jueves, 29 de agosto de 2019

Pasión Imborrable: Capítulo 36

—¡Pedro!

Su mirada era intensa, febril, como si el hombre totalmente controlado que conocía hubiera sido sustituido por un ser medio salvaje. Parecía peligroso, voraz. Había pasado de ser un magnate a ser un pirata en cuestión de segundos. Paula sintió un delicioso escalofrío, a  pesar de que trataba de ser razonable. Dormir con Pedro no resolvería nada si él no se sentía comprometido. «Pero lo que quiere no es dormir», le susurró una voz demoníaca en su interior, mientras ella, fascinada, veía caer la pajarita al suelo. Pedro comenzó a desabrocharse la camisa. Paula se echó hacia atrás en la cama.

—¿Qué haces? Esto no forma parte del trato —dijo sin aliento. Casi parecía una invitación.

-El trato era casamos, piccolina. Ahora eres mi esposa —respondió él con un ronco gruñido, que en lugar de atemorizarla la encantó.

Paula cerró los ojos. Al abrirlos, Pedro estaba a horcajadas sobre sus muslos. La recorrió con la mirada como si no tuviera aquel precioso vestido puesto, como si estuviera allí para que la tomara. Ella sintió un escalofrío que se burló de todas sus protestas lógicas. La verdad era que, despojado del barniz de las convenciones sociales, Pedro resultaba aún más atractivo. Su machismo descarado excitó todas las hormonas de Paula.

-Pedro. Realmente no quieres hacer esto —«Ni yo tampoco», intentó decir sin conseguirlo.

Se había apartado de ella desde el momento en que supo de la existencia de Nicolás. Su fría distancia la había convencido de que para él era un objeto, fácil de usar y de desechar, sin valor intrínseco. El dolor volvió a apoderarse de ella y cerró los ojos. Llevaba toda la vida luchando contra la experiencia del rechazo y diciéndose que, en efecto, ella era importante.

—¿Que no quiero hacer esto? —le espetó él como un disparo—. ¿De qué hablas?

-Quieres que a los invitados les parezca que somos un matrimonio de verdad, pero ha sido suficiente con traerme hasta aquí. No hace falta seguir con la farsa.

—¿Qué farsa? —habló en voz baja, pero claramente indignada—. Estamos casados de verdad. Eres mi esposa de verdad. Y yo, tu marido, el único hombre de tu vida. Recuérdalo.

-No hay más hombres en mi vida —deseó que se apartara de ella.

Estar aprisionada por su largo y ágil cuerpo le estaba destrozando el pulso. Lo sentía latir entre las piernas, en un sitio que de repente le parecía vacío y necesitado. El hermoso vestido la impedía respirar.

-Y, a partir de ahora, no los habrá. Recuérdalo.

-No necesito a ningún hombre —sólo necesitaba a Nicolás.

-Entonces no deberías haberte casado conmigo.

-No me vas a utilizar como si fuera un objeto, Pedro. Nos hemos casado por el bien de nuestro hijo, pero no me vas a usar a tu conveniencia —le dolían las mandíbulas de la tensión y se esforzaba en hablar con calma, a pesar del torrente de emociones que sentía.

—¿A mi conveniencia? ¿Crees que esto es conveniente? —le agarró la mano y la puso en su entrepierna.

La mano de Paula tocó una enorme y poderosa dureza que se la llenó por entero. Tragó saliva al recordar toda la energía que había en su interior. El deseo la recorría de arriba abajo y apretó los muslos al sentir la húmeda prueba de que él la seguía excitando como ningún otro hombre. El pulso se le disparó cuando se inclinó hacia ella inmovilizándola con su fuerza superior y, sobre todo, con una promesa de placer en los ojos. La excitación sexual estalló en su interior. Y no debería desearlo, pero lo hacía con desesperación, a pesar del orgullo, a pesar de todo.

-Desde que ví tu foto, he estado excitado.

Ella vió en sus ojos un atisbo de confusión que se unió a la suya propia al observarlo. ¿La había deseado? ¿No la consideraba únicamente una fuente de información para recuperar la memoria perdida?

-He estado deseando a una mujer a quien ni siquiera conocía. Y en Melbourne... —gimió mientras se dejaba caer bruscamente entre sus piernas.

El gemido excitó terriblemente a Paula. La invadieron los recuerdos de Pedro exteriorizando su deseo y su placer mientras permanecían unidos por la pasión. Se revolvió debajo de él en un infructuoso intento de aliviar la necesidad que experimentaba en su vientre.

—¿Sabes lo que supuso para mí dejarte ir?

Ella negó con la cabeza. El era una persona con un gran control sobre sí mismo, pero al mirarlo a la cara, que expresaba un deseo incontrolable, comenzó a dudarlo.

-Por primera vez en dos años deseaba a una mujer, pero era evidente que no estabas preparada. Estabas agotada y agobiada por los cambios que se habían producido en tu vida.

¿Por primera vez en dos años? No debía de haberle oído bien. Pedro era muy viril y disfrutaba del placer sexual. Cuando todo lo demás había desaparecido y su relación se volvió vacía, él siguió siendo un amante apasionado, con una necesidad feroz de ella y de darle placer.

—No trates de halagarme. No me importan las amantes que hayas tenido desde que estuvimos juntos —mintió ella—. Así que no tienes que fingir que...

—¿Y si es verdad? ¿Y sí no hubiera habido ninguna otra después de tí?

Se quedó alucinada ante la idea de que Pedro hubiera sido célibe y que sólo hubiera vuelto a sentir deseo al volverla a ver, como si el subconsciente lo hubiera reservado exclusivamente para ella. No, eso eran tonterías, las estúpidas imaginaciones de una mujer que había estado muy enamorada.

Pasión Imborrable: Capítulo 35

La puerta estaba abierta y Pedro entró y la cerró con el pie. Ella seguía en sus brazos y sintió su respiración agitada, aún más que al subir las escaleras. ¿Eran imaginaciones suyas que la abrazaba con más fuerza para atraerla hacia su fuerte pecho? Su cuerpo despedía un calor que la traspasaba y disolvía la tensión de sus músculos. Volvió la cabeza con cobardía, incapaz de mirarlo, por miedo a que él viera en su cara los restos del deseo que la seguía acosando. Por mucho que lo intentan, nunca conseguiría eliminarlo. Pero tenía que ocultarlo. Comenzó a respirar de modo audible al ver la cama que ocupaba un extremo de la inmensa habitación. Una guirnalda de rosas colgaba del cabecera y pétalos rojos se extendían por las sábanas.

-Nuestro lecho matrimonial.

La voz profunda de Pedro tenía una inflexión que ella hubiera estado a punto de jurar que era de satisfacción. Pero sabía que no deseaba intimidad, ni la deseaba a ella. Aquella unión era práctica, necesaria, un asunto legal. Quiso hablar, pero no le salieron las palabras. Y se percató de cómo el corpiño del vestido le realzaba los pechos y de la dureza de sus pezones. Enrojeció de vergüenza y calor en el vientre. Se movió en los brazos de él y rogó que no se diera cuenta de las reacción de su cuerpo.

—Tus primas han tenido mucho trabajo.

-Es otra tradición. Se supone que las rosas traen la felicidad a un matrimonio e incluso la fertilidad.

Paula estaba desesperada por escapar. No podía seguir manteniendo aquella fachada de compostura. Él hacía que sintiera cosas que no le estaban permitidas, que no podían ser.

-La unión ya es fértil. Tenemos a Nico y no...

Se calló al ver que él, en vez de dejarla en el suelo, la llevaba a la cama. Instantes después, ella aspiró el aroma sensual de las rosas. Automáticamente se sintió incómoda con la larga falda y el velo. Alzó la mirada y se quedó inmóvil. La expresión de deseo salvaje de Pedro hizo que el corazón se le desbocara. Se dijo, sin creérselo, que era por miedo.

-No vas a condenar a Nicolás a ser hijo único, ¿Verdad?

Alessandro miró a la mujer que ya era suya y experimentó una satisfacción como nunca había sentido, mayor incluso que la que le produjo volver a poner a flote la empresa familiar. Aquella mujer era su esposa. Y no debería sentirse así, porque sólo se trataba de una opción conveniente y razonable para salvaguardar los intereses de su hijo. Pero en aquel momento, los únicos que predominaban en el pensamiento de Pedro eran los suyos propios. Aquella semana había sido una prueba de resistencia más dura que ninguna otra. Había tenido que dominar repetidamente el impulso de hacer suya a Paula, de calmar el deseo y la sensación de que ella llenaría el vacío que experimentaba. Cuando la vió avanzar por la nave de la iglesia, había experimentado un deseo irresistible y había necesitado recurrir a toda su fuerza de voluntad para esperar y no echársela al hombro y llevársela a un sitio donde pudieran estar a solas. Tumbada frente a él como una exquisitez en espera de su aprobación, Paula avivó un fuego en sus venas para el que sólo había un remedio: sexo.

Alessandro tomó aire lentamente y aspiró el aroma a flores y a mujer que lo había perseguido toda la tarde. Candela había hecho un buen trabajo, ya que el vestido realzaba todas las curvas de su esposa. Se había vuelto loco en cuanto se lo vió puesto y se había pasado la mitad del banquete comiéndose con los ojos el escote de su esposa en vez de atender a los invitados. Al bailar, le había puesto las manos en la cintura, demasiado pequeña para una mujer que había dado a luz. No le importaba no recordar lo que había habido entre ellos. Lo único que importaba era el presente y dar rienda suelta a su desesperada lujuria. La espera que se había impuesto tocaba a su fin. Alzó la mano y se deshizo el nudo de la pajarita.

Pasión Imborrable: Capítulo 34

Después estaba Candela, sonriendo de oreja a oreja y guapísima. Y Nicolás, aplaudiendo y llamándola desde los brazos de la niñera. Paula se inclinó y lo abrazó. Se volvieron a oír murmullos y sintió como si le clavaran un puñal en la espalda. Se volvió y vió a Diana, sonriéndole con frialdad, la persona que había tratado de separarla de Pedro. ¿Cómo reaccionaría si supiera, que, a pesar de aquella farsa, eran prácticamente dos desconocidos?, ¿Que la ceremonia era una parodia cruel de la que ella había soñado en otro tiempo? Su momentáneo placer se evaporó al darse de bruces con la realidad. Y, por último, no pudo hacer caso omiso por más tiempo del hombre alto que se hallaba frente a ella, que irradiaba impaciencia por todos los poros de su piel.

Paula apretó el ramo mientras luchaba contra el impulso de salir corriendo. El extendió la mano y ella sintió un cosquilleo en la piel. No había escapatoria. Como una autómata, ella dió un paso hacia delante y Pedro le agarró la mano, lo que le hizo sentir la energía inevitable que siempre le provocaba el contacto de su piel. Pero ni siquiera eso consiguió derretir el hielo de su corazón. Si se casaran por otros motivos... Se sintió desolada. Si Pedro recordara el pasado, aunque fuera sólo un poco de lo que habían compartido... Pero sólo ella recordaba la gloria y el dolor, el compañerismo y el éxtasis que había hecho que su relación fuera única. Lo miró a los ojos y se quedó sin aliento al comprobar la intensidad que había en ellos. Trató de respirar sin conseguirlo. Comenzaron a temblarle las piernas y experimentó un atisbo de esperanza ante lo que había visto en su expresión, que casi le hacía creer... El cura comenzó a hablar e instantáneamente, como si hubiera descendido el telón en un escenario, el rostro masculino se quedó sin expresión. ¿Se lo había imaginado? ¿Deseaba tanto creer que él sentía algo que se había inventado esa mirada? La débil esperanza se deshizo en su pecho. Lo que habían compartido estaba muerto y, en su lugar, ella había accedido a representar aquella farsa.  Mientras se volvía hacia el cura, su instinto le dijo que estaba cometiendo un terrible error. Pero, por el bien de su hijo, seguiría adelante. Horas después, muerta de fatiga, fue incapaz de oponerse cuando Alessandro la tomó en brazos frente a los invitados.

—No hay necesidad de proseguir la farsa —le susurró ella—. Las piernas me funcionan perfectamente.

—No se trata de una farsa —murmuró él mientras caminaba por el césped rodeado de aplausos—. En Italia, los hombres llevan en brazos a sus esposas al traspasar el umbral.

Paula observó la distancia que los separaba de la mansión y no dijo nada.

-Podrías tratar de sonreír —añadió él—. La gente espera que la novia esté contenta.

Ella mostró los dientes, más en una mueca que en una sonrisa. Tenía los nervios destrozados de fingir que era una novia feliz.

-No soy actriz —le dijo, totalmente afectada por su abrazo y haciendo esfuerzos para no rodearle el cuello con los brazos y apoyar la cabeza en su pecho—. Ya puedes bajarme. Hemos cruzado el umbral.

Él no contestó y se dirigió a la escalera central, que subió a toda prisa. Paula oyó vagamente más aplausos y risas de los empleados reunidos en el vestíbulo, pero nada consiguió distraerla de la mirada inescrutable de Pedro, que giró a la derecha al final de la escalen.

