-Grazie, Roberto. Es todo por esta noche.
-Hay refrescos en el aparador si les apetece, señores —nada en el mayordomo indicó que considerara a la mujer que tenía frente a sí como a otra trabajadora. Hizo una inclinación de cabeza y se marchó silenciosamente.
-Siéntate, por favor —dijo Pedro. Durante unos instantes creyó que no iba a aceptar.
Ella se sentó en una silla. Las lámparas le iluminaban el rostro, en el que se apreciaba una tensión en los labios apretados que él no había observado antes. Parecía cansada. Pedro miró el reloj. Era muy tarde. Estaba acostumbrado a trabajar hasta altas horas de la noche, con la ayuda de la cafeína y de su propia energía. Le remordió la conciencia. Debería haber dejado aquello para el día siguiente, pero no había sido capaz de pasar por alto la frustración que lo acometía sin piedad. Estaba tan cerca de hallar una respuesta que no descansaría hasta que la tuviera. Ya se había frustrado su primer intento cuando, al verla en el baile, se había quedado sin habla al reconocerla y el único pensamiento que se le había ocurrido había sido abrazarla y no soltarla. Su propia vulnerabilidad en aquellos momentos lo había desconcertado y avergonzado. Nunca se había sentido tan perdido, ni en los negocios ni en su trato con las mujeres. Pero se había recuperado y no le volvería a suceder: Pedro Alfonso no era vulnerable.
—¿Quieres té, café?—le ofreció—. ¿Vino?
-No quiero nada —respondió ella, desafiante. Aquella chispa de rebelión le coloreó las mejillas e hizo que sus ojos brillaran.
Pedro se sirvió un coñac y se sentó frente a ella, que no había dejado de mirarlo con esos ojos luminosos que lo habían cautivado desde el momento en que la vió. ¿Qué veía? ¿Estaba haciendo una lista de las diferencias que observaba en él? Se sorprendió al percatarse de lo mucho que le gustaría leerle el pensamiento y saber qué sentía. ¿Experimentaba la misma tensión que él?
-Veo que te has fijado en la cicatríz.
El color de las mejillas de ella se intensificó, pero no apartó la mirada ni le contestó. Pedro no era vanidoso, por lo que no le importaba aquella imperfección en su rostro. Además, las mujeres reaccionaban ante su riqueza y posición en la misma medida que ante su aspecto. A pesar de que afirmaran que buscaban a un hombre que fuera amable y encantador, él sabía lo volubles que eran. Ni los votos matrimoniales ni los lazos de sangre entre madre e hijo las detenían cuando encontraban a otro que les ofreciera más riqueza y prestigio, lo cual personalmente no le importaba, ya que disponía de ambos en abundancia. Si, en el futuro, llegaba a desear a una mujer de forma permanente, tendría dónde elegir.
—¿Te resulto repulsivo?
¿Repulsivo? Paula deseó que así fuera porque, de ese modo, podría dejar de mirarlo. El corazón le latía con fuerza. Trató de disimular lo que le costaba respirar al sentirse envuelta por su potente aura masculina. Siempre había sido así. Pero había creído que el tiempo y el sentido común la curarían de su terrible debilidad.
-¿Me has hecho venir para hablar de tu aspecto? —le preguntó Paula, pues la sensatez le indicó que no contestara a su pregunta.
Horrorizada, se dió cuenta de que le resultaba más atractivo que antes. Ni siquiera la cicatriz que se extendía desde una ceja hasta la sien restaba belleza a sus hermosos rasgos. Apretó las manos en el regazo alarmada al descubrir que Pedro seguía ejerciendo sobre ella una atracción puramente animal que no podía negar, pero a la que no iba a sucumbir. Estaba curada.
-No dejas de mirarme la cicatríz —se llevó la copa a los labios.
Paula observó el movimiento de su garganta al tragar y se le aceleró el pulso. Casi nunca lo había visto vestido de manera formal, pero el traje aumentaba aún más su magnetismo. Pedro había sido un enigma complejo, siempre elegante incluso con ropa informal, incluso sin ropa. Pero al mismo tiempo había en él algo terrenal y masculino, innatamente más fuerte que el barniz de la riqueza y los siglos de buena educación.
—¿En qué piensas? —preguntó él.
Paula se puso colorada al darse cuenta de que se lo estaba imaginando desnudo. A pesar de despreciarlo, seguía siendo una mujer que respondía a su tremendo atractivo físico.
-En nada, en lo que has cambiado.
—¿Tanto he cambiado? —se inclinó hacia delante y apoyó los codos en las rodillas.
-Hace... —se detuvo a tiempo. Él no tenía que saber que recordaba con detalle
cuánto tiempo hacía que no se veían—. Hace ya tiempo. La gente cambia.
—¿En que he cambiado?
-Pues, para empezar, tienes una cicatríz —se contuvo para no hacerle preguntas sobre su salud. ¿Había tenido un accidente? ¿Lo habían operado? Se dijo que no le importaba.
-Ahora gozo de excelente salud —respondió él como si le hubiera leído el pensamiento.
-Desde luego. De lo contrario, no estarías aquí —si estuviera enfermo, se encontraría en Italia al cuidado de los mejores médicos en vez de haberla convocado en su habitación de madrugada para hablar.
¿Qué era lo que quería? Sólo podía haber un motivo de su presencia allí, sólo podía desear una cosa: su hijo. Sin duda había decidido que, finalmente, quería quedarse con Nicolás. Pedro no hacía las cosas a medias. Si quería algo, se apoderaba de ello. Y era indudable que cualquier italiano normal querría a su hijo. El miedo se instaló en su corazón. Si estaba en lo cierto, ¿Qué posibilidad tenía de evitarlo?
—¿En qué más he cambiado?
No hay comentarios:
Publicar un comentario