—Tu desconfianza es inaudita, Pedro —la idea de que buscan una confirmación científica le había producido el efecto de una bofetada, sobre todo porque él había sido su único amante.
Su desconfianza manchaba lo que habían compartido y lo reducía a algo de mal gusto. Se le puso la piel de gallina cuando sus miradas se cruzaron y vio en la de él todo el peso de la duda.
—Más vale ser desconfiando que crédulo.
Tres días después solicitaron la presencia de Paula en la suite presidencial. David, su jefe, se lo transmitió con una mirada interrogante que hizo que se pusiera como un tomate.
—Asciendes a los círculos superiores, Paula —murmuró—. No tengas prisa en volver.
Ella se dió cuenta de que los demás empleados la miraban a hurtadillas mientras se levantaba de la silla. Se había convertido en un manojo de nervios en los últimos días, desde que Pedro había utilizado su influencia para que se realizaran las pruebas de ADN. Otro recordatorio, por si lo necesitaba, de su enorme riqueza, de su capacidad para lograr lo que quería. La analista era amable y habló mucho, a pesar del silencio entre Pedro y ella. No parecía darse cuenta del ambiente cargado de desafíos y preguntas no pronunciados. O tal vez estuviera habituada a las emociones que provocaban semejantes circunstancias. Al fin y al cabo, no había necesidad de pruebas científicas si había confianza entre los miembros de una pareja, si el hombre creía a su amante.
Paula inspiró y se dirigió lentamente al ascensor. Pedro tenía que haber recibido los resultados del laboratorio y por eso la llamaba. Era indudable que había pagado por el privilegio de que se los comunicaran lo antes posible. La ansiedad le formó un nudo en el estómago. ¿Qué haría él al saber que el niño era suyo? La pregunta llevaba días acosándola e incluso, cuando conseguía quedarse dormida, sonaba con ella y se despertaba más cansada de lo que se había acostado. El mayordomo la esperaba en la puerta y le dirigió una sonrisa amable pero impersonal. ¿Habría visto su huida desesperada de unos días antes? Mantuvo la barbilla erguida mientras se obligaba a sonreírle a su vez y entraba. La paz lujosa que reinaba en la suite la atrapó. Los muebles eran de excelente calidad y disponía de todo lo necesario, aunque sólo se alojara en ella un hombre. Estaba concebida para los archimillonarios, para gente muy importante, por lo que no era de extrañar que se sintiera insignificante y nerviosa mientras se aproximaba al hombre silencioso que allí estaba. Aunque él encajara perfectamente en aquel entorno, no era el caso de ella, una persona totalmente corriente, que no podía considerarse especial en ningún sentido. Lo sabía desde mucho antes que Pedro la tentara a creer en los milagros.
-Paula.
El sonido de su ronca voz fue como una caricia sobre su piel. Su reacción, su debilidad física hacia él, hizo que se le erizara el vello.
—Pedro, ¿Has ordenado que viniera?
-He pedido que vinieras.
-Pero cuando una petición procede de la suite presidencial, los empleados tendemos a satisfacerla a toda prisa —por algún motivo, se sentía segura al hacer hincapié en la enorme distancia entre ambos, como si, por arte de magia, pudiera borrar el recuerdo de la locura que se había apoderado de ella la última vez que estuvo allí. Se fijó en la pared contra la que él la había abrazado y acariciado y casi...
-Siéntate, por favor.
Para sorpresa de Paula, le indicó una silla de respaldo alto que había frente a un escritorio. Se sentó. Era mejor aquello que la intimidad de un sofá. Fue al sentarse cuando observó los papeles que había en el escritorio.
—¿Ya tienes los resultados de las pruebas?
-Sí.
Paula no pudo adivinar nada por el tono de la voz ni la expresión de la cara. ¿Estaba decepcionado, enfadado o emocionado por saber que tenía un hijo? ¿Experimentaba algún tipo de sentimiento?
—Tráenos café, Roberto. ¿O prefieres té?
-Nada, gracias —la idea de ingerir cualquier cosa le revolvía el estómago.
-Eso es todo, Roberto —Pedro esperó a que el mayordomo se fuera y, en lugar de sentarse, se apoyó con los brazos cruzados en el escritorio.
Estaba tan cerca de Paula que ella percibió el olor de su colonia, al que reaccionó con una ligera excitación. Apretó los dientes, disgustada. Hubiera preferido que estuviera más lejos para que no la asaltaran los restos de la poderosa atracción física que había habido entre ellos.
—¿Qué es lo que quieres, Pedro? —después de días de silencio por parte de él, esperaba que se apresurara a hacerle una oferta, lo cual la ponía furiosa.
—Tenemos que arreglar algunas cosas y tienes que firmar esto —indicó unos documentos de los que había sobre la mesa y se sacó una pluma del bolsillo—. Puedes usarla cuando lo hayas leído —y dejó la pluma al lado de los papeles.
Paula miró el escritorio. A fin de cuentas, no eran los resultados de las pruebas, sino páginas y más páginas de densa escritura en párrafos numerados. Se le cayó el alma a los pies, ya que era el tipo de documento que detestaba. No podía leerlo con Pedro tan cerca. Tomó los papeles y les echó una ojeada. En la última página había un espacio para su firma y la de Pedro. Trató de concentrarse en el primer párrafo, pero las letras le bailaban. ¿Habría traído las gafas? Rebuscó en el bolsillo de la chaqueta, consciente del escrutinio de él.
—¿Qué quieres que firme?
-Un acuerdo prematrimonial.
—¿Qué? —las gafas se le cayeron de las manos mientras volvía la cabeza para mirarlo.
Los ojos de él le indicaron que había oído perfectamente.
-Un acuerdo en el que se especifican los derechos de las partes...
-Sé perfectamente lo que es un acuerdo prematrimonial —tomó aire—. No lo necesitamos, ya que es para quienes se van a casar.
No hay comentarios:
Publicar un comentario