—Vamos a entrar y a acostar a nuestro hijo —dijo él sin hacer caso de su pregunta—. Estarás cansada del viaje y debes descansar para esta tarde. Diana te ha concertado una cita con una diseñadora para hablar del vestido de novia — sus labios se curvaron en una seca sonrisa que podía significar tanto placer como estoica resignación—. Nos casamos este fin de semana.
Cuatro horas después, Paula esperaba nerviosa a la diseñadora de su traje de novia. El que el apellido de Pedro consiguiera que una diseñadora de alta costura fuera a vestirla en tan corto espacio de tiempo confirmaba su inmensa riqueza y la brecha que lo separaba de él. Ella nunca se había hecho ninguna prenda a medida. Al menos, la diseñadora ya conocía sus medidas, porque se las habían tomado en Melbourne y enviado a Milán con una foto en que no estaba nada favorecida. Miró el reloj. Tal vez no se presentara. Se puso a deambular por el salón al tiempo que deseaba que la cita hubiera sido en un lugar menos imponente. Se ahogaba allí. Evitó con cuidado los espejos de bordes dorados y las sillas tapizadas en seda. Se sentía un patito feo al que hubieran sacado del estanque y tirado en un palacio. ¡Ojalá hubiera podido comprarse un traje ya confeccionado! A pesar de los nervios, sus labios se curvaron al recordar la mirada atónita de Pedro cuando se lo propuso. El conde Alfonso y su prometida sólo podían casarse de modo formal y a lo grande. Una rápida ceremonia civil era impensable. Así que se tendría que enfrentar a una artista temperamental que, sin duda, se sentiría decepcionada al ver que la novia no estaba a la altura de sus diseños. Se preparó para lo peor.
Eduardo anunció a la visitante. Paula se puso rígida de incredulidad y se quedó con la boca abierta. Aunque pareciera imposible, lo peor era aún más horroroso de lo que había previsto. ¿Cómo había hecho Diana algo semejante? ¿Cómo había elegido precisamente a esa diseñadora? Tenía que saber...
-Signorina Chaves...
Paula se dió la vuelta de mala gana. La mujer que tenía frente a sí era tal como la recordaba: delgada, elegante, con inmensos ojos oscuros y un precioso rostro, menudo y delicado. Iba vestida de modo informal y llevaba un collar de perlas que acentuaba su atractivo. ¿Era extraño que Pedro hubiera planeado casarse con ella? Sintió un dolor agudo al tiempo que trataba de controlar la expresión de su cara.
-Principessa Candela —¿De verdad esperaban que se pusiera en manos de aquella mujer?
-Candela, por favor —dijo con una voz ronca y atractiva al tiempo que le sonreía con calidez.
Paula se sorprendió al verla tan accesible, tan aparentemente dispuesta a ser amiga de la mujer que Pedro había elegido en su lugar para casarse. Sabía que, si la situación fuera la contraria, no podría comportarse tan alegremente.
-Perdone —Candela se detuvo a unos pasos de ella al tiempo que dejaba de sonreír—. ¿Se encuentra bien? Está muy pálida.
A Paula no le sorprendió. Se sentía como si la sangre hubiera dejado de circularle por las venas.
-Estoy... —«¿Qué?», pensó. «¿Sorprendida al encontrarme frente a la ex amante de mi futuro esposo?». ¿O lo seguía siendo? Comenzaron a temblarle las piernas y se sentó bruscamente en un sofá que había detrás de ella.
-No está bien. Voy a pedir ayuda.
-¡No! —Paula sentía vergüenza de provocar una situación desagradable. No daba crédito a su debilidad—. Es el desfase horario —murmuró—. Hace unas horas que hemos llegado —y a pesar del cansancio, había sido incapaz de dormir en la enorme habitación que le habían asignado. Se sentía nerviosa y fuera de lugar.
-Perdone, signorina, pero creo que es algo más.
Paula expulsó el aire que había estado reteniendo. No podía representar aquella farsa. No se le daba bien disimular y prefería enfrentarse a los hechos por desagradables que fueran.
-Siéntese, por favor —dijo con voz ahogada.
La princesa agarró una silla y se sentó frente a ella. Todos sus movimientos eran gráciles y elegantes. Paula se sentía una paleta en su presencia. Se puso las manos en el regazo para que le dejaran de temblar.
-La verdad es que ha sido una sorpresa verla. La ví una vez con Pedro, hace dos años —el orgullo le indicó que no siguiera, que conservara la dignidad, pero Paula se negó a jugar a las indirectas y a los secretos no expresados. Le daba igual que sus modales poco refinados no gustaran en el entorno de su futuro marido. Si iba a vivir allí, tendría que enfrentarse a ello—. Yo era la amante de Pedro, pero me enteré de que iba a casarse con usted.
Ya estaba. Ya lo había dicho. Ya no se podía ocultar la verdad.
No hay comentarios:
Publicar un comentario