-Mi habitación está a la izquierda —le dijo ella con una voz que le resultó irreconocible. Unió las manos con fuerza y el corazón comenzó a latirle muy deprisa.

Pasión Imborrable: Capítulo 33

—Te dejo descansar —le dijo y salió sin esperar respuesta y sin ver la angustia
en los ojos de ella.

Paula inspiró profundamente y se detuvo antes de entrar en la iglesia. Las voces de los fotógrafos y de los espectadores la ponían nerviosa y le recordaban que se casaba con uno de los hombres más ricos de Italia. Sólo la presencia de los miembros de seguridad de Pedro mantenía a raya a la muchedumbre. Deseó haber aceptado la sugerencia de Pedro de que uno de sus primos la acompañara hasta el altar, pero había mantenido una débil esperanza de que fuera su padre quien lo hiciera. Aunque no se trataba de un matrimonio por amor, sería para siempre en beneficio de Nicolás y porque Pedro nunca la dejaría marchar. La ceremonia cambiaría su vida de forma definitiva. Apretó los labios al tiempo que se alisaba la falda de seda. Incluso después de tantos años, el rechazo de su padre le causaba el mismo dolor. Recordó su etapa escolar en la que su rendimiento académico no había estado a la altura de las expectativas paternas. Tenía que haber sabido que su padre no acudiría a la boda y que sus hermanos tenían buenas razones para no hacerlo, a pesar de que Pedro se había ofrecido a pagarles el viaje. Tenían mucho trabajo y le habían prometido que la visitarían más adelante, cuando las cosas estuvieran más calmadas.

—¿Está lista, signorina? —Bruno interrumpió sus pensamientos—. ¿Le pasa algo?

¡Todo! Se iba a casar con el hombre al que había adorado no por amor, sino para conservar a su hijo; no había amigos que la acompañaran; se sentía perdida al tener que incorporarse a un mundo aristocrático en el que nunca encajaría; y lo peor del asunto era que, a pesar de todo lo que había pasado, se temía que todavía sentía algo por Pedro. Estar con él le había hecho revivir muchos recuerdos. Y lo que le había contado Candela, que él no la había traicionado, que no le había sido infiel, había despertado en ella unas emociones que creía haber erradicado. Aunque él no la quisiera, era el mismo hombre del que se había enamorado unos años antes; más impaciente e implacable, pero tan carismático y enigmático como antes, y no un mentiroso y un traidor como había creído cuando lo dejó. Se sentía culpable por haber creído lo peor de él. Su propia inseguridad la había predispuesto a dudar de él. Los remordimientos dieron paso al deseo y quiso que aquel matrimonio fuera de verdad, por amor, no por conveniencia. ¡No! Pedro no buscaba amor ni ella tampoco.

-Perdone, Bruno —Paula le sonrió, temblorosa—. Estoy haciendo acopio de energía. Es un poco abrumador.

—Todo saldrá bien, signorina, ya lo verá. El conde cuidará de usted.

Como lo había hecho de los preparativos de la boda, con una eficacia implacable que no admitía demoras. Ella era simplemente un elemento más de la lista: una esposa, una madre para su hijo. Reprimió una risa histérica.

-Claro que lo hará, Bruno. Gracias.

Ella era más fuerte que todo aquello y no iba a compadecerse de sí misma. Lo hacía por Nicolás, tenía que centrarse en eso. Echó los hombros hacia atrás y entró por la puerta que le sujetaba Bruno. El volumen de la música se elevó y cesaron los murmullos. Se dio cuenta de que un montón de caras se volvían a mirarla. Recorrió la multitud con la mirada, en vez de mirar hacia el final debla nave, donde se hallaba Pedro esperando a convertida en su esposa. Sentía una opresión en el pecho, pero las miradas ajenas la obligaron a continuar. Todos eran desconocidos para ella, amigos de Pedro que sin duda estarían evaluándola para ver si estaba a la altura de sus expectativas. Paula alzó la barbilla pues sabía que, por lo menos, estaba vestida para la ocasión. Candela había realizado un trabajo soberbio al hacerle un vestido austero, pero suntuoso, que hacía que pareciera incluso elegante. Al pasar, oyó los susurros, vió la envidia en los ojos de las mujeres y experimentó una sensación placentera. Y de pronto, allí estaban las tres primas de Pedro, a las que había conocido dos días antes, con sus esposos e hijos, que le sonreían abiertamente y le hacían gestos de asentimiento con la cabeza. De repente, no se sintió tan sola.

martes, 27 de agosto de 2019

Pasión Imborrable: Capítulo 32

Su capacidad de centrarse en lo que le interesaba era una de las claves de su éxito en los negocios. Y a pesar de que trataba de ocultarlo, su carácter posesivo estaba muy desarrollado. De pequeño no le gustaba compartir los juguetes y, de adulto, se aferraba a lo que tenía. Si hubiera sentido... apego por Paula, la habría reservado para él solo en vez de desfilar con ella ante los tiburones dispuestos a perseguir a una mujer atractiva. Pedro negó con la cabeza. El no tenía relaciones serias ni creía en el amor. Aquello era imposible. Había demasiadas preguntas sin respuesta, y ella era la única que poseía la clave. Incluso la relación de la familia de Paula con ella lo desconcertaba, pues ningún miembro iba a ir a la boda, lo cual no era propio de las familias que él conocía.

Pedro salió de la habitación para buscarla y la halló en el salón, tumbada en uno de los incómodos sofás antiguos que Diana había colocado allí. Con su falda, su top y su cola de caballo, era un soplo de aire fresco en aquella habitación de ambiente formal y cargado. Se le acercó, pero ella no se movió. Una de las sandalias le colgaba del pie; la otra estaba en el suelo. Él dirigió la mirada a su pie descalzo, que, con las uñas pintadas de rosa, lo atraía de forma ridícula. Recorrió con la vista su tobillo, la pantorrilla, la rodilla y la parte del muslo que dejaba ver la falda. Recordó sus ágiles piernas rodeándole en la suite del hotel, el olor almizclado que despedía al estar excitada, el sonido de sus gemidos pidiendo más, el momento glorioso que habían compartido al estar a punto de consumar aquella... necesidad. Sólo con recordarlo sintió que se endurecía, que lo estaba deseando y que estaba preparado. Pero se resistió de forma instintiva. Lo que le había dicho Diana le hizo detenerse. No podía ser verdad que Paula se hubiera vuelto tan importante para él antes del accidente. ¡El que muy pronto había aprendido a no confiar en el amor ni en fidelidad del sexo femenino! Tenía que haber otra explicación de su relación con Paula y de cómo hacía que se sintiera: quería protegerla. Era ridículo, pues se trataba de la misma mujer a la que había pedido que se marchara por estar con otro hombre. Y sin embargo... Se sentía invadido por emociones turbulentas y desconocidas. Estaba habituado a que su vida discurriera del modo que había planificado, donde no tenían lugar las emociones, o no lo habían tenido antes de ella.


A pesar de las horas que había dormido en el largo vuelo desde Melbourne, Paula tenía todavía manchas oscuras debajo de los ojos. La preocupación hizo un nudo en el estómago de Pedro. Sin pararse a pensarlo, la tomó en brazos sin hacer caso de la sensación de familiaridad que lo invadió como una cálida ola cuando la aproximó a su pecho. Era evidente que ya la había tomado en brazos antes. La iba a dejar en la cama, donde descansaría mejor y después iría a ver a Nicolás. Había acabado de subir las escaleras, cuando Paula se despertó. Entreabrió los labios al sonreír somnolienta. Unos ojos brillantes como las estrellas lo miraron y el deseo explotó en el interior de Pedro tensándole todos los músculos del cuerpo. En vez de dirigirse a la habitación de Paula, giró hacia su suite automáticamente. Lo esperaba una tarde de placer redescubriendo los encantos femeninos de ella. Aceleró el paso.  Entonces, la sonrisa de ella desapareció de sus labios y sus ojos dieron señales de alarma. Apretó la boca y trató de deshacerse de su abrazo. La excitación de Pedro desapareció con la misma rapidez con que había aparecido. Ninguna otra mujer lo había mirado tan horrorizada.

—¿Qué haces?—le preguntó ella en tono acusador, al que él no estaba acostumbrado.

-Llevarte a la cama. Tienes que descansar.

La tensión de Paula aumentó y se puso rígida. Los ojos le echaban chispas.

—¡No! Tengo que ver a Nicolás.

-Nuestro hijo —Pedro hizo una pausa para saborear las palabras— está en manos de una niñera muy capacitada.

Al ver que ella abría la boca para protestar, él se le adelantó.

-Más adelante buscaremos a alguien que se ocupe permanentemente de él, pero, de momento, puedes estar tranquila porque está en buenas manos.

Paula inspiró profundamente y él deseó no ser tan consciente de la suave presión del seno de ella contra su pecho. Era una refinada tortura.

-Puedo ir andando.

-Casi hemos llegado —afirmó él dirigiéndose otra vez hacia la habitación de Paula. Seguía sintiendo la tensión de su cuerpo sin saber a qué atribuirla. La inquietud volvió a apoderarse de él, así como el pesar por lo que había sucedido por la tarde.

—Siento que no te avisaran de que sería Candela quien vendría a hablar contigo del vestido de boda —lo dijo con lentitud, pues no acostumbraba a pedir excusas—. Me acabo de enterar ahora mismo —y le resultaba difícil creer que Diana hubiera hecho algo de tan mal gusto.

Aunque él no confiara en Paula y ésta lo hubiera traicionado, su conducta y la de su familia debían ser irreprochables. A partir de aquel momento, sus propios empleados se harían cargo de los preparativos de la boda en vez de su madrastra.

-No pasa nada —dijo Paula—. Tuvimos una conversación muy... instructiva — por un momento lo miró a los ojos, pero apartó la mirada bruscamente.

A Pedro le pareció evidente que no aceptaba sus disculpas y experimentó una curiosa sensación de vacío. Fue cuestión de un instante, pues enseguida la desechó y la sustituyó por el resentimiento al ver que ella dudaba de su palabra.

-Candela hará un trabajo excelente. Es una de las nuevas diseñadoras italianas con más talento.

-No me cabe ninguna duda. Tiene ideas muy inteligentes —parecía tan entusiasmada como si le fueran a tomar las medidas para la mortaja.

Pedro se sintió herido en su orgullo. ¡Y pensar que había estado a punto de llevarla a su dormitorio! Empujó la puerta de la habitación de Paula y la depositó rápidamente en la cama como si fuera a contagiarle algo. Era preferible tener habitaciones separadas hasta después de la boda para que ella se acostumbrara a la idea del matrimonio y para que él pudiera dominar esos sentimientos no deseados que experimentaba.

Pasión Imborrable: Capítulo 31

—¿Conoces a Stefano?

-Apenas. Estuvimos tomando un café y luego me llevó a casa en el coche — Paula no le dijo que Stefano había considerado su desilusión con Pedro como una invitación para coquetear con ella.

-Stefano tenía sus esperanzas puestas en la fusión. Cuando quedó claro que no se llevaría a cabo, dedicó grandes esfuerzos a intentar quedarse con la empresa, pero no lo logró. No era rival para Pedro. Siento que mi amistad con él te causara perjuicios. De haberlo sabido...

-No fuiste tú.

Paula se inclinó hacia delante al ver cuánto lo sentía Candela e instintivamente aceptó que lo que le decía era verdad. Era mucho más probable que Diana, deseosa de conservar su posición social y de apuntalar la riqueza familiar, hubiera hecho todo lo posible para ahuyentar a una advenediza. ¡Y qué poco había tenido que esforzarse! Había sido el peor enemigo de sí misma, dispuesta a creer todo lo que le dijera. Al darse cuenta, se le revolvió el estómago. A pesar de que Pedro se puso intratable y evitó todos sus intentos de consolarlo, si Candela decía la verdad, no la había traicionado. Se sintió emocionada al saber que le había sido fiel aunque no la amara, porque eso implicaba que, a pesar de que ya no hubiera ningún tipo de sentimientos entre ellos, se iba a casar con un hombre al que podía respetar.

-Pero ahora las cosas les van bien —dijo Candela con una sonrisa tan dulce que Paula no tuvo el valor de desengañarla—. Me alegro. Pedro merece ser feliz —se puso de pie—. Y ahora tal vez podamos hablar del vestido. Tengo algunas ideas que espero que te gusten.



