, la maldición de las pelirrojas, no aguantaba mucho más. Asfixiada, buscó refugio cerca de un lateral del edificio. Ríos de sudor le corrían por la espalda. Impaciente, volvió a mirar el reloj; un regalo de Valeria. En realidad era la única pieza de joyería frívola que poseía, con su esfera llena de brillantitos y la rutilante pulsera. Por fin apareció un taxi verde y blanco. Asiendo el bolso con fuerza, avanzó hasta la acera.

—A Governess’s Cottage, por favor —dijo, asomándose por la ventanilla.

De repente Paula presenció algo asombroso, casi increíble. Al bajar del vehículo para recoger su maleta, el taxista se persignó. ¿Acaso había sido su imaginación? No lo sabía, pero en cualquier caso estaba demasiado cansada como para pensar en algo que no fuera resolver el lío en el que su hermana la había metido. El taxi se marchó a toda prisa. Sorprendida, lo vió alejarse a toda velocidad. Solo Dios sabía por qué tenía tanta prisa por marcharse de allí. Agarró la maleta y atravesó el hermoso portón de hierro situado en el muro de piedra que rodeaba toda la propiedad.

—Pintoresco —dijo para sí, contemplando la centenaria arquitectura del edificio y avanzando hacia el porche frontal. Los peldaños de piedra estaban desgastados por el paso del tiempo.