jueves, 22 de agosto de 2019

Pasión Imborrable: Capítulo 28

—Tienes una casa imponente —murmuró mientras trataba de alejar esos pensamientos, producto únicamente del cansancio y de los nervios ante lo que la esperaba.

—¿Tú crees? Siempre me ha parecido recargada, como si tratara por todos los medios de causar impresión —indicó uno de sus extremos, lleno de balcones, columnas y ventanas en forma de arco e incluso lo que parecía un torreón.

-No se me había ocurrido —pero Pedro tenía razón. De todos modos, bañada por el sol matinal, era hermosa—. Ahora que lo dices, es como una corista entrada en años: excesivamente arreglada, demasiado obvia, pero atractiva.

-Has acertado plenamente —dijo Pedro riéndose—. Nunca la hubiera descrito así, pero tienes toda la razón —la miró a los ojos y ella se sorprendió al ver la aprobación que había en los suyos—. Pero que no te oiga Diana: está orgullosa de ella.

—¿Diana? ¿Está tu madrastra?

-Ya no vive aquí, sino en Milán y Roma. Pero la verás y te asesorará sobre lo que se espera de tí, y te pondrá al tanto de los aspectos sociales que tienes que conocer.

«¿Y no puedes hacerlo tú?», pensó ella. Claro que no, porque estaría muy ocupado con sus negocios u otras cosas para dedicarle tiempo a su prometida.

—¿Es necesario? Estoy segura de que tendrá muchas cosas que hacer. «Y no le caigo bien» —dijo para sí.

A Diana le sacaría de quicio dedicarse a enseñar cómo funcionaba todo a una torpe plebeya cuyo estilo se resumía en las ofertas de los grandes almacenes.

-No tantas como para no poder ayudar a mi prometida.

-Lo estoy deseando-dijo Paula con los dientes apretados mientras le abría la puerta del coche un mayordomo que se inclinó esperando que saliera—. Grazie —murmuró.

-Bienvenida, señora —el mayordomo sonrió y se inclinó aún más—. Es un placer tenerla aquí.

Paula experimentó un inmenso placer al percatarse de que entendía perfectamente su italiano. Llevaba dos años sin hablarlo, pero tenía facilidad para los idiomas. Vacilante, trató de decir algo al salir del coche. Se sintió agradecida cuando Eduardo, el mayordomo, la animó. Después comenzó a hablarle de las comodidades de la casa mientras Pedro sacaba a Nicolás.

—Si has dejado de poner a prueba tus encantos con mis empleados, podemos entrar —le dijo en un tono que sólo pudo oír ella. Ahora que vamos a casarnos —prosiguió ante la expresión confusa de ella—, puedes irte olvidando de ganarte la sonrisa de otros hombres. Mi esposa tiene que ser intachable.

—¿Crees que estaba flirteando? —le preguntó, atónita.

No daba crédito a lo que oía. Pedro casi parecía estar celoso, lo cual era una idea absurda. Pero se puso a imaginar cosas. Él la había deseado en Melbourne sólo porque estaba a mano y vergonzosamente dispuesta, pero eso formaba parte del pasado. En aquellos momentos sólo la veía como la madre de su hijo, a la que no había tocado desde que se había enterado de la existencia de Nicolás. Era evidente que la quería para su hijo, no para él, por lo cual daba gracias, porque se sentía segura, ya que, si él trataba de volverla a seducir, no sabía si podría resistirse.

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