Pedro colgó el auricular con el ceño fruncido. Todavía oía las excusas de Diana, que le había parecido muy nerviosa a pesar de que ese estado no fuera habitual en ella. No estaba de humor para excusas. En Australia le había sido imposible hablar con su madrastra. Muy enfadado, se limitó a dejarle el recado de que volvía con su prometida y de que comenzara con los preparativos de la boda. Le seguía irritando haberse enterado de que había vivido con Paula antes del accidente y que nadie le hubiera dicho nada después de salir del coma, que Diana se lo hubiera ocultado y hubiera dado instrucciones a los empleados de no referirse a la mujer que había sido su amante. ¡Como si necesitara que lo protegieran del pasado! Las explicaciones de Diana no habían disminuido la furia que sentía. Daba igual que ella hubiera creído que Paula estaba intentado sacar tajada, atrapar a un hombre rico, o que ella ya se hubiera marchado o que los médicos hubieran dicho que lo mejor era que él solo fuera recuperando la memoria. Debían habérselo dicho. Lo que le había dicho Diana de la posibilidad de casarse con Candela en aquel entonces carecía de sentido, pues él sabía que lo que su madrastra había pretendido era apuntalar de forma fácil la riqueza familiar. ¡Como si él hubiera estado dispuesto a renunciar a su responsabilidad de salvar la empresa solucionando sus problemas con el dinero de su esposa! Se frotó la barbilla al darse cuenta de que ya entendía por qué Paula creyó que la engañaba con Candela. Era evidente que Diana había exagerado sin límites la amistad que había entre ambos. Pensó en decírselo a Paula para demostrarle que era inocente, pero no le creería. Se centró en la revelación más importante que le había hecho Diana, que había insinuado que la relación había sido una aventura porque no la mostraba en público y rechazaba todo tipo de invitación social. Eso despertó su curiosidad. Había tenido muchas amantes, pero nunca se había negado a ser visto con ellas en público, ya que ésa era una de las funciones que desempeñaban: acompañarlo a los numerosos acontecimientos sociales a los que debía acudir. Evitar la vida social y preferir quedarse en casa con su amante, era una conducta sin precedentes. Y la única razón que se le ocurría para justificarla era impensable: que hubiera estado totalmente absorbido por ella hasta el punto de no estar dispuesto a compartirla con otros.

Pasión Imborrable: Capítulo 30

La princesa la miró con los ojos como platos y la boca abierta.

—¿Era usted? Creí que había alguien, pero Pedro no me lo dijo.

-No —respondió Paula con amargura—. Me guardaba sólo para él.

-Pero está equivocada —se inclinó hacia delante y extendió la mano.

-No, principessa. Sé exactamente lo que pasó.

-Por favor, llámeme Candela. Y Pedro y yo no teníamos intención de casarnos.

—¿Qué? —Paula se puso en pie de un salto.

—Ni tampoco éramos amantes. Veo por tu expresión que eso era lo que pensabas. Pero sólo hemos sido amigos.

Paula permaneció en silencio. «Amigos» solía ser un eufemismo para expresar algo más. ¿Trataba Candela de engañarla? ¿Qué motivos podía tener?

-Debes creerme, Paula —Candela sonrió, vacilante—. No había planes de boda, sólo era una idea de nuestras familias. La madrastra de Pedro y mi padre la retomaron. Se había hablado de ello años antes, cuando éramos adolescentes, pero no llegó a cuajar. Pedro y yo crecimos juntos, pero nunca hubo una chispa especial entre nosotros. ¿Me entiendes?

Paula la entendía. La chispa que Pedro había encendido en ella había ardido como un fuego sin control de forma instantánea, arrasando con todo a su paso: sus dudas, su reticencia espontánea, todas las defensas que tenía. Pero había sido glorioso. Miró a Candela a la cara. ¿Sería verdad lo que le había dicho?

-Pero Diana me dijo...

-Diana estaba a favor del compromiso. Mi familia y ella creían que nuestro matrimonio serviría a los intereses de todos.

—¿Los intereses?

-Los negocios. Ya sabes lo mal que estaban las cosas tras la muerte del padre de Pedro. No estaba nada claro que éste no fuera a perder la empresa.

No, Paula no lo sabía. Supuso que las cosas iban mal y trató de apoyar a Pedro. Pero cuanto más lo intentó, más se refugió él en sí mismo.

-Se habló de una fusión de empresas para salvar la de Pedro y potenciar la de mi familia. Además, yo atravesaba un periodo difícil y creyeron que casarme con él me protegería de mí misma.

-Lo siento, pero no te entiendo.

-Padecía anorexia y me estaba recuperando —dijo Candela mirándola a los ojos y desafiándola a que la condenara, pero Paula sólo se sintió horrorizada de que cualquiera, y mucho más aquella hermosa mujer, se viera afectada por semejante enfermedad—. Hace dos años acababa de salir del hospital. Con la ayuda de mi familia y de Pedro, estaba comenzando a recuperar la seguridad en mí misma, a salir e incluso a pensar en volver a trabajar. Fue la fuerza y la insistencia de Pedro lo que me hizo volver a la sociedad. Incluso aunque aquélla fuera una época difícil para él, siempre sacaba tiempo para ayudarme. Si no hubiera estado conmigo las primeras veces, ni siquiera el apoyo de mis padres me hubiera hecho salir de casa.

—Te ví con él en un hotel de la ciudad. Parecías la princesa de las hadas, toda vestida de color dorado —y ella nunca se había sentido más excluida al contemplar aquel mundo resplandeciente del que nunca formaría parte y al hombre que había perdido.

-Recuerdo esa noche —asintió Candela—. El hecho de que el vestido fuera largo y las mangas muy anchas ocultó el estado en que me hallaba.

-Nunca lo hubiera supuesto. Estabas impresionante —¿Por eso parecía Pedro protegerla tanto?, ¿porque le preocupaba su salud? Pero ¿por qué no le había dicho nada a ella?

-No me crees.

-Sí, te creo. Pero es que Diana me hizo creer a propósito... —le había dicho que Pedro estaba comprometido con otra mujer de su mismo círculo social y que estaba con ella para tener una última aventura antes de sentar la cabeza. Incluso le había enseñado una caja repleta de invitaciones de boda.

-Diana deseaba desesperadamente que nos casáramos. Hubo un momento en que pareció que la empresa se iría a pique, lo cual, aunque no quede bien decirlo, afectaría a su riqueza.

La idea de que Diana estuviera desesperada no se le había ocurrido a Paula. Parecía tan segura de sí misma, tan majestuosa, tan controlada. Pero, tal vez si su posición se viera amenazada...

—También otra persona me habló de la boda —en su momento, las pruebas le parecieron incontestables, sobre todo cuando Pedro se negó a darle explicaciones y afirmó lisa y llanamente que él nunca se portaría así y la acusó de serle infiel—. Conocí a tu primo, Stefano Manzoni.

Pasión Imborrable: Capítulo 29

—Vamos a entrar y a acostar a nuestro hijo —dijo él sin hacer caso de su pregunta—. Estarás cansada del viaje y debes descansar para esta tarde. Diana te ha concertado una cita con una diseñadora para hablar del vestido de novia — sus labios se curvaron en una seca sonrisa que podía significar tanto placer como estoica resignación—. Nos casamos este fin de semana.



Cuatro horas después, Paula esperaba nerviosa a la diseñadora de su traje de novia. El que el apellido de Pedro consiguiera que una diseñadora de alta costura fuera a vestirla en tan corto espacio de tiempo confirmaba su inmensa riqueza y la brecha que lo separaba de él. Ella nunca se había hecho ninguna prenda a medida. Al menos, la diseñadora ya conocía sus medidas, porque se las habían tomado en Melbourne y enviado a Milán con una foto en que no estaba nada favorecida. Miró el reloj. Tal vez no se presentara. Se puso a deambular por el salón al tiempo que deseaba que la cita hubiera sido en un lugar menos imponente. Se ahogaba allí. Evitó con cuidado los espejos de bordes dorados y las sillas tapizadas en seda. Se sentía un patito feo al que hubieran sacado del estanque y tirado en un palacio. ¡Ojalá hubiera podido comprarse un traje ya confeccionado! A pesar de los nervios, sus labios se curvaron al recordar la mirada atónita de Pedro cuando se lo propuso. El conde Alfonso y su prometida sólo podían casarse de modo formal y a lo grande. Una rápida ceremonia civil era impensable. Así que se tendría que enfrentar a una artista temperamental que, sin duda, se sentiría decepcionada al ver que la novia no estaba a la altura de sus diseños. Se preparó para lo peor.

Eduardo anunció a la visitante. Paula se puso rígida de incredulidad y se quedó con la boca abierta. Aunque pareciera imposible, lo peor era aún más horroroso de lo que había previsto. ¿Cómo había hecho Diana algo semejante? ¿Cómo había elegido precisamente a esa diseñadora? Tenía que saber...

-Signorina Chaves...

Paula se dió la vuelta de mala gana. La mujer que tenía frente a sí era tal como la recordaba: delgada, elegante, con inmensos ojos oscuros y un precioso rostro, menudo y delicado. Iba vestida de modo informal y llevaba un collar de perlas que acentuaba su atractivo. ¿Era extraño que Pedro hubiera planeado casarse con ella? Sintió un dolor agudo al tiempo que trataba de controlar la expresión de su cara.

-Principessa Candela —¿De verdad esperaban que se pusiera en manos de aquella mujer?

-Candela, por favor —dijo con una voz ronca y atractiva al tiempo que le sonreía con calidez.

Paula se sorprendió al verla tan accesible, tan aparentemente dispuesta a ser amiga de la mujer que Pedro había elegido en su lugar para casarse. Sabía que, si la situación fuera la contraria, no podría comportarse tan alegremente.

-Perdone —Candela se detuvo a unos pasos de ella al tiempo que dejaba de sonreír—. ¿Se encuentra bien? Está muy pálida.

A Paula no le sorprendió. Se sentía como si la sangre hubiera dejado de circularle por las venas.

-Estoy... —«¿Qué?», pensó. «¿Sorprendida al encontrarme frente a la ex amante de mi futuro esposo?». ¿O lo seguía siendo? Comenzaron a temblarle las piernas y se sentó bruscamente en un sofá que había detrás de ella.

-No está bien. Voy a pedir ayuda.

-¡No! —Paula sentía vergüenza de provocar una situación desagradable. No daba crédito a su debilidad—. Es el desfase horario —murmuró—. Hace unas horas que hemos llegado —y a pesar del cansancio, había sido incapaz de dormir en la enorme habitación que le habían asignado. Se sentía nerviosa y fuera de lugar.

-Perdone, signorina, pero creo que es algo más.

Paula expulsó el aire que había estado reteniendo. No podía representar aquella farsa. No se le daba bien disimular y prefería enfrentarse a los hechos por desagradables que fueran.

-Siéntese, por favor —dijo con voz ahogada.

La princesa agarró una silla y se sentó frente a ella. Todos sus movimientos eran gráciles y elegantes. Paula se sentía una paleta en su presencia. Se puso las manos en el regazo para que le dejaran de temblar.

-La verdad es que ha sido una sorpresa verla. La ví una vez con Pedro, hace dos años —el orgullo le indicó que no siguiera, que conservara la dignidad, pero Paula se negó a jugar a las indirectas y a los secretos no expresados. Le daba igual que sus modales poco refinados no gustaran en el entorno de su futuro marido. Si iba a vivir allí, tendría que enfrentarse a ello—. Yo era la amante de Pedro, pero me enteré de que iba a casarse con usted.

Ya estaba. Ya lo había dicho. Ya no se podía ocultar la verdad.

jueves, 22 de agosto de 2019

Pasión Imborrable: Capítulo 28

—Tienes una casa imponente —murmuró mientras trataba de alejar esos pensamientos, producto únicamente del cansancio y de los nervios ante lo que la esperaba.

—¿Tú crees? Siempre me ha parecido recargada, como si tratara por todos los medios de causar impresión —indicó uno de sus extremos, lleno de balcones, columnas y ventanas en forma de arco e incluso lo que parecía un torreón.

-No se me había ocurrido —pero Pedro tenía razón. De todos modos, bañada por el sol matinal, era hermosa—. Ahora que lo dices, es como una corista entrada en años: excesivamente arreglada, demasiado obvia, pero atractiva.

-Has acertado plenamente —dijo Pedro riéndose—. Nunca la hubiera descrito así, pero tienes toda la razón —la miró a los ojos y ella se sorprendió al ver la aprobación que había en los suyos—. Pero que no te oiga Diana: está orgullosa de ella.

—¿Diana? ¿Está tu madrastra?

-Ya no vive aquí, sino en Milán y Roma. Pero la verás y te asesorará sobre lo que se espera de tí, y te pondrá al tanto de los aspectos sociales que tienes que conocer.

«¿Y no puedes hacerlo tú?», pensó ella. Claro que no, porque estaría muy ocupado con sus negocios u otras cosas para dedicarle tiempo a su prometida.

—¿Es necesario? Estoy segura de que tendrá muchas cosas que hacer. «Y no le caigo bien» —dijo para sí.

A Diana le sacaría de quicio dedicarse a enseñar cómo funcionaba todo a una torpe plebeya cuyo estilo se resumía en las ofertas de los grandes almacenes.

-No tantas como para no poder ayudar a mi prometida.

-Lo estoy deseando-dijo Paula con los dientes apretados mientras le abría la puerta del coche un mayordomo que se inclinó esperando que saliera—. Grazie —murmuró.

-Bienvenida, señora —el mayordomo sonrió y se inclinó aún más—. Es un placer tenerla aquí.

Paula experimentó un inmenso placer al percatarse de que entendía perfectamente su italiano. Llevaba dos años sin hablarlo, pero tenía facilidad para los idiomas. Vacilante, trató de decir algo al salir del coche. Se sintió agradecida cuando Eduardo, el mayordomo, la animó. Después comenzó a hablarle de las comodidades de la casa mientras Pedro sacaba a Nicolás.

