martes, 13 de agosto de 2019

Pasión Imborrable: Capítulo 15

Paula estaba loca, o tramaba algo. Pedro vió cómo le brillaban los ojos. ¿Se había dado cuenta de que la había agarrado por la muñeca al abofetearlo y de que se la seguía teniendo sujeta? No parecía darse cuenta de nada salvo de su propia furia. A él le ardía la mejilla y su orgullo exigía un castigo inmediato. Nadie, ni hombre ni mujer, lo insultaba. Pero se controló. No quería recurrir a la violencia tratándose de una mujer. Y lo más importante: tenía que saber qué tramaba con sus acusaciones.

-No seas absurda. No tengo ningún hijo —eso era algo que no hubiera olvidado, a pesar de las heridas. Además, siempre había tomado precauciones para evitar reclamaciones de paternidad. Le gustaban las relaciones cortas, lo cual no implicaba que pusiera en peligro su salud ni el honor de su familia.

-Deja de fingir, Pedro —dijo ella entre dientes—. Puede que a otros les impresiones, pero a mí no... Dejaste de hacerlo el día en que te abandoné.

—¿Estás enfadada porque nuestra relación terminó? —a las mujeres no les gustaba saber que su puesto en la vida de él era temporal. Con frecuencia aspiraban a convertirse en la condesa Alfonso. Pero él no se hacía ilusiones sobre el matrimonio. Lo consideraba un deber para que continuara el apellido familiar, un deber que se alegraba de posponer.

-Después de saber cómo eras, no me habría quedado aunque me hubieras pagado —respondió Paula tras reírse sin ganas.

Tal vehemencia, semejante odio eran algo desconocido para Alessandro. La sorpresa lo recorrió como una descarga eléctrica. Paula no se parecía a nadie ni a nada de su ordenada vida. Y lo fascinaba.

—¿Qué pasa con el niño?

-Olvídalo —murmuró ella con desdén al tiempo que giraba la cabeza.

Ella trató de que le soltase la mano, pero se la tenía agarrada con fuerza, pues no estaba dispuesto a que volviera a pegarle. Le agarró la otra.

-No puedo olvidarlo —le tiró de las manos para que lo mirara y tuvo que hacer un esfuerzo para no fijarse en cómo su respiración entrecortada le resaltaba los senos—. Dímelo.

Ella lo miró y se pasó la lengua por los labios. Inmediatamente, Pedro se sintió invadido de deseo, simplemente por eso. La prontitud de su reacción lo hubiera dejado anonadado si no tuviera la experiencia de la noche anterior. Cualquiera que fuera el secreto de su atractivo femenino, el reaccionaba con cada átomo de testosterona de su organismo. Vió que ella vacilaba y mantuvo su expresión inescrutable mientras le observaba los labios rojos que lo invitaban de modo inconsciente a lanzarse sobre su boca.

-No hay nada que contar —lo miró con agresividad—. Tienes un hijo, cosa que ya sabes. ¿Por qué me haces repetirlo?

-Quiero saber la verdad, si no es mucho pedir —la ira explotó tras su fachada de tranquilidad contra aquella mujer que le había vuelto la vida del revés. No recordaba haber sentido tanta furia, pero ninguna mujer le había lanzadosemejante acusación. Además, cualquier hombre se volvería loco por la frustración de no conocer el propio pasado.

—¿Es mucho pedir que dejes de aplastarme las manos? —preguntó ella alzando la barbilla.

La soltó de inmediato. No era su intención hacerle daño, lo cual era otro indicio de que su capacidad de controlarse estaba a punto de hacerse pedazos.

—Gracias, te prometo no volver a pegarte. No lo he hecho a propósito —miró por la ventanilla—. Hemos llegado —dijo con rapidez y evidente alivio.

-Acabaremos de hablar en tu casa.

-No estoy segura de querer que subas —contraatacó ella.

—¿Crees que quiero hacerlo? —pero tenía que rellenar lagunas y acabar con la desagradable sensación de que en su vida le faltaba algo. Además, aquella estupidez de que era padre tenía que acabar.

Bajaron del coche. Él tenía los músculos rígidos, como si hubieran sufrido un calambre durante el trayecto. Miró a su alrededor: los grafitis ensuciaban la pared del edificio de enfrente y las ventanas tenían barrotes. Paula entró rápidamente en un feo edificio sin mirar atrás. Él dió un paso hacia delante.

-Signor Cante —le dijo Bruno—. Durante el trayecto hasta aquí he recibido las respuestas a las preguntas que he hecho esta mañana, pero no he querido interrumpir su conversación con la signorina.

Pedro dejó de prestar atención a sus furiosos pensamientos y se la dedicó al guardaespaldas. Tuvo la sensación de que aquello no le iba a gustar.

—¿Y?

-No hay certificado de matrimonio. La signorina Chaves es soltera.

Así que no se había molestado en casarse con el padre de su hijo. Pedro se metió las manos en los bolsillos negándose a analizar las emociones que la noticia le provocaba.

—¿Algo más?


-El nacimiento tuvo lugar aquí, en Melbourne, hace algo más de un año.


—¿Qué más detalles has averiguado?


-El nombre de la madre es Paula Chaves, recepcionista, que vive en esta dirección—Bruno señaló el edificio de ladrillo rojo.


—¿Y qué más? —se le había puesto la piel de gallina.

-El nombre del padre que figura es Pedro Alfonso, de Como, Italia.

A pesar de que casi lo estaba esperando, cada palabra resonó en su interior como un mazazo. Su nombre, su identidad, su honor. ¡Maldita fuera por haberlo utilizado de aquella forma! Se había apropiado de su apellido y lo había arrastrado por el barro. ¿Qué esperaba conseguir? ¿Dinero? ¿Una posición? ¿Un poco de respetabilidad a pesar de que su hijo hubiera nacido fuera del matrimonio? ¿Pero por qué no se lo había dicho abiertamente si lo que pretendía era su dinero? ¿Estaba esperando el momento más propicio? ¡Como si lo hubiera para semejante plan!

-Espera aquí —le gritó a Bruno y se dirigió hacia el edificio sin esperar respuesta.

No veía con claridad. Lo impulsaba la necesidad de castigar a Paula. Aquello ya era mucho más que curiosidad, más incluso que la vuelta a la vida del instinto sexual que llevaba adormecido desde que se había despertado en el hospital veinticuatro meses antes. Ella había ido demasiado lejos al mancillar su honor. Tendría que pagar por ello.

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