Lo abrazó con más fuerza y el niño se quejó.
—Sí, cariño. Lo siento. ¿Tienes hambre? —dió un paso hacia la puerta sin hacer caso de Pedro—. Vamos a comer, ¿Quieres?
Pedro parecía clavado en el sitio y tardó unos segundos, que a ella le parecieron interminables, en dejar que pasara. Paula se dirigió a la cocina, pero la voz de él la detuvo.
-Dime cómo te quedaste embarazada.
Ella se dió la vuelta preguntándose si bromeaba. Pedro miraba fijamente a Nicolás.
-Pedro, no sé a qué juegas, pero estoy harta —le espetó furiosa—. Déjalo ya.
-No, Paula. Acaba de empezar, porque, de lo único que estoy seguro, es de que nos vimos por primera vez ayer por la noche.
-
¿Aasí que eso es todo? Nos conocimos en los Alpes, donde trabajabas en una estación de esquí. Tuvimos una relación y te invité a que volvieras conmigo a mi casa —Pedro habló en tono neutro, con la misma falta de emoción con la que hubiera leído un informe de su empresa, cuando lo que estaba haciendo era repetir lo más desconcertante que había oído en su vida.
La idea era completamente absurda. Nunca había invitado a ninguna mujer a vivir en su casa. Se imaginaba que la única a la que invitaría sería a su futura esposa, a la que aún no había conocido. Se había pasado toda su edad adulta asegurándose de que las mujeres con las que salía comprendieran que no le interesaba una relación profunda y duradera, que era el modo en que ellas denominaban la caza de un hombre rico y con la suficiente ingenuidad para creer que lo querían por su carácter o personalidad.
-Vivimos juntos, pero no funcionó y te volviste a Australia —continuó él mientras observaba que ella evitaba su mirada—. Descubriste que estabas embarazada y llamaste a casa muchas veces, llegaste a hablar con mi madrastra y la consecuencia fue que creíste que no quería tener nada más que ver contigo.
-Más o menos.
Su forma de responder avivó en él los restos de la ira que lo había invadido antes. ¿No se daba cuenta de lo vital que era aquello? Apretó los puños. Detestaba la idea de decirle a una desconocida que había perdido la memoria, aunque fuera una desconocida con la que había tenido relaciones íntimas. Lo habían educado para no mostrarse vulnerable, ni para sentirse así, por lo que no era de extrañar que estuviera tan desasosegado. Sus certezas, su sentido del orden y su comprensión de la situación se tambaleaban, y él estaba acostumbrado a controlarlo todo. Paula seguía sin mirarlo mientras daba de comer al niño.
Pedro la miraba a ella, más que a su hijo. Los grandes ojos verdes del niño, tan parecidos a los suyos, lo inquietaban. Y no era normal que Nicolás no dejara de mirarlo. El niño no era suyo: si tuviera un hijo, lo hubiera sabido. Siempre había tenido cuidado en lo referente a medidas anticonceptivas. Tendría hijos a su debido tiempo, cuando conociera a la mujer adecuada, que sería inteligente, elegante, sexy y que se sentiría a gusto en su mundo. No se aburriría de ella a las dos semanas como le sucedía con la mayor parte de las mujeres.
Paula inclinó la cabeza y el niño le agarró un mechón de pelo que se le había salido del moño. Pedro sintió una opresión en el pecho al mirarla. Y al mirar a su hijo. ¡No! Se negaba a sentir nada que no fuera desagrado porque la historia que ella le había contado no le había reavivado la memoria. Seguía habiendo un vacío en su cerebro que lo ponía furioso.
Paula se dió la vuelta y levantó al niño por encima de su cabeza y, al hacerlo, la blusa se le ciñó completamente al cuerpo. Pedro sintió una oleada de calor en el bajo vientre. Al menos una cosa estaba clara: su sentido de posesión cuando la miraba. Había sido suya, y si su historia era cierta, habían tenido una relación distinta a todas las que él había mantenido. La había deseado tanto y había confiado en ella hasta tal punto que la había instalado en su casa. ¡Era increíble! Pero resultaba muy fácil comprobarlo. ¿Había planeado tenerla como amante a largo plazo? La idea le resultó fascinante. Al observar la tela de la falda que le moldeaba los muslos y la blusa de fino algodón resaltándole los senos, la idea no le pareció tan absurda como debería. Si no fuera por el niño, habría retomado las cosas en el punto en que las habían dejado la noche anterior. De pronto comenzaron a dolerle las sienes mientras se esforzaba por recordar. Aunque en general se encontraba bien, de vez en cuando le volvían los dolores de cabeza, una secuela del pasado.
—¿Te encuentras bien?
-Perfectamente —dijo quitándose la mano de la sien. Observó la mano regordeta de Nicolás que palmeaba el pecho de su madre y jugaba con uno de los botones de la blusa. Ella le agarró la mano. Pedro alzó la vista y vió que Paula se había sonrojado—. No me has dicho por qué nos separamos.
El rubor de las mejillas femeninas aumentó.
-No quiero hablar de eso. No tiene sentido.
-Hazme el favor —murmuró él mientras se inclinaba hacia delante.
¿Qué podía hacer Paula? Su instinto le indicaba que no se marcharía hasta ver satisfecha su curiosidad. Le había creído cuando le dijo que había perdido la memoria. Parecía tan incómodo que supo que era algo que no quería contar. Ella conocía esa clase de amnesia por uno de sus hermanos mayores, que era médico. Y, debido a ella, se explicaba muchas cosas que la habían desconcertado, como el hecho de que Pedro hubiera recorrido medio mundo en su busca. ¿Qué otro motivo podía tener para llegar a tales extremos. Sobre todo después de haberla plantado sin muchas ceremonias. Se alegró de ser la única que recordaba todos los detalles de la ignominiosa escena.
—¿No te acuerdas de nada?
No tenía sentido preguntárselo, ya que era evidente su falta de conocimiento sobre ella y sobre ambos. Pero le parecía imposible que todo se le hubiera borrado por completo de la memoria. Habían intimado, no sólo físicamente, sino emocionalmente, como almas gemelas, o eso le había parecido en su momento. ¿Cómo era posible que todo aquello hubiera desaparecido? Pues porque lo que habían compartido era menos importante para Pedro que para ella.
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