Paula sólo había tenido tiempo de recoger a Leo en casa de la vecina y dejarlo en la cama sin despertarlo cuando llamaron a la puerta. Miró la tranquila expresión de su hijo y sintió un intenso deseo de protegerlo. No había tenido tiempo de decidir cómo iba a enfrentarse a Pedro. Pero ¿Por qué se engañaba? Siempre la había dominado. Incluso en aquel momento, cuando casi lo odiaba, no se hacía ilusiones al respecto: no se libraría de él hasta resolver aquel asunto. Contra su voluntad, se dirigió a la puerta con paso vacilante. Su ira se había evaporado y estaba nerviosa y exhausta. Abrió la puerta. Pedro estaba allí y despedía una energía peligrosa que la envolvió y la dejó sin respiración. Los ojos le brillaban con la misma furia que sólo le había visto una vez en el pasado, el día que le había dicho con educada frialdad que estaba abusando de su hospitalidad. Trató de reunir fuerzas para hacerle frente. Él entró a la cocina-comedor sin decir palabra y sin rozarla, lo cual era toda una hazaña teniendo en cuenta el tamaño de la entrada. Ella hizo una mueca mientras cerraba la puerta. Estaba claro que en aquel momento no soportaba tocarla porque ella le había reprochado su conducta. ¡Qué diferencia con respecto a la noche anterior! Se puso colorada de vergüenza al recordarlo.
-Has utilizado mi apellido para el bastardo de tu hijo —le espetó con desdén y furia.
Pero la respuesta de Paula no le fue a la zaga.
—¡No vuelvas a hablar así de él!
—¿Qué? ¿Me vas a decir que estás casada?
—¡No! ¿Por qué iba a buscar marido cuando el padre de mi hijo nos había rechazado a los dos?
-Por la misma razón —dijo él mientras se inclinaba hacia delante para intimidarla— por la que mentiste al hacer que figure como su padre en el certificado de nacimiento: para tratar de lograr cierto grado de respetabilidad o de ayuda económica.
La ironía de la acusación la impactó con fuerza. De haber esperado ayuda de cualquier tipo por parte de Pedro, se hubiera equivocado de plano. A pesar de la debilidad que experimentaba por aquel hombre bello y arrogante, si se trataba de su hijo no se dejaba avasallar. Se puso en jarras y lo miró con la misma hostilidad que él la miraba.
-Lo hice por Nicolás, que tiene derecho a conocer quién es su padre.
—¿Es que no tienes vergüenza?
-Sólo me avergüenza haber sido lo suficientemente estúpida como para... —se detuvo a tiempo. No quería que se burlara de ella si reconocía los sentimientos que había tenido por él—. Creer en tí.
—¿Nicolás? Le has puesto el nombre de...
—Tu padre, Nicolás —vaciló al darse cuenta de la estupidez sentimental que había sido elegir un nombre de su familia, pero quería que Leo tuviera un vínculo con ella, a pesar de que lo hubiera rechazado. ¿Había pensado en secreto que a Pedro le gustaría que el niño se llamara como su difunto padre? ¡Cuánto se había equivocado!
—Te has atrevido a...
-No me arrepiento de lo que he hecho. Tendrás que acostumbrarte, Pedro.
Se oyó un quejido apagado. Inmediatamente, Paula se dió la vuelta y se apresuró hacia el dormitorio que compartía con Nicolás. Lo tomó en sus brazos, lo apretó contra sí y cerró los ojos mientras sentía la calma y alegría que siempre le producía abrazarlo.
-Mamá —el niño alzó una mano y le acarició la cara.
-Hola, cariño. ¿Te lo has pasado bien hoy?
-Mamá —repitió el niño sonriendo.
Entonces algo detrás de su madre captó su atención y la sonrisa se le evaporó. Paula no tuvo que darse la vuelta para saber que Pedro estaba en la habitación. Se quedó paralizada. Había soñado durante mucho tiempo que él fuera a buscarlos, que reconociera que se había equivocado y que estaba destrozado por el dolor que les había causado. Ella lo hubiera perdonado y a él, con sólo mirar a Nicolás, se le hubiera derretido el corazón, como a ella la primera vez que lo vio. Pero eso no iba a suceder. Pedro no los quería a ninguno de los dos. Se estremeció de miedo. No soportaría que él descargara su ira en Nicolás. Abrazó al niño con más fuerza, pero él se echó a un lado tratando de ver a Pedro.
-Mamá.
-No, cariño. No es mamá —durante una fracción de segundo sintió el irrefrenable deseo de decirle que era papá, pero no quería que Pedro se pusiera más furioso.
Se dió la vuelta. Si él se atrevía a hacer un comentario despectivo... Pero no tenía que preocuparse. La arrogancia y la ira masculinas habían desaparecido. Pedro estaba inmóvil y miraba a Nicolás con el ceño fruncido, como si nunca hubiera visto a un niño. Paula le echó el pelo hacia atrás, pero él no le prestó atención pues la tenía toda centrada en el hombre que negaba ser su padre. Nicolás tenía el pelo y los ojos de Pedro. Paula observó que éste cerraba los puños, pero seguía mirando al niño.
—¿Cuántos años tiene? —preguntó con voz ronca.
-Cumplió uno hace seis semanas.
—¿Nació prematuro?
-No, nació a su debido tiempo. ¿Por qué me haces todas esas preguntas?
Nicolás se movió de repente. Se retorció en brazos de su madre y se lanzó con todas sus fuerzas hacia delante como si quisiera salvar la distancia entre Pedro y él.
—¡Mamá! —abrió y cerró las manos como si tratara de agarrar al hombre que estaba frente a él.
Pero éste no se movió. A Paula se le encogió el corazón al ver a su hijo echando los brazos a su padre, pues estaba condenado al fracaso, ya que éste nunca lo reconocería ni lo querría, como tampoco a ella. El dolor que le oprimía el pecho le impedía respirar, pero se sintió más libre que en los dos años anteriores. Estaba segura de que, con el tiempo, las heridas cicatrizarían. Mientras tanto, tenía que proteger a Leo del dolor de saber que su padre no lo quería. Se inventaría algo para explicar su ausencia. Y a Leo nunca le faltaría amor y atención, al contrario de lo que le había sucedido a ella.
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