—Si has dejado de poner a prueba tus encantos con mis empleados, podemos entrar —le dijo en un tono que sólo pudo oír ella. Ahora que vamos a casarnos —prosiguió ante la expresión confusa de ella—, puedes irte olvidando de ganarte la sonrisa de otros hombres. Mi esposa tiene que ser intachable.

—¿Crees que estaba flirteando? —le preguntó, atónita.

No daba crédito a lo que oía. Pedro casi parecía estar celoso, lo cual era una idea absurda. Pero se puso a imaginar cosas. Él la había deseado en Melbourne sólo porque estaba a mano y vergonzosamente dispuesta, pero eso formaba parte del pasado. En aquellos momentos sólo la veía como la madre de su hijo, a la que no había tocado desde que se había enterado de la existencia de Nicolás. Era evidente que la quería para su hijo, no para él, por lo cual daba gracias, porque se sentía segura, ya que, si él trataba de volverla a seducir, no sabía si podría resistirse.

Pasión Imborrable: Capítulo 27

-No, es papá —respondió Pedro mientras apartaba el ordenador portátil.

-¡Baba! —Nicolás extendió el brazo hacia él.

Pedro se sintió orgulloso. Su hijo era inteligente, no cabía duda. Se puso en pie y tomó al niño en brazos con cuidado. Al ser él mismo hijo único, carecía de experiencia con niños pequeños. Pero aprendería deprisa. Lo habían educado niñeras y tutores siguiendo unas normas muy estrictas para que pronto adquiriera seguridad en sí mismo e independencia emocional. No pretendía mimar a su hijo, pero éste pasaría tiempo con su padre, un lujo del que él no había podido disfrutar.

—Soy papá —murmuró mientras le apartaba el pelo de la frente—. Venga. Ya va siendo hora de que nos conozcamos mejor —iba a sentarse de nuevo pero se detuvo a mirar a Paula que, mientras dormía, parecía serena, amable y tentadora.

¿Qué lo tentaba de ella cuando tantas bellezas no lo habían conseguido? Algo que lo excitaba sólo con mirarla. Era la madre de su hijo, lo cual, por sí solo, lo excitaba. La idea del cuerpo de ella hinchado y maduro con su hijo era intensamente erótica y satisfactoria. Pero la había deseado antes de saber lo de Nicolás, cuando era la desconocida de una fotografía. ¿Por qué era distinta? ¿Porque lo desafiaba y provocaba hasta que deseaba besarla para someterla? ¿O porque había algo que compartían? Ansiaba creer que era diferente de las demás. ¡Diferente! ¡Ja! Había reconocido que lo había abandonado cuando él se enteró de que estaba con otro, Stefano Manzoni, el tiburón que había estado nadando en círculo con el propósito de dar un mordisco mortal a la empresa de Pedro después de la muerte de su padre. Eso, además de doloroso, le resultaba insultante. Se le revolvía el estómago al pensar en Paula y Stefano. ¿Habrían consumado la relación? Desde aquel momento se aseguraría de que ella no tuviera tiempo de mirar a otro hombre. Después estaba el estudio minucioso que ella había realizado del contrato prematrimonial, lo cual demostraba que era como las demás. Estaba tan enfrascada en la lectura que ni siquiera lo había oído entrar ni salir. Era cierto que había firmado sin poner más objeciones. En cuanto había visto la cantidad indecente de dinero que recibiría mientras viviera con él, había quedado atrapada, que era justo lo que él pretendía. La generosidad de dicha cantidad había causado revuelo entre sus asesores, pero él sabía lo que hacía. Quería asegurarse de que Nicolás tuviera la estabilidad de una vida con su madre. A su hijo no lo iban a dejar ni a abandonar, como había sucedido con él. No, a pesar de la extraña atracción que sentía por ella, no era distinta. Pero habría compensaciones. Dejó de mirar sus sensuales labios y volvió la vista hacia la cara regordeta de su hijo. Había tomado la decisión correcta.


Paula no supo si sentirse aliviada o asombrada porque Pedro no los llevara a su casa en las colinas del lago Como, cuyo diseño y elegancia le encantaban, sino a la enorme casa familiar, a la que nunca la habían invitado durante los meses que vivió con él, ya que no era lo bastante buena para su familia. Al llegar, atravesaron praderas y macizos de flores, hasta alcanzar la mansión, con una vista espectacular del lago, que se extendía a su derecha. Sentado a su lado, Pedro guardaba silencio. Sus cejas y labios indicaban claramente cómo se sentía al llevarla a la mansión familiar. Era evidente que no era la novia que hubiera elegido en otras circunstancias. Saberlo la corroía por dentro. Sólo Nicolás, sentado en el asiento trasero, la había elevado de categoría lo suficiente como para poder entrar en el santuario de los Alfonso. La vista de la mansión, cuna de generaciones ricas y poderosas, reforzó la sensación de ineptitud contra la que llevaba luchando toda la vida.

Pasión Imborrable: Capítulo 26

El futuro de Nicolás estaba en juego y carecía de las habilidades para asegurarse su protección. ¿Qué clase de madre era? La antigua voz interior le dijo que era una fracasada y estuvo a punto de creerla, pero golpeó la mesa con las manos y apartó la silla. No se trataba de tener habilidades ni inteligencia. Simplemente estaba cansada y estresada. Además, el contrato no era sobre Nicolás, sino sobre los derechos de ella y los de Pedro. Pasó las hojas hasta llegar a la última y se centró en un apartado corto en el que se declaraba que ella no obtendría nada de la fortuna de Pedro si se divorciaban. Experimentó un gran alivio. Eso era lo importante. El resto era jerga legal. De todos modos, debía ser precavida y conseguir que un abogado leyera aquello antes de firmarlo.  En realidad, lo que debería hacer era salir corriendo en vez de considerar la posibilidad de casarse con Pedro Alfonso. Incluso aunque el matrimonio fuera de conveniencia y prácticamente fueran dos desconocidos, él podría volver su mundo del revés. Pero no se trataba de ella, sino de Nicolás, que tenía derecho a sus dos progenitores, que no se merecía que lucharan por él en una disputa legal, al que quería tanto que no podía soportar la idea de que Pedro se lo quitara. No tenía abogado para que leyera el documento, pero no importaba. No tenía elección. Con el corazón dolorido, tomó la pluma de él y buscó la última página. Paula Chaves. Un documento tan pomposo se merecía su nombre completo. Pero en vez de escribirlo con seguridad, le temblaba tanto la mano que parecía la firma de un adolescente inexperto tratando de hacerse pasar por otro. La pluma cayó sobre el escritorio. Paula se levantó lentamente, rígida como una anciana y con el corazón destrozado.



Un sonido apagado llamó la atención de Pedro. Alzó la cabeza, agradecido ante algo que lo distrajera del papeleo. Llevaba unos días en que le resultaba extremadamente difícil concentrarse en los negocios, lo cual era comprensible, pues acababa de enterarse de que tenía un hijo y pronto tendría esposa. Experimentó placer al pensar en Nicolás y, lo cual era más sorprendente, ante la idea de que Paula pronto sería su mujer. Dos años de celibato le habían afilado la libido, lo cual explicaba su reacción. También el recuerdo que había recuperado de ella tumbada en la cama lo excitaba enormemente. Desde el accidente, su impulso sexual había estado aletargado. Al principio no se había preocupado, pues todas sus energías, físicas y mentales, estaban dirigidas a recuperarse. Después, durante meses, había tenido que sacar la empresa familiar a flote. Pero, conforme pasaba el tiempo, se dio cuenta de que algo fundamental había cambiado. A pesar de las tentaciones que lo rodeaban, carecía de energía para salir con una chica guapa, y mucho menos para llevársela a la cama. Siempre había sido un buen amante, aunque exigente. Ser célibe durante veintidós meses era algo que nunca le había sucedido. Por eso, no era de extrañar que se inquietara por esos meses perdidos, por si había algo en ellos que hubiera disminuido su impulso sexual y debilitado su masculinidad. No se había confesado ni siquiera a sí mismo la ansiedad que experimentaba al pensar que el cambio fuera permanente. Pero todo volvía a funcionar correctamente. La entrepierna le dolía constantemente al tratar de apagar los lujuriosos deseos que le producía Paula. Volvió a oír el ruido. Se dió la vuelta y vió a Nicolás, que se revolvía en los brazos de su madre. Ella se había negado a que la tripulación del avión se llevara al niño, por lo que dormían juntos. Pedro observó los vigorosos movimientos de su hijo y volvió a experimentar la misma sensación maravillosa que lo había invadido al tenerlo en brazos por primera vez. La idea de tener un hijo lo seguía dejando anonadado. Lo miró y el niño dejó de moverse.

-Ba -dijo Nicolás-. Ba, ba, ba.

Pasión Imborrable: Capítulo 25

-Muy bien. Entonces no tienes motivos para rechazar la propuesta.

-Pero ¿Y si...? —Paula se mordió la lengua, furiosa por haber comenzado a expresar lo que pensaba y por estar escuchando los extraños razonamientos de Pedro. Debía de estar loca.

—¿Y si...? —susurró él.

Ella se estremeció cuando su cálido aliento le acarició la mejilla. Permaneció callada durante unos instantes, pero siguió hablando contra su voluntad.

—¿Y si conoces a una mujer y la quieres y deseas casarte con ella?

Incluso en aquellos momentos, curada del amor que había sentido por él, ante la idea de que estuviera con otra mujer le formó un nudo en el estómago.

-Eso no sucederá —dijo él con total seguridad.

-Eso no lo sabes.



La hermosa y sensual boca de Pedro se curvó en una sonrisa sin alegría.

—Tengo la certeza absoluta —afirmó con expresión cínica—. El amor es una falacia inventada para los crédulos. Sólo un estúpido puede creer que está enamorado, y sería doblemente estúpido si se casara por ello.

Paula miró con los ojos muy abiertos al hombre a quien en otro tiempo creía conocer. Entonces era considerado, ingenioso, civilizado y, sobre todo, apasionado, el amante con el que toda mujer soñaría y con el que creería poder ser feliz para siempre. Ella se había dado cuenta de que ocultaba algo, de su reserva a pesar de la intimidad que había entre ellos, una sensación de soledad que ella no había podido traspasar y que se intensificó cuando el padre de Pedro murió y él se encerró en sí mismo y se dedicó a los negocios. Pero le sorprendió descubrir la dura coraza de escepticismo que cubría su encanto exterior. Aquella coraza hacía que pareciera vacío. ¿Había sido siempre así? ¿O era el resultado del trauma que había sufrido? Sintió pesar y una compasión involuntaria por aquel hombre que parecía tener tanto y sentir tan poco. Experimentó la absurda necesidad de tocarlo. ¿Para qué? ¿Para consolarlo? ¿Para mostrarle compasión, amor? ¡No! Se quedó anonadada ante la profundidad de sus sentimientos hacia él. Bajó la mano, que había comenzado a levantar.

-Casarse es un deber —continuó él sin percatarse de su reacción—. Nunca me casaré por amor —lo dijo con tal desprecio que ella se estremeció.

Paula se preguntó con amargura cómo denominaría él su interés por otras mujeres. Aunque estuvieran casados, las habría. A Pedro le gustaba el sexo. No iba a prescindir de él por casarse con una mujer a la que no amaba. No tendría escrúpulos en perseguir a las que le gustaran.

-Creo en el matrimonio para toda la vida —afirmó él interrumpiendo sus pensamientos—. Una vez casados, no nos divorciaremos.

-Eso es cadena perpetua.

-No te resultará tan difícil, Paula, créeme —dijo él con cierta dulzura.

Paula cerró los ojos para combatir la debilidad que experimentaba. Le estaba hablando de dinero, lujo, una posición, eso era todo; no de emociones, que tanto despreciaba.

—¿No te preocupa que yo me enamore de otro y me quiera divorciar?

Se hizo un tenso silencio mientras el desagrado de Pedro vibraba entre ambos.

-No habrá divorcio —dijo con firmeza—. En cuanto a que creas que puedes enamorarte...

Le alzó la barbilla con brusquedad. Ella sintió que se hundía en la verde profundidad de sus ojos. Se estremeció de excitación cuando el se inclinó hacia ella. Pero no iba a hacer el ridículo de nuevo. Si él creía que la iba a seducir otra vez, podía esperar sentado. Furiosa, se soltó de su mano.

-No te preocupes —le dijo en voz fría y desdeñosa—. No existe el riesgo de que me enamore de nadie —estaba curada de por vida.

-Muy bien. Entonces estamos de acuerdo.

-Un momento. No he dicho que...

—Te dejo para que leas el contrato. Hay cosas que arreglar —la traspasó con la mirada—. Piensa lo que te he dicho, Paula. Volveré para que me des una respuesta.

