-No, es papá —respondió Pedro mientras apartaba el ordenador portátil.
-¡Baba! —Nicolás extendió el brazo hacia él.
Pedro se sintió orgulloso. Su hijo era inteligente, no cabía duda. Se puso en pie y tomó al niño en brazos con cuidado. Al ser él mismo hijo único, carecía de experiencia con niños pequeños. Pero aprendería deprisa. Lo habían educado niñeras y tutores siguiendo unas normas muy estrictas para que pronto adquiriera seguridad en sí mismo e independencia emocional. No pretendía mimar a su hijo, pero éste pasaría tiempo con su padre, un lujo del que él no había podido disfrutar.
—Soy papá —murmuró mientras le apartaba el pelo de la frente—. Venga. Ya va siendo hora de que nos conozcamos mejor —iba a sentarse de nuevo pero se detuvo a mirar a Paula que, mientras dormía, parecía serena, amable y tentadora.
¿Qué lo tentaba de ella cuando tantas bellezas no lo habían conseguido? Algo que lo excitaba sólo con mirarla. Era la madre de su hijo, lo cual, por sí solo, lo excitaba. La idea del cuerpo de ella hinchado y maduro con su hijo era intensamente erótica y satisfactoria. Pero la había deseado antes de saber lo de Nicolás, cuando era la desconocida de una fotografía. ¿Por qué era distinta? ¿Porque lo desafiaba y provocaba hasta que deseaba besarla para someterla? ¿O porque había algo que compartían? Ansiaba creer que era diferente de las demás. ¡Diferente! ¡Ja! Había reconocido que lo había abandonado cuando él se enteró de que estaba con otro, Stefano Manzoni, el tiburón que había estado nadando en círculo con el propósito de dar un mordisco mortal a la empresa de Pedro después de la muerte de su padre. Eso, además de doloroso, le resultaba insultante. Se le revolvía el estómago al pensar en Paula y Stefano. ¿Habrían consumado la relación? Desde aquel momento se aseguraría de que ella no tuviera tiempo de mirar a otro hombre. Después estaba el estudio minucioso que ella había realizado del contrato prematrimonial, lo cual demostraba que era como las demás. Estaba tan enfrascada en la lectura que ni siquiera lo había oído entrar ni salir. Era cierto que había firmado sin poner más objeciones. En cuanto había visto la cantidad indecente de dinero que recibiría mientras viviera con él, había quedado atrapada, que era justo lo que él pretendía. La generosidad de dicha cantidad había causado revuelo entre sus asesores, pero él sabía lo que hacía. Quería asegurarse de que Nicolás tuviera la estabilidad de una vida con su madre. A su hijo no lo iban a dejar ni a abandonar, como había sucedido con él. No, a pesar de la extraña atracción que sentía por ella, no era distinta. Pero habría compensaciones. Dejó de mirar sus sensuales labios y volvió la vista hacia la cara regordeta de su hijo. Había tomado la decisión correcta.
Paula no supo si sentirse aliviada o asombrada porque Pedro no los llevara a su casa en las colinas del lago Como, cuyo diseño y elegancia le encantaban, sino a la enorme casa familiar, a la que nunca la habían invitado durante los meses que vivió con él, ya que no era lo bastante buena para su familia. Al llegar, atravesaron praderas y macizos de flores, hasta alcanzar la mansión, con una vista espectacular del lago, que se extendía a su derecha. Sentado a su lado, Pedro guardaba silencio. Sus cejas y labios indicaban claramente cómo se sentía al llevarla a la mansión familiar. Era evidente que no era la novia que hubiera elegido en otras circunstancias. Saberlo la corroía por dentro. Sólo Nicolás, sentado en el asiento trasero, la había elevado de categoría lo suficiente como para poder entrar en el santuario de los Alfonso. La vista de la mansión, cuna de generaciones ricas y poderosas, reforzó la sensación de ineptitud contra la que llevaba luchando toda la vida.
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