-¡Pedro! —exclamó ella con voz ronca por la sorpresa.
Él se detuvo. El sonido de su nombre en boca de ella le resultaba profundamente familiar. Todo en ella le resultaba conocido, la forma en que su cuerpo se acoplaba al de él, su atractivo femenino al sujetarla contra sí. Trató de no apresurarse, de actuar con sensatez. Pero desde el momento en que ella había entrado, todo había cambiado. Su precaución y su respeto por los detalles de la buena conducta social se habían evaporado. Se sentía arrastrado por un instinto primario que anulaba la lógica y las convenciones. La tenía sujeta muy cerca de sí. Sus senos se apoyaban en el torso de él y las caderas de ambos se tocaban. Al llegar, fatigada pero desafiante, él había puesto en duda la necesidad de tener que verla aquella noche. Pero tales dudas se evaporaron al sentir su cuerpo y oír su respiración jadeante. Aunque los ojos de ella echaran chispas, la forma de acoplarse a su cuerpo desmentía su indignación. A pesar de que él no se acordara conscientemente de ella, su cuerpo la recordaba. Sus entradas le relataban una historia de conocimiento y deseo. La miró a los ojos y tuvo la impresión de caer desde la niebla hacia un lugar claro y soleado. Aspiró su aroma a canela y el cerebro le gritó: «¡Sí! ¡Es ella!».
—¡Pedro! —repitió ella con más determinación en la voz mientras sus manos lo empujaban para separarlo. Pero hubo una nota de vacilación que la traicionó.
Él le acarició la mejilla.
-No tienes derecho a hacer esto. Suéltame —pero había dejado de forcejear y se limitaba a mantenerse erguida mientras la abrazaba.
—¿No te parece bien? —deslizó el pulgar hasta su boca y le acarició el labio inferior mientras sentía el calor de su aliento en la piel.
Ella abrió la boca. Él sintió un fuego en su interior al ver cómo respondía a una simple caricia. Abrió más las piernas y la atrajo con más fuerza hacia la pelvis. Sentía la promesa del éxtasis en la sangre, que le corría cada vez más deprisa exigiéndole que actuara. Pero controló el impulso: tenía que saber y entender además de sentir.
-Me has concedido el derecho al reaccionar de esa manera —volvió a deslizar el pulgar por sus labios presionando con más fuerza hasta sentir la punta de su lengua contra el dedo. Todos sus músculos se tensaron ante el deseo avasallador que experimentó. !Madonna mia! ¿Qué fuerza tenía aquella mujer que el mero roce de su lengua hacía trizas su autocontrol? La sorpresa le oscureció los ojos.
-No he hecho nada —protestó ella en voz ronca. De repente volvió a empujarlo para separarse.
-Paula —le encantaba decir su nombre—. ¿Vas a negar esto?
Deslizó hábilmente la mano hasta la nuca de ella y sintió su pelo sedoso en la palma. Después la atrajo hacia sí e inclinó la cabeza buscando sus labios. Ella volvió la cara. Los sentidos de Pedro se llenaron de la suavidad aterciopelada de su piel, de la dulce tentación del perfume de su cuerpo, mientras le rozaba la oreja con los labios. Ella dejó de moverse de inmediato. ¿Lo hacía a causa de las mismas sensaciones que él experimentaba? Deslizó la boca hasta su cuello y luego volvió a la oreja y le lamió el lóbulo. Ella dio un respingo entre sus brazos y él la oyó suspirar.
-No puedes negar esto —murmuró él.
La piel de ella tenía un sabor dulce. Le besó la mandíbula, la barbilla, el lunar que tenía debajo de la boca. Se echó hacia atrás durante una fracción de segundo para mirarle la cara y sonrió satisfecho al ver que tenía los ojos cerrados y los labios entreabiertos como si le incitara a reclamarlos. El pelo se le había comenzado a soltar al forcejear. Se dio cuenta de que no era negro como pensó en el baile, sino castaño oscuro con tonos rojizos. En su cerebro se formó la imagen de un pelo oscuro sobre blancas almohadas y de sus manos extendiéndolo. No era una imagen, sino un recuerdo. El de Paula en la cama con él, su sonrisa perezosa, sus dientes tan blancos como la nieve que se veía por la ventana. El impacto que le produjo ese inesperado recuerdo le hizo perder el equilibrio, por lo que se aferró a ella con fuerza. Era el segundo recuerdo en una sola noche. Supo que había hecho bien en ir hasta allí. Con Paula podría abrir la puerta del pasado, recuperar lo que había perdido. Cuando recordara, se vería libre de la sensación de haber perdido algo, de que su vida no estaba completa. Y entonces podría seguir adelante reconciliado con la vida.
-Pedro —ella había abierto los ojos, que expresaban sorpresa y pesar—. Suéltame, por favor.
Le habían enseñado a respetar los deseos de una mujer. El código de honor de los Alfonso estaba profundamente arraigado en él: nunca forzaría a una mujer. Pero era demasiado tarde para fingir: a pesar de lo que dijera, Paula lo deseaba tanto como él a ella. Un beso no les hada daño alguno.
-Después de esto —murmuró—. Te prometo que te gustará —tanto como a él.
Le agarró la cabeza, hizo que la volviera hacia él y apretó su boca contra la de ella. Paula trató de separarse de él. La desesperación dio nuevas fuerzas a sus cansados miembros, pero sin resultado alguno. Él la abrazó con más fuerza si cabía. Era mucho más fuerte que ella. Saberlo debería haberla asustado. Sin embargo, una parte de ella se regocijó: la hedonista que había descubierto al conocer a Pedro, la amante a quien habían cautivado su masculinidad y su fuerza, la mujer con el corazón desgarrado que había amado y perdido a su amor y que secretamente esperaba que volviera. Luchaba tanto contra él como contra sí misma. Unos labios cálidos se unieron a los suyos, y un escalofrío de deseo la recorrió de pies a cabeza. Fue instantáneo, devorador e innegable, pero se negó a rendirse. Apoyó las manos en los hombros de él y se echó hacia atrás todo lo que le dieron los brazos. Estaba desesperada por escapar, ya que recordaba muy bien cómo reaccionaba siempre ante él. El beso fue inesperadamente tierno, una suave caricia de sus labios sobre la línea cerrada de la boca de ella. El calor del cuerpo masculino calentó el suyo. La abrazaba como si no fuera a soltarla nunca. Otra ilusión. Trató de reavivar su determinación, su desprecio.
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