Aunque no quería, Paula se acercó al elegante escritorio. Las hojas repletas de palabras se mofaban de ella, lo cual demostraba la superioridad de la posición de él, de sus abogados y de su dinero. No iba a examinar el asunto de casarse. El miedo le encogió el estómago, y cerró los puños. Pedro no podía obligarla. Se jactaba de que el juez le daría la custodia cuando lo más probable era que se estuviera marcando un farol sobre lo de ir a los tribunales. No iría a... Recordó sus ojos como dagas. Lo haría, claro que sí con tal de conseguir a su hijo. ¿Cómo era posible que hubiera pensado que Pedro se avendría a una paternidad a medias? Agarró los papeles, se puso las gafas y comenzó a leerlos. Al llegar a la tercera página, sintió pánico. Llevaba veinte minutos concentrándose desesperadamente y seguía habiendo partes del texto que no entendía Estaba exhausta tras tantas noches de insomnio y emocionalmente agotada. Incluso en sus mejores momentos, debido a la dislexia que padecía, un texto como aquél le resultaría difícil. Pero en aquel momento... Se mordió los labios mientras trataba de contener las lágrimas.

martes, 20 de agosto de 2019

Pasión Imborrable: Capítulo 24

Paula apretó los puños cuando Alessandro le dijo lo que había temido oír.

— Soy su madre. El tribunal me dará la custodia.

—¿Estás segura? —hizo un mínimo gesto negativo con la cabeza, como si la compadeciera por su ingenuidad—. ¿Tienes un buen abogado? ¿Tan bueno como los míos?

«Además de los millones de los Alfonso para respaldarlos», pensó Paula aunque él no llegó a decirlo.

—No me quitarías... —la voz se le quebró al ver que él la miraba sin pestañear.

Lo haría. Haría lo que fuera para quitarle a Nicolás. Se alejó de él y trató de tomar aire con desesperación y de controlar sus pensamientos. La opresión que sentía en el pecho le impedía respirar y la tensión comenzó a oprimirle las sienes. Alessandro se equivocaba. ¡Tenía que estar equivocado! Ningún tribunal le arrebataría un hijo a su madre. Y sin embargo...

Paula se paró tambaleándose frente a una enorme ventana. La riqueza y el poder de Pedro estaban muy por encima de los que ella o su familia, si estuviera dispuesta, tenían. Él vivía en un mundo compuesto por familias increíblemente ricas, privilegiadas y bien relacionadas, a las que no podían aplicarse las reglas habituales. ¿Se iba a atrever ella a enfrentarse a Pedro? No tenía nada de qué preocuparse, ya que era una buena madre y Nicolás se desarrollaba muy bien. Pero la venenosa semilla de la duda siguió creciendo en su interior. Le atormentaba la idea de su pequeño piso en un mal barrio, lo mejor que había podido conseguir con su escaso sueldo. ¿Se utilizaría eso en su contra frente a los inmensos recursos de los Alfonso? Pedro tenía muchas formas de conseguir lo que quería, incluso sin tener que compartir la custodia. ¿Y si se negaba a devolverle a Leo después de una visita? ¿Y si no lo dejaba marcharse de Italia? Ella no tenía recursos para ir allí y recuperar a su hijo. Estaría a merced de él. Sintió un escalofrío y se llevó la mano a la sien. Aquello era una pesadilla. El hombre al que había amado no la hubiera amenazado así, con independencia de cómo se hubieran separado, ni le habría robado a su hijo. Pero ese hombre ya no existía. No recordaba lo felices que habían sido. Para él, sólo era una desconocida que tenía algo que él deseaba. Tuvo ganas de abrazar a su hijo y de esconderlo de Pedro y sus exigencias. Pero no había escapatoria.

—Prefiero que esto quede entre nosotros, Paula —su voz la sobresaltó—. Una batalla legal sería, para mí, el último recurso.

¿Y qué esperaba? ¿Que le estuviera agradecida? -¡Qué consuelo! Me siento mucho mejor. Él la agarró por los hombros. Ella se resistió, pero acabó por darse la vuelta. ¿Era compasión lo que había en su mirada? Paula parpadeó y la ilusión desapareció. Pedro nunca se echaría atrás.

—Apareces en nuestras vidas y crees que puedes llevarte por delante a todo el mundo como si sólo tú supieras lo que es mejor. Pero tus exigencias son vergonzosas. No tienes derecho a...

—Tengo el derecho que me da ser su padre —le interrumpió él con frialdad—. Recuerda que ya no eres la única que puede decidir cómo se va a criar nuestro hijo.

Aquellas palabras cayeron como un jarro de agua fría sobre su indignación y le recordaron lo vulnerable que era.

—Te propongo que nos casemos —prosiguió él— y te ofrezco una posición, riqueza y una vida cómoda. Y un hogar para nuestro hijo. Crecerá con los dos en un hogar estable y seguro. ¿Qué objeciones tienes a eso?

-Pero no nos queremos ¿Cómo vamos a...?

-Tenemos la mejor razón para casarnos, que es criar a nuestro hijo. No hay razón más válida.

«Excepto el amor», pensó Paula, pero desechó la idea porque hacía dos años que había dejado de creer en él. Sin embargo, no pudo evitar sentirse consternada ante la forma tan práctica de Pedro de hablar de boda por el bien de su hijo. Tal vez la aristocracia estuviera acostumbrada a los matrimonios de conveniencia, concertados por motivos familiares o económicos. Pero ¿cómo iba a casarse con un hombre al que no quería? ¿Con alguien que había traicionado su confianza?

—A no ser que tengas una relación con alguien de aquí.

Paula vaciló y se sintió tentada de aferrarse a aquella excusa. Pero no podía mentirle. Ya lo había intentado al decirle que tenía novio, pero había sido incapaz de fingir durante mucho tiempo. Negó con la cabeza y dió un paso hacia atrás para alejarse de él. ¿Tenía idea Pedro de lo mucho que la distraía al invadir su espacio vital irradiando energía? Se le ponía la carne de gallina sólo por estar tan cerca de él.

Pasión Imborrable: Capítulo 23

—¿Que le ha ido bien? —Pedro negó con la cabeza de forma brusca—. ¿Crees que está bien que mi hijo sea ilegítimo?

Durante unos segundos, Paula miró, impotente, su expresión de indignación y ultraje. En un mundo ideal, Nicolás habría nacido en una familia que lo habría querido, con unos padres unidos por un compromiso mutuo.

-Hay cosas peores —dijo ella en voz baja mientras se abrazaba a sí misma para calmar un antiguo dolor que la laceraba: el dolor de los sueños rotos.

Había hecho todo lo posible para que Pedro se enterara del embarazo. Pero aunque lo hubiera sabido, aunque le hubiera propuesto que se casaran, nada cambiaría el hecho de que no era un hombre en quien pudiera confiar ni el hecho de que ella nunca encajaría en su mundo.

—¿Y crees que a mi hijo le seguiría yendo bien si se cría en un barrio venido a menos, entre ladrones y chulos?

-Estás exagerando —contraatacó ella al tiempo que pasaba por alto el sentimiento de culpa de no haber podido encontrar nada mejor—. No es para tanto. Además, tengo intención de mudarme.

—¿En serio? ¿Y cómo vas a encontrar algo mejor con tu sueldo?

Paula se mordió los labios ante su tono de superioridad. No importaba que su sueldo fuera el mejor teniendo en cuenta su currículum ni que trabajara mucho para ganarlo. A largo plazo tenía perspectivas de ascender, pero mientras tanto...

-A Nico no le faltará de nada. Nunca le ha faltado.

Durante unos segundos, la mirada de Pedro se ablandó.

-Debe de haber sido difícil arreglártelas sola.

Ella se encogió de hombros. No pensaba en ello, ni en que sus hermanos y su padre estuvieran dispersos por el mundo y no hubieran tenido tiempo de visitarla cuando Leo nació, ni tampoco después. Le habían enviado regalos, eso sí. Lo habían hecho con la mejor intención y se preocupaban por ella a su modo, distantes y no comprometidos. Pero ella hubiera deseado que uno de ellos hubiera hecho el esfuerzo de estar con ella cuando se sentía sola, cuando la depresión rivalizaba con la determinación de salir adelante. Paula lanzó una mirada desafiante a la persona que, precisamente, había tenido todo el derecho a estar con ella cuando Nicolás nació. Pero eso pertenecía al pasado.

-Estoy acostumbrada a arreglármelas sola —era varios años menor que sus hermanos y la última hija de unos padres absorbidos por su profesión, por lo que se había criado sola— Nico y yo estamos bien.

-No es suficiente para mi hijo. Se merece más.

Paula apretó los labios para no asentir. Quería que su hijo tuviera las mejores oportunidades, las que una madre soltera y de clase trabajadora no podría ofrecerle.

-Lo que Leo necesita es amor y sentirse seguro. Y eso se lo doy.

-Claro que es lo que necesita. Y se lo daremos. Juntos.

-Ni hablar. Lo que hubo entre nosotros se ha terminado.

«Murió hace dos años, cuando me traicionaste con otra mujer y luego me acusaste de serte infiel», pensó, pero no lo dijo. No tenía sentido remover el pasado. Tenía que centrarse en el futuro, en lo que fuera mejor para Leo.

—No terminará nunca, Paula —su voz era como una caricia—. Tenemos un hijo.

Ella juntó las manos, horrorizada al darse cuenta de que le temblaban. Sus palabras le traían a la memoria vívidas imágenes de cuando habían sido amantes.

—¡Pero eso no es motivo para casarse! Podrás verlo un padre tenía derecho a ello.

Además, a pesar de la conmoción que le causaría ver a Pedro de forma regular, sería un alivio para ella que Leo conociera a su padre. Todos los niños se merecían...

—¿Verlo? ¿Crees que es lo que quiero? ¿Lo que necesita mi hijo?

Pedro recorrió el espacio que los separaba de un solo paso y se inclinó hacia ella como una fortaleza inexpugnable. Ella se puso a temblar ante el impacto de su poderosa presencia.

—Tienes unas ideas muy raras sobre la paternidad prosiguió él—. Ya me he perdido el primer alto de vida de mi hijo y no pienso perderme ninguno más.

-Lo que quería decir era...

-Ya sé lo que querías decir —se detuvo y la miró como si fuera de otro planeta—. Nicolás es mi hijo, carne de mi carne y sangre de mi sangre. Me niego a visitarlo de vez en cuando mientras se cría en el otro extremo del mundo.

—¡Pero casarnos! Es absurdo.

-Supongo que preferirás eso a la otra opción.

-¿Qué opción? —preguntó Paula con la voz rota mientras un presentimiento se apoderaba de ella al ver la mirada de Pedro.

-Una batalla legal por la custodia.

Pasión Imborrable: Capítulo 22

Él se limitó a curvar los labios como si fuera a sonreír, lo cual podía indicar diversión, impaciencia o fastidio. Y no dejó de traspasada con la mirada.

-Lo necesitamos, Paula, porque nos vamos a casar —le acarició la mejilla con el dedo y ella sintió que la piel le ardía—. Es lo único que podemos hacer. Deberías haber sabido que nos casaríamos al enterarme de que el niño es mío.

Ella lo miró sin decir nada durante una eternidad, con la boca abierta y los ojos llenos de asombro hasta que, de pronto, recuperó la energía.

-¡El niño tiene nombre, maldita sea! —se levantó de un salto y casi tiró la silla. Lo miró desafiante, furiosa y jadeante—. No vuelvas a referirte a Nicolás como si fuera una... una mercancía.

«¡Madonna mía!», pensó Pedro. Con los ojos centelleantes y las mejillas arreboladas, estaba más que guapa, más que hermosa. Era algo más profundo que estuvo a punto de distraerlo del importante asunto de proteger a su hijo. Experimentó la atracción en el cuerpo y en la mente. Era el deseo posesivo que llevaba días sintiendo, pero mezclado con otra sensación tan profunda que le hizo tambalearse. En ese momento, la lógica que le había dictado la decisión de casarse se oscureció. No se trataba de simple lógica, pues la fuerza que lo empujaba era puramente visceral: ella sería suya. No aceptaría otra posibilidad. Tendría a Paula y a su hijo. Se sintió invadido de una ola de placer.

—Por supuesto que no es una mercancía. Es Nicolás. Nicolás Alfonso—revivió en su imaginación sus ojos inteligentes, el pelo oscuro y la barbilla pequeña y decidida. Su hijo. ¡Su hijo! El pecho se le llenó de orgullo y satisfacción y...

—¡No! ¡Nicolás Chaves, no Nicolás Alfonso! Y eso no va a cambiar. Que nos casemos es una idea absurda de la que te puedes ir olvidando —Paula dió un paso hacia delante con la barbilla erguida.

Pedro volvió a experimentar un intenso deseo. ¡Qué mujer! Tan protectora y orgullosa. ¿Y como amante...? Inspiró profundamente. Estaba deseando volver a descubrir la pasión que habían sentido el uno por el otro. Tenía que haber sido espectacular para que él hubiera dado el paso de invitarla a vivir con él. Pero lo primero y más importante era proteger a su hijo. Lo traspasó el recuerdo del modo irresponsable en que su madre había abandonado a su «caro Pepe» sin volver la vista atrás, de cómo la codicia egoísta había prevalecido por encima de los vínculos supuestamente indestructibles del amor materno. Su madre había antepuesto sus deseos y ambición a su hijo. A pesar de la fiera actitud de Paula y de su sentido protector,  conocía la fragilidad del amor materno, la inconstancia de las mujeres. El protegería a su hijo y se aseguraría de que nunca le faltara de nada. Los términos del acuerdo prematrimonial, con una elevada cantidad para ella mientras se quedara con su hijo y él, conferirían estabilidad a la vida de Nicolás. Su equipo legal había trabajado día y noche para que no tuviera lagunas. La escandalosa cantidad de dinero que había destinado para comprar a su esposa la mantendría donde él quería que estuviera, donde Nicolás la necesitaba: con Pedro.

