jueves, 25 de abril de 2019

Corazón Indomable: Capítulo 47

—¿Qué le ocurre? —preguntó Bruno, mirando a Pedro con dureza.

—Nada.

—Y un cuerno. Te comportas como si alguien te hubiera puesto un hierro candente en el trasero.

—Sí no fueras mi amigo, y no te necesitara en el trabajo, sería yo quien te pusiera un hierro candente a tí.

Se miraron fijamente unos segundos; después se echaron a reír.

—Perdona, jefe, Debería mantener la boca cerrada.

—Así es. Pero tienes razón. Tengo muchas cosas en la cabeza.

—¿Esas muchas cosas responden a las iniciales P.C.?

Pedro titubeó, sin saber cuánto desvelarle a su amigo de su vida personal. Pero estaba tan siempre tan irritable que le debía a Bruno la verdad. O al menos parte de ella.

—La echo de menos —admitió con un suspiro.

—Yo también.

—Volvamos al trabajo.

Bruno asintió.

La conversación había tenido lugar esa mañana. Aunque Pedro trabajaba como un poseso todos los días, para agotarse, nada conseguía prepararlo para la noche, por cansado que estuviera. Añoraba a Paula. A cada momento olía su aroma, oía su risa, sentía su piel bajo los dedos callosos. Pero lo peor era recordar sus gemidos cuando le hacía el amor. Eso, todo lo que había de especial en ella, lo volvía loco. La amaba. Debería habérselo dicho. Saltó del sofá y fue a la cocina a por una cerveza. Después de un trago la vació en el fregadero. Emborracharse no era la solución. Cuando saliera del estupor, ella seguiría en su mente.

—Al diablo con todo esto —dijo.

Corrió al escritorio, sacó un sobre, se puso la chaqueta y salió de la cabaña. Paula lo vió en cuanto salió. Aunque casi se le paró el corazón, se detuvo y, como una zombi, observó a Pedro cruzar el estacionamiento de su edificio.

—¿Qué... qué haces aquí?

—¿Adónde vas? —preguntó Pedro.

—Yo he preguntado primero —su voz fue un susurro.

—He venido a verte —clavó los ojos en ella.

—¿Por qué?

—Para decirte que te quiero y que soy muy desgraciado sin tí —soltó él de sopetón.

—Yo iba a verte, a decirte exactamente lo mismo.

Después, Paula no supo quién se había movido antes. Daba igual. En segundos, estuvieron uno en brazos del otro. Después, riendo y besándola, Pedro la alzó y la hizo girar por el aire.

—Cásate conmigo, Paula Chaves—susurró al ponerla de nuevo en el suelo.

A las tres de la mañana, Paula y Pedro estaban sentados en medio de la cama de ella, bebiendo cerveza con limón y comiendo queso y galletas. Habían hecho el amor hasta quedar agotados y hambrientos. Desnudos, habían ido a la cocina a saquear el frigorífico y vuelto con todo a la cama. En ese momento, mirándose a los ojos, Paula sintió que Pedro oprimía su mano con suavidad. Ella le devolvió el apretón y dejó los vasos en la mesilla.

—Te quiero, Pedro Alfonso.

—Yo te quiero a tí, Paula Chaves.

—¿Y cuándo será la boda? —parpadeó para evitar unas inesperadas lágrimas.

—¿Qué te parece mañana? —Pedro trazó el contorno de sus labios con un dedo.

—Ojalá fuera posible.

—Eso pienso yo. Pero en cuanto hayamos arreglado los papeles nada podrá detenernos.

—Espero que no.

—Nunca pensé que pudiera regresar a la civilización, pero contigo como esposa, sé que será posible.

Paula, con el rostro surcado por las lágrimas, lo besó y repitió otra versión de sus palabras.

—Nunca creía que pudiera vivir en el bosque y seguir practicando la abogacía, pero contigo como esposo, será posible. De hecho, es lo que deseo hacer.

—¿Me quieres tanto como para plantearte dejar todo esto? —Pedro sonó asombrado.

—Sin dudarlo un segundo.

Pedro la estrechó entre sus brazos, quitándole el aire.

—Te quiero tanto que me gustaría acurrucarme en tu interior. Tengo algo para tí —la soltó y se inclinó hacia sus vaqueros, en el suelo. Sacó algo de un bolsillo.

—¿Qué es? —preguntó Paula.

—Ábrelo y lo verás.

Ella obedeció, después lo miró intrigada.

—Es una escritura, lo sé. Pero ¿De qué?

—La casa de Wellington.

Paula lo miró con incredulidad.

—Oí decir que estaba en venta, y era cierto.

—Así que la compraste —musitó ella.

—Sí. Para tí. Para nosotros.

Paula soltó un grito, rodeó su cuello con los brazos y se lo comió a besos.

—Por lo visto, he hecho bien al comprarla.

—Más que bien. Es perfecto.

—Cuando dijiste que te gustaba, llamé a un agente inmobiliario amigo mío y le pedí que comprobara si se vendía —alzó la mano. —No te equivoques, no sabía que me querías, pero algo me dijo que comprase la casa de todas formas.

—Pedro, es maravilloso, Wellington es perfecto para los dos; es lo bastante grande para abrir un despacho.

—Sin duda.

—Siempre deseé tener mi propia empresa algún día.

—Ese día ha llegado. Es hoy.

—Y es un lugar perfecto para formar una familia —esperó sin aliento la reacción de Pedro.

Los ojos de él se llenaron de lágrimas.

—Temía que no quisieras tener más hijos.

—Claro que quiero —afirmó ella. —De hecho...

Él puso las manos sobre sus hombros y la tumbó sobre la cama.

—Entonces será mejor que empecemos, cariño, no hay por qué perder tiempo.

—Creo que el primero ya está en camino —le susurró Paula, abrazándose a su cuello.

—¿Quieres... quieres decir que...? —tragó saliva y la miró con asombro y adoración.

Ella sonrió y lo besó.

—Es exactamente lo que quiero decir.

—Te quiero, te quiero, te quiero —gritó Pedro, abrazándola con furia.

—Yo también te quiero.





FIN

1 comentario: