Paula se envolvió en el abrigo al salir del hotel por la salida de servicio. Era de segunda mano y le servía para combatir el frío de Melbourne, pero le estaba grande y no la protegía del todo. Al mirar el cielo encapotado, aceleró el paso para no mojarse. Si tenía suerte, el tren sería puntual y llegaría a casa a una hora razonable. Deseaba estar tranquilamente con Nicolás; después, darse un largo baño, acostarse y dormir profundamente, aunque sabía que lo más probable era que se pasara la noche en vela, dando vueltas en la cama. Había estado todo el día como atontada, trabajando como una autómata salvo cuando la vista de un hombre alto y de pelo oscuro o una llamada inesperada le helaba la sangre. Había esperado que él fuera a buscarla. Si no la noche anterior, cuando lo había dejado en la estacada, al día siguiente. Él sabía dónde trabajaba.
Paula tuvo el presentimiento de que estaba esperando el momento oportuno. Lo único que podía querer era a Nicolás, a su precioso hijo. ¿Qué otra cosa podía haberle hecho viajar desde Italia? Y un hombre con sus recursos conseguía todo lo que quería. No se hacía ilusiones de que estuviera allí por otros motivos. Para él, la noche anterior sólo había supuesto una oportunidad de tener sexo. Le debía de pesar la ausencia de su esposa. Sintió un sabor amargo en la boca, la invadió la vergüenza y bajó la cabeza. ¡Ni siquiera se había acordado de que estaba unido a otra mujer! Su presencia la había retrotraído a una época en que ella era suya, en cuerpo y alma, en que creía que él era suyo. Antes de que se casara con aquella heredera de sangre azul. Sintió pesar al darse cuenta de lo cerca que había estado de unir su estupidez a una acción que hubiera destruido sus principios. Estaba furiosa y decepcionada; con él, por haberla utilizado para satisfacer sus necesidades físicas, por no ser el hombre honorable que creía; consigo misma, por haber dejado a un lado su orgullo y sus principios al dejar que la abrazara. Pero era la última vez que hacía el ridículo. Además, él había renunciado a sus derechos al... Un hombre se interponía en su camino. Trató de esquivarlo, pero él se movió al mismo tiempo obligándola a detenerse. Paula le miró la cara morena y el pelo entrecano. Estaba segura de haberlo visto antes.
-Scusi, signorina. Por aquí, por favor.
Paula se dió la vuelta y vio una limusina con los cristales tintados y la puerta de atrás abierta. Se le aceleró el pulso al ver unas largas piernas masculinas en el interior. Lo único que le faltaba era estar en un espacio tan reducido con Pedro Alfonso.
—¿Es una broma? —murmuró mientras retrocedía.
El italiano se le acercó más para conducirla hacia el vehículo. Ella se negó a moverse. Miró a su alrededor con la esperanza de que la calle estuviera llena de gente, pero las pocas personas que había corrían en busca de refugio porque comenzaban a caer gruesas gotas.
—¿Por qué no te montas antes de que se empapen los dos? —preguntó una voz fría desde la limusina.
-Prefiero empaparme a montarme en un coche contigo.
-Me parece que eres una egoísta al obligar a Bruno a sufrir tu misma suerte a causa de tu orgullo.
El hombre se movió. Paula lo miró mientras se preguntaba si tendría alguna posibilidad de huir. Tenía la constitución de un jugador de rugby y la falta de expresión de su cara era la que correspondía a un guardaespaldas de alguien rico y famoso.
-No te dejes impresionar por su aspecto, Paula —prosiguió la voz desde el interior de la limusina—. Está débil porque acaba de tener bronquitis. Y no me gustaría que sufriera una recaída. Y a tí tampoco haber sido la causante — Pedro se había deslizado hasta el borde del asiento y la miraba con expresión inescrutable—. Su esposa me despellejaría vivo si volviera a casa con neumonía.
A pesar de la furia que sentía, Paula estuvo a punto de sonreír. En otra época, el sentido del humor de Pedro había sido una de las cosas que la había atraído de él. Casi lo había olvidado.
-Creía que tu estilo era más el chantaje o las amenazas que apelar a mi conciencia —se burló ella mientras la lluvia se le colaba por el cuello del abrigo.
Pero no se inmutó. Pedro le dijo algo a Bruno y éste se apartó de ella. Antes de que pudiera salir corriendo, dijo con suavidad:
-Siento lo de anoche, Paula. No estaba en mis planes.
Esperó a que ella le respondiera, pero Paula se negó a hacerlo. Si él consideraba que aquello era una disculpa, tenía mucho que aprender. Se mantuvo rígida ante sus ojos escrutadores y pensó que, bajo la falta de expresión de su cara, se ocultaba una ira tan grande como la suya. Pues peor para él. Alzó la barbilla con decisión.
-Pero, si eso es lo que quieres, estoy seguro de que a la dirección del hotel le interesarán las imágenes de anoche de la cámara de seguridad del vestíbulo de la suite presidencial y las del ascensor. Si las revisan, les resultarán de lo mas esclarecedoras.
—¡No te atreverás! —se quedó sin respiración, como si le hubieran dado un golpe. En la cinta se la vería saliendo de la suite de madrugada como si fuera una... una...
—¿Eso crees? Estoy seguro de que desaprueban que los empleados ofrezcan servicios «personales» a los huéspedes.
-No te estaba ofreciendo un servicio...
-Da igual lo que estuvieras haciendo, Paula. Lo único que importa es lo que indican las pruebas —se recostó en el asiento con un brillo petulante en la mirada.
Si alguien decidía ver las imágenes, la despedirían. Se estremeció, pero no a causa del frío de la lluvia. Necesitaba ese trabajo para mantener a Leo. Era difícil conseguir un buen puesto si no se estaba cualificado. ¿Cumpliría Pedro la amenaza? En otro tiempo creyó que lo conocía, confió en él e incluso pensó que se estaba enamorando de ella. ¡Qué ingenua había sido! Había aprendido por las malas a no confiar en sus juicios sobre él, que lo mejor era suponerlo capaz de cualquier cosa para salirse con la suya. Era su enemigo y ponía en peligro la vida que había comenzado a crear, su independencia e incluso a su hijo.
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