-Mi hijo se llamará Nicolás Alfonso, no hay más que hablar. Cualquier otra alternativa es impensable.

—¿Impensable? —Paula puso las manos en jarras al tiempo que miraba el rostro orgulloso y arrogante del hombre al que había amado—. Lo siento, pero ha sido Nicolás Chaves desde que nació y le ha ido muy bien.

Pasión Imborrable: Capítulo 21

—Tu desconfianza es inaudita, Pedro —la idea de que buscan una confirmación científica le había producido el efecto de una bofetada, sobre todo porque él había sido su único amante.

Su desconfianza manchaba lo que habían compartido y lo reducía a algo de mal gusto. Se le puso la piel de gallina cuando sus miradas se cruzaron y vio en la de él todo el peso de la duda.

—Más vale ser desconfiando que crédulo.




Tres días después solicitaron la presencia de Paula en la suite presidencial. David, su jefe, se lo transmitió con una mirada interrogante que hizo que se pusiera como un tomate.

—Asciendes a los círculos superiores, Paula —murmuró—. No tengas prisa en volver.

Ella se dió cuenta de que los demás empleados la miraban a hurtadillas mientras se levantaba de la silla. Se había convertido en un manojo de nervios en los últimos días, desde que Pedro había utilizado su influencia para que se realizaran las pruebas de ADN. Otro recordatorio, por si lo necesitaba, de su enorme riqueza, de su capacidad para lograr lo que quería. La analista era amable y habló mucho, a pesar del silencio entre Pedro y ella. No parecía darse cuenta del ambiente cargado de desafíos y preguntas no pronunciados. O tal vez estuviera habituada a las emociones que provocaban semejantes circunstancias. Al fin y al cabo, no había necesidad de pruebas científicas si había confianza entre los miembros de una pareja, si el hombre creía a su amante.

Paula inspiró y se dirigió lentamente al ascensor. Pedro tenía que haber recibido los resultados del laboratorio y por eso la llamaba. Era indudable que había pagado por el privilegio de que se los comunicaran lo antes posible. La ansiedad le formó un nudo en el estómago. ¿Qué haría él al saber que el niño era suyo? La pregunta llevaba días acosándola e incluso, cuando conseguía quedarse dormida, sonaba con ella y se despertaba más cansada de lo que se había acostado. El mayordomo la esperaba en la puerta y le dirigió una sonrisa amable pero impersonal. ¿Habría visto su huida desesperada de unos días antes? Mantuvo la barbilla erguida mientras se obligaba a sonreírle a su vez y entraba. La paz lujosa que reinaba en la suite la atrapó. Los muebles eran de excelente calidad y disponía de todo lo necesario, aunque sólo se alojara en ella un hombre. Estaba concebida para los archimillonarios, para gente muy importante, por lo que no era de extrañar que se sintiera insignificante y nerviosa mientras se aproximaba al hombre silencioso que allí estaba. Aunque él encajara perfectamente en aquel entorno, no era el caso de ella, una persona totalmente corriente, que no podía considerarse especial en ningún sentido. Lo sabía desde mucho antes que Pedro la tentara a creer en los milagros.

-Paula.

El sonido de su ronca voz fue como una caricia sobre su piel. Su reacción, su debilidad física hacia él, hizo que se le erizara el vello.

—Pedro, ¿Has ordenado que viniera?

-He pedido que vinieras.

-Pero cuando una petición procede de la suite presidencial, los empleados tendemos a satisfacerla a toda prisa —por algún motivo, se sentía segura al hacer hincapié en la enorme distancia entre ambos, como si, por arte de magia, pudiera borrar el recuerdo de la locura que se había apoderado de ella la última vez que estuvo allí. Se fijó en la pared contra la que él la había abrazado y acariciado y casi...

-Siéntate, por favor.

Para sorpresa de Paula, le indicó una silla de respaldo alto que había frente a un escritorio. Se sentó. Era mejor aquello que la intimidad de un sofá. Fue al sentarse cuando observó los papeles que había en el escritorio.

—¿Ya tienes los resultados de las pruebas?

-Sí.

Paula no pudo adivinar nada por el tono de la voz ni la expresión de la cara. ¿Estaba decepcionado, enfadado o emocionado por saber que tenía un hijo? ¿Experimentaba algún tipo de sentimiento?

—Tráenos café, Roberto. ¿O prefieres té?

-Nada, gracias —la idea de ingerir cualquier cosa le revolvía el estómago.

-Eso es todo, Roberto —Pedro esperó a que el mayordomo se fuera y, en lugar de sentarse, se apoyó con los brazos cruzados en el escritorio.

Estaba tan cerca de Paula que ella percibió el olor de su colonia, al que reaccionó con una ligera excitación. Apretó los dientes, disgustada. Hubiera preferido que estuviera más lejos para que no la asaltaran los restos de la poderosa atracción física que había habido entre ellos.

—¿Qué es lo que quieres, Pedro? —después de días de silencio por parte de él, esperaba que se apresurara a hacerle una oferta, lo cual la ponía furiosa.

—Tenemos que arreglar algunas cosas y tienes que firmar esto —indicó unos documentos de los que había sobre la mesa y se sacó una pluma del bolsillo—. Puedes usarla cuando lo hayas leído —y dejó la pluma al lado de los papeles.

Paula miró el escritorio. A fin de cuentas, no eran los resultados de las pruebas, sino páginas y más páginas de densa escritura en párrafos numerados. Se le cayó el alma a los pies, ya que era el tipo de documento que detestaba. No podía leerlo con Pedro tan cerca. Tomó los papeles y les echó una ojeada. En la última página había un espacio para su firma y la de Pedro. Trató de concentrarse en el primer párrafo, pero las letras le bailaban. ¿Habría traído las gafas? Rebuscó en el bolsillo de la chaqueta, consciente del escrutinio de él.

—¿Qué quieres que firme?

-Un acuerdo prematrimonial.

—¿Qué? —las gafas se le cayeron de las manos mientras volvía la cabeza para mirarlo.

Los ojos de él le indicaron que había oído perfectamente.

-Un acuerdo en el que se especifican los derechos de las partes...

-Sé perfectamente lo que es un acuerdo prematrimonial —tomó aire—. No lo necesitamos, ya que es para quienes se van a casar.

jueves, 15 de agosto de 2019

Pasión Imborrable: Capítulo 20

—¿Por qué te pedí que te fueras? Todavía no me lo has dicho —Pedro se había puesto de pie, tenía las manos en los bolsillos y se había situado lo más alejado posible de ella.

-De todos modos había decidido marcharme —después de enterarse de lo de él con Candela, el velo se le cayó de los ojos y supo que tenía que irse—. Pero me acusaste de tener una aventura, de traicionar tu confianza —lo irónico de la situación había sido risible, pero ella no había tenido menos ganas de reírse en su vida.

—¿Una aventura? ¿Con quién? —todo su rostro expresaba desaprobación.

—Con Stefano Manzoni. Es...

-Sé quién es. Menudas compañías te buscas.

—Al principio me pareció agradable —hasta que él se negó a aceptar sus negativas. Era otro macho italiano que no soportaba el rechazo. Aunque, para ser justos, ella nunca se había sentido en peligro con Pedro—. Creí que, al ser primo de tu princesa Candela, sería totalmente respetable.

-No es mi Candela —dijo él con los labios apretados.

-Lo que tú digas. Ahora tengo que bañar a Nicolás —le temblaban los músculos de fatiga. Se sentía como un trapo—. Te agradecería que te marcharas —no podía soportarlo más.

Su aparición había hecho aflorar emociones que creía haber dominado, que la ponían en peligro. Necesitaba estar sola. No quería derrumbarse en su presencia. Con la cabeza muy alta, se dirigió con paso vacilante hacia la puerta para acompañarlo. Nicolás se soltó de sus brazos inesperadamente tratando de lanzarse sobre Pedro.

—¡Nico! —Paula trató de agarrarlo.

El cansancio le desapareció debido al efecto de la adrenalina en la sangre, pero era demasiado tarde.

-No pasa nada. Ya lo tengo.

Ella no supo cómo Pedro había llegado tan deprisa, pero había agarrado al niño antes de que tocara el suelo. El corazón de Paula recuperó el ritmo normal sólo cuando vio que su hijo estaba sano y salvo en las manos de Pedro, que lo mantenía a la mayor distancia posible de su cuerpo. ¿Como si no quisiera tocarlo o como alguien que carecía de experiencia con niños pequeños? Ella vaciló sin saber a qué carta quedarse. En ese momento, Nicolás agarró el brazo de Pedro como si quisiera trepar por él. Se miraron a los ojos, y el niño hizo pucheros al ver la cara tan seria del hombre que tenía enfrente. Al final, como el sol que sale de detrás de una nube, sonrió. Se le iluminó la cara y comenzó a dar palmadas en el brazo de Pedro. «¡Increíble!», pensó Paula. A su hijo le caía bien alguien que no lo quería. Trató de no pensar en aquella imagen del niño en brazos de su padre. Sería la única vez, por lo que era ridículo ponerse sentimental. Se apresuró hacia ellos con los brazos extendidos.

-Ya lo agarro yo.

Pedro ni siquiera volvió la cabeza. Se hallaba muy ocupado mirando a Nicolás, y ni se inmutó cuando las palmadas en su brazo se transformaron en golpes, a medida que el niño se impacientaba por su falta de respuesta.

-Pedro—dijo ella con voz ronca. La intensidad con la que miraba a Leo le puso un nudo en el estómago.

-Haré que se realicen las pruebas necesarias lo más pronto posible. Alguien te llamará mañana para darte los detalles.

-¿Qué pruebas?

Él ni siquiera se volvió para contestarla, sino que acercó ligeramente a Nicolás hacia sí, lo cual provocó un gorjeo de aprobación y un emocionado parloteo por parte del niño. Paula observó que Nicolás acariciaba la mandíbula de su padre con las dos manos, y se sintió emocionada al ver a su hijo con el hombre al que había querido. Si las circunstancias hubieran sido distintas...

-Pruebas de ADN. No pretenderás que me limite a aceptar tu palabra de que es mi hijo.

Paula había luchado para que él reconociera a su hijo antes de abandonarse a la desesperación, pero, de pronto, sintió miedo ante su repentino interés y ante lo que pudiera significar. Nicolás era suyo. Sin embargo, si Pedro decidía que quería estar con él... Se refugió en una explosión de ira.

Pasión Imborrable: Capítulo 19

-Parece que lo que quieres decir es que hice algo más que verla —dijo él en tono ultrajado—. Y que lo hice mientras tú y yo estábamos... juntos.

-Así es —apartó la vista de él para fijarla en Nicolás, que saltaba alegremente en sus rodillas.

—Te equivocas —dijo él sin levantar la voz, pero en tono de advertencia—. Nunca me rebajaría a comportarme de manera tan despreciable —sus miradas se encontraron; la de él expresaba indignación.

-Recuerda que estaba allí —Paula tomó aire lentamente para controlar los inútiles celos que aún en aquellos momentos resurgían—. Y, al contrario que tú, recuerdo perfectamente.

Se produjo un silencio. Él la atravesó con la mirada, pero ella se negó a retroceder. Aunque él creyera que era incapaz de comportarse así, si recuperaba la memoria, se sentiría decepcionado.

—No tengo que recordar para saber la verdad, Paula. Por mucho que creas que entiendes lo que sucedió entonces, nunca traicionaría a una amante con otra. Nunca he tenido dos a la vez, sería deshonroso.

¡Deshonroso! Paula se contuvo para no soltar una risa amarga. ¿Era honrado tener una amante para compartir la cama con ella y excluirla del resto de su vida porque no era aceptable para sus amigos aristócratas? ¿Utilizarla para acostarse con ella al mismo tiempo que cortejaba a otra mujer? Aunque algo hubiera pasado entre Pedro y la princesa que había impedido la boda, lo que pretendía él era casarse. Ella había sido una ingenua; alguien para usar y tirar. Apartó la vista negándose a mirarlo. La herida seguía estando en carne viva.

—Cuando traté de ponerme en contacto contigo para hablarte del embarazo, tu madrastra me dijo que estabas ocupado con los preparativos de la boda y que no tenías tiempo para dedicárselo a una antigua amante.

—¿Diana te dijo eso? —su tono de asombro hizo que ella lo volviera a mirar—. No me lo creo.

Ese era el problema. Tampoco la había creído antes. Su palabra no valía nada frente a la suspicacia de él.

-Francamente, Pedro. No me importa lo que creas.

-Es verdad que Diana le tiene cariño a Candela —murmuró casi para sí mismo—. Y que quiere que me case. Pero ¿Que estaba preparando la boda? Nunca llegamos tan lejos.

Paula pensó que su falta de memoria era de lo más conveniente. Ella había tenido la confirmación del compromiso por otra fuente más, pero lo más convincente fue ver a Pedro con Candela. Incluso en aquellos momentos, recordarlo era como si le clavaran un cuchillo en el pecho. La princesa lo miraba con la misma expresión enamorada que ella había puesto desde el mismo día en que lo había conocido y se la había llevado a la cama. Pedro tenía a la princesa cerca de sí y le pasaba el brazo por los hombros como si fuera un delicado objeto de porcelana. La miraba a los ojos, totalmente enfrascado en la conversación privada que mantenían, como si fuera la única mujer que hubiera en el mundo; como si no tuviera a una amante esperándole obedientemente en casa.

Paula parpadeó para que evitar que le cayeran las lágrimas que comenzaban a formársele y se centró en las palabras desdeñosas de Diana cuando había llamado por teléfono a Pedro para contarle lo del embarazo. «Pedro hará lo que sea necesario para la manutención del niño, si es suyo. Pero no esperes que se ponga en contacto contigo personalmente». Su tono indicaba claramente que era socialmente muy inferior para conseguir otra cosa que no fuera un arreglo que redactaría el equipo de abogados de Pedro. «El pasado, pasado está. Y tus, digamos, actividades extracurriculares, plantean dudas sobre la identidad del padre del niño». La calumnia había sido lo peor de todo. ¡Qué furiosa se habría puesto la madrastra de Pedro si hubiera sabido que ella no había aceptado su palabra! En lugar de ello, dejó a él varios mensajes en su teléfono privado y le envió correos electrónicos, e incluso una carta. Estaba desesperada por hablar. Y sólo al cabo de meses de silencio había acabado por aceptar que él no quería tener nada que ver con ella ni con su futuro hijo, por lo que decidió darle la espalda al pasado y empezar de nuevo sin tener en cuenta siquiera la posibilidad de un acuerdo legal para la manutención del niño. Nicolás estaba mejor sin semejante padre.

Pero parecía que Pedro no se había enterado de su embarazo. Empezó a respirar con dificultad. ¡Todo aquel tiempo sin saber nada! No había rechazado a Nicolás. Tampoco estaba casado. Se sintió mareada al tratar de asumir las implicaciones que aquello tenía. En otra época hubiera creído que lo cambiaría todo. Pero ya sabía que no era así. Le bastó mirar a Pedro para confirmarlo. Estaba absorto en sus pensamientos, sin prestar la más mínima atención al niño, que intentaba que lo hiciera. Tampoco le interesaba ella: sólo era una fuente de información. O alguien a quien se podía llevar a la cama sin muchos problemas. Se estremeció al recordar la noche anterior, pero sintió que su determinación aumentaba. Miró los ojos verdes de su hijo. Él la miró pícaramente mientras parloteaba en su propio lenguaje. Él era lo importante en su vida, no el viejo sueño de vivir feliz para siempre con el hombre equivocado. No importaba que Pedro hubiera sabido o no lo del embarazo. Lo que importaba era que la pasión que habían experimentado había sido una aventura vulgar, no un amor sobre el que construir un futuro. Y él había dejado muy claro que Nicolás no le interesaba. Punto y final. Paula no hizo caso del dolor que sentía ante lo definitivo de la situación y esbozó una sonrisa temblorosa dedicada a su hijo.

-Es hora de bañarse, jovencito —se levantó y se sintió muy vieja por la pena que le causaba lo que su hijo no tendría y por la que le causaba de manera estúpida el volver a ser rechazada. Después de toda la vida sin dar la talla, era absurdo sentirse herida. Pero así era.

Pasión Imborrable: Capítulo 18

-Mis recuerdos desaparecen varios meses antes de la muerte de mi padre —dijo él en tono seco, lo que indicaba que consideraba la amnesia una debilidad que debiera poder dominar—. No recuerdo haberte conocido —el modo de decirlo implicaba que aún tenía dudas sobre la historia que le había contado—. Esos meses constituyen una laguna en mi memoria. Ni siquiera recuerdo ir conduciendo antes del accidente, sólo que me desperté en le hospital.

Paula se sentó en una mecedora con Nicolás de pie sobre los muslos mientras le sujetaba por las manos. Era un juego que al niño le encantaba. Y de paso, ella podía dar un descanso a sus piernas temblorosas. Lo que le había revelado Alessandro le había supuesto un golpe terrible. Sentía náuseas y temblaba al pensar en él herido de tanta gravedad que se había quedado amnésico.

-No me has contado cómo fue el accidente —hizo una pausa mientras se preguntaba si se le notaba mucho la preocupación. Trató de no mirar la cicatriz en la sien de Pedro.

-Iba conduciendo a Milán. El coche patinó en el suelo húmedo cuando giré bruscamente para evitar a otro que conducía por mi carril pero en dirección contraria.

Entonces había sido de camino al despacho. Prefería conducir él mismo porque decía que lo ayudaba a establecer las prioridades laborales de cada día. Y tenía que haber sido poco después de que ella se marchara. ¿Acaso había pensado que su partida alteraría el preciado horario laboral de Pero? Su ridícula ingenuidad la seguía dejando perpleja.

—¿Y estás bien? ¿No ha habido más efectos secundarios? ¿No tienes dolores?

A pesar de lo que se dijera a sí misma, no había conseguido eliminar por completo sus sentimientos hacia Pedro. Debería despreciarlo por cómo la había tratado, pero experimentaba sentimientos encontrados.

-Estoy perfectamente —hizo una pausa tan larga que ella dejó de mirar a Nicolás y alzó la vista. La miró a los ojos como si viera en ellos su deseo de saber todos los detalles—. Tuve suerte. Sufrí desgarros y un par de fracturas. Me recuperé enseguida. Sólo estuve en el hospital unas semanas. Lo más preocupante fue la pérdida de memoria, pero los especialistas afirman que no hay nada que hacer salvo dejar que la naturaleza siga su curso. No hay más daños cerebrales.

Paula se recostó en la mecedora, aliviada.

-Entiendo.

Aquella extraña conversación no le parecía real, dado su pasado en común. Pensó en las implicaciones de lo que acababa de oír. Aunque él no la recordara, la noche anterior la había seducido con una pasión que había atravesado todas las defensas que tanto trabajo le había costado levantar en los dos años anteriores. ¿Cómo lo había conseguido si ni siquiera la recordaba? ¿Era un amante tan formidable que lograba que todas las mujeres tuvieran la certeza de que lo único que querían era a Pedro Alfonso? La intimidad que había compartido con él, que siempre había considerado especial y maravillosa, ¿era algo que él había tenido con innumerables mujeres?

—¿Y tu esposa? —prosiguió sin poder evitar la amargura de su voz—. Supongo que no está contigo.

—¿Mi esposa? ¡No creerás que estoy casado!

-Estabas soltero cuando me marché, pero te veías con una mujer con la que pensabas casarte, la princesa Candela.

Él, por supuesto, sólo se casaría con una de su misma clase, una aristócrata rica. Paula tragó saliva al recordar cómo había hecho caso omiso de las advertencias de la madrastra de Pedro sobre sus intenciones y sobre el verdadero lugar de ella, un lugar temporal, en su vida, y cómo había basado sus esperanzas en las palabras tiernas y apasionadas que él le susurraba al oído, en el éxtasis de estar con él, de que la amara. ¡No! ¡La única que había amado había sido ella! Él sólo buscaba sexo.

Pasión Imborrable: Capítulo 17

Lo abrazó con más fuerza y el niño se quejó.

—Sí, cariño. Lo siento. ¿Tienes hambre? —dió un paso hacia la puerta sin hacer caso de Pedro—. Vamos a comer, ¿Quieres?

Pedro parecía clavado en el sitio y tardó unos segundos, que a ella le parecieron interminables, en dejar que pasara. Paula se dirigió a la cocina, pero la voz de él la detuvo.

-Dime cómo te quedaste embarazada.

Ella se dió la vuelta preguntándose si bromeaba. Pedro miraba fijamente a Nicolás.

-Pedro, no sé a qué juegas, pero estoy harta —le espetó furiosa—. Déjalo ya.

-No, Paula. Acaba de empezar, porque, de lo único que estoy seguro, es de que nos vimos por primera vez ayer por la noche.


-

¿Aasí que eso es todo? Nos conocimos en los Alpes, donde trabajabas en una estación de esquí. Tuvimos una relación y te invité a que volvieras conmigo a mi casa —Pedro habló en tono neutro, con la misma falta de emoción con la que hubiera leído un informe de su empresa, cuando lo que estaba haciendo era repetir lo más desconcertante que había oído en su vida.

La idea era completamente absurda. Nunca había invitado a ninguna mujer a vivir en su casa. Se imaginaba que la única a la que invitaría sería a su futura esposa, a la que aún no había conocido. Se había pasado toda su edad adulta asegurándose de que las mujeres con las que salía comprendieran que no le interesaba una relación profunda y duradera, que era el modo en que ellas denominaban la caza de un hombre rico y con la suficiente ingenuidad para creer que lo querían por su carácter o personalidad.

-Vivimos juntos, pero no funcionó y te volviste a Australia —continuó él mientras observaba que ella evitaba su mirada—. Descubriste que estabas embarazada y llamaste a casa muchas veces, llegaste a hablar con mi madrastra y la consecuencia fue que creíste que no quería tener nada más que ver contigo.

-Más o menos.

Su forma de responder avivó en él los restos de la ira que lo había invadido antes. ¿No se daba cuenta de lo vital que era aquello? Apretó los puños. Detestaba la idea de decirle a una desconocida que había perdido la memoria, aunque fuera una desconocida con la que había tenido relaciones íntimas. Lo habían educado para no mostrarse vulnerable, ni para sentirse así, por lo que no era de extrañar que estuviera tan desasosegado. Sus certezas, su sentido del orden y su comprensión de la situación se tambaleaban, y él estaba acostumbrado a controlarlo todo. Paula seguía sin mirarlo mientras daba de comer al niño.

Pedro la miraba a ella, más que a su hijo. Los grandes ojos verdes del niño, tan parecidos a los suyos, lo inquietaban. Y no era normal que Nicolás no dejara de mirarlo. El niño no era suyo: si tuviera un hijo, lo hubiera sabido. Siempre había tenido cuidado en lo referente a medidas anticonceptivas. Tendría hijos a su debido tiempo, cuando conociera a la mujer adecuada, que sería inteligente, elegante, sexy y que se sentiría a gusto en su mundo. No se aburriría de ella a las dos semanas como le sucedía con la mayor parte de las mujeres.

Paula inclinó la cabeza y el niño le agarró un mechón de pelo que se le había salido del moño. Pedro sintió una opresión en el pecho al mirarla. Y al mirar a su hijo. ¡No! Se negaba a sentir nada que no fuera desagrado porque la historia que ella le había contado no le había reavivado la memoria. Seguía habiendo un vacío en su cerebro que lo ponía furioso.

Paula se dió la vuelta y levantó al niño por encima de su cabeza y, al hacerlo, la blusa se le ciñó completamente al cuerpo. Pedro sintió una oleada de calor en el bajo vientre. Al menos una cosa estaba clara: su sentido de posesión cuando la miraba. Había sido suya, y si su historia era cierta, habían tenido una relación distinta a todas las que él había mantenido. La había deseado tanto y había confiado en ella hasta tal punto que la había instalado en su casa. ¡Era increíble! Pero resultaba muy fácil comprobarlo. ¿Había planeado tenerla como amante a largo plazo? La idea le resultó fascinante. Al observar la tela de la falda que le moldeaba los muslos y la blusa de fino algodón resaltándole los senos, la idea no le pareció tan absurda como debería. Si no fuera por el niño, habría retomado las cosas en el punto en que las habían dejado la noche anterior. De pronto comenzaron a dolerle las sienes mientras se esforzaba por recordar. Aunque en general se encontraba bien, de vez en cuando le volvían los dolores de cabeza, una secuela del pasado.

—¿Te encuentras bien?

-Perfectamente —dijo quitándose la mano de la sien. Observó la mano regordeta de Nicolás que palmeaba el pecho de su madre y jugaba con uno de los botones de la blusa. Ella le agarró la mano. Pedro alzó la vista y vió que Paula se había sonrojado—. No me has dicho por qué nos separamos.

El rubor de las mejillas femeninas aumentó.

-No quiero hablar de eso. No tiene sentido.

-Hazme el favor —murmuró él mientras se inclinaba hacia delante.

¿Qué podía hacer Paula? Su instinto le indicaba que no se marcharía hasta ver satisfecha su curiosidad. Le había creído cuando le dijo que había perdido la memoria. Parecía tan incómodo que supo que era algo que no quería contar. Ella conocía esa clase de amnesia por uno de sus hermanos mayores, que era médico. Y, debido a ella, se explicaba muchas cosas que la habían desconcertado, como el hecho de que Pedro hubiera recorrido medio mundo en su busca. ¿Qué otro motivo podía tener para llegar a tales extremos. Sobre todo después de haberla plantado sin muchas ceremonias. Se alegró de ser la única que recordaba todos los detalles de la ignominiosa escena.

—¿No te acuerdas de nada?

No tenía sentido preguntárselo, ya que era evidente su falta de conocimiento sobre ella y sobre ambos. Pero le parecía imposible que todo se le hubiera borrado por completo de la memoria. Habían intimado, no sólo físicamente, sino emocionalmente, como almas gemelas, o eso le había parecido en su momento. ¿Cómo era posible que todo aquello hubiera desaparecido? Pues porque lo que habían compartido era menos importante para Pedro que para ella.

martes, 13 de agosto de 2019

Pasión Imborrable: Capítulo 16

Paula sólo había tenido tiempo de recoger a Leo en casa de la vecina y dejarlo en la cama sin despertarlo cuando llamaron a la puerta. Miró la tranquila expresión de su hijo y sintió un intenso deseo de protegerlo. No había tenido tiempo de decidir cómo iba a enfrentarse a Pedro. Pero ¿Por qué se engañaba? Siempre la había dominado. Incluso en aquel momento, cuando casi lo odiaba, no se hacía ilusiones al respecto: no se libraría de él hasta resolver aquel asunto. Contra su voluntad, se dirigió a la puerta con paso vacilante. Su ira se había evaporado y estaba nerviosa y exhausta. Abrió la puerta. Pedro estaba allí y despedía una energía peligrosa que la envolvió y la dejó sin respiración. Los ojos le brillaban con la misma furia que sólo le había visto una vez en el pasado, el día que le había dicho con educada frialdad que estaba abusando de su hospitalidad. Trató de reunir fuerzas para hacerle frente. Él entró a la cocina-comedor sin decir palabra y sin rozarla, lo cual era toda una hazaña teniendo en cuenta el tamaño de la entrada. Ella hizo una mueca mientras cerraba la puerta. Estaba claro que en aquel momento no soportaba tocarla porque ella le había reprochado su conducta. ¡Qué diferencia con respecto a la noche anterior! Se puso colorada de vergüenza al recordarlo.

-Has utilizado mi apellido para el bastardo de tu hijo —le espetó con desdén y furia.

Pero la respuesta de Paula no le fue a la zaga.

—¡No vuelvas a hablar así de él!

—¿Qué? ¿Me vas a decir que estás casada?

—¡No! ¿Por qué iba a buscar marido cuando el padre de mi hijo nos había rechazado a los dos?

-Por la misma razón —dijo él mientras se inclinaba hacia delante para intimidarla— por la que mentiste al hacer que figure como su padre en el certificado de nacimiento: para tratar de lograr cierto grado de respetabilidad o de ayuda económica.

La ironía de la acusación la impactó con fuerza. De haber esperado ayuda de cualquier tipo por parte de Pedro, se hubiera equivocado de plano. A pesar de la debilidad que experimentaba por aquel hombre bello y arrogante, si se trataba de su hijo no se dejaba avasallar. Se puso en jarras y lo miró con la misma hostilidad que él la miraba.

-Lo hice por Nicolás, que tiene derecho a conocer quién es su padre.

—¿Es que no tienes vergüenza?

-Sólo me avergüenza haber sido lo suficientemente estúpida como para... —se detuvo a tiempo. No quería que se burlara de ella si reconocía los sentimientos que había tenido por él—. Creer en tí.

—¿Nicolás? Le has puesto el nombre de...

—Tu padre, Nicolás —vaciló al darse cuenta de la estupidez sentimental que había sido elegir un nombre de su familia, pero quería que Leo tuviera un vínculo con ella, a pesar de que lo hubiera rechazado. ¿Había pensado en secreto que a Pedro le gustaría que el niño se llamara como su difunto padre? ¡Cuánto se había equivocado!

—Te has atrevido a...

-No me arrepiento de lo que he hecho. Tendrás que acostumbrarte, Pedro.

Se oyó un quejido apagado. Inmediatamente, Paula se dió la vuelta y se apresuró hacia el dormitorio que compartía con Nicolás. Lo tomó en sus brazos, lo apretó contra sí y cerró los ojos mientras sentía la calma y alegría que siempre le producía abrazarlo.

-Mamá —el niño alzó una mano y le acarició la cara.

-Hola, cariño. ¿Te lo has pasado bien hoy?

-Mamá —repitió el niño sonriendo.

Entonces algo detrás de su madre captó su atención y la sonrisa se le evaporó. Paula no tuvo que darse la vuelta para saber que Pedro estaba en la habitación. Se quedó paralizada. Había soñado durante mucho tiempo que él fuera a buscarlos, que reconociera que se había equivocado y que estaba destrozado por el dolor que les había causado. Ella lo hubiera perdonado y a él, con sólo mirar a Nicolás, se le hubiera derretido el corazón, como a ella la primera vez que lo vio. Pero eso no iba a suceder. Pedro no los quería a ninguno de los dos. Se estremeció de miedo. No soportaría que él descargara su ira en Nicolás. Abrazó al niño con más fuerza, pero él se echó a un lado tratando de ver a Pedro.

-Mamá.

-No, cariño. No es mamá —durante una fracción de segundo sintió el irrefrenable deseo de decirle que era papá, pero no quería que Pedro se pusiera más furioso.

Se dió la vuelta. Si él se atrevía a hacer un comentario despectivo... Pero no tenía que preocuparse. La arrogancia y la ira masculinas habían desaparecido. Pedro estaba inmóvil y miraba a Nicolás con el ceño fruncido, como si nunca hubiera visto a un niño. Paula le echó el pelo hacia atrás, pero él no le prestó atención pues la tenía toda centrada en el hombre que negaba ser su padre. Nicolás tenía el pelo y los ojos de Pedro. Paula observó que éste cerraba los puños, pero seguía mirando al niño.

—¿Cuántos años tiene? —preguntó con voz ronca.

-Cumplió uno hace seis semanas.

—¿Nació prematuro?

-No, nació a su debido tiempo. ¿Por qué me haces todas esas preguntas?

Nicolás se movió de repente. Se retorció en brazos de su madre y se lanzó con todas sus fuerzas hacia delante como si quisiera salvar la distancia entre Pedro y él.

—¡Mamá! —abrió y cerró las manos como si tratara de agarrar al hombre que estaba frente a él.

Pero éste no se movió. A Paula se le encogió el corazón al ver a su hijo echando los brazos a su padre, pues estaba condenado al fracaso, ya que éste nunca lo reconocería ni lo querría, como tampoco a ella. El dolor que le oprimía el pecho le impedía respirar, pero se sintió más libre que en los dos años anteriores. Estaba segura de que, con el tiempo, las heridas cicatrizarían. Mientras tanto, tenía que proteger a Leo del dolor de saber que su padre no lo quería. Se inventaría algo para explicar su ausencia. Y a Leo nunca le faltaría amor y atención, al contrario de lo que le había sucedido a ella.

Pasión Imborrable: Capítulo 15

Paula estaba loca, o tramaba algo. Pedro vió cómo le brillaban los ojos. ¿Se había dado cuenta de que la había agarrado por la muñeca al abofetearlo y de que se la seguía teniendo sujeta? No parecía darse cuenta de nada salvo de su propia furia. A él le ardía la mejilla y su orgullo exigía un castigo inmediato. Nadie, ni hombre ni mujer, lo insultaba. Pero se controló. No quería recurrir a la violencia tratándose de una mujer. Y lo más importante: tenía que saber qué tramaba con sus acusaciones.

-No seas absurda. No tengo ningún hijo —eso era algo que no hubiera olvidado, a pesar de las heridas. Además, siempre había tomado precauciones para evitar reclamaciones de paternidad. Le gustaban las relaciones cortas, lo cual no implicaba que pusiera en peligro su salud ni el honor de su familia.

-Deja de fingir, Pedro —dijo ella entre dientes—. Puede que a otros les impresiones, pero a mí no... Dejaste de hacerlo el día en que te abandoné.

—¿Estás enfadada porque nuestra relación terminó? —a las mujeres no les gustaba saber que su puesto en la vida de él era temporal. Con frecuencia aspiraban a convertirse en la condesa Alfonso. Pero él no se hacía ilusiones sobre el matrimonio. Lo consideraba un deber para que continuara el apellido familiar, un deber que se alegraba de posponer.

-Después de saber cómo eras, no me habría quedado aunque me hubieras pagado —respondió Paula tras reírse sin ganas.

Tal vehemencia, semejante odio eran algo desconocido para Alessandro. La sorpresa lo recorrió como una descarga eléctrica. Paula no se parecía a nadie ni a nada de su ordenada vida. Y lo fascinaba.

—¿Qué pasa con el niño?

-Olvídalo —murmuró ella con desdén al tiempo que giraba la cabeza.

Ella trató de que le soltase la mano, pero se la tenía agarrada con fuerza, pues no estaba dispuesto a que volviera a pegarle. Le agarró la otra.

-No puedo olvidarlo —le tiró de las manos para que lo mirara y tuvo que hacer un esfuerzo para no fijarse en cómo su respiración entrecortada le resaltaba los senos—. Dímelo.

Ella lo miró y se pasó la lengua por los labios. Inmediatamente, Pedro se sintió invadido de deseo, simplemente por eso. La prontitud de su reacción lo hubiera dejado anonadado si no tuviera la experiencia de la noche anterior. Cualquiera que fuera el secreto de su atractivo femenino, el reaccionaba con cada átomo de testosterona de su organismo. Vió que ella vacilaba y mantuvo su expresión inescrutable mientras le observaba los labios rojos que lo invitaban de modo inconsciente a lanzarse sobre su boca.

-No hay nada que contar —lo miró con agresividad—. Tienes un hijo, cosa que ya sabes. ¿Por qué me haces repetirlo?

-Quiero saber la verdad, si no es mucho pedir —la ira explotó tras su fachada de tranquilidad contra aquella mujer que le había vuelto la vida del revés. No recordaba haber sentido tanta furia, pero ninguna mujer le había lanzadosemejante acusación. Además, cualquier hombre se volvería loco por la frustración de no conocer el propio pasado.

—¿Es mucho pedir que dejes de aplastarme las manos? —preguntó ella alzando la barbilla.

La soltó de inmediato. No era su intención hacerle daño, lo cual era otro indicio de que su capacidad de controlarse estaba a punto de hacerse pedazos.

—Gracias, te prometo no volver a pegarte. No lo he hecho a propósito —miró por la ventanilla—. Hemos llegado —dijo con rapidez y evidente alivio.

-Acabaremos de hablar en tu casa.

-No estoy segura de querer que subas —contraatacó ella.

—¿Crees que quiero hacerlo? —pero tenía que rellenar lagunas y acabar con la desagradable sensación de que en su vida le faltaba algo. Además, aquella estupidez de que era padre tenía que acabar.

Bajaron del coche. Él tenía los músculos rígidos, como si hubieran sufrido un calambre durante el trayecto. Miró a su alrededor: los grafitis ensuciaban la pared del edificio de enfrente y las ventanas tenían barrotes. Paula entró rápidamente en un feo edificio sin mirar atrás. Él dió un paso hacia delante.

-Signor Cante —le dijo Bruno—. Durante el trayecto hasta aquí he recibido las respuestas a las preguntas que he hecho esta mañana, pero no he querido interrumpir su conversación con la signorina.

Pedro dejó de prestar atención a sus furiosos pensamientos y se la dedicó al guardaespaldas. Tuvo la sensación de que aquello no le iba a gustar.

—¿Y?

-No hay certificado de matrimonio. La signorina Chaves es soltera.

Así que no se había molestado en casarse con el padre de su hijo. Pedro se metió las manos en los bolsillos negándose a analizar las emociones que la noticia le provocaba.

—¿Algo más?


-El nacimiento tuvo lugar aquí, en Melbourne, hace algo más de un año.


—¿Qué más detalles has averiguado?


-El nombre de la madre es Paula Chaves, recepcionista, que vive en esta dirección—Bruno señaló el edificio de ladrillo rojo.


—¿Y qué más? —se le había puesto la piel de gallina.

-El nombre del padre que figura es Pedro Alfonso, de Como, Italia.

A pesar de que casi lo estaba esperando, cada palabra resonó en su interior como un mazazo. Su nombre, su identidad, su honor. ¡Maldita fuera por haberlo utilizado de aquella forma! Se había apropiado de su apellido y lo había arrastrado por el barro. ¿Qué esperaba conseguir? ¿Dinero? ¿Una posición? ¿Un poco de respetabilidad a pesar de que su hijo hubiera nacido fuera del matrimonio? ¿Pero por qué no se lo había dicho abiertamente si lo que pretendía era su dinero? ¿Estaba esperando el momento más propicio? ¡Como si lo hubiera para semejante plan!

-Espera aquí —le gritó a Bruno y se dirigió hacia el edificio sin esperar respuesta.

No veía con claridad. Lo impulsaba la necesidad de castigar a Paula. Aquello ya era mucho más que curiosidad, más incluso que la vuelta a la vida del instinto sexual que llevaba adormecido desde que se había despertado en el hospital veinticuatro meses antes. Ella había ido demasiado lejos al mancillar su honor. Tendría que pagar por ello.